Pandemonium
Del griego δαιμόνιον daimónion "demonio"
1. m. Capital imaginaria del reino infernal.
2. m. Literalmente, todos los demonios.
Descargo de responsabilidad: Ninguno de los personajes de Resident Evil nos pertenece, todos son propiedad de Capcom.
Capítulo 1: Apocalipsis, ahora
Nota de alguien.
"Estamos vivos, pero no sabemos por cuánto tiempo. Al mirar a través de las ventanas, el cielo azul se mezcla con una cierta tonalidad de gris proveniente de una gran masa nubosa que le da cierto toque lúgubre al ambiente, como si ya no fuera lo suficientemente desalentador. Las calles, los edificios y las casas, todos están vacíos y en angustioso silencio, silencio que no nos permite distinguir esa brecha tan delgada de la vida y la muerte, que siempre ha existido pero que ahora es más sutil; tiembla, es frágil. Aún hay comida y agua, pero aún así las posibilidades escasean. Ya no nos preguntamos a cuántos hemos perdido: ahora el parámetro es cuántos seguimos existiendo, resistiendo, aferrándonos a nada; sin esperanza, sin porvenir e incluso sin miedo.
La pregunta es: ¿cuánto más podremos seguir así?
Y enmedio de tal calamidad; ha amanecido una vez más".
La hoja ha sido arrancada a las prisas de la persecución.
No queda mucho vino, en esos días, por lo que Wesker saborea cada copa como si fuera la última, los ojos clavados en la pared gris de enfrente, aunque no haya nada interesante que mirar. La postura rígida y el gesto meditabundo delatan la clase de pensamientos que inundan su mente; como ha sido durante las últimas semanas, todos vuelven a su apocalipsis, que quizá no lleve su nombre pero sí su sello personal, el de Uroburos y su inminente fracaso, el de una humanidad agonizante.
Él lo sabe: no hay otros culpables; tal vez los inversionistas que confiaron en su victoria y querían un lugar a un lado de la corona y los científicos de dudosos escrúpulos que lo siguieron persiguiendo la gloria, pero ahora están muertos, fríos cadáveres en sus todavía más frías mansiones, moviéndose entre sus carnes podridas y la saliva negra resbalando por cada uno de los orificios disponibles.
Albert no quiere admitirlo, pero a ese ritmo se sumará a esos pobres bastardos antes de terminar el mes. Todavía no acepta que sus modelos matemáticos sobre el avance de la pandemia, así como los del número de personas cuyo material genético sería compatible con su virus, hubieran fallado tan severamente, y entonces los muertos ahora superan a los vivos, convertidos en una ola negra, densa, sobre la cual ningún cuerpo flota y la vida se ahoga. Fue cuestión de tiempo para que el resto de los virus aparecieran en una mezcla heterogénea de bestias del infierno y, con ellos, al inicio, la desesperación y el pánico de las multitudes, luego el silencio, la muerte de los comunes, la lucha de los ejércitos, la caída de los grandes emporios y, finalmente, la lastimosa pelea de las resistencias, de las cuales Wesker y sus hombres ahora formaban parte. Aunque los distintos gobiernos trataron de impedirlo, la caída de la humanidad fue imparable; para cuando Wesker se sumó a la batalla ya no hubo mucho que pudiera hacer: aunque redujo instalaciones de investigación biológica a cenizas, combatió con sus propios soldados el avance de la marabunta, buscó alguna cura viable que pudiera ser aplicada a nivel masivo; sus intervenciones fueron en vano y la sentencia del tirano, la sentencia que él mismo dictó para la humanidad, ya había sido aplicada: exterminio.
Albert Wesker no sentía culpa; había perdido a tal nivel su conexión con las emociones humanas, que aún siendo el arquitecto del genocidio, lo que estaba experimentando no tenía nada que ver con sus afectos, sino con la evaluación de los daños, las pérdidas, las equivocaciones; el fin desgarrador de sus múltiples ambiciones: un proyecto de vida que le había sido programado genéticamente y en el que había invertido la totalidad de sus recursos —ingenio, poder, dinero, fuerza vital—, lo que por años luchó por obtener y que se fue al peñasco en apenas dos meses: no se puede ser un Dios sin una humanidad que te ame, tema o se arrastre debajo de tus pies; no se puede ser un monarca si no se tiene a quién gobernar. Era irónico, y en los momentos amargos en que no había nadie que percibiera su debilidad, su flaqueza, se decía pobre hombre patético convertido en uno de esos miserables de la Alianza de Seguridad Contra el Bioterrorismo, empleando a sus soldados como peones para defender los últimos bastiones de la humanidad; a alguien a quien gobernar; alguien con conciencia; alguien humano. ¿Quién lo diría? El tirano que fue juez, jurado y verdugo, convertido en el abogado, aunque a él mismo lo apodaban el diablo.
