Light My Way
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Del monte Beluja se decía que era la cumbre más alta de las Montañas Doradas de Altái. De terreno escarpado e inaccesible en la parte más elevada, dicha cumbre había sido su hogar desde que tenía memoria.
Era un lugar muy frío. Demasiado. Y, durante el invierno ruso, se volvía aún más frío y más oscuro pues la luz se marchaba mucho más temprano de lo que lo hacía en cualquier otra época del año.
Yuratchka estaba habituado al frío pero no a la oscuridad del invierno porque la oscuridad y él nunca habían sido buenos amigos. Aprendió eso cuando su padre abandonó a su madre y entonces ella, siendo él apenas un niño que daba sus primeros pasos, lo llevó a vivir al monte Beluja, a la casa de su abuelo, el ermitaño Nikolai Plisetsky.
Yulenka se marchó prometiéndole que volvería por él en cuanto consiguiera establecerse en otro lugar que no fuera el miserable pueblito enclavado allá abajo, en el valle que serpenteaba en la falda de la montaña. Pero los meses vinieron y se fueron convirtiéndose en años y ella nunca cumplió su promesa. Fue durante esos años de infancia que Yuratchka empezó a temer a la oscuridad.
Siempre que la pequeña casa se quedaba en penumbras y el fuego débil de las velas no era capaz de ahuyentar a la oscuridad, el pequeño rubio lloraba y corría a buscar refugió en los brazos de su abuelo, ese hombre callado y solitario que había encontrado en su nieto la luz que iluminaba su alma y su corazón.
Nikolai amaba a Yuratchka como nunca fue capaz de amar a su hija Yulenka, quizás porque ella le recordaba mucho a sí mismo, y Yuratchka, en cambio, era muy parecido a su muy amada y difunta esposa.
Por eso, al darse cuenta que el miedo a la oscuridad que sufría su querido nieto no mermaba con los años, el viejo Nikolai decidió compartir con él su reliquia más preciada. Se trataba de una muy antigua lámpara de bronce. El viejo Plisetsky se había hecho con ella hacía ya muchos años, cuando aún vivía allá abajo, en el miserable pueblito enclavado en el valle. Un viajero de ojos rasgados, empobrecido y hambriento, la había puesto en sus manos a cambio del queso fresco y la leche espumosa que Nikolai vendía, diciendo que a él de nada le serviría el calor que esa lámpara le proporcionaba si en unas horas el hambre lo volvería un hombre muerto.
Yuratchka miró la vieja lámpara como si no fuera la gran cosa, pero su abuelo le dijo que jamás cometiera el error de dejarse llevar por la mera apariencia porque esa vieja lámpara contenía una magia capaz de ahuyentar su miedo a la oscuridad.
"El que habita dentro de esta vieja lámpara, Yuratchka, es un Efreet" había explicado Nikolai antes de frotar la pequeña lámpara "Es un ser mágico hecho de basalto, bronce y fuego. Él no puede crear comida y bebida con su magia, por eso aquel viajero hambriento decidió cambiármelo por queso y leche. Él podrá ser libre de servirme cuando me haya concedido tres deseos. Hasta ahora solo le he pedido uno solo; que mis ovejas se multipliquen y engorden aun durante el crudo invierno. Pero creo que ha llegado el momento de pedirle mi segundo deseo"
Otabek era el nombre del ser que habitaba dentro de la lámpara hecha de bronce y que salió de ella cuando Nikolai la frotó suavemente delante de la mirada expectante de su querido Yuratchka.
El Efreet era de una presencia imponente. Salió de la lámpara posando sus pies esculpidos en basalto sobre la raída alfombra de la pequeña estancia. Silencioso, posó sus ojos rasgados y líquidos como el chocolate recién derretido en Nikolai y luego en Yuratchka para ya no apartarlos de él. Llenos de curiosidad por ese joven y hermoso rubio que no había visto antes, sus ojos titilaron a la luz de las lenguas de fuego que lamían su torso y sus fuertes brazos hechos de bronce, mientras sus cabellos oscuros brillaban a causa de las miles de chispas que parecían danzar a su alrededor.
Yuratchka, por su parte, también lo miró fascinado.
"Otabek, tú serás el fuego imperecedero que le dará calor a mi querido Yuratchka" había sentenciado Nikolai "De ahora en adelante lo iluminarás todo para él, como un pequeño sol… Lo harás hasta que él deje de temer a la oscuridad. Ese es mi segundo deseo"
Y así fue exactamente como sucedió.
Al paso de los meses el Efreet no se apartó de Yuratchka, fue luz y calor y un amigo para él hasta que su miedo a la oscuridad fue completamente reemplazado por un cúmulo de sentimientos burbujeantes y cálidos, una mezcla de atracción y necesidad de estar juntos y compartirlo todo… Sentimientos que Nikolai, en su lecho de muerte, catalogó como Amor.
"Maravilloso" fue la palabra que el viejo Plisetsky usó para describir el modo en que ese sentimiento había surgido entre ambos. Y lo era porque, al ser los dos de naturalezas completamente distintas, resultaba impensable e imposible que pudieran llegar a enamorarse.
Pero así había sucedido.
Sin siquiera tocarse. Solo por la mutua compañía. Solo por las miradas y las sonrisas. Solo por la complicidad compartida.
El viejo Plisetsky se había sentido dichoso al enterarse de lo que ambos sentían porque él pronto se marcharía y lo que más anhelaba era dejar a su querido Yuratchka en buenas manos.
Solo algo faltaba, y el Efreet se lo hizo saber antes de que Nikolai abandonara este mundo para siempre.
"Un deseo más es todo lo que te queda, amo" había dicho Otabek inclinándose respetuosamente ante el lecho de Nikolai, mientras Yuratchka sostenía cariñosamente la mano de su abuelo "Te ruego que lo uses para hacer de mí un mortal como tú y mi amado Yuratchka. Solo así tu nieto y yo podremos estar juntos como compañeros, como pareja. Yo no puedo usar mi magia para satisfacer un deseo propio, pero si tú así lo desearas, amo…"
Nikolai Plisetsky sonrió.
"Que te suceda tal como deseas, querido hijo. Ese es mi tercer deseo"
Antes de cerrar los ojos para siempre, Nikolai fue testigo de la transformación del poderoso Efreet. Al final no había más basalto, ni bronce, ni llamas, ni chispas doradas brillando en sus cabellos. Solo había un hombre mortal. Un joven de carne y hueso con hermosos ojos del color del chocolate líquido que, maravillado y feliz, le sonreía agradecido.
Y así, con la imagen de su querido nieto abrazando a Otabek por primera vez, Nikolai Plisetsky pudo morir en paz.