¡YAHOI! Bien, tras un periodo de sequía neuronal (?), me vino a la cabeza una pequeña historia. Antes de nada, debo aclarar que está basada en un oneshot que leí hace ya un tiempo, de la mangaka shoujo Yû Watase (de mis favoritas, sin lugar a dudas; durante toda mi adolescencia me dediqué a intentar hacerme con todo lo que se publicaba de ella en España. Fushigi Yûgi me tuvo obsesionada durante un par de años xD).
El nombre del OS original es el mismo que el mío y, según el traductor de google, significa "Cambio". Aunque, en cuánto lo leáis, vais a ver que se trata de un juego de palabras xD.
Disclaimer: Naruto y sus personajes no me pertenecen, son propiedad de Masashi Kishimoto.
Fuku gaeru
Miraba para el reloj que colgaba sobre las puertas de entrada y salida a las urgencias del hospital en el que trabajaba. El segundero iba demasiado lento, según su criterio. Tendrían que llamar a mantenimiento para que lo revisara. No era normal tanta lentitud. ¿O era el tedio que sentía lo que hacía parecer que la aguja se movía anormalmente despacio? Esperó y esperó, deseando que pasara sobre el minutero y que este se moviera hacia la derecha, marcando así su hora de salida del trabajo.
No habían entrado casos nuevos en los últimos cinco minutos, había terminado de revisar los que ya tenía y había entregado todos los informes que tenía pendientes. Podría salir a la hora. Y nada ni nadie iba a fastidiarle el momento.
Finalmente, el segundero sobrepasó a la aguja más grande y esta se movió. Casi pudo oír el suave clic del minutero. Saltó de la silla con un gritito emocionado y fue sacándose la bata a medida que se acercaba hacia donde estaban los casilleros de los médicos. Casi voló por toda la sala de urgencias, haciendo caso omiso de los susurros que dejaba a su paso.
Se cambió y agarró su bolso, planeando ya la tranquila cena que podría degustar en casa, tal vez viendo la televisión o leyendo… bueno, eso era decir mucho. Las novelas solían acabarla aburriendo.
Estaba dando un paso fuera del hospital, casi saboreando ya la libertad, cuando una de las enfermeras la interceptó, con la respiración agitada, despeinada y con el uniforme manchado de vómito. Arrugó la nariz ante el desagradable olor.
―¡Doctora Haruno!―Suspiró y se alejó un paso, sin disimular la repugnancia que sentía por el aspecto desaliñado de la enfermera―. ¡La necesitamos-
―He acabado mi turno―la interrumpió ella, antes de que la joven dijera nada más. La enfermera parpadeó, confusa.
―¡Pero-
―He acabado mi turno―repitió, con voz firme y clara―. Pídeselo a otro. ―Reanudó su marcha.
―¡Pero solo está usted! ¡El doctor que tiene que sustituirla aún no-
―He acabado mi turno―repitió por tercera vez, alejándose ya a paso ligero, sin sentir ni la menor compasión por el misterioso paciente que podría necesitar de sus conocimientos, quizás, para seguir viviendo.
No le importaba. Ella había hecho sus horas, había fichado por el tiempo que estipulaba su contrato y punto. No debía nada más a la sociedad. Al fin y al cabo, ¿qué había hecho la sociedad por ella? Nada. Todo había tenido que lucharlo, que pelearlo. No había recibido ayuda. Nadie la había mimado ni cuidado. No al menos desde…
Sacudió la cabeza, negándose a pensar en él, en lo que había dejado atrás. Sus pies la llevaron casi mecánicamente en la dirección en la que tenía su casa, un impresionante apartamento en una de las mejores zonas de la ciudad, mientras luchaba porque los recuerdos no la asaltaran y la hicieran enfadarse y lamentarse por cosas que ya no podían ser.
Había hecho una elección, había tomado una decisión en su día, una buena decisión. Tenía todo lo que había soñado, todo. No necesitaba nada más.
«Sigue diciéndotelo y a lo mejor te lo crees».
Meneó la cabeza nuevamente, negándose a rendirse al juego de los recuerdos, de la nostalgia.
Un trueno resonó en la distancia y casi al instante empezó a caer una lluvia torrencial. Maldijo para sus adentros y se metió en el primer local abierto que encontró, para refugiarse del chaparrón, rogando porque parase cuanto antes.
―Eh, chica―se giró a mirar a la mujer que estaba sentada detrás de un pequeño mostrador, con cara de aburrimiento mortal―. Si no vas a comprar nada, lárgate. No somos un refugio de caridad. ―Frunció el ceño y apretó los dientes.
Paseó la vista por las estanterías de la tienda, percatándose de que era una tienda de esas de todo a cien. Suspiró y miró de reojo para la lluvia que seguía cayendo, golpeando sin piedad contra los desgastados adoquines de la calle. Definitivamente, no quería mojarse y coger un resfriado. Era lo último que le faltaba.
A regañadientes, empezó a examinar los productos que allí exhibían, buscando algo que comprar. No le hacía falta nada, pero todo fuera por poder refugiarse del aguacero.
Fue a parar casi sin quererlo a la sección de decoración para el hogar. Repasó los diferentes objetos: marcos para fotos, percheros, jarrones, figuritas varias… se fijó en estas últimas. Había de todos: desde conejitos la mar de monos hechos de falsa porcelana hasta los típicos fruteros con frutas falsas e incluso relojes de lo más originales.
Se fijó en las figuritas. Alguna podría comprar. Total, no es que pasara mucho tiempo en casa y no le vendría mal algo de color, tampoco, aunque solo fuese para alegrarse la vista cuando volvía tras un horroroso día de trabajo.
Parpadeó cuando se topó con una figura de lo más peculiar. Se acercó a la estantería, entrecerrando los ojos para estudiarla mejor. Se trataba de un sapo, o eso parecía. Tal vez era una rana, pero era… extraño. Se encontraba apoyado sobre las dos patas traseras, llevaba puesto un manto con capucha y en una de sus ancas portaba un bastón, que sujetaba con sus dedos palmeados como si fuese un humano normal y corriente. Su expresión era severa y, si no fuera porque era imposible, casi podría jurar que la figura la estaba mirando, estudiándola, evaluándola.
Sacudió la cabeza. Ya estaba viendo visiones. Seguramente era el cansancio.
Con irritación, agarró la figura del sapo y la llevó con paso enérgico para pagarlo, balanceándolo de forma despreocupada en la mano.
―Me lo llevo―dijo, depositando a la pieza de decoración sobre el mostrador de forma brusca. La mujer gruñó y agarró la figura, pasándola por el lector de la caja registradora.
No esperó a que dijera el precio, le tendió la tarjeta de crédito y la dependienta le dio la vuelta al datafono. Con un resoplido, puso la tarjeta contra el aparato y cuando este emitió el sonido de rigor la quitó y la guardó de nuevo en la cartera. La dependienta cogió su compra y la metió en una bolsa plástica. Murmurando un gracias, agarró las asas de la misma y se acercó a la puerta de la tienda, respirando con alivio al ver que ya había parado de llover.
Continuó su camino hacia casa. Se cruzó con un par de vecinos y los saludó educadamente con la cabeza. Se metió en el ascensor y marcó su piso. Una vez llegó metió la llave en la cerradura y, tras dar un suspiro, empujó la puerta y entró.
La visión de su apartamento, con ropa tirada, platos sucios en el fregadero, vacío y silencioso, hizo que se le encogiera el estómago. Durante un segundo quiso llorar. Cerró los ojos y, como en una película, los recuerdos que tan arduamente había intentado contener se deslizaron ante ella, como en una película: una sonrisa radiante, unos cabellos rubios como el oro, unos ojos azules como el cielo que la miraban como si ella fuese algo de incalculable valor, unos brazos que la rodeaban, suavemente, y unas manos que la sostenían, acunándola y acariciándola, con extremo cuidado, mimándola.
No pudo evitarlo y empezó a recordar…
―¡Sakura-chan, cásate conmigo!―Se atragantó con su refresco y cogió una servilleta para limpiarse, con los ojos llorosos.
Cuando logró enfocar la vista de nuevo, su novio la miraba al otro lado de la mesa, con mirada ansiosa, las manos agarradas a los bordes de la mesa. Sakura dejó lentamente el vaso sobre su bandeja, donde aún esperaban unas patatas y media hamburguesa.
