Adaptación de la novela hija de humo y hueso

De mi shipp favorito giyuutan

¿Por qué?, porque casi no hay historias de este hermoso shipp

La historia no es mía solo la adaptare , la escritora es laini taylor


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8

GAVRIELS

*

*

Cuando Tanjirou entró en la tienda, descubrió que Urokodaki no estaba solo.

Sentado frente a él había un traficante, un repugnante cazador estadounidense con la barba más espesa y mugrienta que jamás hubiera visto.

Tanjirou se volvió hacia Mitsuri con una mueca de asco.

—Lo sé —afirmó Mitsuri atravesando el umbral con una ondulación de sus músculos de serpiente—. Le he puesto a Avigeth, que está a punto de mudar la piel.

Tanjirou rió.

Avigeth era la serpiente coral que rodeaba el enorme cuello del cazador, formando una gargantilla demasiado hermosa para su gusto. Sus franjas de color negro, amarillo y carmesí parecían un fino esmalte chino, incluso con el brillo apagado que mostraban en aquella época.

Pero, a pesar de su belleza, Avigeth era mortal, en especial cuando la desazón de un inminente cambio de piel la ponía de mal humor. En aquellos momentos estaba deslizándose por la inmensa barba del cazador, como un constante aviso del comportamiento que debía adoptar para mantenerse vivo.

—En beneficio de los animales de Estados Unidos —susurró Tanjirou—, ¿no podrías hacer que le picara, sin más?

—Podría, pero a Urokodaki no le gustaría. Como bien sabes, Bain es uno de sus traficantes más estimados.

Tanjirou suspiró.

—Lo sé.

Mucho antes de que el naciera, Bain ya abastecía a Urokodaki con dientes de oso —pardo, negro y polar—, lince, zorro, puma, lobo y, en ocasiones, incluso de perro.

Su especialidad eran los predadores, muy preciados siempre por aquellos contornos. Y como Tanjirou le había recordado en numerosas ocasiones a Urokodaki, muy valiosos también para el planeta. ¿A cuántos hermosos cadáveres equivalía aquel montón de dientes?

Tanjirou observó, consternado, cómo Urokodaki tomaba de la caja fuerte dos grandes medallones dorados con su efigie grabada, ambos del tamaño de un platillo. Eran gavriels, con valor suficiente para comprar la capacidad de volar y la invisibilidad.

Urokodaki los deslizó sobre el escritorio, en dirección al cazador. Tanjirou frunció el ceño al ver cómo Bain se los guardaba en el bolsillo y se levantaba de la silla, lentamente para no irritar a Avigeth. Por el ángulo de su desalmado ojo, lanzó una mirada a Tanjirou que el casi podría jurar que era de regodeo, y luego tuvo el descaro de hacerle un guiño.

El apretó los dientes y permaneció callado, mientras Mitsuri acompañaba a Bain a la salida. ¿No había sido esa misma mañana cuando Kanao le había guiñado un ojo desde la tarima de modelo? Vaya día.

La puerta se cerró y, con un gesto, Urokodaki indicó a Tanjirou que se acercara.

El arrastró los colmillos envueltos en lona hasta él y dejó caer el paquete en el suelo de la tienda.

—Ten cuidado —gruñó Urokodaki—. ¿No sabes lo valiosos que son?

—Por supuesto que sí, he pagado por ellos.

—Ese es el valor de los humanos, tan idiotas que los trocearían para tallar chucherías y baratijas.

— ¿Y qué harás tú con ellos? —preguntó Tanjirou. Pronunció aquellas palabras con tono despreocupado, como si Urokodaki fuera a descuidarse y a revelarle, al fin, el mayor de los misterios: qué demonios hacía con todos aquellos dientes.

Él le devolvió una mirada cansada, como diciendo: «Buen intento».

— ¿Qué? Tú has sacado el tema. Y no, no conozco el valor inhumano de los colmillos de elefante. No tengo ni idea.

—Muy por encima de su precio —Urokodaki empezó a cortar la cinta adhesiva con un cuchillo curvo.

—Entonces fue una suerte que llevara algunos scuppies —comentó Tanjirou dejándose caer en la silla que acababa de abandonar Bain—. De lo contrario, tus inestimables colmillos habrían caído en manos de otro postor.

—¿A qué te refieres?

