N/A: Esta historia la empecé este verano y por alguna razón la dejé a medias. Trasteando en el ordenador me he vuelto a encontrar con ella y he decidido publicarla. Probablemente añada uno o dos capítulos más, éste está contado desde el punto de vista de Hermione, me gustaría escribir algo desde la perspectiva de Draco pero aún no sé cuándo me pondré con ello y si me vendrá algo de inspiración.
Críticas (constructivas) y opiniones son siempre bienvenidas.
Cuidaos Mucho.
Nuestro mejor error
HERMIONE
Jugueteaba nerviosa con una goma de pelo entre sus dedos, aguardando a que la enfermera dijera su nombre. La sala blanca, impoluta, presentaba ese toque impersonal de todas las salas de espera algo matizado por los cuadros de bebés a su alrededor. Bebés sonrientes, de mejillas sonrosadas y brazos rollizos. Una mujer hojeaba una revista mientras acariciaba distraídamente su vientre abultado, otra escuchaba sonriente a su compañero que, inconscientemente, miraba su barriga al hablar.
Hermione sintió una punzada en el pecho. Siempre se había jactado de ser previsora, de tenerlo todo meticulosamente calculado, de planear las cosas hasta el más mínimo detalle y, sin embargo, no había sido capaz de evitar aquello. No había de qué preocuparse, el médico le había indicado que era una intervención extremadamente sencilla, que apenas notaría nada y que aquella misma tarde podría estar en casa. Junto a ella, Ginny apretó su mano buscando reconfortarla.
Era lo mejor, lo sabía; con dieciocho años, sola, tras una guerra y en una sociedad en reconstrucción, traer hijos al mundo era una insensatez. No obstante, algo en su interior no podía evitar preguntarse si estaba haciendo lo correcto y si, de haber decidido tenerlo, su bebé se parecería a ella o tendría los ojos de su padre. Su mente comenzó a divagar sobre cómo había llegado a aquella situación.
oOOOo
Cuando recibió la carta de McGonagall, no dudó ni un solo momento en aceptar. Después del agitado año anterior, regresar a Hogwarts para cursar un octavo año se presentaba como la mejor alternativa para curar su mente de los traumas de la guerra. Hermione no podía dejar pasar la oportunidad de finalizar sus estudios y buscar distintas salidas profesionales. Harry y Ron rechazaron acompañarla: habían recibido una oferta para ingresar en la Academia de Aurores y volver al colegio les parecía una pérdida de tiempo. Ella no tenía nada que reprocharles; al fin y al cabo, aquella era la etapa de la vida en la que cada uno debe buscar su propio camino hacia la felicidad, aunque implique separarse de los amigos de la adolescencia.
Su intento de romance con Ron se quedó en eso, un intento. Aquel verano ambos se habían dado cuenta de que lo suyo no era más que un amor platónico y, tras unas cuantas sesiones de besuqueo en las que sintieron más incomodidad que otra cosa, decidieron que su relación jamás podría ir más allá de la amistad. Por otra parte, el amor era lo último que pasaba por sus cabezas en aquellos momentos: Ron aún estaba llorando la pérdida de Fred y Hermione había sido incapaz de devolver a sus padres la memoria, por lo que ambos habían sido internados en San Mungo, donde estaban siendo sometidos a diversos tratamientos que, hasta la fecha, habían resultado inútiles.
Así que Hermione se vio de vuelta en Hogwarts, sintiéndose más sola de lo que nunca había estado entre las paredes de aquel castillo. Y esa sensación de soledad no venía únicamente de la ausencia de Harry y Ron. Si bien era cierto que Ginny y algunos otros compañeros como Neville o Seamus habían regresado para obtener sus E.X.T.A.S.I.S, no podía evitar sentirse al margen, como si una distancia insalvable se abriera entre ella y el resto de estudiantes. Sus compañeros jamás podrían comprender lo que había supuesto la búsqueda de los Horrocruxes: meses a la intemperie, pasando miedo, frío, hambre, nunca podrían ponerse en su lugar siendo torturada entre las paredes de Malfoy Manor, escuchando los gritos de Bellatrix deleitándose con su sufrimiento.
