Los personajes presentes en la siguiente historia NO son de mi propiedad, son parte del maravilloso mundo creado por Craig Bartlett/Genio.
Blackbird
Tengo tanto sueño…
Me duelen las manos y el cuerpo me pesa. Las rodillas me tiemblan y apenas puedo mantenerme en pie. La vista se me nubla y la bruma se repliega en mi mente, adormeciéndola. Tengo fallas en la memoria, sin embargo, logro rememorar lo que quiero. A veces, sin ningún tipo de esfuerzo por mí parte.
¿Les ha pasado que, cuando quieren recordar algo y aplican toda su fuerza para ello, no lo consiguen? Me sucede muy seguido. Al menos así era, hasta hace unos días. De un momento a otro, las imágenes pálidas adquieren todo tipo de tonalidades, los colores se vuelven tan nítidos que creo poder extender mi mano y entrar a escena, reviviendo el episodio. Algunos son un poco tristes. Quiebres del pasado que quedan dentro, como pequeños raspones sobre el alma. Es maravilloso, porque recordar lo más triste de mi vida, siempre me hace recordar lo más feliz… y no es una estupidez el decir que necesitamos la oscuridad para apreciar la luz. Frase cliché, pero ¿de qué otra forma sería?
Los instantes de antaño se adhieren a mi cabeza con escasa dificultad, dando picotazos a las paredes de mi cráneo, y pienso en mi hermoso pájaro negro. Un poco herido y un poco hiriente también. Orgulloso y fuerte.
Lo miro al cerrar los ojos, sin poder dormir pese al sueño que tengo. Tanto pero tanto sueño…
"Me había decidido por The Beatles cuando el señor Simmons, ahora profesor de arte de toda la escuela, pidió recopilar una lista de canciones de antiguas bandas famosas para un proyecto musical. Sería entretenido y me permitiría ampliar mi repertorio. La música siempre fue muy importante para mí.
—¡Que gran idea, Arnold! — dijo el profesor. — Esa es una banda muy, muy especial.
Nunca los había escuchado con tanto detenimiento. Sus canciones eran muy positivas y refrescantes, letras melosas pero pegajosas. En una oportunidad, las utilicé para dormir al bebé de Ernie y Lola, notando las suaves historias narradas entre melodías. No podía elegir una favorita. Todas tenían un no sé qué que me atraía.
Siempre fui positivo, optimista y buscador de lo bueno incluso en donde no lo hay. Con muchas de las canciones de la banda, me identificaba. Ya saben, "aquí viene el sol, aquí viene, y digo que todo está bien".
Me encerré en mi habitación con la brillante idea de aprender a tocar la guitarra. Quería presentar algo agradable para el proyecto y el instrumento me parecía genial. Mi abuela, pese a sus achaques y estados ajenos a la realidad, se ofreció a guiarme. La música nos conectaba y ella lucía tan atenta al presente que no pude decirle que yo era un fiasco tremendo y nunca aprendería a tocar. ¡Sencillamente, no tenía la habilidad! Los dedos se me acalambraban demasiado rápido, me sangraban las puntas, perdía las uñas y crecían cayos. No me gustó. Lo mío era la armónica, simple y llanamente. Podría entonar las melodías con ella para el señor Simmons. Eso haría.
Pero seguí intentando tocar con mi abuela. A ella parecía hacerle mucho bien.
El día de la muestra previa a la presentación del proyecto, el señor Simmons nos había pedido ir al auditorio para un ensayo. La mayoría se encontraba entusiasmado y los pasillos se llenaron de incontables murmullos inconexos. Cruzando una esquina opuesta a la cafetería, tropecé. Y no tenía que ser adivino o utilizar telepatía; reconocería el tono burlón de su voz, el aroma a chicle de canela y el resoplido posterior a la caída de sus posaderas aún con los ojos vendados.
—¡Helga! ¿estás bien? — y a mi cuerpo llegó un aluvión de sensaciones que mucho me costaron definir. Repentinamente, me sentí nervioso, abrumado y expectante. En mi estómago percibí como si me hubiese saltado un escalón al descender de una escalinata. La comida del almuerzo subió y bajó por mi esófago, haciéndome repetir el sabor en mi paladar.
Tenía un manojo de emociones conflictivas paleando duramente mi ser.
Helga y yo apenas conversábamos, lo justo y necesario para cualquier cosa referente a la escuela o a los deportes que aún solíamos jugar en el campo. Toda ilusión con ella después de nuestro viaje a San Lorenzo, se había evaporado, desvanecido cuál volutas de humo al viento. No entendía, si ella…
—Estoy bien, cabeza de balón — aún con el infaltable apodo, se escuchaba tranquila. Nada de indolencia, sarcasmo o agravio de su parte. Fue así desde que decidió terminar la relación que apenas estábamos iniciando.
Se levantó con mi ayuda, sacudió sus ropas y continuó su camino, dejándome confundido y, de cierta forma, un poco herido.
No sabía, en ese momento, de verdad no sabía.
Tenía a mis padres, a mis abuelos, a mis amigos… pero no sabía por qué, en mi pecho, todavía persistía un espacio negro."
Abro los ojos para cambiar de posición, escuchando el tronar de los huesos de mi columna. Tengo tanto sueño y aún no puedo dormir…
Mis párpados son necios, vibran y laten en un tic frenético que me hace presionarlos con mis pulgares.
Si tan solo pudiese dormir…
Escucho el sonido de la calle. El señor de los helados parece estar llegando a la cuadra y puedo percibir el ruido de muchos pequeños pies corriendo para alcanzarlo. Quisiera una paleta de chocolate. O no, mejor un chocolate caliente; me entibiaría el cuerpo y relajaría el espíritu, ahora un poco tedioso. Yo quiero contarles cosas bonitas, pero antes, parece que debo andar por las malditas espinas.
"—¿Qué estás diciendo, Helga? — me congelé sobre el pavimento. Mis pies pisando fuerte sobre las calles agrietadas del vecindario.
—Lo que escuchaste, Arnoldo.
—¿Estás terminando conmigo? — un ruido seco penetró mis oídos. No supe de dónde procedía; de la calle, de los autos, de la gente circulando a nuestro alrededor, de la heladería junto a nosotros… — Helga…
—No me arrepiento de todo lo que hice por ti. Tienes a tus padres y eso… hace que todo haya valido la pena, pero…
Sus ojos estaban tan brillantes que me encandilaban por segundos. Ella se veía tan alta y a la vez tan pequeña…
—¿Qué pasa, Helga? ¿Por qué quieres…?
—En otros tiempos hubiese aceptado todo esto, ¿sabes? — tenía las manos a sus costados y en puños se agarraba las telas de su vestido. — Tu atención, tu mirada puesta en mí… por Dios que sí. Cometí tantas locuras para conseguirlo que… bueno, no importa. — sacudió la cabeza y yo quise preguntar, cuestionarle qué clase de locuras había llevado a cabo para lograr mi interés.
El corazón me latía tan rápido que pensé que saldría de mi pecho en un estallido, dejándome un feo, asqueroso y humeante agujero.
—Solo decidí… llegué a la conclusión de que… no quiero esto. No así.
—¿Qué…? ¿Helga?
—Acepto tu gratitud… — ella continuó, ignorante hacia mi pensar… pero lo cierto era, que no podía hilar nada coherente. Mi mente estaba como un papel en blanco. — Pero no tienes que estar conmigo por ello.
—Helga…
—No tienes por qué preocuparte. ¡Todo está bien! — sé que quiso sonreír, sin embargo, sus labios sólo mostraron una mueca un tanto tenebrosa. — Y bueno, Arnoldo, ¡nos veremos en las tiras cómicas! — dio un suave golpe en mi hombro, me rodeó y se alejó de mí.
Si no tenía idea de qué pensar, menos tenía idea de qué hacer.