―Naruto… ¿qué acabas de-
―¡Es la solución perfecta! ¿No lo ves?―Él sonrió, dejando a la vista su perfecta dentadura blanca―. ¡Así no tendríamos que separarnos! ¡Podría ir contigo a la universidad! ¡Podríamos pedir una de esas viviendas familiares! ¡Viviríamos juntos y- ―Sakura sintió que el pánico se apoderaba de ella.
―¡Para!―exclamó, sin dejarlo continuar. Vio cómo él cerraba la boca, desconcertado. Tuvo que respirar hondo y contar hasta diez, buscando paciencia―. Naruto, no digas tonterías anda―rio, como quitando así hierro al asunto―. Venga, termínate las patatas que te van a enfriar todas…
―No estaba de coña―dijo el chico, en tono firme y sereno.
Sakura levantó la vista para mirarlo y le dio un vuelco el corazón al ver la seguridad con que la miraba: serio y sin vacilar, como si no hablara por hablar, como si fuese algo que hubiese pensado y meditado mucho en vez de algo salido por un impulso del momento.
―Lo he pensado mucho, Sakura-chan. ―Le cogió las manos que ella había dejado encima de la mesa, que ahora estaban rígidas y heladas. Él se las acarició con sus dedos, más grandes y más cálidos―. Muchísimo. Te quiero, me quieres―Sakura se sintió ligeramente culpable al oírlo; Naruto le gustaba, mucho, pero tanto como querer…―. No quiero separarme de ti, eres la chica de mi vida. Por favor―le apretó las manos y clavó la vista en su rostro, más serio de lo que nunca lo había visto―, Sakura-chan, cásate conmigo. ―Durante unos segundos, Sakura quedó anonadada, incapaz de reaccionar y de decir nada.
Tuvo que tragar saliva y contar hasta diez por segunda vez, mientras pensaba en algo qué decirle a su novio, sintiendo ya la culpabilidad y los remordimientos acuciarla.
Ella no quería casarse, no quería ese tipo de compromiso, no de momento, al menos, no a los dieciocho años, cuando tenía toda la vida por delante y un montón de cosas todavía por experimentar.
―Naruto… ―Él le sonrió brillantemente, seguro de que ella aceptaría su proposición, era la solución perfecta a todos sus problemas―… verás, yo… es-esto es muy repentino… ―Él rio, de esa forma ronca y suave que a Sakura le encantaba y hacía que todo su vello se erizara. Naruto era alegría pura, era dulce, cariñoso, atento… algo torpe y despistado, pero definitivamente era el novio perfecto.
Por eso le había dado el sí cuando le pidió, por enésima vez, que fuese su novia. Ella sabía que le gustaba desde hacía mucho tiempo, solo que ella no se sentía atraída de la misma forma, no hasta que todas sus amigas empezaron a tener novio y ella se vio irremediablemente excluida. Y, además, Naruto era puerto seguro, sabía que no la obligaría a hacer algo que no quisiera, que no la presionaría en ningún sentido. Y había tenido razón, tanta que no había podido resistirse a sus atenciones y a sus mimos. En sus brazos se sentía como una auténtica princesa, el único problema era que querían cosas distintas para el futuro: ella quería triunfar, labrarse un brillante futuro profesional. Naruto se conformaba con estar a su lado, con conseguir un trabajo que le permitiera vivir más o menos bien pero sin grandes lujos y formar una familia. Sueños sencillos que chocaban con los de ella, más ambiciosos.
―Lo sé, Sakura-chan. Pero… realmente… lo he estado pensando, mucho. De verdad'ttebayo. ―Amplió su sonrisa y eso hizo que el estómago de Sakura se encogiera nuevamente―. Quiero pasar el resto de mi vida contigo.
―Naruto… ―Inspiró hondo y lo soltó de golpe, pensando que sería mejor arrancar la tirita de golpe antes que prolongar lo inevitable―. No quiero casarme. Es decir―añadió, antes de que él dijera algo más―, no estoy preparada para casarme. ―La sonrisa se borró como a cámara lenta del rostro masculino.
La miró, ahora con cautela, sus manos aflojándose alrededor de las de ella. Sakura empezó a resentir esa pequeña pérdida.
―Entiendo. ―Apartó las manos de ella, como si de pronto le diese vergüenza esa simple muestra de cariño. Sakura escondió las manos bajo la mesa y las apretó sobre la falda de su vestido, convirtiéndolas en puños.
―Somos jóvenes, tenemos mucho tiempo aún… ―Él sonrió, una sonrisa más forzada que la anterior.
―Lo entiendo, Sakura-chan, de verdad. He sido un poco… ―hizo una pausa―… impulsivo. ―Sakura abrió la boca, con una disculpa en la punta de la lengua, pero él la acalló, poniendo las yemas de sus cálidos y bronceados dedos sobre sus labios―. Dejémoslo, ¿vale? No volveré a mencionarlo'ttebayo. ―Ella cerró la boca y asintió, lentamente, como asimilando sus palabras.
Segundos después, la conversación volvió a fluir, por parte de Naruto, que volvía a sonreír y a dirigirse a ella de la misma manera cariñosa en la que siempre lo había hecho. Sin embargo, algo había cambiado en él, en su expresión, en sus gestos hacia ella. Podía sentirlo. Naruto era tan fácil de leer para ella…
Apartó la sensación de inquietud a un rincón de su mente, diciéndose que había hecho lo correcto.
No obstante, con el pasar de los días, notó cómo la relación con su novio sí se había resentido. Naruto ya no la llamaba tanto como antes ni le mandaba mensajes todos los días. Era como si se hubiese abierto una fisura entre ellos imposible de cerrar, cómo si, inconscientemente, él se estuviese protegiendo contra la inevitable separación hacia la que se precipitaban―hacia la que ella la precipitaba.
El inminente final no tardó mucho: poco después de la finalización del curso ella marchó hacia la universidad para llevar a cabo su sueño de estudiar medicina mientras él se quedaba atrás, en la ciudad donde ambos habían nacido y crecido y asistiendo a la universidad local.
La distancia hizo el resto: los mensajes se espaciaron, las llamadas fueron desapareciendo y, poco después, rompieron. Había sido algo no inesperado pero que, incluso así, la sorprendió, sobre todo por el motivo que él le dio.
La fue a visitar para hablar con ella en persona. Tiempo después ella se sintió agradecida por ese gesto de consideración, y algo orgullosa del que había sido su mejor amigo y posteriormente su novio.
Fueron a tomar un café a la cafetería del hospital en el que hacía prácticas avanzadas junto a un par más de compañeros elegidos, y se lo soltó de golpe:
―He conocido a alguien. ―Sakura recordó haber parpadeado, sin poder reaccionar de buenas a primeras.
―Oh. ―El silencio se extendió entre ellos hasta que ella lo rompió―. Entiendo.
―Sakura-chan, lo siento, yo… no pretendía… pero tú y yo… en fin… pasó y… ella es genial… me gusta mucho… ―Sakura levantó una mano, interrumpiéndolo, sintiendo una mezcla de sentimientos que no podía analizar en ese momento.
―Lo entiendo, Naruto. Estamos en páginas distintas. Tú quieres algo que yo no… no estoy preparada para dar… Me imaginaba que llegaríamos a esto. ―Él pareció entre aliviado y culpable cuando la miró de nuevo.
―Sakura-chan.
―No, está bien. Te deseo lo mejor, de verdad. ―Se levantaron, se dieron un abrazo y un beso en la mejilla de despedida.
Y eso fue todo. Sakura lo vio marchar del hospital y no lo volvió a ver. Se enfrascó en su carrera y más adelante en su trabajo. Y nada más. La rutina la absorbió, el tedio se convirtió en su inseparable compañero y el aburrimiento y el vacío terminaron por llenar los huecos restantes de su ser.
Abrió los ojos, saliendo de sus recuerdos, solo para caer de golpe en su triste realidad.
Estaba sola. Más sola que la una.
Meneó la cabeza, empujando los «y si…» que querían perturbar su agotado cerebro hasta lo más recóndito de su mente.
Un baño. Eso necesitaba: un largo y relajante baño en su estupenda bañera con hidromasaje.
Se encaminó hacia su habitación, apartando con el pie las prendas que encontraba a su paso. Ya las recogería la asistenta al día siguiente. Para algo pagaba sus servicios tres días a la semana.