Hermione no era la única que se sentía sola. Draco Malfoy había vuelto a Hogwarts obligado por el Ministerio de Magia en cumplimiento de su programa de libertad vigilada. El que en otros tiempos fuera Príncipe de las Serpientes, arrogante y orgulloso, se había convertido en un marginado de la sociedad, rechazado y repudiado por ambos bandos. Los ganadores le odiaban por su pasado mortífago y consideraban que la justicia había sido demasiado laxa con su familia, condenándoles a él y a su madre a un año de libertad vigilada y a su padre a arresto domiciliario de por vida. Sus antiguos admiradores, descendientes de nobles familias sangre pura, habían pasado a despreciarle y a llamarle abiertamente traidor, ya que mientras sus familias estaban encerradas en Azkaban, los Malfoy, gracias en gran medida al testimonio de Harry Potter, habían logrado condenas benévolas por parte del Wizengamot.
Aquella tarde Hermione tuvo la mala fortuna de que la única mesa libre de la biblioteca estuviera al lado de unas niñas de quinto que, entre risitas y chillidos emocionados, comentaban el último número de Corazón de Bruja. Malfoy solía ocupar una mesa alejada, en un rincón donde parecía estar más a salvo de los insultos y las burlas. Tras más de 20 minutos sin poder avanzar más de una página en su estudio, Hermione agarró su mochila y, junto con el montón de libros y pergaminos que tenía sobre la mesa, se trasladó al asiento libre más alejado de las escandalosas chicas: justo enfrente de Draco Malfoy. Cuando la vio dejar dejar la pila de libros encima de su misma mesa, Malfoy no dijo nada, simplemente arqueó las cejas, sorprendido, y apartó su tintero, evitando que el líquido se derramara sobre sus apuntes de Aritmancia.
Aquel otoño fue excepcionalmente frío y lluvioso por lo que, para consternación de Madame Pince, las chicas de Corazón de Bruja, decidieron establecer su cuartel general en la biblioteca, así que Hermione y Draco adoptaron una extraña rutina: él solía llegar antes y se instalaba en la mesa habitual; más tarde, Hermione se sentaba frente a él, oculta tras una montaña de volúmenes y tomos de consulta y ambos trabajaban hasta que se apagaban las luces. Normalmente, no hablaban en toda la tarde, el silencio sólo se rompía ocasionalmente cuando alguno de los dos necesitaba el libro que el otro estaba utilizando; más allá de eso, ninguna palabra salía de sus bocas.
Todo cambió un 16 de octubre. Ese día era el cumpleaños de su madre y todos los años, sus padres se las habían ingeniado para enviarle a través de una lechuza una foto en la que aparecían los dos, sonrientes, mostrando el regalo que su padre le había hecho a su madre. Cuando aquel día llegó el correo a la hora del desayuno, Hermione no pudo evitar una arcada y, mientras las lechuzas revoloteaban, salió corriendo del Gran Comedor. Corrió y corrió sin rumbo fijo, metros y metros de pasillo, todos iguales, paredes de piedra que parecían engullirla. Por fin, llegó a un baño y, agotada, con las lágrimas ahogándola y sin poder controlar la respiración, se dejó caer contra el suelo de azulejos helados.
Fue allí donde él la encontró, acurrucada en el suelo, abrazada a sus rodillas y con la cabeza entre los brazos; temblando, por el frío o por el llanto. Draco no dijo nada, únicamente se limitó a sentarse a su lado, contra la pared y cuando ella levantó la cabeza, sacó un cigarro de un bolsillo interno de su túnica, encendiéndolo con la punta de la varita. Hermione lo miró estupefacta y las palabras se le escaparon sin que tuviera tiempo de pensarlas.
–¡No puedes hacer eso! –su característico tono de marisabidilla se abrió paso entre las lágrimas.
–¿El qué, fumar? –lo dijo con su tono habitual, arrastrando las palabras, dejando escapar el humo lentamente entre los labios.
–¡Sí!, o sea, ¡no!, ¡no puedes fumar en los baños!, ¡en realidad, no puedes fumar en ninguna de las dependencias del colegio! –ahí estaba otra vez: ni en sus momentos de máxima tristeza podía evitar reprenderle como si estuviera ante un niño de primero.