Ella dijo "agradecimiento". Agradecimiento. ¿Estaba con ella, por agradecimiento?."
Y después de eso, la vida preadolescente continuó sin mayores acontecimientos. Sobra decir que yo era un simple niño, nada perfecto, con dudas y defectos por montón, denso como un ladrillo y un poco estúpido… dejé las cosas pasar. Nuestros amigos no refirieron nada, mis padres y abuelos me apoyaron aunque en el fondo, presentí que estuvieron tan o más extrañados que yo. No sé. Éramos aún muy jóvenes.
El tiempo continuó y recuerdo tratar, por mi abuela, de mejorar mis espantosos acordes con la guitarra. Quise cantar Blackbird, ¡pero, Cristo! Me costaba muchísimo.
"¡No te des por vencido, Kimba! Que la vida no está hecha para los desertores!"
Ella no fue de las que daban su brazo a torcer. Practicamos y practicamos y en casi un año, pude tocar la melodía. El señor Hyum también me aconsejó y ayudó mucho.
Y seguí practicando, y practicando, y practicando, hasta poder ser decente con el instrumento contra mi pecho.
Respiro hondo y vuelvo a girar. Cierro los ojos pero aún no puedo dormir.
Tengo tanto sueño…
"La fogata por el fin de nuestro último año de preparatoria, tuvo lugar en una de las casas de playa de Rhonda. Todos estaban siendo atacados por la nostalgia, el añoro de los viejos tiempos y la pequeña angustia y el temor hacia lo nuevo. Éramos un grupo bastante diverso, con problemas que pudimos resolver y lazos que, esperaba, nada pudiese romperlos.
Abrí una nueva bolsa de malvaviscos cuando la voz de Gerald llamó la atención de todos.
—Bien, damas y caballeros, ¿listos para una nueva leyenda? — todos asintieron, entusiasmados, y yo pasé las bolsas restantes de malvaviscos y chocolates.
Era una noche ventosa. Las llamas de la fogata ondeaban de un lado a otro, simulando enormes lenguas de fuego. Stinky se encargaba de arrojar más leña y el crepitar de la madera al quemarse, resultaba un poco arrullador. Todos alrededor escuchamos a Gerald, su voz y su narrativa siempre fueron entretenidas. Era un orador innato.
La leyenda hablaba sobre el mar, imponente, como aquel que teníamos al frente… sobre una mujer y su esposo, un pescador. El mar se había enamorado de la mujer y éste, enfurecido por los celos, hizo que el pescador, en uno de sus viajes, se perdiese en el océano para siempre. Nunca regresa. Jamás. Y su esposa, invadida por la tristeza y la negación a perderlo, se prometió esperarlo eternamente. Los habitantes de la aldea en la cual residían, detallaron una enorme piedra blanca en forma de mujer al borde de un acantilado. Decían que era ella, aún aguardando a su amor. Y cuando el viento era tempestuoso sobre el mar y las olas crecían de forma imposible, decían que era él, su esposo, tratando de regresar. Pero el mar nunca se lo permitió.
Aplaudimos audiblemente, fascinados con la historia, y Gerald lanzó una reverencia poco modesta.
—¡Gracias, gracias! — alzó las manos. — Los hechos sucedieron en un pequeño pueblo costero de España, señoras y señores. Pero el mar es uno solo, ¡sepan respetarlo!
Muchos silbaron y siguieron aplaudiendo. Estábamos siendo despeinados por la brisa, con los pies llenos de arena y la piel reseca como cartón por la sal y el sol del día.
—¿Qué tal si tocas una canción, Arnold? — Nadine estaba a mi lado, señalando la guitarra de Lorenzo.
—Oh, yo… — una repentina vergüenza se apoderó de mí."
Sé que les dije que junto a mi abuela, practiqué y practiqué hasta dominar la condenada guitarra. Pero siendo sincero, solo podía desarrollar, sin ningún tipo de equivocación, una sola canción.
Después del proyecto de música con el señor Simmons, seguí con mi descubrimiento de The Beatles. Y por supuesto, aun creo que puedo tocar Blackbird a pesar de mis dedos artríticos
"Toqué esa canción porque era la que mejor se me daba, por no decir la única. Y canté lo más afinado posible aunque sabía que mi voz dejaba mucho qué desear. Me dediqué a hacer que el sonido del instrumento fuese más alto que mi canto, un poco apabullado por la falta de talento.
Ojalá hubiese traído mi armónica.
Al finalizar, todos aplaudieron al mismo tiempo. Unos más que otros, y sus sombras se proyectaban sobre la arena y reían y seguían comiendo malvaviscos con galletas y chocolates. Había mucho licor, pero los S'more se llevaron el protagonismo y la atención de un montón de adolescentes, prácticamente ya mayores de edad.
Alcé mí rostro y la vi. Porque debía hacerlo, mirarla. Ver que ella también me observaba y que, al notar mis ojos, se apartaba y fingía prestar atención a Phoebe.
Por qué sucedía y no hacíamos nada, sabría Dios. Ya no éramos unos niños. Por Jesucristo, yo, definitivamente, ya no era un niño. Mas aparentemente continuaba siendo un poco estúpido, más denso que el yeso, inseguro y con un millardo de defectos coexistiendo en mi interior.
Quería hacer algo, pero no sabía qué. ¿Qué? Ella me enfurecía como nadie. Me sacaba de mis casillas y me hacía maldecir como nunca en mi vida lo había hecho. Engullía mis ánimos y después los escupía a un lado del camino. No hablaba conmigo, ya no, otra vez me gritaba. Poco se dirigía a mí y cuando lo hacía, bendito Dios, solo era para discutir. ¿Alguien podía entenderla y después explicarme, quizá con un esquema? Mi eterno enigma.
La odiaba.
Cómo la odiaba.
Y allí me tenía ¡Yo estaba disfrutando! Disfrutando la fogata con mis amigos. Todos estábamos… pero luego ella… me miraba y todo se iba a la mierda.
A la mismísima mierda.
Apreté los puños, repentinamente irritado.
—¿Gustas, Arnold? — Shenna me ofreció un S'more. Negué con la cabeza, evitando resoplar.
—¡Bien! — Rhonda se levantó del tronco y palmeó. Su cabello siempre liso, lucía unas ondas que le daban un lindo aspecto fresco. — Ahora, el desprendimiento. ¡Gracias a Shenna por esta idea! Aunque no es muy sofisticado, debo añadir que…
—¡A lo que va, princesa! — su voz hizo eco en mi cabeza. Respiré hondo, sin quitar los ojos de Rhonda.
—Qué pesada, Helga. Pero bien, está bien. ¿Todos trajeron algo? Ya saben, aquello a lo cual ya no necesitan aferrarse. ¿Lo tienen? Bien, bien, vamos, muñecos. ¡Es la hora!
Todos nos levantamos y nos acercamos a la hoguera. El calor del fuego me consumió y casi empecé a sudar. Me quité mi chaqueta y la dejé a mis pies, sin importarme la arena.
En el bolsillo de mis shorts estaba el peso de mi vieja y pequeñísima gorra azul.
Tenía a mis padres conmigo, ya no tenía la necesidad de aferrarme a dicha prenda gastada. Igualmente, no me sentía el mismo niño de hacia tantos años.
Los chicos hablaban, algunos remarcando el acto como tonto, sin embargo llevaban sus objetos sujetos contra el torso.
Primero fue Eugene. Enseñó al grupo varias fotos viejas y muy tristes. Lo mostraban a él en sus fiestas de cumpleaños, lastimado; en una tenía su brazo derecho enyesado y en la otra, una pierna. En otra la cabeza entera, o el cuello. El ojo morado o la nariz rota. También tenía un pequeño pedazo de un viejo yeso, con algunos garabatos difíciles de identificar.