—No me diste suficiente dinero. Y aquel desgraciado criminal de guerra no dejaba de pujar y, bueno, no estoy seguro de que fuera un criminal de guerra, pero tenía cierto aire indefinible de criminalidad, y me di cuenta de que estaba dispuesto a conseguir los colmillos, así que…

Tal vez no debería haberlo hecho, ya que tú no apruebas mi… mezquindad, ¿fue esa la palabra que utilizaste? —sonrió con dulzura y balanceó las cuentas restantes de su collar, reducido a poco más que un brazalete.

Había empleado con el hombre el mismo truco que con Kanao, una incesante arremetida de picores comprometidos hasta que abandonó la sala.

Seguramente Urokodaki estaba al corriente; lo sabía todo. A Tanjirou le hubiera gustado que se lo agradeciera. En vez de eso, Urokodaki tiró una moneda sobre la mesa.

Un miserable shing.

— ¿Eso es todo? ¿He arrastrado esas cosas por todo París a cambio de un shing, mientras que el barbudo se larga con dos gavriels?

Urokodaki la ignoró y extrajo los colmillos de su mortaja. Himejima acudió a consultarle algo e intercambiaron unas palabras en voz baja, en su propio idioma, que Tanjirou había aprendido desde la cuna de forma natural, no mediante un deseo.

Era un idioma áspero, con gruñidos y abundantes fricativas, y una pronunciación en su mayoría gutural. En comparación, incluso el alemán y el hebreo sonaban melodiosos.

Mientras ellos discutían sobre la configuración de los dientes, Tanjirou comenzó a rellenar su hilera de deseos casi inútiles con los scuppies guardados en tazas de té, con los que formó un brazalete de varias vueltas.

Himejima trasladó los colmillos hasta su rincón para limpiarlos, y Tanjirou pensó en marcharse a casa.

Casa. Aquella palabra siempre aparecía entrecomillada en su mente. Se había esforzado para que su piso mostrara un aspecto acogedor, decorándolo con obras de arte, libros, lámparas ornamentales, una alfombra persa tan ligera como una piel de lince y, por supuesto, sus alas de ángel, que ocupaban toda una pared.

Sin embargo, resultaba imposible rellenar su verdadero vacío: la respiración de Tanjirou era la única que agitaba el aire. Cuando estaba solo, el hueco de su interior, aquella carencia, como el lo definía, parecía crecer.

Incluso la relación con Kanao le había permitido contener la sensación, aunque no lo suficiente. Nunca lo suficiente.

Recordó su pequeña cuna, colocada detrás de las altas estanterías de libros en la parte trasera de la tienda, y deseó poder acostarse en ella esa noche.

Así se quedaría dormido como antes, escuchando los murmullos, los ondulantes movimientos de Mitsuri, los crujidos de las pequeñas criaturas que correteaban entre las sombras.

—Hey pequeño —Iguro salió de la cocina con una bandeja de té. Junto a la tetera había un plato con su especialidad: galletas en forma de cuerno rellenas de crema—. Debes de estar hambriento —afirmó con voz de loro. Y mirando de reojo a Urokodaki, añadió—: No es sano para un chico que está creciendo andar siempre a la carrera de acá para allá, sin descansar un instante.

—Esa soy yo, el chico que va de acá para allá —afirmó Tanjirou. Cogió una galleta y se dejó caer en la silla para comérsela.

Urokodaki la miró y luego respondió a Iguro:

—Y supongo que alimentarse a base de galletas sí será sano para un chico que está creciendo.

Iguro se quejó.

—Estaría encantado de prepararle una buena comida si te dignaras a avisarme, enorme bruto —se volvió hacia Tanjirou y dijo—: Estás demasiado delgado, niño. No te favorece.

—Así es —confirmó Mitsuri acariciando el pelo de Tanjirou—. Debería ser un leopardo, ¿no crees? Elegante y perezoso, con la piel caliente por el sol, y no demasiado flaco. Un chico-leopardo bien alimentado, lamiendo crema de un cuenco.

Tanjirou sonrió y mordió la galleta. Iguro sirvió el té al gusto de cada uno, lo que implicaba cuatro azucarillos en el de Urokodaki.

Después de todos aquellos años, Tanjirou seguía encontrando divertido que el Traficante de Deseos fuera goloso. Lo observó inclinado sobre su infinito trabajo, enfilando dientes para hacer collares.