Dejó el muñeco que compró esa tarde de cualquier manera sobre la cama. Ni siquiera lo sacó de la bolsa. Preparó la bañera, se desnudó, se metió dentro y disfrutó del agua caliente y del fragante olor de las sales de baño durante un buen rato, dejando que sus doloridos músculos se destensaran. Necesitaba un buen masaje. Tal vez en su próximo día libre iría al spa…
Su traidora mente le trajo de vuelta más recuerdos, la de cuando unas cariñosas y cálidas manos bronceadas masajeaban sus doloridos hombros tras una intensa tarde de estudio.
Se enfadó consigo misma y metió la cabeza bajo el agua, preguntándose porqué se torturaba de esa manera tan dañina. ¿Era masoquista, acaso, y no se había dado cuenta hasta ahora? Rio por lo absurdo de su pensamiento.
Salió de la bañera, se secó, se peinó el pelo y se pasó el secador durante unos minutos. Luego salió del cuarto de baño, con una toalla envuelta en torno a su esbelto cuerpo. Se paró delante del espejo y se observó, atentamente, preguntándose si es que había algo malo con su físico o con ella como para no atraer más que a hombres insulsos y aburridos, todos con el ego más inflado que el mismísimo Zeus y aburridos como hongos.
Suspiró y caminó hasta dejarse caer en la cama, rebotando un par de veces sobre el mullido colchón. Notó un peso repentino sobre su muslo y bajó la vista, topándose conque la figurita del sapo había salido de la bolsa parcialmente y el largo bastón de la figurita la había golpeado al caer esta boca abajo.
La sacó del plástico y la cogió, apoyándola sobre sus piernas y poniéndola frente a ella, suspirando mientras la examinaba. Viéndola ahora más atentamente el sapo no era tan feo como había pensado en un principio.
Podía ponerla sobre la estantería que había en el salón, sobre la televisión.
―¿Qué dices, amiguito? ¿Crees que te gustará tu nuevo hogar?―Rio entre dientes―. Ya parezco una loca, hablando con un objeto de decoración inanimado… ―Acarició las manos palmeadas de la figura con los dedos pulgares―. ¿Sabes? En mi ciudad natal había una leyenda, un cuento que gusta mucho a los niños mientras son pequeños, sobre un sapo mágico que vive en el lago y que, si eres capaz de encontrarlo, te concederá cualquier deseo que le pidas… Naruto y yo pasamos incontables horas de niños en ese lago, buscando a ese supuesto sapo para pedirle nuestros más anhelados deseos… En mi caso era una casa de muñecas y en el de Naruto ramen gratis durante el resto de su vida. ―Rio, recordando aquellos valiosos momentos de su niñez, donde había sido feliz y con cero preocupaciones.
―¿Y ahora?―Sakura pestañeó y miró hacia abajo nuevamente, hacia la figura.
Era absurdo siquiera pensarlo, pero ella habría jurado oír una voz procedente de aquel sapo meramente decorativo…
―Bien, Sakura, ya te has vuelto loca…
―Qué maleducada. ―Sakura parpadeó de nuevo y clavó la vista en la figurita―. ¡La juventud ya no es lo que era!―Con horror, con los ojos abiertos como platos, Sakura vio cómo el sapo se movía, estirando sus patas palmeadas, ladeando sus ojos saltones y abriendo su boca para soltar un bostezo.
Sakura chilló y se subió a la cama de un salto, dejando caer al sapo, ahora vivo, al suelo.
―¡Ay, qué daño, caramba!―Temblando como una hoja, Sakura vio cómo el sapo se frotaba la espalda dolorida con el golpe para acto seguido acomodarse y sacar de algún sitio indeterminado un recipiente que se llevó a su gran boca para darle un trago.
―N-no, esto no puede ser. Estoy soñando, sí, seguro que es eso. Te has quedado dormida en el sofá o te has desmayado en la puerta de casa. Vamos, despierta―se pellizcó los brazos y se tuvo que morder la lengua por el dolor que la recorrió―. ¡No, es un sueño, tiene que serlo! ¡Despierta, vamos!―El sapo no dijo nada durante un rato, dedicándose a estudiarla y a beber de su extraño recipiente.
―No soy una aparición ni estás soñando, Sakura. ―La joven Haruno clavó la vista en él, todavía tembalndo.
―¿C-cómo sa-sabes… ―El sapo resopló y chasqueó su larga lengua, como si ella fuese tonta.
―Tú misma lo dijiste antes. ―Sakura se quedó un momento callada, como si estuviera repasando los últimos minutos de su vida.
―Oh―dijo al fin. Luego, el silencio se apoderó de la habitación, tan solo interrumpido por el glup-glup esporádico del sapo cada vez que daba un trago a su extraño recipiente. Sakura siguió observándolo, con los ojos entrecerrados, como con sospecha―. ¿Qué clase de broma es esta? ¿Acaso es una cámara oculta?―El extraño ser anfibio que hasta hace nada era una mera figura decorativa dejó de beber para mirarla fijamente, con sus ojos saltones, molestia filtrándose en su expresión.
―Desde luego, los humanos han perdido memoria―resopló, sonando ligeramente enfadado.
Sakura parpadeó, sin entender.
―¿Qué quieres…
―Soy un sapo concede deseos―dijo, como si esa simple frase lo explicara todo. Sakura abrió la boca, la cerró y repitió el proceso un par de veces, incapaz de encontrar algo coherente qué decir.
Aquello era ridículo, imposible. Una fantasía sacada de un cuento infantil.
Recordó la leyenda de su infancia, las risas y los buenos ratos que había pasado buscando, precisamente, lo que ahora se mostraba ante ella.
―No eres real―dijo ella, tratando de convencerse a sí misma una vez más de que estaba soñando o teniendo alguna clase de alucinación producto del agotamiento tanto físico como mental.
El sapo rio, una risa ronca y profunda, rasposa. A Sakura le recordó a la de su padre, fumador asiduo hasta que los achaques propios de la edad lo habían obligado a prescindir de aquel vicio.
―Creo que ya hemos establecido que sí soy real―dijo el sapo, guardando el recipiente con la desconocida bebida de nuevo entre los pliegues de su manto. Agarró con fuerza el bastón y dio un salto, para sentarse cómodamente sobre la cama. Sakura se apartó hasta chocar contra el cabecero. El sapo no pareció ni sorprendido ni ofendido por su reacción, como si estuviera acostumbrado a provocar miedo y asombro a partes iguales.
―¿Qué quieres de mí?―interrogó Sakura, tras varios minutos más de silencio. El sapo volvió a reír, con diversión. Parecía estar pasándoselo en grande, cosa que molestó a Sakura y la hizo enderezar los hombros y ponerse muy recta, al tiempo que se aseguraba de que la toalla permanecía en su sitio, cubriéndola.
―No soy yo el que quiere algo. ―El sapo la miró con intención, como si le estuviese diciendo algo sin palabras.
Sakura se mordió el labio inferior y bajó la cabeza, recordando los últimos pensamientos que había tenido antes de que esa extraña criatura cobrara vida frente a sus ojos. La nostalgia de los recuerdos que la habían invadido, deseando algo que había dejado pasar tiempo atrás, obcecada en un futuro que no le había reportado absolutamente nada en el terreno personal o emocional, ni siquiera en el familiar, puesto que apenas veía a sus padres de lo ocupada que estaba siempre con el trabajo.
―¿Estás segura?―preguntó ahora el sapo, sacando de nuevo su raro recipiente para volver a beber de él―. Igual no puedes regresar aunque te arrepientas. ¿De verdad es lo que quieres? ¿Una vida distinta a la que tienes?―Sakura abrió los ojos, sorprendida por su pregunta.
¿De verdad quería eso? ¿Una vida diferente? ¿Junto a un chico que podría amarla y cuidarla? ¿Regresar a una casa donde alguien la esperara y la recibiera con un beso y un abrazo? ¿Dónde podría disfrutar de amor y calor?
Enderezó la espalda, segura de cuál iba a ser su respuesta antes de que las palabras salieran de su boca:
―Sí, lo deseo. ―El sapo cerró sus ojos saltones durante un instante para luego volverlos a abrir.
―Tú lo has pedido. ―Los ojos verdes de Sakura vieron como la delgada pata del sapo se alzaba, agitando el bastón, pronunciando unas palabras incomprensibles para ella.
De pronto, Sakura se vio cayendo hacia un abismo desconocido. Cerró los ojos y abrió la boca, dejando que un grito abandonase su garganta.