—Porque el niño de yeso, dejó de ser de yeso — sonrió. — ¡Y así espero mantenerme! — lanzó todo a la hoguera. El humo se elevaba precipitadamente, las lenguas de fuego pasaron a ser látigos ardientes.
Y así fuimos uno a uno. Decir que presté atención a todos, sería mentir. Mis ojos no podían apartarse de Helga G. Pataki. Ella, recia ante el fuego, parecía una especie de maravillosa alucinación. Sus ojos azules centelleaban con una luz aun más viva que las llamas y el rubor en sus mejillas… quién diría que aquella criatura me tendría tan en la miseria.
Quién diría que alguien tan hermoso, pudiese ser un tremendo dolor de culo.
Y allí se fue mi minúscula y estrecha vena poética…"
Yo no soy muy bueno con las palabras. Soy básico, simple. Ella era quien dominaba las letras de modo natural y divino. No esperen de mí nada más que la narración de mis sentimientos tal cual los sentí. Así como he ido hasta ahora, sencillo, sincero, sin muchas metáforas decorativas.
Escucho ruidos abajo, quizá alguien pueda traerme mi chocolate caliente.
Dejo escapar un respiro desde mi nariz y regreso a rodar sobre la cama. Gracias al cielo es amplía y cómoda.
Tengo tanto sueño…
"Mis ojos se pegaron a ella, ansiosos. Phoebe apoyó una mano en su hombro y susurró algo a su oído. Ella sonrió a medias, cabizbaja.
Estaba triste, abatida. Estaba sola y pesada.
Así era Helga G. Pataki. Una belleza con alas rotas.
Como aquel pequeño Mirlo indefenso de la canción.
Y la odiaba.
Porque me alejó, porque era más terca que una mula y nunca aceptó mi ayuda. Me alejó por, por… por su orgullo o su necedad. No sé qué coño. Y no me dejaba decirle que yo sería capaz de cualquier cosa por ella.
Cualquier cosa.
—Esto… — creí no ser el único en jadear. El silencio se extendió por encima de todos, incluso pensé que la hoguera había dejado de crepitar y las olas de romper contra el arrecife.
Helga no quitaba sus ojos de la prenda en sus manos. Su lazo. Su lazo rosa.
Iba a quemar su lazo."
Pocos eventos han sido verdaderamente angustiantes a lo largo de mi vida.
Esa noche, en esa hoguera, sentí que algo se quebraba dentro de mí. Hizo crack contra mis tímpanos, un ruido seco, como aquella vez cerca de la heladería, hace muchos años.
No había sido la calle, ni los autos, ni la gente. Fue dentro de mí. Yo me encontré roto desde ese momento. Pero era muy niño como para notarlo.
También era un pobre pájaro con alas rotas.
"Ella extendió el lazo hacia el fuego. Yo no podía creerlo, no podía aceptarlo, no podía permitirlo.
Las llamas lamieron el extremo expuesto a la fogata y un destello pintó la tela.
Grité. No sé qué dije, pero grité. Tan fuerte que el mismo océano pareció estremecerse. La arena se levantó bajo mis pies cuando empujé a Curly y a Harold y salté hacia Helga, quitándole el lazo de las manos. El fuego había empezado a consumir los hilos del borde, por lo que utilicé mis manos para apagarlo, quemándome las palmas.
—Ni se te ocurra, maldición. ¡Ni se te ocurra! — gruñí, demasiado conmocionado como para controlar mis propias acciones. Le tomé un brazo y la arrastré hacia la casa de Rhonda, ignorando las exclamaciones sorprendidas de nuestros amigos y los insultos aplastantes de ella.
Maldita loca rubia. Ya me iba a escuchar."
Una risa áspera escapa de mis labios. Recuerdo esa noche mejor que otras tantas. Siento como si hubiese ocurrido ayer.
"—¿Se puede saber qué mierda te pasa, idiota? — histérica, se retorció. Yo no la solté hasta vernos lejos de todos. Me aseguré en una de las habitaciones de huéspedes, cerrando la puerta. — ¡Suéltame! — ella forcejeó y yo la dejé, pasando el seguro. — ¿Acaso estás loco?
—Una mierda, Helga — pateé el sillón a mi lado y que Rhonda me disculpase si llegaba a arruinar el costoso y feo tapiz. Volví a patearlo, iracundo. Con un puño golpeé la puerta y casi me quejé por el dolor en mis nudillos. Me ardían las palmas y todo daba vueltas como en un estúpido carrusel del terror. Todavía sostenía el lazo entre mis dedos.
Cerré los ojos y respiré, tratando de rescatar un poco de cordura.
Pero Helga, siempre Helga, debía sacar lo más oscuro de mí.
—Maldita sea — jadeé. Tomé aire y la encaré.
Ella estaba tiesa, recta y un poco pálida ante mi raro estado de irritación. Por supuesto, era muy, muy pero que muy extraño verme así.
Arnold Shortman no perdía sus cuerdas. Él sabía controlarse. Él no decía palabrotas. No maldecía y no detestaba a nadie.
Pero a ella sí. La odiaba tanto…
—Te odio — dije, claramente, con la voz tan ronca que picó en mí garganta. — Te odio, Helga.
Sus ojos se abrieron y relampaguearon, aprensivos.
—¿Qué…?
—Que te odio, ¿me escuchaste? ¡Te odio!
Aguardé, exhalando aire como quien recién culmina una maratón.
Ella se mantenía quieta como el mármol, ojos fijos en los míos y respiración igual de irregular.
—¿Qué pretendías? — pregunté, levantando la cinta. — ¿De verdad, Helga?
—Yo no… ¡No es tu asunto, imbécil! ¡Déjame salir o…!
—¿Qué? — me acerqué a ella. — Dímelo, Helga, por favor.
Su mirada era oscura, sin embargo, no vislumbré lo que esperaba encontrar; aquella fierecilla fuerte y sagaz.
Se veía madura, sería, cansada y triste.
Triste y rota. Como aquella vez, hacía tantísimo tiempo, cuando la vi llena de lodo bajo la lluvia.
Dios, ¿cómo podía recordarlo tan vivamente?
Sentí mi espina dividirse. Mi estómago dio un brinco y mi corazón retumbó con la velocidad de una locomotora. Me dolía entre cada latido.
—Por Dios, Helga, perdóname — quise envolverla entre mis brazos. Ella se alejó, dando dos pasos hacia atrás. La cama golpeó tras sus rodillas. — Helga, perdóname, por favor. Perdóname por tardar tanto. Por no darme cuenta, por… ¡Dios! Odio que esto sea… que… — miré la prenda rosa, la telilla había perdido casi todo su color entre tantos años y lavadas. — Dime que no ibas a hacerlo — pedí, pero el dolor en las palmas de mis manos y los hilos consumidos todavía humeando, me recordaron que sí, ella estaba dispuesta. — Por favor.
—Ya no puedo, Arnold — dijo, levantando la cabeza. — No pretendo seguir aferrada a algo sin futuro. ¡Ya no puedo más!
—¿Por qué carajos no dijiste nada? Yo, Helga… — ella cruzó hacía mí y me dio una bofetada. Fuerte, atronadora. Mis dientes chocaron y mis ojos se humedecieron.
Me enderecé y la miré, una película de lágrimas cubriendo sus ojos…"
No pueden creer que Helga no lloraba nunca. Era una persona de fuerza inquebrantable y espíritu indómito, como ese caballo de la película…
Río al recordarlo. Se quejaba de estarla comparando con un animal de animación, pero creo que realmente le gustaba.
Ajá, como decía, ella era así; valiente y tenaz. Y sí, lloraba. Porque llorar también es de osados y guerreros.