–Bueno Granger, tú tampoco deberías estar aquí y, sin embargo, mírate –y dando una calada, estiró sus largas piernas, repantigándose en el suelo.
Por un momento, Hermione pensó que había vuelto a las andadas. Durante lo que llevaban de curso habían logrado mantener una especie de relación cordial –o al menos lo más cordial posible tratándose de ellos dos–, sin embargo, ahí estaba, volviendo a insultar su origen muggle y haciéndole creer que el mundo mágico no era su lugar, que jamás podría pertenecer a él completamente. No obstante, al seguir la dirección de su mirada, tras la cual, sus ojos grises, habitualmente impasibles, brillaban animados con una chispa de humor, se percató de a qué se estaba refiriendo: el letrero del baño de los chicos. A pesar de sentirse mortificada, no pudo evitar encontrarle la gracia a lo absurdo de la situación. Después de sufrir un ataque de ansiedad y pasar medio día absolutamente deprimida, ahí se encontraba, en el baño de chicos del octavo piso, con Draco Malfoy fumándose un pitillo a su lado en un ambiente casi amistoso.
–No te preocupes, Granger, casi nadie usa este baño; está en el culo del mundo y en cualquier caso, no creo que le quiten a Gryffindor la Copa de las Casas porque Santa Granger se coló en el baño de los tíos.
La situación crecía en surrealismo, sobre todo porque era la primera vez que escuchaba a Draco Malfoy pronunciar tantas palabras dirigidas hacia ella sin dirigirle ni un solo insulto o, mejor dicho, sin verdadera intención de insultar. Hermione dejó que la curiosidad se apoderara de ella y escupió la pregunta que le rondaba la mente
–Si estos baños están tan lejos, ¿por qué vienes hasta aquí?
En cuanto la formuló, se arrepintió de haber hecho la pregunta ya que conocía perfectamente la respuesta. Para estar solo. Igual que ella aquella mañana, Draco Malfoy buscaba en aquel lugar un refugio, un lugar en el que aislarse de los insultos, los cotilleos, los chismes a su alrededor. Aquel lugar era su santuario y ella lo había profanado. El silencio fue roto por el rugido del estómago de Hermione. No había comido prácticamente nada durante el desayuno y ya era más de media mañana. Se levantó del suelo y, alisándose la falda, se dispuso a salir al pasillo. Tenía ya la mano sobre el picaporte cuando su voz la detuvo.
–Granger. –Una pausa. Hermione se giró. Él seguía en el suelo, en la misma postura, con la cabeza echada levemente hacia atrás y el flequillo platino cayéndole sobre los ojos. Otra calada; se fijó en el movimiento que hacía la nuez en su garganta al soltar el humo–. Si algún día te apetece un cigarrillo, ya sabes.
Ella volvió. Una y otra vez. Buscando tabaco, conversación o sentarse en silencio junto a él; lo que fuera con tal de no sentirse tan sola. Hasta que un gélido día de diciembre sin saber cómo, todo saltó por los aires. Un momento estaban discutiendo sobre el ensayo de pociones que debían entregar el próximo día y, al siguiente, eran un revoltijo de miembros, bocas, saliva y sudor sobre las inmaculadas baldosas del baño.
Hermione no se quedó después. En cuanto terminaron, se apresuró a recoger sus prendas esparcidas por toda la estancia, se vistió rápidamente, sin decir nada y evitando mirarle una sola vez y, sin más, huyó. Cuando por fin llegó a la torre de Gryffindor y se dejó caer en su cama, dejó escapar un jadeo, horrorizada al pensar que, de todas las personas del planeta Tierra, había terminando perdiendo la virginidad con Draco Malfoy en el suelo de un baño.
La semana que siguió se trataron con frialdad, con práctica indiferencia como si fuesen antiguos conocidos de vista. Si se cruzaban por los pasillos, se saludaban con un mudo asentimiento de cabeza y en las clases evitaban por todos los medios ser emparejados para hacer algún trabajo. Hasta que un martes cualquiera, Hermione recibió una carta demoledora de San Mungo; los medimagos lo habían intentado todo, pero no había nada más que hacer por sus padres, lo mejor para ellos era dejar que vivieran sus vidas bajo sus nuevas identidades en Australia, libres y despreocupados, sin recordar jamás que habían tenido una hija. Nada más leer la última línea, la chica arrugó el papel y salió corriendo de la lechucería, sin un destino concreto. Una vez más, buscaba huir, escapar de allí, lejos, muy lejos. Sus pasos acabaron guiándola hasta el olvidado baño del octavo piso en el que Malfoy, lánguido y perezoso, estaba recostado contra la pared y daba una calada al último cigarro de la cajetilla.
