Disclaimer: Inuyasha, Sengoku O Togi Zoushi es propiedad intelectual de Rumiko Takahashi.
Bring it back
por Onmyuji
La primera vez que lo notó, fue cuando Shippou volvió de visita a la aldea.
Estaban todos reunidos en la cabaña de Kaede durante la cena y el kitsune aprovechó la ocasión para mostrar y aplicar alguno de los trucos nuevos aprendidos durante la Academia, lo cual lo puso como objetivo principal.
Una broma sencilla, pero muy eficaz para provocar un estallido de risas de todos en la cabaña, muy a pesar de su humillación. Incluso Kaede, quien normalmente era seria y sobria para esas cuestiones, soltó una buena carcajada que puso el tono del ánimo durante la comida con una algarabía poco usual, a pesar de que los hijos de Sango y Miroku eran chiquillos inquietos y desbordantes de ocurrencias y alegrías.
—¿Está todo bien? —La cuestionó más tarde, luego de despedirse de todos para emprender camino a la cabaña que compartían. La nueva miko a cargo de la aldea, le dirigió una mirada llena de curiosidad y confusión.
—¿De qué hablas?
—... de hace rato. Todos estaban riendo. Todos menos tú. —Soltó rápido, casi atropellando las palabras con su lengua. La azabache detuvo su camino por un instante y lo miró, con un montón de preguntas surcando su rostro. Luego sus labios se abrieron por un instante para emitir un suspiro en silencio, como si las palabras se hubieran quedado atoradas en su garganta.
Fue en ese momento que el molesto olor llegó a su nariz, provocándole cosquillas. En los últimos días, se había vuelto más recurrente. Entonces Inuyasha estornudó sonoramente.
—¡Tal vez soy yo quien debería preguntarte a ti si estás bien! —Se rió Kagome de forma ligera al ver tan inusual evento. Inuyasha se talló torpemente la nariz, mirándole con una mueca extraña en la cara. Si no la conociera, pensaría que estaba evadiendo su pregunta.
—Son las estúpidas glicinas que están creciendo en el bosque. Las detesto. —Siseó de mala gana mientras se cruzaba de brazos, antes de mirar con un puchero contenido a la mujer—. ¡Keh! ¡Pero no te hagas loca, que no te voy a dejar pasar la pregunta que hice yo primero!
Kagome lo miró cuidadosamente, provocando un silencio entre ellos en medio de la oscuridad de la noche. Inuyasha seguía percibiendo el olor de las flores que amenazaban con florecer en cualquier momento, sacudiéndose con el viento para comenzar a desplegarse y movió suavemente la nariz, luchando por sacudirse la incomodidad.
Entonces su compañera respondió.
—Todo está bien, Inuyasha. Yo me siento normal. ¿No me ves tú normal? —Su tono era suave y dulce. No había reproches en su voz ni había emociones extrañas llenándole la nariz. Por un momento se sintió tan tonto de pensar que solo había sobredimensionado la situación.
—Te veo perfectamente como siempre, Kagome.
El problema recaía en que, entre más la estudiaba, menos Kagome le parecía Kagome.
Ya se había ganado su buena cuota de osuwaris cuando, luego de tener unos días de lo más tranquilos, sin más trabajo que las diversas mejoras que implementaban en la aldea, en los campos de cultivos y las reparaciones que venían de la mano de las inclemencias del tiempo; Inuyasha pululó alrededor de la miko, a una distancia prudencial para no dificultarle el trabajo, pero sí lo suficientemente cerca para verla, analizarla, aprendérsela de memoria.
Molestando a la miko, por consiguiente.
No era como si Inuyasha no se supiera a Kagome de pies a cabeza. Le había aprendido cada cicatriz y cada lunar en el cuerpo. La cuestión se manifestaba con un sabor amargo en su boca, ahora que lo había notado. Como una verdad que había estado en su cara todo el tiempo y él resultando incapaz de percibir.
Kagome no estaba sonriendo.
Es decir... ¡Claro que Kagome sonreía! Pero ya no eran esas sonrisas solares y llenas de calor que solían acompañarla, donde su cándida jovialidad contagiaba a todos y cada uno de los aldeanos, a todos sus amigos; y atiborraba de dulzura los corazones de los hijos de Sango y Miroku.
Era el tipo de sonrisa que se alimentaba de una nostalgia que iba más lejos, más allá de todo lo que tenía al alcance de su vista. Como si viera por encima de todo, más que nadie. Inuyasha sintió que el mundo se sacudía con violencia bajo sus pies cuando entendió que la expresión que acompañaba las suaves sonrisas de Kagome se había apagado y daba lugar a una expresión tan serena y resignada...
... como la que Kikyou tuvo alguna vez. ¡Y con una mierda, que la realización dolía de una forma que no estaba preparado para aceptar! No porque viera a través de la expresión de su pareja a la miko ya fallecida, sino porque no pudo evitar relacionar la expresión en su rostro con la de su encarnación previa. De una manera similar, nunca igual, nunca complementaria, nunca Kikyou.