"—Te odio — dijo ella, apuntándome. — ¿Cómo te atreves? ¡Más de una vez te dije todo, idiota! ¡Todo! En FTi, en San Lorenzo… te lo dije. ¡Sí te lo dije!
—¿Por qué terminaste conmigo? — quería acercarme. Di un paso, lentamente.
—¡Porque no quería que estuvieses conmigo por tu maldito agradecimiento! ¡No quería algo por compromiso, o lástima o no sé que mierda te pasaba a ti por tu enorme y estúpida cabeza de balón! Porque no podías, Arnold, de un día para otro, estar enamorado de quien te fastidiaba hasta el cansancio.
—¿Y si fue así como ocurrió? — no mentía. El hijo de puta de Cupido podía ser bien jodido la mayoría de las veces. — Helga… — di otro paso, cauteloso.
—Estaba cansada de tantas ilusiones… y aún yo… ya no quiero — clavó su mirada en mí y yo detuve los movimientos de mis pies. — Caminé solo con calcetines en la nieve por ti, desafié a mi padre. Quise drogarme con una estúpida poción para olvidarte, fingí una identidad… ¡Fue suficiente! — no tuve que acercarme más; ella misma acortó la distancia y se vino a mi pecho blandiendo los puños. Un par de lágrimas bandidas mojaron sus mejillas.
Me estaba pegando como una damisela, cuando sabía que podía elevar a la vieja Betsy y dejarme sin aire en un parpadeo.
—¡Te odio, Shortman! — y allí estaba, el golpe contra mi barbilla. El trancazo me hizo inclinar el cuerpo hacía un lado, alejándome de ella. — ¡Te he odiado durante la mayor parte de mi vida! ¡Te odio con toda el alma! ¡Desde que tenía tres años! ¡Te odio y no…!
—Helga… — recuperé el equilibrio y la alcancé. Antes de otro golpe, la abracé, y antes de cualquier otro agravio verbal, busqué su boca y la besé."
Me siento otra vez como un adolescente al recordar. Creo que ese día, mi piel se pintó de todos los colores. Nunca había actuado tan impulsivamente, dejándome empujar por todos los deseos frustrados apilados durante años dentro de mí.
"La besé tan fuerte que herí su labio superior. Fui tan tosco al apretarla contra mi cuerpo que ella se quejó de dolor. No me importó. Presioné mis brazos cual prensas de hierro en torno a ella y empujé mi lengua contra su boca.
Como he dicho, Helga era terca, necia y en suma obstinada. Peleó contra mí, moviendo su cabeza de un lado a otro, tratando de patear mis espinillas o mi ingle con una de sus rodillas. No lo permití. Me aferré a ella como si mi vida dependiera de eso, atreviéndome a levantar una de mis manos chamuscadas para sostener su nuca y doblegarla. El lazo cayó al suelo.
No era nada propio de mi persona. No podía estar obligando a una chica a besarme de esa forma.
Pero, como dije también, Helga sacaba mi lado más negro y reprendido.
Mi pequeño y amado Mirlo.
Mordisqueé su labio inferior y lamí el superior, percibiendo el aroma y sabor de la sal y la canela de su goma de mascar mezclado con el chocolate de los S'more. Podía incluso sentir el tacto de diminutas partículas de arena de la playa. Incliné su cabeza a un lado y volví a empujar mi lengua. En un minuto, o dos, o tres, no estaba seguro, ella respondió. Su cuerpo tembló contra mi pecho y creí escuchar un pequeño suspiro empujado hacia la piel de mi boca. La abracé más fuerte e insistiendo nuevamente, le pedí que se abriera a mí.
Y ella lo hizo.
Enrojecí de dentro para fuera. Me ardía el pecho e incontables alas de mariposa se desplegaron en mi estómago. Cada pensamiento coherente se volvía borroso y cada ruido externo distante perdía su fuerza, hasta desaparecer. La tierra que antes giraba como un macabro carrusel pareció detenerse. Mis pies descalzos se anclaron al piso, curvé los dedos y me sostuve a ella, eufórico. Absorbía su calor, la humedad de su boca y cada partícula de su aroma como una droga y no me cansaba.
Helga me abrazó. Sentí los puños formarse en mi espalda, sosteniendo mi camisa y arañando la piel bajo la tela en el proceso. Luchaba dentro de su boca y ella hacia lo propio, buscando en varios puntos, poder tener el control.
Me sentía maravilloso e intocable. Fuerte y vencedor. Tan sorprendente y lejos del mundo.
La desesperación fue bajando. La intensidad disminuyó de a poco y al darnos cuenta, nuestros labios se rozaban con extremo cariño. La delicadeza era tanta que creí incluso que podía llorar. Besé su barbilla, sus mejillas, sus ojos aún cerrados me permitieron besar sus párpados, besé su nariz y me apoyé en su frente, respirando.
—Helga… — soné tan grave y necesitado que incluso yo mismo me sorprendí. — Lo…
—No me digas la mierda de "calor del momento" porque juro que buscaré un palo de escoba y te lo meteré por el culo, Arnoldo.
—No — me reí lleno de nervios. — Quiero… siento haber tardado tanto. Siento mucho todos estos años y siento mucho mi falta total de comprensión y mi maldita densidad. Lo siento por mi idiotez y mi lentitud. No sé qué más hacer, salvo decirte que te quiero.
Su cuerpo se estremeció como una hoja al viento. Creo que se desmayó un poco, desvaneciéndose en mí.
—Yo… ¡Yo te odio, Shortman!
Reí, ahora demasiado feliz y a gusto con el mundo.
—Claro, claro. Lo que tú digas, Helga.
Sarcasmo para un sarcástico… aguardé unos segundos antes de volverla a besar. No quería hacer otra cosa."
Muchas cosas salieron a la luz esa noche. Fue uno de los momentos más felices de mi vida y aún ignoraba lo que nos tocaría disfrutar después.
Sí, no puedo quejarme. Mi vida ha sido bendecida con muchos buenos momentos, y varios de ellos son los más felices de mi existencia.
Gracias a Dios mi cerebro me está permitiendo rememorar los detalles. Pinto las imágenes como un cuadro, escena tras escena, y las deslizo para verlas en movimiento.
Me acuesto de espaldas. Sigo teniendo tanto sueño…
"—Debería hacerte pagar por todo este tiempo, Arnoldo — sin querer abandonar la privacidad de la habitación, me acomodé en el horrible sillón de tapiz feo y llevé a Helga a sentarse conmigo. Sus piernas desnudas descansaban en mi regazo y yo jugaba a enredar los dedos de una mano en su pelo suelto. A veces delineaba el pabellón y el lóbulo de una de sus orejas, mi índice tonteando con los tres aretes de plata que tenía perforados.
—Prometo compensarte por todo.
—Bueno, yo tampoco lo puse muy fácil. — era increíble verla tan fuera de su carcaza, sonriendo hasta que la dicha misma llegara a sus enormes ojos. — Fui muy perra la mayoría de las veces.
—Helga… — negué con la cabeza, halando un mechón de pelo amarillo. — Oye, ¿cómo es eso de que fingiste una identidad? — sus mejillas se sonrojaron tanto que, quien la viese, creería que era víctima de una potente fiebre.
—No… eso todavía no. — sus cachetes bochornosos la hacían ver tan inocente… qué cosa tan increíble.
—De acuerdo — no quise presionarla. Algo me decía que pronto lo sabría. — ¿Y sobre la nieve? ¿Sabes que pudiste enfermarte de gravedad?