Se miraron y todo sucedió muy rápido; no lograron averiguar si el primer movimiento lo había realizado él o ella, sólo que no arrepentimiento alguno. Aquella tarde Hermione se quedó y lo hicieron dos veces más, hasta que terminaron exhaustos, desnudos sobre el suelo, cubiertos con una de la túnicas –que tampoco supieron si era de él o de ella– quedándose dormidos abrazados. Esa noche ninguno bajó a cenar al Gran Comedor.
La dinámica se prolongó durante el resto del curso escolar: se encontraban en algún lugar – pronto ampliaron sus demarcaciones y además de en el baño, se veían en la derruida torre de astronomía, en los antiguos invernaderos o detrás de un tapiz en un aula abandonada del cuarto piso–: todos sitios aislados, solitarios, en los cuales aparte de ellos, jamás había un alma. No hacían preguntas, directamente follaban hasta que se quedaban sin aliento o hasta que uno de los dos lograba ahogar con gemidos las lágrimas del otro.
El curso acabó sin más incidentes reseñables: Draco fue admitido en una de las mejores academias de pociones de Estados Unidos y a Hermione se le concedió una beca del Ministerio en el Departamento para el Cuidado y Control de Criaturas Mágicas. La noche de la graduación echaron un último polvo en un rincón apartado junto al Lago Negro, y se despidieron amistosamente, deseándose lo mejor en sus respectivas carreras profesionales.
oOOOo
Hermione resopló, apartándose un rizo rebelde de la cara.
Aquellos aparentes buenos deseos eran los que la habían llevado allí en primer lugar. La fiesta de graduación había sido la última noche que podían pasar juntos: ambos se habían demostrado demasiado ansiosos, con demasiadas ganas del otro y habían bebido demasiado whisky de fuego como para que a alguno de los dos se le hubiera ocurrido la conveniencia de realizar un hechizo anticonceptivo.
Así que allí estaba, diez semanas después, en aquella sala blanca, esperando que todo terminara cuanto antes.
Pese a sus reticencias iniciales, Hermione había comprendido que sería algo demasiado duro como para poder sobrellevarlo sola, así que había terminado acudiendo a Grimmauld Place y confesándoselo todo a Harry y Ginny. Al principio había temido que se lo tomaran mal, que se avergonzaran de ella y le reprocharan lo que podrían haber considerado como una traición a Ron, pero los dos habían resultado ser muy comprensivos: para Harry, Hermione era como su hermana y la mejor amiga de Ginny, todos habían salido traumatizados de la guerra y cada uno había tratado de sobrellevarlo de la mejor manera que había podido. La cosa se complicó cuando Hermione les reveló quién era el padre; aunque había intentado mantenerlo en secreto, lo mejor para su paz mental era contarlo todo y quitarse ese peso de encima de una vez por todas. Harry se puso como un loco, insultó a Malfoy de mil maneras diferentes, insistió una docena de veces en cuestionar si sus relaciones habían sido consentidas –Hermione se enfadó ante esto, Malfoy podía ser prepotente y un imbécil, pero jamás forzaría a una chica a hacer algo contra su voluntad– y, por último, amenazó con ir a buscarlo y arrastrarlo hasta allí hasta que prometiera hacerse cargo de su responsabilidad; Hermione tardó un buen rato en calmarle y hacerle ver la realidad: Malfoy no sabía nada y ella no pensaba decírselo, todo aquello se trataba de un error y Hermione pensaba enmendarlo lo antes posible: ambos eran demasiado jóvenes y estaban demasiado dañados como para afrontar la tremenda carga que supondría ser padres a los dieciocho Tenían una vida por delante, con maravillosas carreras en perspectiva y no tenía ningún derecho a obligar a Malfoy a renunciar a sus sueños de convertirse en alquimista, a atarle toda la vida por un descuido de adolescente. Aunque refunfuñando, Harry terminó aceptando que era su libre elección, al tiempo que Ginny le ofreció su apoyo incondicional y se prestó voluntaria para ayudarla a buscar la clínica y acompañarla en lo que fuera necesario
Finalmente, allí estaban: habían escogido una consulta muggle buscando discreción; en el mundo mágico Hermione sería reconocida de inmediato como miembro del trío dorado y pronto toda la prensa publicaría que la famosa heroína de guerra había sido vista haciendo una sospechosa visita al medimago.