Y, tan rápido como había ocurrido, todo terminó: su espalda chocó contra un colchón blandito y quedó tendida cuán larga era, jadeando. Se quedó allí tendida, tratando de recuperar el aliento. Luego, despacio, abrió los ojos, enfocando un techo blanco de cuyo centro colgaba una lámpara sencilla con tres bombillas de esas de bajo consumo.
Frunció el ceño. Ese no era su cuarto. Ella no tenía esa lámpara, y menos con esas bombillas que apenas y alumbraban. Se percató también de que su colchón no se sentía como siempre. Era más duro de lo que recordaba.
Probó a mover los brazos y las piernas, con cuidado. Cuando comprobó que todo parecía estar en su lugar, decidió incorporarse. Enseguida, sus ojos toparon con varios muebles que no recordaba que tuviese en su casa: una cómoda con un montón de cosas encima, de esas que parecían pre fabricadas, un par de sillas de esas de adorno a cada lado, ambas con ropa encima, una con ropa femenina―distinta a la que ella guardaba en su armario, más vaporosa y ocultadora―y otra con ropa masculina―en su mayoría pantalones de algodón deshilachados y camisetas de manga corta―; también había alguna que otra camisa arrugada y un par de corbatas en colores oscuros, tiradas de cualquier manera, como si a su dueño le gustaran poco esas prendas en particular.
Se incorporó sobre los codos, examinando el resto de la habitación en la que se había levantado: había un armario empotrado en un lateral, dos mesillas de noche idénticas a cada lado de la cama de dos plazas. Una alfombra adornaba el suelo que había de su lado hacia la ventana, al lado de la cual había una mesita auxiliar y una butaca que tenía un reposapiés haciendo juego. Una manta colgaba del respaldo y encima de la mesita había un libro. Parecía un rincón de lectura.
Con cuidado, se sentó sobre el colchón y apoyó los pies sobre la alfombra. Las fibras ásperas le rascaron las plantas de los pies, haciéndole placenteras cosquillas. Miró lo que llevaba puesto: un pijama de dos piezas de manga larga en color malva, de botones, muy diferentes de los delicados y femeninos camisones que ella tenía.
Su piel, se fijó, era pálida, más que la suya, y sus senos, según notó, eran más grandes y pesados. Con un nudo en la garganta, se puso en pie, tambaleándose un momento antes de poder andar con firmeza hasta el espejo que había en la puerta central del armario. Se plantó delante del mismo, respiró hondo para tomar valor y abrió los ojos, lentamente.
Pasaron unos segundos antes de que pudiera procesar lo que veía: su rostro era más redondeado de lo que recordaba, su cabello estaba cortado a la altura de los hombros, en un corte recto que ella nunca habría llevado, además de que era de un tono oscuro, muy diferente a sus sedosos mechones rosados. Sus ojos ya no eran verdes, sino de un blanco grisáceo con un toque lila que se acentuaba más o menos según impactara la luz sobre ellos.
Aturdida, se examinó ahora las manos: eran pequeñas, de dedos largos y elegantes. Las uñas estaban limpias y bien recortadas, aunque no limadas ni pintadas. Lo mismo con las de los pies.
Parpadeó. Un cosquilleo de emoción le subió por todo el cuerpo a medida que la comprensión se hacía presente: había cambiado de aspecto, y si su inteligencia no le fallaba, eso implicaba que también había cambiado de vida.
Con el corazón latiéndole fuerte en el pecho, anduvo hacia la puerta de la habitación y salió a un pasillo de madera en el que había varias puertas. Despacio, con miedo de perturbar la paz reinante, fue abriendo y estudiando los distintos espacios: descubrió un cuarto de baño de tamaño medio con una bañera, un váter, un bidé y un lavabo con dos senos; otra de las puertas guardaba un armario de toallas y ropa blanca; las dos siguientes la hicieron dar un grito ahogado: se trataba de dos cuartos infantiles, a juzgar por la decoración, una pertenecía a un niño y otro a una niña.
¿Tenía hijos? Sintió la misma emoción de antes recorrerla. Ansiosa por ver al que creía que debía de ser su marido―si se guiaba por la sencilla alianza dorada que adornaba el dedo anular de su mano izquierda―bajó las escaleras casi corriendo.
Se detuvo al pie de las mismas, confundida al darse cuenta de que no tenía ni idea de adónde debía ir. Se asomó por el borde del marco de una puerta y vio un salón, perfectamente ordenado. Delante de ella estaba la puerta que debía de ser la entrada de la casa. Al otro lado del vestíbulo vio una puerta entreabierta y la empujó, vacilante, solo para encontrarse con lo que parecía un despacho. Había un pasillo largo detrás de la escalera y lo siguió, con tiento. Al final del mismo estaba la cocina y se dio cuenta, con algo de sorpresa, de que esta daba al salón que había visto antes. Había una puerta trasera que daba a un cuidado jardín y una sala al lado de la cocina que era la que albergaba la lavadora, la secadora y la tabla de planchar.
Aquella casa era preciosa, el sueño de cualquier mujer que soñaba con una familia perfecta. Lo único que no veía al perro por ninguna parte, aunque eso tampoco le preocupaba mucho… no era muy amiga de los animales.
Escuchó un ruido que venía del salón y frunció el ceño cuando se puso de puntillas para ver por encima de la impresionante isla de la cocina, intentando encontrar el lugar del que provenía el sonido.
Avanzó un par de pasos, despacio.
―¿Quién anda ahí?―preguntó; se sorprendió del sonido de su voz: era suave y tranquila, no llamaba la atención como la suya, pero había una inconfundible nota de autoridad en la misma que instaba a quién la escuchara a callarse y prestar atención, como si su dueña estuviese acostumbrada a que sus palabras fueran tenidas en cuenta o a que sus órdenes y sugerencias se llevasen a cabo sin discusión.
Dio otro par de pasos, dubitativa de lo que se fuese a encontrar. Abrió la boca para volver a preguntar quién estaba por ahí cuando dos borrones amarillos―uno por el color rubio claro de su cabello y otro por la ropa que vestía―se le tiraron encima, asustándola y provocando que un agudo chillido saliera de su garganta. Los dos bultos se abrazaron a su cintura y rieron escandalosamente, haciendo presión hasta que lograron que cayera al suelo, sobre sus pobres posaderas.
―¡La hemos asustado, hermano! ¡Hemos asustado a mamá!
―¡Te lo dije'dattebasa! ¡Mamá siempre cae!―Entre la confusión y el pánico inicial, Sakura solo fue capaz de procesar una palabra: mamá.
Bajó la cabeza y se encontró con dos caritas redondeadas y sonrientes. Un niño y una niña. Él rubio de ojos azules y la niña con pelo del mismo tono negroazulado que ahora ella misma tenía, pero con idénticos ojos azules a los de su hermano.
―E-esto… ―Cerró los ojos, respiró hondo y compuso una sonrisa, mientras poco a poco su nueva realidad iba filtrándose en su mente, asimilándola.
Estaba casada. Seguramente con quién ella creía. Era madre y, a juzgar por las sonrisas de esos dos pequeños, aquella familia―ahora la suya―parecía ser muy feliz.
―¿Mami? ¿Te encuentras bien? ¿Boruto y yo te hemos hecho daño?―Lágrimas acudieron a sus ojos al escuchar la tierna preocupación en la voz de la niña.
―¡Claro que no, Hima! ¡Mamá es fuerte! ¡Una caída no ha podido hacerle daño'ttebasa!―Volvió su carita hacia ella, algo de miedo destellando en sus inocentes ojos azules―. ¿Verdad que no, mamá? ¿A que estás bien?―Sonrió y apoyó una mano sobre la cabeza del pequeño.
―Estoy bien… ―se esforzó por recordar el nombre del que sería su hijo de ahora en adelante―… Boruto. ―Miró para la niña―. Hima… Estoy bien. ―Ambos parecieron tremendamente aliviados por su respuesta.
Le dieron un beso en la mejilla cada uno, como disculpándose por haberla asustado y hecho caer al suelo. Tal preocupación y cariño provocó que nuevas lágrimas se formaran en sus ojos. Tuvo que parpadear para ahuyentarlas.
Esperó a que los niños se levantaran y luego lo hizo ella, haciendo una mueca cuando su hueso sacro se resintió al ponerse en pie. Esperaba que con esa piel tan pálida no le saliera un moratón…
Miró para ambos hermanos que ahora la observaban, expectantes. Vacilante, recorrió el salón con la mirada hasta la cocina. Vio en un reloj que había encima de una estantería que eran las nueve de la mañana. Se giró de nuevo hacia los niños.
