Destruída

Capítulo I

Herida, golpeada, lacerada. Ese era mi estado actual. Mis muñecas ardían apretadas por los grilletes con tanta fuerza que ya no sentía las manos. Mientras tanto, mi espalda ardía llena de profundos cortes descubiertos por la camiseta hecha jirones, que de seguro dejarían múltiples marcas en mi piel. Todavía podía sentir los azotes en la piel, las heridas ardían y picaban con sangre seca y una probable infección. Aquella mazmorra no era el ejemplo de limpieza, con sus paredes llenas de musgo y sus pisos manchados por sangre. Llevaba ya tres días en aquella horrible condición, por la que nadie pudiera creer que una niña de doce años pasaría. Pero yo no tenía tanta suerte, la vida no me sonreía como a tantos. Sentía una mezcla de miedo, dolor, furia y desolación, que se arraigaba en mi corazón como la más profunda de las raíces. La desesperanza era el pan de cada día desde hacía seis años, cuando comencé a ser entrenada para convertirme en una asesina. Pero lastimosamente yo no era carne para aquella profesión. Demasiado blanda, demasiado enfermiza, demasiado pequeña, demasiado débil. Habían tantas cosas que me impedían ser el orgullo de mi familia... Tanto, pero tanto se avergonzaban de mi, que me habían encerrado en esa sucia mazmorra para ser torturada, mientras se repetía ante mis oídos en un mantra: "todo acabará cuando seas fuerte". ¿Cuándo? ¿Cuándo sería fuerte? ¿Cuándo dejaría esta debilidad para convertirme en el fruto que mis padres esperaban? No tenía idea alguna, claro.

Mi nombre es Seijun, Kyōyama Seijun. Tengo doce años y provengo de una de las familias de asesinos más prestigiosas existentes. Aquella profesión era llevada por el linaje familiar, por eso esperaban de mi que fuera una más en la cadena. Poco tenía yo de eficiente en las labores de asesinato, a pesar de que tenía doce años, aún no podía acostumbrarme a quitar una vida. Valoro demasiado la vida y la existencia de las personas para aquel acto sin piedad que mi padre y mi hermana mayor cometían. Esa debilidad resultaba en castigos físicos a los que casi, casi me acostumbraba. El dolor en mis heridas me recordaba a cada rato las palabras que mi padre intercalaba con cada azote que rasgaba mi piel: "no seas débil, acostúmbrate, el dolor es psicológico". Claro que el dolor no era psicológico, pensé, los golpes dolían como el infierno. Yo era tan débil y desválida que no era capaz de aguantar aquellas torturas físicas y entrenamientos a los que se me sometía. Con cada golpe, cada paliza, cada azote, mi alma parecía romperse un poco más. Si tan solo pudiera huir, viva o muerta, pero por fin salir de esa vida tan torturante... Era demasiado pedir, ante un padre que no se rendiría hasta que su hija menor fuese una perfecta asesina en todo lo que evoca la palabra. Seiji Kyōyama era un hueso duro de roer en cuanto a sus hijas se trataba. Ya suficiente decepción sentía por no haber tenido un hijo varón...

—Seijun.— oí una voz tan conocida, la de mi torturador y propio padre. Me encogí sobre mi misma lo más que pude en ese estado, sabiendo que una nueva sesión de azotes se acercaba. Pero para mi sorpresa, se acercó a mí y abrió mis grilletes. Caí como un plomo al piso, golpeando mi frente sobre el suelo de piedra—. Espero que hayas aprendido tu lección, y que esa debilidad tuya por fin desaparezca.
—Sí, padre. Lo intentaré.-como pude en mi dolor me puse de pie, tambaleándome como un ciervo recién nacido. Ante el "lo intentaré" mi padre apretó los puños, él no quería que lo intentara, quería que lo hiciera. Por lo que me corregí a mi misma en una promesa que no sabía si podría cumplir—. Lo haré.
—Ve a darte un baño y a descansar, tendremos que viajar.

No indagué con respecto a eso, tan sólo asentí con la cabeza y lo seguí con paso lento fuera de la mazmorra. Mi padre era un hombre alto y corpulento, de al menos dos metros, con el cabello largo y rubio cenizo igual al mío sostenido en una rígida cola y un par de ojos grises glaciares, tan helados como atemorizantes. Yo había salido igual a mi madre, Maya, una sacerdotiza. Más bien menuda, de cabello cobrizo y lacio, ojos negros como la noche y la piel lechosa bañada en pecas. Y en cicatrices, que claramente no eran sino el resultado de las largas horas de entrenamiento y tortura. Subí las escaleras con todo el pesar del mundo, las piernas me dolían y todo mi cuerpo parecía querer colapsar en cualquier momento. Sabía que si llegaba a desmayarme frente a mi padre, de nuevo me encontraría amarrada a las frías cadenas.