– Señorita Granger –la suave voz de la enfermera cortó de golpe el hilo de sus pensamientos–, el doctor la está esperando, cuando esté lista puede pasar a la consulta.
El doctor era de mediana edad, con maneras amables que inspiraban confianza. Indicó a Hermione que se desnudase de cintura para arriba y se tendiese en la camilla: iban a hacerle una ecografía.
– Es sólo por protocolo –explicó mientras extendía el gel frío sobre su vientre– para asegurarnos que su decisión ha sido lo suficientemente meditada y que es plenamente consciente de las consecuencias.
Hermione frunció el ceño «¿qué consecuencias?» pensó, «he venido a interrumpir un embarazo, por supuesto que soy plenamente consciente de las consecuencias».
A su lado junto a la camilla, Ginny miraba con interés la pantalla negra en la que una especie de nebulosa blanca parecía revolverse sobre sí.
Y de pronto se escuchó. Al principio fue un pequeño pitido, que conforme el médico desplazaba el aparato sobre su abdomen, se fue haciendo más nítido y regular.
Pi-pi.
Pi-pi.
Hermione dio un respingo, y no fue a causa de la sensación del gel.
–¿Eso es…? –dudaba si decir la palabra, aquello lo haría todo más real, más auténtico. Haría que una simple idea cobrara forma.
–El corazón, sí –afirmó el doctor– parece que está sano, late a ritmo normal.
–¿No va muy rápido? –Ginny estaba intrigada, en el mundo mágico no existía nada similar a una ecografía y el hecho de poder ver al feto cuando aún se hallaba dentro del vientre de la madre le resultaba asombroso.
–Es completamente normal, el corazón del bebé late a un ritmo hasta dos veces más rápido que el de la madre –conforme hablaba, el médico fue limpiando el gel cuidadosamente y tras quitarse los guantes, tomó un impreso y se lo pasó a Hermione–. Entonces, señorita Granger, si es usted tan amable de firmarme el consentimiento informado, realizaremos la intervención tan pronto como esté preparada.
Madre. Bebé. Las palabras giraban a toda velocidad en torno a su cabeza y Hermione se obligó a tragar saliva.
–Yo… –vaciló un momento, buscando qué decir exactamente. Se imaginó con un bebé en brazos, tenía los ojos grises y pese a que el cabello rubio, casi blanco, era similar al de su padre, caía en rizos juguetones sobre su frente–. Lo siento creo que esto no es…
No pudo terminar la frase, bajó de un salto de la camilla, se puso la camiseta y, tomando su bolso de un tirón, se aproximó hasta la puerta con movimientos bruscos y enérgicos.
–Gracias doctor, pero no creo que nunca llegue a sentirme preparada realmente.
Ginny salió con ella de la consulta sin decir nada. No era necesario, ella también había comprendido; después de la guerra, de la muerte, del horror, ahí estaba el pitido, el símbolo de una nueva vida, una nueva esperanza, el inicio de algo nuevo.
Hermione se sentía satisfecha, liberada, como si las últimas semanas las hubiera vivido mirando a través de un velo y, de pronto, éste se hubiera levantado y ahora los colores se vieran más intensos, más brillantes. Estaba viva y sentía la vida y la juventud fluyendo en torno a ella.
Toda sensación liberadora desapareció cuando alzó la vista y la fijó en la acera opuesta. Allí, frente a la clínica, en el mundo muggle, vistiendo ropas muggles completamente negras, con la boca apretada en una fina línea y aspecto de estar terriblemente enfadado, estaba el padre de su futuro hijo.
Draco Malfoy.