―¿Desayuno…?―Ambos chillaron alegres y la tomaron de las manos, tirando de ella hacia la cocina.
Se subieron con algo de dificultad debido a sus cortas piernas a las sillas altas que había en la isla de la cocina y se la quedaron observando, expectantes. Sakura se quedó de pie en medio de la habitación, insegura de lo que debía hacer. Normalmente ella desayunaba en la cafetería del hospital o cogía un café y un bollo para llevar en alguno de los cafés que había de camino hacia su trabajo.
Pero, por lo que había podido deducir, ahora ella no trabajaba. La esposa que ahora era debía de dedicarse exclusivamente a ser ama de casa, al cuidado de esta y de los niños.
Sonriendo con nerviosismo al ver que Boruto y Hima la observaban con algo de extrañeza ahora, se dio la vuelta y abrió la nevera. Suspiró aliviada al encontrar una botella de zumo de naranja y un cartón de leche. Sacó ambos y los dejó sobre la isla. Luego sacó vasos, vertió el zumo y volvió a guardarlo en la nevera. Insegura, abrió uno de los armarios para buscar tazas o cuencos… Había encontrado los vasos a la primera, pero los cuencos y las tazas fueron más difíciles de hallar. Finalmente dio con ellos en el armarito que estaba sobre el fregadero y sacó dos en los que echó leche. Había visto un cartón con cereales en su búsqueda previa y se hizo con él, dejándolo delante de los niños, que se lanzaron como flechas sobre el mismo, sirviéndose ellos mismos.
Sonrió con ternura al verlos pelearse por ver quién se echaba primero. Ganó Boruto y vertió una gran cantidad de copos. Su hermana protestó, echándose casi la misma cantidad que el rubio. Solo que al parecer la caja ya se había acabado.
―Oh… ―La decepción brilló un instante en el rostro infantil de la pequeña hasta que se encogió de hombros, decidiendo que no era tan grave.
―Nos faltan las cucharas, mamá. ―Pestañeó.
―Oh, sí, claro. Las cucharas… las cucharas…
―En el cajón, mamá―dijo Boruto, señalando un cajón que había al otro lado de la isla, haciendo equilibrios sobre su silla.
―Sí, sí, en el cajón. Ya lo sabía… Siéntate bien, por favor. Y no vuelvas a señalar. Es de mala educación. ―Boruto pareció avergonzado y obedeció, quedándose cabizbajo. Se sintió ligeramente culpable por haber reprendido de forma tan contundente a un niño tan pequeño. Pero tenía que educarlos, ¿no? Sí, claro que sí. Esa era su vida ahora. Su cometido.
Abrió el cajón, sacó dos cucharas de plástico de esas de colores que solían venir de promoción en las cajas de cereales y se las tendió a los niños. Boruto la miró, ahora extrañado, casi con sospecha.
―La mía es la rosa―dijo, en un tono paciente, como si ella fuese tonta o corta de entendederas.
―¡Y la amarilla la mía, mamá!―Hima rio y le arrebató la cuchara correspondiente, hundiéndola acto seguido con deleite en la masa de leche y cereales.
Sakura tuvo que disimular el ligero asco que sintió al ver desayunar a los pequeños. Hacía más de quince años que no tomaba cereales. Desde que empezó en la adolescencia y descubrió todas las calorías que contenían. Horrorizada, ella e Ino, su mejor amiga, los habían desechado de su dieta sin pensárselo dos veces.
Suspiró y abrió nuevamente la nevera, buscando algo para desayunar ella también. Encontró fruta fresca y sacó un par de piezas. Se hizo con un cuchillo y comenzó a pelar la fruta sobre un plato que encontró en otro de los armarios―aquella cocina era las más limpia y ordenada que había visto nunca―y a cortarla luego en trocitos pequeños.
Boruto y Hima la observaban mientras masticaban su propio almuerzo, entre curiosos y extrañados.
―¿Por qué comes fruta a estas horas, mamá?―preguntó la niña, mientras se llevaba otra cucharada de cereales a la boca.
Sakura parpadeó.
―Porque es mi desayuno, cariño―dijo, esbozando una sonrisa ante la facilidad con la que le salió la última palabra.
―Pero… tú nunca tomas fruta por la mañana… ―los dedos de Sakura quedaron congelados; se esforzó porque el pánico que sentía no se trasluciera en su rostro.
―Ya… ya lo sé, cielo, pero… ehm… m-me apetecía, ¿sabes? Mamá… mamá está a dieta―dijo, rogando porque la creyeran.
Los dos hermanos se miraron: Hima confusa, sin entender del todo lo que ella había dicho; Boruto con el ceño fruncido.
―Eso es tonto'ttebasa―dijo Boruto―. Mamá, tú no necesitas dieta.
―Solo quiero verme mejor, Boruto. Todas las mamás lo hacen de vez en cuando… ―dijo Sakura, irritada de pronto por tener que dar explicaciones a un par de mocosos que ni siquiera eran suyos.
«Pero sí lo son», le dijo la voz de su conciencia. «Ahora lo son. Tú así lo pediste, lo deseaste, y se ha cumplido». Respiró hondo, tranquilizándose y buscando la paciencia que hacía tiempo que ya no tenía.
―A papi no va a gustarle―sonó ahora la voz de Hima, en bajito, casi como si no quisiera que ella la escuchase.
―¿Qué has dicho?―Las regordetas mejillas de la pequeña se tiñeron de rosa y bajó la cabeza. Boruto, sin embargo, no dudó en repetir las palabras de su hermana.
―Que a papá no va a gustarle. ¡Ni a mí tampoco! ¡Es tonto y en el cole dicen que es malo hacer dieta!―Sakura apeló nuevamente a su paciencia.
―Papá no me dice lo que puedo o no puedo hacer―dijo, destilando toda la calma de la que fue capaz―. Por otro lado, Boruto, hacer dieta no es malo, siempre y cuando se haga de manera sana y controlada, bajo la supervisión de un médico especializado y competente…
―¿Compe qué? ¿Qué es eso, mami?―Sakura suspiró.
―Competente. Se refiere a alguien que sabe lo que hace, que es bueno en su trabajo.
―¡Ah, entonces tú eres la más competente de las mamás, mami!―Una leve sonrisa curvó las comisuras de sus labios.
―Gracias, Hima. ―Boruto no dijo nada. Se limitó a arrugar la frente y a terminarse su desayuno. Luego se bajó, dejó el cuenco con la cuchara en el fregadero y se fue al salón, a jugar con sus juguetes.
Hima se terminó su propio desayuno y dejó el cuenco vacío junto al de su hermano, pasando a dar un brazo a la que creía que era su madre.
―No te preocupes, mami. Yo te quiero igual. ―Luego siguió los pasos de su hermano.
Desde su posición privilegiada que veía todo el enorme salón, vio como los dos niños se juntaban y empezaban a discutir en susurros, mientras iban apareciendo cada vez más juguetes sobre la alfombra infantil que había montada a tal efecto, seguramente para no estropear el bonito parqué de madera oscura.
Con un suspiro, Sakura se sirvió un vaso de zumo de naranja y se sentó, para disfrutar en silencio de su propio almuerzo. Dio un sorbo al zumo, saboreando el momento. ¿Cuánto hacía que no podía tomar un desayuno en condiciones y sin prisas? Los niños seguían jugando: Boruto hacía chocar una y otra vez un camión contra unos coches de juguete y Hima parecía haber montado un té con sus peluches y muñecas sobre la alfombra del salón.
Se sorprendió de lo callados que eran. Había oído en su trabajo innumerables quejas de sus compañeras doctoras y enfermeras de que sus hijos no les daban ni un respiro, pero Hima y Boruto parecían estar muy bien educados.
Terminó al fin de comer y guardó todo en su sitio. Dejó el plato y el vaso en el fregadero junto a los cacharros sucios que habían usado los niños. Hizo una mueca al pensar en que tendría que lavarlos, pero tampoco tenía nada mejor que hacer. Con un encogimiento de hombros, cogió un estropajo y buscó el jabón para lavar los platos. Tardó diez minutos en dejarlos bien limpitos. Después se secó las manos con un paño que había colgado de la puerta del horno y volvió a dejar el pedazo de tela en el mismo sitio.