—Oryx leucoryx —Tanjirou identificó la especie del diente que Urokodaki acababa de elegir de la bandeja.

No parecía impresionado.

—Los antílopes son un juego de niños.

—Entonces, pásame uno más

complicado.

Urokodaki eligió un diente de tiburón y Tanjirou recordó las horas que de niño había pasado sentado junto a él, aprendiendo todo sobre los dientes.

—Marrajo —dijo.

— ¿De aleta larga o corta?

—Vaya. Déjame pensar —permaneció inmóvil, sujetando el diente entre los dedos pulgar e índice. Urokodaki había comenzado a enseñarle este arte de pequeño, así que era capaz de leer el origen y el estado de los dientes en sus vibraciones más sutiles.

—Corta —afirmó.

Urokodaki lanzó un gruñido, que en él era lo más parecido a un elogio.

—¿Sabías que los fetos de tiburón mako se devoran entre sí en el vientre de su madre? —le preguntó Tanjirou.

Mitsuri, que estaba acariciando a Avigeth, lanzó un silbido de disgusto.

—Es cierto. Solo los fetos caníbales llegan a nacer. ¿Te imaginas que las personas hicieran lo mismo? —Tanjirou colocó los pies sobre el escritorio, pero los retiró inmediatamente al notar la mirada sombría de Urokodaki.

Envuelta por el cálido ambiente de la tienda, Tanjirou comenzó a adormecerse y sintió la llamada de su pequeña cuna, escondida en un rincón, y del edredón que Iguro le había confeccionado, tan suave por los años de uso.

—Urokodaki —musitó dudoso—, ¿podría…?

De repente, un ruido sordo, violento.

—Qué susto —exclamó Iguro chasqueando el pico con agitación mientras recogía los utensilios de la merienda.

Era la puerta trasera de la tienda.

Al fondo, tras la zona de trabajo de Himejima, en un oscuro rincón jamás iluminado por farol alguno, existía una segunda puerta. Tanjirou nunca la había visto abierta, por lo que desconocía lo que ocultaba.

De nuevo se escuchó el ruido, esta vez tan fuerte que sacudió los dientes en sus tarros. Urokodaki se levantó. Tanjirou sabía lo que esperaba de el —que se levantara también y se marchara inmediatamente—; sin embargo, se arrellanó en la silla.

—Deja que me quede —suplicó—. Estaré en silencio. Volveré a mi cuna. No miraré…

—Tanjirou —dijo Urokodaki—. Conoces las reglas.

—Odio las reglas.

Urokodaki dio un paso hacia él, dispuesto a arrancarlo de su asiento si no obedecía, pero Tanjirou se puso en pie de un salto, con las manos levantadas en actitud de rendición.

—Vale, vale.

Se enfundo el abrigo, con el estruendo de fondo, y cogió otra galleta de la bandeja de Iguro antes de que Mitsuri lo condujera al vestíbulo. La puerta se cerró tras ellos, alejándolas de cualquier sonido.

Ni siquiera se tomó la molestia de preguntar a Mitsuri quién estaba tras la puerta, ya que ella nunca revelaba los secretos de Urokodaki. Sin embargo, con cierta pena, comentó:

—Estaba a punto de preguntarle a Urokodaki si podría dormir en mi antigua cuna.

Mitsuri se inclinó para besarle la mejilla y dijo:

—Mi dulce sol, sería estupendo. Podemos quedarnos aquí, como cuando eras pequeño.

Claro que sí. Cuando Tanjirou no tenía edad suficiente para aventurarse solo por las calles del mundo, Mitsuri lo había escondido allí. En ocasiones, habían permanecido agazapados durante horas en aquel espacio diminuto, e Mitsuri lo había distraído cantando, dibujando —de hecho, fue ella quien lo inició en el dibujo— o coronándolo con serpientes venenosas, mientras Urokodaki se enfrentaba dentro a lo que fuera que merodeara tras la otra puerta.

—Puedes volver a entrar —continuó Mitsuri—, pero después.

—No importa —suspiró Tanjirou—. Ya me marcho.

Mitsuri le apretó el brazo y musitó:

—Que tengas dulces sueños, cariño.

Tanjirou encorvó los hombros y se internó en la fría ciudad. Mientras caminaba, los relojes de Praga comenzaron a disputarse las campanadas de medianoche, y aquel largo y aciago lunes terminó por fin.