—Eso… podía manejarlo. Debía hacerlo, porque era lo correcto. — Se acomodó mejor sobre mis piernas. Olvidando un poco las palabras, mis ojos detallaron un par de raspones en su rodilla izquierda. En realidad tenía varios cortes y cicatrices marcando su blanca piel en brazos, muslos y pantorrillas, como recuerdos de algunas peleas y arrastres durante los juegos de béisbol. — Siempre has logrado sacar lo mejor de mí — susurró. — ¡Hey! ¡Tus manos! — sujetó mis muñecas y examinó mis palmas quemadas, deslizando los dedos sobre las zonas enrojecidas. Las palpitaciones habían disminuido, pero aún me ardían un poco. Quizá se formarían algunas ampollas. — Eres tan estúpido… Deberíamos buscar alguna pomada, seguro la princesa tiene un botiquín en alguno de los baños.
—Estoy bien — murmuré, embobado. Ella acariciaba mis palmas con tanto cuidado y sus ojos se veían tan preocupados que no pude evitar inclinarme y besarla, reteniendo sus manos entre las mías. Atrapé su labio inferior en un gesto travieso y ella gimió, provocando corrientes de electricidad a través de mi columna vertebral. No mentía al decir que me sentía hecho de jalea y a la vez, más duro que una piedra.
¿Podía alguien entenderme?
—Helga… — tomé su cintura y ella se acomodó a horcajadas sobre mí. La camiseta delgada se deslizó bajo mis manos y sentí su piel cosquilleando al pasar mis dedos."
Si se lo preguntan, yo sí quería tener sexo con ella esa misma noche. Vamos, que era un adolescente enamorado, curioso por lo carnal, y ella era una chica preciosa apretándose a mis caderas.
"—Helga… — no podía negar la atracción física que sentíamos el uno por el otro. El calor de nuestras pieles era capaz de empañar las ventanas de la casa y la tensión sexual era tan palpable, tan tangible, que cualquiera podría cortarla con el filo de una navaja de bolsillo. — Helga…
Se apretó contra mí y reaccioné, elevando mi pelvis. Ropa puesta y caricias por todas partes.
La deseaba. ¡Realmente la deseaba! Pero aquella vocecilla en mi cerebro no me permitía dejarme llevar por mi anhelo. No quería que todo fuese a las apuradas, en la casa de Rhonda, con la pandilla afuera, sin protección y ella tan vulnerable por todas las emociones confesadas.
Me alejé del beso apenas sus manos treparon mi abdomen bajo la camiseta.
—Helga, no creo que… — hubiese dado mis dos riñones saludables y hasta un pulmón a cualquiera que fuese capaz de quitarme, por lo menos, medio kilo de mi saboteadora moral. — No es correcto, no aquí. — ¿cómo podía estar diciendo esto, si yo lo necesitaba más que al mismo oxígeno?
Ella me miró sin decir palabra. Su imagen era la exposición misma de todo su interior antes amurallado. Sonrisa cálida, ojos sinceros… había dejado salir para mí a aquella pequeña Helga oculta en su núcleo central. La Helga de sentimientos entrañables y ternura por montón.
Me acarició el cuello y me besó muy, muy despacio. Si el fin de mi vida me sorprendía sobre ese feo sillón, podría aceptarlo e irme feliz.
Cerní mis manos en sus caderas y ella volvió a frotarse. Mis cachetes rojos y la presión bajo el short. Me dolía mi ingle y mis palmas volvieron a picar al entrar en contacto con la piel de sus muslos bajo sus pantalones cortos.
—Helga… — dejé sus labios y me hundí en su cuello, respirando. — No podemos — contrario a mis palabras, mi cuerpo empezó a contonearse, refregando los glúteos contra el sillón para que el roce de mi erección sobre su centro fuese más vivo. — Helga, no…
—Te he esperado por mucho tiempo — haló mi cabello y sus dientes rozaron mi oreja al hablar. — Concédeme esto… solo esto. ¿Sí? Mi amor, hueles tan bien…— el movimiento ondulante de sus caderas se intensificó. Gemí, atrapado en una especie de desquiciado frenesí. — Solo esto — sus embestidas aumentaron, como si buscara atravesarme, y yo besé su cuello bronceado, saboreando el sudor mezclado con la sal de mar y la arenilla pegada a su epidermis. Mis labios succionaron la piel de su pecho y trazaron el inicio de sus pequeños senos, protegidos por su bikini.
—Helga… — sentía una bomba acoplada en mi vientre, lista para explotar. El placer de sus embestidas y los jadeos sobre mi oído me estaban dirigiendo a un punto sin retorno. En un ataque de audacia y tenacidad, la sujeté de las nalgas y la ayudé a cabalgarme. Me arrastré hacia el acantilado, aspirando su delicioso aroma transpirado, y ella se abrazó a mi espalda y aferró los pelos de mi nuca, frotándose poderosamente contra mí.
Nunca había vivido algo tan placentero y tan intenso. El cuerpo caliente y la adrenalina corriendo descaradamente por mis venas.
Quise saltar al abismo… lo necesitaba.
—¡ARNOLD! — ella gimió mi nombre. Cada centímetro de mi ser vibró al escucharla. Su cuerpo se tensó, como un alambre; después, se derritió contra mí, aflojando sus músculos.
Levanté las caderas, mi yo primitivo me hizo apretar su trasero, fuerte, empujando hacia mi dureza latiente… y me lancé al vacío.
Fue como si mi espíritu abandonara mi cuerpo y volase como un globo con helio por toda la habitación, atravesara el concreto del techo y se perdiese rumbo a la galaxia más lejana.
Nuestras respiraciones erráticas eran el único sonido en el cual me concentré.
—Helga… — la abracé, tímido, boqueando y suspendido en el limbo, metiendo la cara entre su cuello y su hombro derecho. — Eso fue… Dios… tú sacas siempre lo peor de mí. — ella rió, yo suspiré. Repentinamente, un pensamiento me hizo latir la cabeza, angustiado. — Por favor, dime que no has… hecho esto con nadie más. Es decir, no es que yo piense…
No quise decir que ella se refregaba con cualquier tipo, mucho menos que tenía sexo… pero era bella, ardiente y había tenido algunas citas con idiotas, matándome un poco. ¡Yo también tuve citas! Aunque con ninguna me atreví siquiera a cruzar la segunda base… Apenas y unos cuantos besos, recordando en cada uno que los primeros labios que probé en mi vida, fueron los de Helga.
Para mi tranquilidad, Helga no se ofendió. Se sentía tan en paz entre mis brazos… deduje que ella aún se encontraba flotando también, en alguna parte cerca de Plutón.
—Con nadie, Arnoldo — acarició mi cabello y yo ronroneé como un gatito, henchido de alivio y felicidad. — He tenido varios orgasmos conmigo misma, eso sí, pero debo decirte que todos y cada uno fueron ocasionados por pensar en ti.
—¡Helga! — hiperventilé al solo imaginarla, masturbándose mientras pensaba en mí. — Yo…
—Oh, ¿ahora te escandalizas? — se burló. — El buen, inocente y tierno Arnold. ¿A qué tendré que enfrentarme cuando todos descubran que caíste en mis garras? ¡Voy a pervertir tu alma puritana! — no aclaré que yo hacía lo mismo en la ducha y en mi cama, pensado en ella.
La vibra de su risa me hizo reír de igual modo. Sus dedos tiraron de mi pelo y me obligó verla a los ojos. El azul de sus iris brillaba más que en cualquier otro momento desde que la conocí.
—Arnold — su voz se endureció y yo me preocupé. — Si te atreves a jugar conmigo… — una de sus manos se cerró sobre mi cuello. Su rostro húmedo se acercó, aplastando su nariz contra la mía. — Si tan solo te atreves, juro por mi vida que convertiré todos tus días en un verdadero infierno. — Tragué saliva, no por su amenaza (la cual, de verdad, me tomé muy en serio), sino por su belleza inesperada.
Muchos dirían que exageré, quizá sí había chicas más lindas que Helga, sin cicatrices por peleas y llenas de palabras almibaradas para cualquiera. Pero a mis ojos, ella era lo más bonito que había en el mundo.