Lo cual seguía causándole incordio. ¿En qué momento se había apagado de esa forma? Kagome era joven, tenía veintidós primaveras. ¿A dónde se había ido su sonrisa de luz y sus risillas cantarinas?
—Hey Sango.
—¿Pasa algo, Inuyasha? —Ahora fue turno de cuestionar a Sango, mientras la encontraba en el río, lavando a consciencia la ropa en tallas pequeñas de sus hijos. Ella alzó su mirada hacia el hanyou, quien convenientemente le proveía un poco de sombra luego de tanto tiempo en el sol. La castaña se limpió el sudor de la frente mientras veía la silueta oscurecida del hombre contra la luz.
—¿No has notado a Kagome extraña últimamente?
Sango se detuvo a pensar por un momento y lo analizó. Kagome seguía portándose tan amable y dulce como siempre, hablaban de todo y de nada todo el tiempo. Su amistad confidente solo había crecido con el tiempo.
Además, la miko no le había pasado queja alguna de su esposo. Todo parecía bien y normal entre ellos. Kagome incluso había tenido el atrevimiento y la confianza de contarle un poco de sus avances con Inuyasha como pareja. Adorable y dulce de verdad. Nada fuera de lo habitual.
Quizá un poco la forma en que Kagome parecía apagarse...
Pero luego sacudió el pensamiento de su cabeza. Así como a ella la maternidad la había serenado (a medias, porque Miroku seguía insistiendo que ser madre solo la había vuelto más paciente con sus hijos, pero más volátil en todo lo demás); seguro a Kagome la adaptación a esta época le había traído una especie de madurez, quizás distinta a la que pudo haber adquirido de quedarse en su país.
—El único raro aquí eres tú, Inuyasha.
La ansiedad que Inuyasha ya se cargaba tras su reciente descubrimiento no se apaciguaba con nada. Por el contrario, se disparó exponencialmente casi treinta días después del equinoccio de primavera. De la misma forma en que su extrañamente disimulada alergia se disparó.
Las glicinas crecían desperdigadas por el bosque pintaron todo de tonalidades violetas que Sango y Kagome no dejaban de alabar maravilladas. Las mismas que se habían convertido en su peor enemigo esa primavera.
Los estornudos los justificó con esas noches en la madrugada que pasaba fuera de su cabaña, con un pequeño resfrío que se acentuaría luego de que ayudara a una familia en la aldea a resguardarse mientras ajustaba el techo de su casa en plena lluvia. Y la fiebre le siguió después como una consecuencia del mismo resfriado.
Su olfato se había atrofiado e Inuyasha lo odiaba. Especialmente esa tarde que Kagome no regresó de sus actividades diarias en la aldea y no la encontró por ninguna parte. Su mente vagó entre cualquier posible lugar donde ella pudiera estar. Y sus pasos lo llevaron de vuelta al bosque que tanto deseaba evitar en esos momentos, especialmente porque se teñía purpúreo por las glicinas florecidas que se agitaban con el viento.
¿Cómo podía rastrear a Kagome si no podía olfatearla? Aunque luego de pensarlo un momento, era obvio que la miko tenía que estar en el bosque. Para efectos prácticos, siguiendo el camino devorador de huesos. Porque era su lugar favorito para pensar; porque era el único lugar donde ella parecía sentirse más conectada consigo mismo. Era claro que ese tenía que ser el lugar.
Así que hizo acopio de toda su paciencia y caminó por aquel sendero invisible que se sabía de memoria y con los ojos cerrados. Contentándose con el violeta tiñendo el camino, volviéndose más denso mientras sus pasos lo acercaban, como un preludio de lo que encontraría.
Solo entonces reconoció la magnitud de esa implicación que su mente embotada por la alergia proveía. Aquella donde Kagome era devorada por el bosque de glicinas que tupía el camino al pozo devorador de huesos y que los separaba (aunque no por mucho); acercando a la miko a todo aquello que parecía lastimarla sin que ella misma fuera consciente; robándole la alegría para no devolvérsela nunca jamás.
Mientras sus pasos se detenían, la encontró. Bañada en las flores moradas que bailoteaban alrededor de ese pequeño claro, como una advertencia muda para incitarlo a alejarse. Detenida a algunos metros del pozo.
—Inuyasha, sé que estás ahí.
El aludido ni siquiera pretendía fingir que no estaba ahí. Realmente quería hacerse notar, ponerla en evidencia de que le acompañaba. Así que redujo la distancia entre ellos y la miró, aunque ella no estaba devolviéndole el gesto.
—Odio las glicinas. Me provocan alergia. —Se enfurruñó, sintiendo que su nariz congestionada lo hacía sonar más gracioso de lo que le habría gustado.
—¿Así que ha sido alergia todo este tiempo? —Kagome sonó genuinamente sorprendida, pero seguía sin mirarlo—. ¿Por qué no me lo dijiste antes? Pudimos haber hecho algo para quitarlas y-...
—No pude hacerlo. Te gustan. —A estas alturas, Inuyasha estaba a un brazo de distancia de su pareja y notó que ella estaba prestando atención a su plática, pero sus ojos parecía distantes y tristes.