Al salir de las mazmorras abandoné a mi padre dirigiéndome con paso lento al ala oeste, dónde se encontraban mis aposentos. En el camino me crucé con una sirvienta, que me miró con tanta pena que la piel se me erizó. Me consolaba que en aquel mundo tan frío, alguien sintiera dolor por mi. Preocuparle a alguien. Tras una larga caminata en que mis pies descalzos se arrastraron por la alfombra, llegué a mi habitación. No era demasiado grande, y tiraba más a sobria que a otra cosa. No se me había permitido tener todas las decoraciones y juguetes que los niños normales tenían, y a mi edad, ya no me dolía no haber vivido una infancia plena. Mis primeros años, que poco podía recordar, se habían basado en aprender a comportarme como una señorita. Fui reprimida hasta lo más insulso, hasta que mi presencia se volvió insípida. El verdadero problema comenzó cuando cumplí los seis años y mi padre decidió que tenía la edad suficiente para comenzar a entrenar. Y a partir de allí, todo se vino abajo en mi vida. Nunca creí que las grandes manos de mi padre, que a veces se posaban en mi coronilla con lo que yo creía cariño, fueran capaces de azotarme y golpearme de la manera en que lo hacía, hasta astillar mis huesos y cubrir mi cuerpo de moretones.

Entré al baño y el reflejo en el espejo me resultó doloroso. Yo no lucía como más que un despojo, con el cabello despeinado y lleno de sangre seca y la raída ropa. Me quité lo que me quedaba de blusa lentamente, gimiendo de dolor ante la tela pegada a mi piel lastimada separándose, llevándose de forma dolorosa las costras que comenzaba a formar. Mis costillas estaban tan amoratadas y doloridas que apenas podía respirar, producto de los golpes que habían caído sobre mi en el entrenamiento previo a qué se me torturase. Abrí la regadera y templé el agua hasta que esta estuviese lo suficientemente tibia como para sentirse confortable, y luego de quitarme los shorts y la ropa interior, entré al agua. Un siseo de ardor salió de mis labios ante el contacto del líquido con mis heridas que punzaban, pude sentir y ver cómo gotas de sangre se deslizaban hacia el agua por mi espalda. Lavé y enjuagué mi cabello con el shampoo y acondicionador que solía usar siempre, olía a cítricos, un perfume que en definitiva lograba relajarme. Me recordaba a mi nana de la infancia, que siempre olía a cítricos, jazmín y a tarde de primavera. Mi nana me había criado hasta al menos los cinco años, dándome todo el amor que necesitaba para crecer como una niña sana. Horneábamos galletas que comíamos junto a un tibio vaso de leche y me cantaba canciones de cuna para dormir luego de leerme uno que otro cuento. Para cuando cumplí los seis años, mi padre ya la había sacado de mi vida, promulgando que aquella mujer sólo me debilitaría sin más. Hasta el día de hoy todavía le echaba la culpa a Sybil, como se llamaba de que yo fuera una blandengue.

Limpié todo mi cuerpo con el jabón antiséptico que conservaba en mi baño, olía mal, pero ya estaba acostumbrada a tratar con las heridas de mi cuerpo. Y las de mi espalda parecían estar algo infectadas o en proceso de infección, por el calor y el escozor que sentía. Tallé cada centímetro de mi misma con la espuma librándome de la sangre seca y limpiando cada herida que me encontrase, creí que alguna que otra necesitaría sutura, así que luego me dirigiría con el médico de la casa para que cosiera lo que necesitara ser cerrado por manos profesionales. Tal vez pudiera darme también un par de analgésicos y antibióticos o un ungüento para paliar con el dolor y la infección. El médico solía ser muy generoso conmigo, hasta estaba segura de que usaría anestesia para coserme. Las pocas veces que mi padre me suturaba, no me quedaba otra opción que morderme los labios hasta sacar sangre aguantando el dolor de las puntadas. Cuando finalmente estuve limpia y más relajada cerré la llave del agua y salí de la ducha, envolviendo mi cuerpo en una esponjosa toalla blanca que de seguro mancharía con mi sangre. Sequé todo mi cuerpo y rocié un poco de spray antiséptico en mi espalda, que nuevamente ardió y picó enfurecida. Más pronto que tarde me encontré de nuevo en mi habitación, vistiendo un simple pantalón de lino negro con una blusa blanca como la que llevaba antes de ser torturada. Mi guardarropas no ofrecía mucha variedad, por lo general no salía de la ropa conservadora y cómoda. Desenredé mi cabello naranja sentada en la peinadora, el único mueble de mi habitación que consideraba bonito, y me dirigí directamente a mi cama, que estaba perfectamente tendida y olía a limpio. Y entre las suaves sábanas de satén, no tardé en por fin, quedarme dormida.