Recordé la historia de Gerald… si acaso el mar llegara a humanizarse, probablemente se enamoraría de Helga G. Pataki.
—Bien, ¿cómo te sientes? — preguntó, raspando mi nuez de Adán con la punta de sus uñas.
—Tembloroso, no creo poder ponerme en pie. — confesé. — Y también me siento tan, tan victorioso…
La carcajada que largó me llenó el alma.
—Eso también, Arnold. Quédate conmigo, y te juro por mi vida que siempre te sentirás así — la besé. Estaba tan contento, tan dichoso… — Ahora reúne fuerzas y levántate. Quisiera una ducha y tú… debes ir a cambiarte el pantalón. — mis mejillas se pintaron cual jitomates en temporada de cosecha.
—Quizá… — se levantó de mi regazo y de inmediato extrañé su calor, su peso en mis piernas, su torso contra el mío, sus pechos pequeños presionando… — Podamos ir a nadar — sugerí, sonriendo. Me puse en pie, todavía temblando, y evité mirar mi entrepierna; era un poco vergonzoso.
—Es… — ella se acomodó el cabello sujetándolo, para mi deleite, con su lazo. — Es una buena idea, cabeza de balón. — guiñó un ojo y tomó mi mano. Yo entrelacé nuestros dedos.
No podía dejar de sonreír. El viejo hueco negro de mi pecho había desaparecido.
Teníamos la ropa puesta, nuestras partes íntimas cubiertas… ¡ni siquiera vi una teta! No obstante sentí que, de alguna forma, sí habíamos hecho el amor.
Y de pronto el horrible sillón de Rhonda con aquel feo tapiz, me pareció de lo más hermoso."
Dejo salir una carcajada seca al rememorar los rostros de todos nuestros amigos esperando afuera. Aunque muchos no se vieron tan sorprendidos, incluso creo que habían apostado, a ver cuánto tardábamos Helga y yo en caer.
¿Éramos ambos muy obvios? Con nuestra miseria dejando rastros por doquier.
Desde esa noche, mi amado Mirlo se vio muy feliz. Me odié por un tiempo al saberme el responsable de su tristeza.
Los Pataki habían salido de la quiebra al gran Bob invertir en un pequeño negocio de electrodomésticos. Tanto su padre como su madre trabajaban en conjunto, cosa que ayudó a mantener más despierta a la señora Pataki, y fue bueno el enterarnos de que la situación en su casa estaba mejorando. Su familia ya no era el motivo de sus alas rotas; era yo.
Mi idiotez, mi maldita distracción, mi quietud y mi incapacidad para ver lo que a simple vista se tiene. Al menos en lo referente al romance, siempre fui un estúpido.
Helga tuvo toda la razón, cada día con ella fue una aventura y yo salía ganador. Quise retribuirle de alguna manera toda esa felicidad que me generaba. Cuando prometí compensarla, lo decía muy en serio, mano sobre el corazón.
Para nuestra primera vez, desnudos totalmente, había preparado un escenario de lo más romántico… quería sorprenderla, pero ella, inflexible, se burló hasta el dolor estomacal.
"—¡Oh, vamos, Arnold! ¡No puedes enojarte por algo así! — negué con la cabeza y me crucé de brazos. — ¡Arnold! Tan solo mira a tu alrededor y dime si no tengo razón — resoplé en un gesto malcriado, pero obedecí. Tantos corazones y cupidos me hicieron marear.
Bajando los brazos, acepté lo ridículo de todo.
—Bueno, ¡tienes razón! ¡Es ridículo! — lancé, sentándome en la cama. — Lo siento, Helga. Yo quería…
—Tienes que entender de una vez por todas que puedes tenerme en donde desees y yo seré feliz. — mi corazón se saltó un latido. — Si quieres hacerlo en un cuarto lleno de querubines y con tantos pétalos de rosas que, seguramente, se nos meterán hasta en el culo, por mí está bien.
—Helga…
—Si quieres que lo hagamos en el asiento trasero de tu auto, o en el capó, también sería perfecto.
—¡Helga!
—En donde sea que esté contigo será perfecto, Arnold. Y si lo que quieres es que un montón de cupidos nos estén mirando, pues bien. — se deslizó hacia mí y se sentó en mis piernas. — Vamos a hacerlo — susurró sobre mi boca. Relamí mis labios, excitado, y ella me brindó un beso devastador.
Nos temblaban las manos, las rodillas, los pies y creo que hasta las uñas y el cabello. Nos miramos desnudos y tocamos sin pudor. Planté besos de mariposa en cada centímetro de su cuerpo y succioné en zonas estratégicas, marcando al paso de mi boca hambrienta, descubriendo los puntos clave para hacerla perder la razón. Sus dedos se aferraron a los pétalos sobre la cama y yo me incliné sobre ella, rozando mi necesidad contra su cálida entrada. Ahogué un gemido con mis labios y su lengua me recibió en una fiera batalla.
Fuimos rápidos y un poco torpes. No usé condón, Helga me aseguró protegerse, deseando sentir cada milímetro de mi piel y cada gota de mi esencia llenarla. Cada estocada era la puta gloria misma… Y yo me enamoré un poco más de ella, solo un poco más.
Aún con toda la torpeza y rapidez, me sentí liviano y toqué el mismo cielo con las manos."
Helga hacia eso, me enamoraba un poco más con cada cosa que hacía o decía. ¡Era terrible! Porque, voy a ser honesto, me hacía sentir un poco inepto, un poco inútil… es decir, para que entiendan, yo quería impresionarla como ella me impresionaba a mí. Y me resultaba tan pero tan difícil…
Esa mujer fue mi perdición.
"Estaba sonriendo tanto que mis mejillas se entumecieron. Llegué al club de Jazz y rápidamente me ubicaron en nuestra mesa. Dejé la caja sobre ella e indiqué que esperaba a alguien para poder ordenar las bebidas.
Por supuesto, un lugar común de clase media, sin cena ni música instrumental cursi, y con una caja de zapatos de un escandaloso color naranja. Creí que mi abuela me aplaudía desde arriba.
Helga nunca sospecharía nada.
Era el momento idóneo. Estábamos pronto a terminar nuestras carreras, listos para comernos el mundo.
—¡Llegué! — se aventó hacía mí con un beso que supo a canela y manzana por su goma de mascar.
—¿Todo en orden? — pregunté, casual. Ella se apartó el flequillo rubio de la frente.
—Todo en orden — sonrió.
Ordenamos unos mojitos, los cuáles parecían ser tendencia en el sitio, y hablamos como siempre solíamos hablar; ella me lanzaba bromas y yo apenas atajaba su sarcasmo cinco minutos después.
Después, yo me atrevía y audazmente le hacía callarse la boca, la enrojecía y hasta sé, la excitaba.
—¿Y qué demonios es eso? — señaló la caja. Se había tardado demasiado (exactamente, veinticinco minutos) en preguntar por el objeto.
—Una caja — respondí, haciendo un trabajo maestro en ocultar mis nervios. Sentía múltiples aleteos de libélulas bajo la piel.
Para ese momento, no pedí consejos a nadie. Ni a mi padre, ni a Gerald. A nadie.
Si ella lo odiaba, sería solo mi culpa.
Pero no, no lo odiaría. ¿Cierto? Helga era una mujer total y completamente atípica. El detalle sorpresivo le fascinaría y le haría amarme más. Unos puntos para Arnold, sí.
—Bruto, sé que es una caja — la cogió y sacudió. — ¿Para qué?
—Es para ti — mi corazón andaba a mil revoluciones por minuto. Creí que tan vital órgano podría abandonar mi cuerpo saltando por la boca, para después correr hacia el escenario, arrebatarle el micrófono al cantante de turno y entonar una balada de Dino Spumoni.
Una imagen al mejor estilo "Looney Toons".