Luego giró sobre sí misma, comprobando que los niños seguían a lo suyo, ahora jugando entre ellos. Sonrió al verlos mientras pensaba en qué hacer a continuación. Barrió la cocina con una mirada, buscando una lista de tares o algo parecido, cosa que había oído siempre que las madres―especialmente aquellas que eran amas de casa exclusivamente―tenían siempre a mano.
Se fijó en que en el trozo de pared que había al lado del frigorífico colgaba una pizarra de esas de rotulador borrable con paño. Allí vio una tabla con los días de la semana y varias tareas por hacer escritas en ella. Curiosa, se acercó más, para leer lo que allí ponía. Descubrió dos tipos de caligrafías: una limpia, elegante y cuidada y otra más tosca y apretujada, casi ilegible. Soltó una risita. Aquella era sin duda la letra de su marido. Aun con los años, no la había olvidado.
En el día de hoy había anotado "colada y limpieza de baños". Extrañada de que solo hubiera dos tareas porque tenía todavía todo el día por delante, salió de la cocina. Quedó parada en mitad del pasillo, preguntándose dónde demonios estaría el cuarto de la colada. Tuvo entonces una brillante idea.
Volvió a entrar en el salón y carraspeó para llamar la atención de los niños. Estos levantaron sus cabecitas hacia ella, expectantes.
―¿Quién ayudar a mami a lavar la ropa?―Los dos hermanos soltaron excitada exclamaciones y no hizo falta que se lo repitiera. Se pusieron en pie y echaron a correr. Se apresuró a seguirlos. Entraron en un cuarto de un tamaño bastante aceptable para un cuarto de la colada. Se dio cuenta, además, de que este tenía un espacio donde extender la tabla de planchar y una salida que daba al jardín, donde había unas cuerdas recogidas.
Oyó una risita infantil y enfocó la vista en los niños, que la miraban sonrientes.
―¿Qué´pasa?
―Es que siempre haces lo mismo. ―Ella frunció el ceño.
―¿El qué?
―Siempre que entras aquí te quedas mirando la habitación un ratito.
―¡Eso es porque papá la construyó para mamá! ¡Es especial!―Sintió que se quedaba sin respiración ante aquella inesperada confesión.
¿Él había construido una sala entera de la colada? ¿De semejante tamaño? ¿Para su esposa?
Un pinchazo de remordimiento provocó una mueca en sus labios. Sacudió la cabeza y se dispuso a hacer lo que había ido a hacer: lavar la enorme cantidad de ropa que sobresalía del cesto de la ropa sucia.
Por suerte, la lavadora era moderna y estaba programada a una temperatura específica, por lo que solo tuvo que darle al botón de encendido y listo. No tuvo tanta suerte con los niños: les había gustado ayudarla a meter la ropa en el tambor que ahora querían ayudarla también a fregar los cuartos de baño.
Fue un fracaso total: no solo se dio cuenta de que llevaba más de unos minutos dejar los dos cuartos de baño y el pequeño aseo de la planta baja limpios como patenas, sino que con dos infantes pululando a su alrededor era una tarea casi imposible.
Al final, mandó con un grito a los niños abajo mientras ella trataba de limpiar el desastre que habían hecho. Le llevó el resto de la mañana, pero consiguió, al menos, hacer desaparecer el estropicio de lejía y jabón que habían formado ella, Boruto y Himawari.
Ya había dado la hora de comer cuando bajó de nuevo. Estaba despeinada, agotada y con el pijama arrugado. En su relajación ni se había percatado de que todavía no se había vestido con algo más decente.
Resoplando como un caballo de carreras, se metió en la habitación principal para cambiarse de ropa. En su camino hacia el armario tropezó con una de las butacas. Maldiciendo entre dientes, se frotó la pantorrilla, apoyándose contra la cómoda para así no perder el equilibrio. Al levantar la cabeza, una vez el dolor remitió, sus ojos toparon con una serie de fotografías en la parte posterior del mueble.
Tragando saliva, con miedo y curiosidad a la vez, empezó a examinarlas: había un par de la mujer que era ahora, sonriente, maquillada, arreglada y con un vestido de novia; a su lado, la del correspondiente novio. En el medio, una de los dos, abrazados y de perfil, sonriéndose. El fotógrafo había sido capaz de captar el momento exacto, en el que los dos enamorados se decían todo con una simple mirada.
Apartó la vista, incómoda, como si se estuviese entrometiendo en un momento realmente íntimo de la feliz pareja.
El resto de instantáneas revelaban diversos momentos de su vida en común. Había fotos de ellos dos con los niños y de los pequeños solos.
Aquellas fotos daban fe de una familia feliz.
Con un peso en la boca del estómago, se apartó de la cómoda y se dirigió hacia el armario, abriéndolo y sacando las primeras prendas que encontró. Se trataba de un pantalón corto beis de goma y una camiseta blanca de manga corta. Encontró también una chaqueta lila y la cogió. Al quitarse la parte superior del pijama sus ahora enormes pechos rebotaron y no pudo evitar sonrojarse. Era la primera vez que le pasaba algo semejante. Siempre había sido más bien escasa en ese sentido.
Cuando terminó de vestirse y volvió a bajar, encontró a los dos niños coloreando en la mesa baja del salón. Miró el reloj y vio que debería de hacer la comida… solo que no tenía ni idea de qué cocinar o por dónde empezar, siquiera. Siempre había sido una cocinera mediocre por no decir terrible. ¡Hasta quemaba los huevos fritos!
―¿Niños?―Llamó, fingiéndose alegre. No le hicieron caso. Frunció el ceño y se adentró en el salón―. ¡Boruto, Hima! ¿No me habéis oído llamaros…?―Se arrodilló junto a los dos, pero ellos siguieron coloreando y dibujando, ajenos a su presencia. Se aclaró la garganta y decidió probar de nuevo, siguiendo una estrategia distinta―. ¿Qué estáis pintando?―Boruto no le contestó. Himawari levantó la vista y clavó sus azules ojos en ella, seria.
―Mamá. ―Sintió un cosquilleo de emoción en el pecho.
―¿Oh? ¿En serio? ¿Puedo verlo?―preguntó con timidez. Himawari sopesó su respuesta un instante antes de asentir. Dejó los colores a un lado y giró el dibujo para que ella pudiera verlo.
Efectivamente, se trataba de su rostro, y estaba muy bien dibujado para haberlo hecho una niña de seis años―¿o tenía cuatro?.
No obstante, había algo extraño en el dibujo de la pequeña. Repasó las líneas algo temblorosas y los surcos que los lápices habían dejado en el papel, buscando aquello que no le encajaba.
―Hum… es muy bonito, cariño. Pero… ―Calló, no sabiendo muy bien cómo abordar el tema. Por un lado, no quería entristecer ni enfadar a la niña, pero por otro, le molestaba que lo que parecía fuera de lugar en su retrato fuera la expresión de tristeza que teñía los ojos de la mujer del infantil dibujo―. Mamá no está triste.
―Sí, lo está―dijo Hima, con su tono de voz más serio.
―Hima…
―Tú no eres mamá―dijo ahora Boruto, brusco; sus ojos se abrieron como platos, el miedo deslizándose por toda su espina dorsal.
―Boruto, ¡qué cosas tienes! ¡Claro que soy mamá!―dijo, imprimiendo alegría a sus palabras.
―¡No, no eres mamá! ¡Mamá nunca nos grita, y tú hoy nos has gritado'ttebasa!―Recordando la limpieza de baños frustrada, sintió remordimientos. Tal vez no había sabido manejar bien el asunto, pero es que ella nunca había tenido paciencia, mucho menos con los niños.
―Lo siento―dijo, con toda sinceridad―. Perdí los nervios…
―¿Es que acaso estás malita, mami? ¿No te encuentras bien y por eso nos gritaste?―Se aferró a aquella excusa caída del cielo.
―Sí, creo que es eso. De hecho… no me siento bien para cocinar, así que… ¿quién quiere pedir pizza?―Se extrañó cuando, en vez de chillar y de correr a abrazarla llenos de excitación y alegría, Hima y Boruto se miraron y luego de vuelta a ella nuevamente.
―Pero… tú siempre cocinas… aunque estés mala…
―Para eso haces esas cajas de plástico con comida que hay en la nevera…
―Oh… ¡claro, claro, lo había olvidado!―Rio nerviosamente y se apresuró a levantarse y a ir a la nevera, seguida por sus cautelosos hijos, que parecían cada vez más convencidos de que a su mamá la había poseído algún tipo de alienígena del espacio exterior que venía a destruirlos y a apoderarse de la tierra.