—No si te lastiman.
—Kagome, ¿qué miras? —Ella finalmente parpadeó y rápidamente se giró a ver a su pareja, quien la atrapó en su abrazo sin esperar que ella respondiera y la acunó en él, como si luchara por consolarla—. ¿No eres feliz aquí?
Ella devolvió el abrazo. Le tomó más tiempo del que le habría gustado escuchar una respuesta—. Claro que lo soy.
—¿Entonces pasa algo malo? —Inuyasha sintió que su garganta ardía y amenazaba con hacerle difícil hablar—. ¿Qué te está preocupando?
—Nada, Inuyasha. De verdad estoy bien.
—¿Entonces extrañas tu casa? —Exigió él.
Kagome apretó la tela de las ropas de Inuyasha y no pudo evitar notarlo. Sintió que esa era la pauta para estar cerca de su respuesta—. Hay días en que lo hago.
—¿Hoy? —Sentía ansiedad y pronto comenzó a respirar bocanadas de aire, sintiendo la nariz cada vez más congestionada.
Entonces Kagome se separó de su abrazo y le miró, como si lo mirara por primera vez en muchos años, con las emociones desbordando en su mirada dulce y paciente. Pero el brillo en sus ojos ya no eclipsaba el atardecer nunca más.
Luego se inclinó hacia el frente y unió sus labios a los de él, despacio. Un momento para ajustar el agarre y que sus bocas encontraran la posición correcta la una contra la otra. Breve. Y luego al separarse, ella respondió—. No. Hoy no.
El té que Kagome había preparado resolvió todos sus problemas con la alergia a las glicinas. Había liberado a su nariz que ya no picaba, la fiebre se había apagado, su garganta ni siquiera había tenido tiempo de irritarse lo suficiente. Su única contraindicación había sido la falta de sueño que provocó.
Mientras miraba a su pareja dormir acurrucada contra su tibio cuerpo en el futon que compartían, Inuyasha no pudo evitar notar que había algo en la expresión con que ella dormía que parecía atormentarla. Estaba cada vez más seguro de que Kagome no había mentido en ningún momento, pero entonces aquello que estaba quitándole su paz estaba más allá de ella.
Sintió que sus orejas se aplastaban de solo imaginar que había algo contra lo que la mujer que quería luchaba, en alguna parte donde él no podía intervenir nunca, ni siquiera para salvarla.
Fue tras ese pensamiento que una convicción surgió en el pecho del hanyou, quien envolvió cuidadosamente a Kagome con las mantas antes de levantarse del futón y asomarse por la esterilla de bambú hacia afuera.
El olor de las glicinas no dejaba de molestarlo, pero ya no le picaba en la nariz. Seguramente tendría que tomar el té de Kagome un tiempo en lo que las flores cumplían su cometido y maduraban hasta desaparecer.
Por ahora, lo único que le quedaba hacer era pensar, concentrarse un poco y enfocarse en Kagome.
En ella y en su nueva resolución.
—Voy a traer tu sonrisa de vuelta, Kagome. Lo juro.
Fin.
PS. Bueno, aquí ando de nuevo por el fandom con una viñeta que me quedó de lo más rara xD maldito bodrio DX pero espero que les haya gustado, aunque haya sido un poquito. No me quiero entretener mucho en necedades en esta nota de autor, así que me gustaría hacer comentarios más bien puntuales al respecto.
—La idea de este fanfic nació de la realización de que conforme el manga de Inuyasha avanza, Kagome sonríe cada vez menos. Sus sonrisas dejan de ser tan... tan alegres como lo eran al principio. Quise explorar eso en mi fanfic. Aunque tengo algo de miedo porque siento que quedó tan raro que no creo haberlo hecho bien. Prometo hacer una revisión y ajustes cuando se haya enfriado un poco más. Ahorita me siento incapaz.
—Odio el OoC, por lo que tengo algo de miedo de cómo quedó Inuyasha. Línchenme si les he fallado para corregirlo lo más pronto que pueda.
—Las glicinas son un guiño a Kimetsu no Yaiba. En dicha serie, las glicinas son unas flores tremendamente odiadas por los demonios. Quise usar eso en mi fic; jugando con la licencia de poner glicinas en el bosque y hacer a Inuyasha alérgico a ellas :P
—El color que me fue asignado (porque yo lo elegí) fue violeta. Intenté representar la nostalgia y melancolía en el fanfic. Pueden volverme a linchar si no quedó muy bien relacionado, hice mi mejor esfuerzo pero es claro que estoy oxidada y necesito retomar mi ritmo para esto.
—Y por último; tal vez me anime a escribir una segunda parte desde el punto de vista de Kagome. Pero no sé. Ni siquiera sé si esto me gusta lo suficiente xD En fin.
Y eso es todo. No tengo más que decirles que no sea agradecerles por llegar hasta aquí. ¿Lo amaron? ¿Lo odiaron? ¡Sus comentarios me ayudan a mejorar, siempre los leo y procuro tomarlos en cuenta siempre!
¡Nos leemos pronto!
Onmi.