—¿Me compraste unos zapatos? ¿Para qué? ¡Espera! ¿Esto me dejará ciega?— rodé los ojos; después de años, aquel chiste ya había perdido la gracia. Ella chasqueó la lengua y abrió la caja y yo me removí en mi silla, expectante. Me clavé en su rostro con aprensión, queriendo saborear cada reacción. — Arnold…
—¿S… sí? — tragué el nudo en mi garganta. Apoyé las manos en la mesa y casi levanté mi trasero del asiento.
—Está vacía — dijo, mirándome con una ceja arqueada, sin entender. — ¿Para qué carajos me sirve una caja vacía, Arnoldo?
—¡No! — le arrebaté la caja y miré. Sobre los doblez de terciopelo, debía estar el anillo de mi abuela. — No, no, no… — desesperado, empecé a lanzar las telas por todas partes. — ¡Mierda! ¡Debe estar aquí! ¡Debe estar aquí!— una gota de sudor recorrió mi frente.
—Arnold…
—¡Ajá! — triunfante, levanté el anillo. — ¿Ves? — y aunque esa no era la forma original de mi propuesta, la abracé con gusto, pues Helga estaba, tal como yo deseaba, estupefacta y sin ningún tipo de palabra.
Me aplaudí internamente por unos minutos. Y ella allí, con ojos escarchados y mejillas sonrosadas…
De acuerdo, no debía quedarse callada por tanto tiempo. Si al menos dijese…
—Sí — susurró. Y mientras levantaba en alto el puño en mi mente cantando "Sweet victory", me incliné sobre la mesa y la besé."
Espero no crean que fue de mal gusto la idea. ¡No quería que ella sospechase nada! Obviamente, si me inclinaba sobre una rodilla y sacaba la diminuta cajita de mi bolsillo, ella sabría. Tampoco quise meter el anillo en una copa de cristal. Me parecía muy gastado.
Pero, ¿por qué una caja de zapatos? No lo creí tan malo. El plan, por alguna razón, me recordó un poco a mi abuela.
Regresando al tema… ¡Ese iba a ser mi espectacular momento para derrotarla, al menos por un día! Se suponía que la victoria era mía. ¡Mía!
Pero Helga era una jodida contrincante. Jodidísima como ella sola.
"La llevé a mi departamento e hicimos el amor. Me aferré a su pecho y quise dormir con el sabor de la victoria aún danzando en mi paladar.
—Arnold — llamó en un murmullo, acariciando mi pelo.
—¿Mmm?
—¿Recuerdas la fogata hace seis años? Esa noche, cuando tú y yo…
—Claro que recuerdo — susurré, rozando mi mejilla contra uno de sus senos. Era tan suave…
—Creo entender mejor que nadie a la esposa del pescador. — dijo en voz baja. — Yo... quiero que sepas que aunque hubiese quemado mi lazo, no habría podido renunciar a ti. Te hubiese esperado al menos unas mil vidas más, para poder estar contigo de esta forma.
Maldita loca rubia. ¡Se suponía, era MI noche! ¡La dulce y esperada victoria de Arnold Shortman! Ella debía enamorarse más de mí, ¡y no al revés!
Me dejó sin palabras y con los ojos húmedos, así, desarmado. Incapaz de tejer alguna frase coherente, falto completamente de vocales y consonantes, me alcé y la besé. Abrí sus piernas, la derretí con mis dedos, con mi boca, y me adentré en ella de un empujón, desesperado. Necesité sentirla en todo su esplendor.
No podía hablar. Tan conmocionado y henchido de ternura, sólo podía hacerle el amor otra vez."
¿Les conté que una vez soñé con nuestra boda? Y fue espantoso.
Quien pudo haberme dicho allí, en ese instante, que en realidad iba a disfrutarlo tanto. Por supuesto, la experiencia no fue nada parecida a mi pesadilla.
No voy a decir que no tuvimos épocas difíciles; discusiones y jergas filosas. Durante el noviazgo, nuestros ejes chocaron en más de una ocasión y terminamos un par de veces, dándonos un tiempo. Sin embargo, supimos solucionarlo y salir adelante. Había algo que nos unía más allá de todo problema que pudiese existir.
Nos complementábamos fabulosamente, encajando como las piezas de un rompecabezas; de distinto tamaño, color e imagen, pero hechas la una para la otra.
"—Usted está jodiendo mi paciencia — gruñó. Vi su rostro y supe que la fierecilla estaba despierta. — ¡Llevamos más de una hora esperando! Mi esposo — me señaló — está que se caga en los pantalones por el dolor — me sonrojé terriblemente. Los ojos de Helga no vacilaban, ensombrecidos. Se inclinó tanto sobre el escritorio de la secretaria, que parecía pronta a saltar como un hambriento puma salvaje sobre la nerviosa mujer.
—Amor… — con la mitad de mi cara hirviendo por el dolor de mi muela quebrada, la ajusté a mi costado con un brazo en su cintura, apartándola de la mesa. — Tranquila, ¿sí? — no eran palabras mágicas, era mi simple voz.
Gerald me dijo una vez que ese era mi talento especial, algo así como un súper poder.
Yo no podía volar, ni lanzar rayos con mis ojos. No podía levantar cinco veces mi peso, congelar el tiempo o respirar debajo del agua. Pero sí podía, y muchos me creían merecedor de un aplauso por ello, calmar a la fierecilla de Helga G. Pataki (ahora Shortman).
La sentí temblar bajo mi toque y con una media sonrisa, lo más que mi rostro contorsionado me permitía, le acaricié un brazo con suavidad.
Fue instantáneo, un poco milagroso. Su ceño arrugado se alisó como la piel de un melocotón y sus ojos se aclararon, enfocándose en mí.
—Discúlpenos — hablé directamente a la secretaria, algo lenta mi elocuencia, pues la encía se me estaba inflamando.
—Yo… entiendo, señor Shortman. — nos miró, un poco impresionada. — Pero el doctor Phillips se enfermó y solo hay un especialista atendiendo las emergencias. Deben faltarle unos quince minutos con el paciente y después será su turno.
—No hay problema — Helga volvió a gruñir y yo la apreté a mi lado.
Nos dirigimos a la sala de espera y al vernos sentados, ella resopló. Tomé su mano y besé el dorso de sus dedos, acariciando el anillo matrimonial. Ella suspiró, flotando y medio desmayándose.
Realmente, tenía un súper poder.
—¡Señor Shortman, su turno!
Al fin fui llamado. Me incliné hacia mi esposa al estar en pie.
—No te metas en problemas, ¿de acuerdo? — ella se cruzó de brazos, torciendo la boca.
—Puedo controlarme, Arnoldo — le acaricié un pómulo con mi pulgar.
—Lo que tú digas, Helga."
Mi esposa no era perfecta, yo no era perfecto. Nuestras imperfecciones destacaban en más de una ocasión.
Helga era muy temperamental, arisca e intimidante. Una mujer todo terreno sin un freno de emergencia adherido a su motor.
Pero no voy a negar que su temperamento y carácter nos salvó de diversas situaciones en más de una ocasión. Existieron momentos duros y personas dañinas a nuestro alrededor, era necesario que uno de nosotros se plantara firme y hablara con puño de hierro. Mi esposa era ideal para ello. Mi abuelo me lo dijo, tan seguro como quien ha vivido demasiado y sabe de lo que habla en la vida.
"—Imagina que esto es tu pequeña amiga de una ceja — agarró un fósforo.
—Ahora tiene dos cejas, abuelo — el se alzó de hombros.
—Da igual, hombrecito. ¡Ahora, ella es tu pequeña amiga! — me mordí el cachete interno antes de aclarar que Helga ya no era nada pequeña. Él batió el fósforo frente a mis ojos. — Tranquila, indefensa… pero luego… — raspó la cabeza del fósforo con la suela de su zapato. La llama danzó con gracia. — ¡Oh! Pero tú eres… — sopló el fuego, extinguiéndolo. — ¿Me comprendes?