Suspirando, abrió la nevera y, tal y como los niños habían apuntado, se encontró con varios tuppers herméticamente cerrados. Algunos parecían contener caldo o sopa, otros guisos e, incluso, fritos. Sacó uno de los que contenían un guiso que, según la etiqueta que había pegada en un lado, este era de carne de ternera con verduras. Tragando saliva, buscó una olla. Supuso que tendría que echar algo de aceite y rebuscó hasta dar con una botella. Echó un chorro generoso y luego encendió la cocina. Tapó la pota hasta que escuchó que el aceite comenzaba a chisporrotear. Entonces levantó la tapa, tosió un poco por el humo que le dio en la cara de lleno y vertió el guiso, tapándolo luego todo de nuevo.
Feliz por su logro, dejó el tupper a un lado para fregarlo luego y buscó manteles, platos, vasos y cubiertos. Llamó a los niños y estos, aunque algo reticentes, la ayudaron a poner la mesa. Cuando terminaron de acomodar todo fue a revisar que el guiso se estuviese calentando bien.
Para su horror, al levantar la tapa de la cacerola un olor a quemado la hizo arrugar la nariz. Aprehensiva, apagó el fuego y sacó la olla. Cuando el humo se disipó, vio con desazón que la carne y las verduras ya no eran más que trozos de comida carbonizados. Los ojos se le llenaron de lágrimas, por todo.
Aquel día estaba resultando ser un completo fracaso. Había pensado que ser madre y ama de casa no podía ser muy difícil, pero ahora podía decir, con conocimiento de causa, que todos los que decían tales palabras no tenían ni puñetera idea de lo que hablaban.
Le dolía el cuerpo de haber lavado y echado la ropa, de haber fregado un cuarto de baño, ¡UNO!, y aún le faltaban los otros dos y recoger, doblar y guardar la ropa limpia una vez esta terminara de secarse al sol.
A eso debía sumarle que Hima y Boruto habían pasado de ser unos niños risueños y sonrientes a taciturnos y cautelosos, en tan solo el lapso de una mañana.
―¿Mami?―Se secó las lágrimas y se volvió, encontrándose con las miradas de los dos pequeños, confundidos.
―Mami ha tenido un… un pequeño accidente…
―No te encuentras bien'ttebasa.
―¡Seguro que cuando descanses un poco ya te encontrarás mejor!―Sorprendida, vio como los dos infantes la cogían de las manos y tiraban de ella hacia las escaleras.
―Niños… ¿qué…
―¡Tienes que dormir!―gritó Boruto, empujándola ahora para que comenzara a subir los escalones.
―Pero… la comida…
―¡No te preocupes por eso! ¡Hemos llamado a papi!
―¡Sí! ¡Ha dicho que vendrá enseguida!
―No le gusta cuando estás malita… ―Los ojos se le volvieron a llenar de lágrimas.
Aquella tierna preocupación de dos pequeños niños por la que creían que era su madre terminó por derrumbarla. Se dejó guiar sin protestar hacia la habitación principal…
Una habitación que no le pertenecía.
Unos niños que tampoco eran suyos.
¡No! ¡Ella había deseado eso! ¡Aquella era su vida ahora! ¡No quería regresar a su extenuante rutina! ¡A un apartamento vacío donde no la esperaba nada ni nadie!
Pero mientras se tumbaba obedientemente en la cama de matrimonio y permitía que Boruto y Hima la taparan con mantas y le dieran mimos, las lágrimas anegaron una vez más sus ojos, y tuvo que pestañear para evitar que se derramaran impunemente por sus mejillas.
Los dos niños se miraron preocupados entre ellos para acto seguido subirse a la cama y abrazarse a su madre, cada uno a un lado. Comenzaron a hablar con ella, parloteando de cualquier cosa, intentando hacerla reír y animarla.
Pero las lágrimas seguían y seguían, no era capaz de contenerlas. Se sentía ahogar, la culpa y la vergüenza por estar usurpando un lugar que no le correspondía asfixiándola.
Entre sus sollozos oyó una voz que gritaba desde abajo. Los niños exclamaron y sonrieron, diciéndole que ahora que papá estaba en casa todo iría bien. Pasos sonaron por las escaleras y luego en el pasillo.
―¿Boruto? ¿Himawari? ¿Qué estáis… ―La voz ronca, masculina, teñida de afecto y preocupación hizo que se hiciera un ovillo sobre sí misma, obligando a los niños a abandonar la cama.
―Mami no está bien.
―Está rara'ttebasa.
―Está malita, hermano. Solo tiene que descansar y se pondrá bien, ¿verdad, papi?―Escuchó una risa varonil.
―Sí, Hima, eso es. ¿Por qué no vais abajo mientras me aseguro de que mamá descansa? He traído comida de Ichiraku. ―Hima soltó un gritito emocionado mientras que Boruto refunfuñó. El alegre padre volvió a reír y, tras mandar de nuevo a los niños abajo, cerró la puerta de la habitación y se dirigió a la cama.
El colchón se hundió cuando el peso extra se dejó caer sobre él. Ella se encogió aún más cuando sintió una áspera, grande, cálida y callosa mano posarse en su brazo, acariciándolo.
―Hinata… ―Apretó los ojos al escuchar el nombre, uno que no era el suyo, que no le pertenecía. Así que así se llamaba la mujer que había conseguido enamorarlo y casarse con él―. Vamos, nena, mírame. ¿Qué ocurre? ¿Es que te duele algo'ttebayo? Los niños llamaron muy asustados… Nunca te he visto así… Por favor, nena… ―El apelativo cariñoso dicho por segunda vez se le clavó en el corazón.
Él nunca le había hablado tan suavemente, nunca la había acariciado con tanto cuidado y nunca le había puesto un apodo cariñoso más allá del Sakura-chan que tanto la había fastidiado en el pasado.
¡Cuánto se arrepentía de no haberle dado más tiempo y atención a su relación!
Con reticencia, deseando mirarlo aunque fuese una última vez, se giró poco a poco. Se quedó sin respiración cuando, tras secarse las lágrimas, se encontró con un par de ojos tan azules como el mismísimo cielo, mirándola con preocupación y con cariño infinito. Le empezó a temblar el labio inferior cuando sintió una de las manos masculinas subir hasta su rostro, acariciándolo y acunándolo en su palma, sus largos dedos enredándose en los mechones de ese espeso y suave cabello de extraño color negro azulado.
Él sonrió, seguramente buscando tranquilizarla.
―Dime, Hina―llamó, en tono suave―. ¿Qué es lo que te pasa, cariño?―Las lágrimas regresaron.
«¡Reconóceme! ¡Di mi nombre!» gritaba desde lo más profundo de su alma.
―N-no lo sé―consiguió articular. Eso no pareció alegrarlo en absoluto, porque los hermosos rasgos de su rostro se tensionaron.
―¿Quieres que vayamos al hospital? Puedo llamar a alguien para que se ocupe de los niños… ―Ella negó con la cabeza un par de veces.
―So-solo quiero… descansar… ―Él no pareció muy convencido pero asintió, tal vez pensando que concediéndole ese pequeño capricho se tranquilizaría y podría convencerla de llevarla a un médico. Se humedeció los labios, pensando si no debería ella concederse también un pequeño capricho, antes de… de que todo desapareciera. Lo miró entre sus pestañas húmedas, suplicante―. ¿P-podrías abrazarme?―Él alzó una ceja y acto seguido rio, divertido por su petición.
―Siempre que quieras, nena. ―Se hizo sitio en la cama a su lado y la enjauló en sus brazos, pegándola contra su pecho y frotando los labios contra su pelo, en un intento por consolarla.
Le murmuró palabras tiernas y dulces mientras la consolaba y la acunaba. Y cuando no pudo soportarlo más, levantó la barbilla y buscó la boca masculina. Aunque sorprendido, él le correspondió.
Se atrevió a permitírselo; se atrevió a dejar que la apretara contra él, a que su lengua la saboreara y a que su boca la devorara y, entre todo ello, se atrevió a disfrutarlo, a fingir, durante unos preciosos segundos, a que él era su marido y ella su mujer, a que aquella era su casa y los dos adorables pequeños que estarían ahora mismo abajo comiendo felizmente sus hijos.
Pero no, nada de eso era suyo. Se dio cuenta de que no podía seguir con la farsa. Si lo hiciera tarde o temprano se darían cuenta de que ella no era quién decía ser. Destrozaría a una familia y todo por… ¿Por qué´? ¿Porque se encontraba insatisfecha con su vida? ¿Con las decisiones que ella misma había tomado?
Solo entonces se percató de lo inmadura que había sido.
Mientras sentía las manos de su compañero de cama acariciar sus piernas y su espalda, mientras sus labios se desplazaban a su mejilla, su barbilla y su cuello, cerró los ojos y rezó. Pidió detener todo aquello.
«Por favor, por favor, déjame regresar».
Sintió un tirón en la boca del estómago y luego como caía y caía. Chilló, sacudiendo los brazos y las piernas y, cuando empezaba a sentir que le dolía la garganta, volvió a tocar algo sólido… y blando.
Aturdida, se incorporó de golpe. Tuvo que parpadear hasta que por fin pudo enfocar la vista.
Volvía a estar en su habitación, en su vacío y moderno apartamento.
―¿Has tenido un buen viaje?―Se sobresaltó al oír la voz a su lado y se giró, descubriendo al sapo que, al parecer, la había mandado a aquella especie de sueño―. No fue un sueño. ―Respingó de nuevo, asustada de que aquella extraña criatura pudiera leerle la mente―. No, tampoco leo mentes. ―Echó la cabeza hacia atrás y rio, dando acto seguido un largo trago al recipiente que tenía en la mano.
―¿Qué… qué ha pasado?―preguntó, no muy segura de querer saber la respuesta.
―Te concedí tu deseo―dijo el sapo, encogiéndose de hombros―. Y después te traje de vuelta, cuando al fin comprendiste que robarle la vida a otra persona no era lo que tú querías. ―Sus palabras enfurecieron a Sakura.
―¡Claro que no era lo que yo quería! ¡Yo nunca he deseado apoderarme de la identidad de nadie!―El sapo la miró, con sus ojos saltones abiertos al máximo, fijos en ella.
―No, pero deseabas otra vida, una en la que ya no tenías cabida y, que yo sepa, el tiempo no puede ser alterado. ―Sakura cerró la boca abruptamente, de pronto avergonzada.
―Solo quería ser feliz―musitó.
―¿Y pensaste que con una familia lo serías? ¿Cuándo en el pasado lo que más anhelabas era ser la mejor en tu profesión?―Sakura bajó la cabeza y se removió, incómoda. Se le puso la piel de gallino cuando se dio cuenta de que todavía llevaba puesta nada más que una toalla alrededor de su cuerpo―. Dime una cosa, Sakura Haruno: ¿quién fue la que echó por tierra toda posibilidad de ser feliz? ¿De verdad no te gusta tu trabajo? ¿De verdad tu vida es tan mala? Tienes más de lo que mucha gente desearía conseguir jamás y, ¿de verdad no te gusta, no te basta?―Sakura se frotó los brazos, buscando entrar en calor con ese gesto.
Recordó sus primeros días en el hospital, llena de entusiasmo y energía. Siempre tenía una sonrisa para todos, se pasaba el día leyendo, buscando nuevas formas de ayudar a sus pacientes o de alegrarles la estancia a aquellos que les iba a llevar tiempo recuperarse.
Solo entonces se dio cuenta de que se había sumido tanto en la rutina y en su propia infelicidad que había pagado con todo y con todos su mal humor y su amargura, provocando que la poca gente que ya le hablaba se alejase aún más de ella.
―He sido una tonta… ―susurró para sí.
El sapo sonrió y se bajó de un salto del colchón de la cama. De otro brinco llegó al alféizar de la ventana que, sin saber muy bien cómo, ahora, se percató Sakura, estaba abierta de par en par.
―Bueno, mi trabajo aquí está hecho. ―Y, de otro salto, se perdió en la noche.
Sakura lo vio irse. No se preocupó por él. Estaba segura de que el sapo mágico sabría apañárselas él solito.
Con una sonrisa, procedió a ponerse el camisón y a meterse en la cama, para dormir.
Al día siguiente le esperaba una nueva jornada en el hospital, y pensaba abordarla con una sonrisa.
―¡Buenos días!―Las enfermeras del turno de día se la quedaron mirando, extrañadas de verla tan amable y tan sonriente ya de buena mañana.
―Buenos días, doctora Haruno―le contestó la jefa de enfermeras, con cautela, como si Sakura fuese a convertirse nuevamente y de un segundo a otro en la mujer malhumorada que era siempre.
―¿Qué tenemos hoy?
―Le… le he guardado uno facilito. ―La enfermera sacó una tablet y se la entregó―. Hombre, de unos 30 años, parece que se ha hecho un esguince, pero dice que está bien y solo quiere irse a casa. ―Sakura rio y meneó la cabeza.
―Hombres. Siempre tienen que hacerse los duros, ¿verdad?―Extrañadas porque bromeara de esa forma despreocupada, las enfermeras se miraron entre sí y luego sacudieron la cabeza.
Sakura se dirigió hacia la sala de urgencias, mientras leía el informe. Se paró ante una camilla y, sin levantar la cabeza, comenzó a hablar:
―Bien, señor Uchiha, me han dicho que se ha hecho usted un feo esguince en el brazo. ―Levantó la vista, topándose con un par de ojos negros que la observaban, entre suspicaces y curiosos, una pequeña arruga entre los ojos que denotaba su molestia por tener que estar allí.
―Hmp. No es nada. ―Sakura suspiró.
―Deje que eso lo juzgue yo.
―Hmp. ―Poniendo los ojos en blanco, Sakura dejó la tableta sobre la camilla y se acercó. Agarró el brazo del paciente con fuerza y no le permitió apartarlo, a pesar de que él lo intentó.
Por el rabillo del ojo vio como hacía una mueca cuando palpaba la zona hinchada. Efectivamente, parecía un esguince. Pero más le valía asegurarse.
―Bien, voy a mandarle hacer una radiografía. Más vale curarnos en salud, ¿no le parece?
―Hmp.
―Le diré a una enfermera que le traiga un analgésico, por si acaso le duele mucho.
―Hmp.
―Dígame, ¿siempre es tan hablador, señor Uchiha? En fin, en unos minutos vendrá alguien para acompañarlo a rayos.
―Espere. ―Sakura detuvo el movimiento que había iniciado para irse. Volvió a girarse a mirarlo.
―¿Si?
―He olvidado dar antes un dato cuando cubrí el formulario. ―Sakura suspiró. Aquello era algo frecuente, pero ciertamente fastidioso.
Le tendió un bolígrafo y sacó un pequeño cuadernito que había aprendido a llevar siempre en el bolsillo, para casos como ese.
―Anote aquí… ―Él alzó una ceja y miró para su brazo un momento y luego de vuelta a ella. Sakura se sonrojó levemente ante su descuido―. Oh, claro. Dígame, señor Uchiha. ―El hombre empezó a repetirle una retahíla de números que, en principio, Sakura no entendió―. Muy bien, ¿dónde debo poner este dato?―El paciente sonrió de medio lado, en una mueca casi pícara, que contrastaba con la extrema seriedad de sus ojos.
―En donde pone "número de teléfono". Y puede llamarme Sasuke. ―Repentinamente, Sakura quedó paralizada.
Luego, un sonrojo aún más intenso que el anterior se extendió por todo su cuello y su rostro.
―De… de acuerdo. Bien, se-será mejor que me vaya… Tengo otros pacientes… ―Se giró y prácticamente volvió corriendo al mostrador.
Con el corazón latiéndole a toda prisa en el pecho, mientras, en algún lugar de su mente, resonaba la risa rasposa de un sapo.
Fin Fuku gaeru
No tengo nada que decir, solo que espero que esta pequeña historia sirva como disculpa por no actualizar las dos historias que subí en la cuarentena (ya estamos en la desescalada, ¡yupi!). Juro que he intentado escribir, pero es que tenía un orden de actualización y del que me tocaba no conseguí avanzar. Na de na. Tengo la idea general pero no soy capaz de ponerla en palabras.
A eso sumadle el persistente y punzante dolor de cabeza que tengo desde hace unos días. Lo palio a base de paracetamoles, pero sigue volviendo, el tío. Es como una cucaracha.
Nada más, solo que... ¿me dejáis un review? Venga, porfi. Porque, ya sabéis:
Un review equivale a una sonrisa.
*A favor de la campaña con voz y voto. Porque dar a favoritos y follow y no dejar review es como manosearme una teta y salir corriendo.
Lectores sí.
Acosadores no.
Gracias.
¡Nos leemos!
Ja ne.
bruxi.