Lo entendí.
—Lo comprendo — sonreí."
Yo era la parte conciliadora, la crema batida sobre la cocoa caliente, aquella porción de nosotros que nos permitía llevar la fiesta en paz y evitar discusiones innecesarias. También era (y creo todavía serlo) muy soñador y despistado… fácilmente, hasta una rueda de tomate podía llevarme por delante. Necesitaba de la crudeza de Helga para poner los pies bien plantados sobre la tierra.
¡Ah, ahora que hoy recuerdo mejor que nunca! Ese día en el odontólogo… ¡fue tan loco!
"—La pieza puede salvarse, señor Shortman, pero tardaré un poco en restaurarla. ¿Está de acuerdo en utilizar gas de la risa? Le ayudará a relajarse, lo que facilitará el proceso tanto para usted cómo para mí.
—Está bien, doctor.
Y en unos minutos me vi riendo como un completo tonto. Me chorreaba agua y saliva por la boca y hablaba como una ridícula cotorra.
—En serio, doctor — dije con voz de borracho. — ¡Esa chica era una pesadilla! ¿Me comprende? ¡Como una patada en los testículos!
—¿De verdad, señor? — él me dejaba soltar la lengua a mis anchas, siempre y cuando mantuviese la boca abierta. — Ya casi terminamos…
—Era una bravucona… — reí estúpidamente. — Obstinada hasta los cartílagos... En fin… luego la niña va y hace cosas tan asombrosas... Y después regresa con su condenada lengua larga para maldecirnos y enviarnos al infierno… llenó mi pelo con tanta baba que creo que hubiese podido construir e inaugurar una fuente de su saliva.
—Escupa, señor Shortman.
Escupí y el doctor fue retirando a un lado todos sus implementos.
—Y yo como un idiota enamorándome perdidamente de ese demonio rubio. ¿Cree que estoy demente? Es tan terca, orgullosa, áspera y peleona… ¡Oh! Pero también es muy tierna, sí. ¡En serio, doctor! Debería verla fuera de sus capas, ¡ya sabe! Esas capas metafóricas que le cubren el alma. No crea que lo estoy invitando a verla desnuda. No, ¡sólo yo tengo esa bendición! ¡Y es todo un espectáculo! Me enciende el sur con solo imaginarla. ¡La tipa tiene un cuerpo curvilíneo, es ardiente y besa como diosa! Escribe versos mejores que Neruda pero habla como camionero. Me vuelve loco y a veces la odio por ser tan irresistible. ¡La odio! ¡Diablos! ¡La amo! ¡Estoy total y completamente enamorado de Helga G. Pataki! ¡Oh, Dios! — me quité el babero de papel del cuello y me levanté con un brinco impresionante de la silla. — ¡Ya no es Pataki! ¡Es Shortman! Esa mujer loca y extraña es mi esposa y está buenísima. ¡Soy un puto hombre afortunado! — abrí la puerta de la consulta, ignorando las indicaciones del doctor. — ¡Helga G. Shortman, te amo!"
Alguien viene, espero sea Stella, es quien más me consiente. Podré pedirle mi chocolate y sé que me lo dará, incluso con malvaviscos diminutos.
—¿Papá? ¿Ya estás despierto? — ¡Magnífico! Es Stella.
—Sí, cariño — siempre estuve despierto, aunque tengo tanto sueño…
—¿Cómo te sientes?
—Bien, querida, pero quisiera un chocolate caliente. ¿Será posible?
Medio me incorporo. Mi hija viene en mi ayuda y acomoda los cojines y almohadones tras mi espalda, permitiéndome quedar sentado.
—Te lo traeré de inmediato. Ginna hizo galletas, ¿te apetecen?
—Todo lo que hace mi nieta es delicioso — sonrío. — Me gustaría.
—Regreso enseguida. — acaricia el pelo blanco tras mis orejas antes de salir.
Apoyo mi mano en la cubierta del libro junto a la cama, lo sostengo y leo las palabras en la portada. Un duro golpe de nostalgia me hace lagrimear.
El nombre de mi esposa resalta en letras más grandes que el mismo título y yo me siento tan orgulloso…
Sí, ella publicó no uno, sino cinco libros. Y viajamos a muchos lugares del mundo; recorrimos los canales de Venecia y tomamos café en París.
Una vena presumida late dentro de mí al ver su nombre junto a mi apellido. La siento todavía tan mía… y la extraño como un condenado.
—¡Aquí tienes, papá! — Stella llega con el chocolate y las galletas. — Aguarda unos minutos, Phillip fue a buscar unas cosas y luego charlaremos y cenaremos todos juntos. ¡No les digas que te di chocolate y galletas! Piensan que puede arruinar tu apetito.
Aguardo.
Después veo a mis nietos; todos juegan a mi alrededor y escuchan las historias de mis viajes con su abuela, también me relatan sus travesuras y aventuras. La discusión de mis hijos resuena por todos los rincones y todavía queda mucho chocolate después del rico pavo. Es un cuadro muy bello y agradezco por ello. Los amo a todos.
Pero extraño mucho a Helga. Si no hubiese sido por ella, no tendría en mi repertorio siquiera una buena y divertida anécdota para narrar a mis niños. Llenó los estantes de mi vida con álbumes de fotos repletos de energía y diversión. Jamás me aburrí, ella era la adrenalina y la aventura misma hecha persona. Me mantuvo firme al perder a mis abuelos, y frotó mi espalda hasta que los dedos se le acalambraron cuando mis padres también se fueron.
La extraño tanto…
Soy, otra vez, un pobre pajarillo negro con alas rotas.
—Ahora bien, mañana es tu cumpleaños así que descansa. ¡La fiesta será divertida! — Stella acolcha mis mantas para generarme más calor. — Estaremos abajo por una hora más antes de dormir. Si necesitas algo, prende el intercomunicador.
Nuevamente en mi cama, observo el reloj.
No fui dramático y obsesivo como mi abuelo. Mi padre tampoco se dejó impresionar. Mis hijos no creían en ello, mas yo tampoco les di cuerda para eso.
Noventa y un años es mucho tiempo.
Parece que no, pero sí. Siendo la vida como es, es muchísimo tiempo.
Quisiera poder contarles un poco más, sé que no les relaté ni la cuarta parte de mi estupendo viaje; Hablar de nuestro recorrido por diferentes países, de su primera publicación, de mi vida como orientador. Hablar del nacimiento de nuestros dos hijos y de la llegada de todos nuestros nietos…
Quisiera cantarles Blackbird con mi guitarra aunque no soy bueno.
Pero tengo tanto, tanto sueño…
Cierro los ojos y, por fin, ya puedo dormir.
Al despertar no estoy con mis hijos, estoy con Helga. Otra vez, estoy con ella. Me sonríe y toma mi mano. No es una viejita de ochenta y nueve años, yo no parezco de noventa y uno; ambos estamos luciendo exactamente igual que en Hawái durante nuestra luna de miel.
Sonrío como un alegre niño. Mis alas se renuevan y puedo volver a volar.
Soy un pequeño Mirlo feliz.
Ella también.
Y todo está muy bien.
...
...
Nota.1: A quienes les guste Mecano (como a mí) habrán notado que la historia narrada por Gerald es un resumen de la canción "Ana y Miguel", por ello, NO me pertenece.
Nota.2: Disculpen lo malo, estoy tratando de volver al ruedo en cuanto a la escritura. Si leyeron, espero puedan dejarme una sincera opinión. :)
Nota.3: GRACIAS POR LLEGAR HASTA AQUÍ.
Un abrazo a distancia,
Yanii.