El tirano aprieta el vaso de cristal con tal fuerza que termina por romperlo; el cristal traspasa la carne y la sangre resbala, pero antes de que ésta caiga al suelo la herida ya ha cerrado por completo. Él, reducido a un sobreviviente, igual que ellos, igual que todos: porque los muertos vivos van por la carne, y ellos no distinguen entre bandos, porque la carne es la carne y por ella es que se mueven. No admitiría que él llevó a la humanidad al borde de la extinción y al mundo al colapso; buscar culpables, a su juicio, siempre está de más. Él es un hombre práctico, que tiene en sus manos la que quizá sea la última oportunidad de rescatar lo que está condenado por de más, pero para ello, tiene que hacer lo impensable, lo más desagradable que puede ocurrírsele, lo único que jamás creyó que haría y que ni siquiera está seguro de que funcione, porque seguramente esos imbéciles son tan orgullosos como él y, aunque están desesperados, nunca confiarán en su mayor enemigo. Aunque, si algo recuerdan de los entrenamientos en que trató de inculcarles un mínimo de capacidad de pensamiento estratégico y unas pizcas de astucia, se darán cuenta de que quizá sea su única ventana de oportunidad; no tienen de otra más que luchar hombro a hombro por la supervivencia.
Alguien toca a la puerta, sacándolo del ensimismamiento: el respeto y la marcialidad delatan que se trata de uno de sus soldados.
— ¿Señor? Los encontramos…
Wesker se levanta del sillón roído.
—Excelente. ¿Dónde están?
—Están divididos y… en problemas.
Sí, claro, están en su estado natural: idiotas en problemas.
—Si no hay refuerzos, estarán muertos antes de terminar el día.
—¿Está listo el transporte? —preguntó Wesker colocándose las armas en el cinturón y cambiando su tipo de lentes.
—Sí, señor.
—De acuerdo. Hora de salvar a esos ingenuos.
Chris Redfield arrugó la nota entre sus manos, perdiéndose entre sus fuertes puños. Dio un suspiro hondo y sacudió la cabeza; nuevamente no habían encontrado sobrevivientes, sin tener la certeza de saber si efectivamente estaban muertos o seguían con vida a saber en donde. Ese era el pan de cada día de los últimos meses, meses que se habían convertido en un infierno peor que todo lo que había vivido y visto en toda su carrera militar, dicho que al menos en esas pesadillas luchaba bajo la premisa de un futuro sin miedo, de una humanidad en paz, pero ahora, ni siquiera sabía por qué luchaba, ya que esta era una batalla perdida desde un inicio.
Al parecer, había llegado tarde. Otra vez. Maldita sea, otra vez.
Nuevamente ignoraba si esas personas estaban con vida o habían muerto, al igual que la mitad de su equipo. Desde hace varios meses, casi al tiempo que el infierno se había desatado, perdió comunicación con Jill, Barry, el novato Piers Nivans y el resto del pelotón. No podía asegurar que habían fallecido, pero tampoco podía afirmar que seguían con vida. Esa posibilidad lo consumía por dentro: estaba consciente de que era mucho más probable que sus amigos hubieran perecido en la batalla que sobrevivido, ante la clara desventaja. Quería correr, salir en su búsqueda, no parar hasta encontrarlos, pero sabía que no estaba en posición de hacerlo. En primera, porque sabía que aventurarse en solitario en el escenario actual era un suicidio, y en segunda, tenía que responder por sus compañeros. Actualmente colaboraba hombro a hombro con Leon S. Kennedy, Rebecca Chambers, Sheva Alomar y su hermana, Claire Redfield. Habían decidido dividirse en dos células, con Leon y Rebecca cubriendo el flanco izquierdo de la isla de Manhattan , y con él y las dos chicas restantes, cubriendo lo que faltaba. Afortunadamente, habían logrado establecer comunicación con Kennedy y Chambers que hasta el momento se encontraban bien y eso le daba un atisbo de paz al veterano de guerra, aunque una enorme aflicción continuaba apoderándose de su ser.
—Sí tan sólo hubiéramos llegado antes —murmuró el capitán, mirando con pesar los escombros que en algún momento habían pertenecido a un edificio habitacional, e inclinándose en una sola de sus rodillas para tocar los restos de madera quemados que adornaban el suelo.
Claire sabía que su hermano sentía un enorme sentimiento de culpa por no haber logrado su cometido de salvar a la humanidad de este desastre, pero en ese instante, no encontraba las palabras exactas para consolarlo, ya que todo lo que le dijera no serviría para reconfortar al hombre que, desde muy joven, solía cargar con el peso del mundo en sus hombros. Se limitó a acercarse y a colocar la mano sobre su espalda en señal de apoyo.
Sheva Alomar se quedó en silencio, respetando la privacidad de los hermanos, apartándose unos pasos para darles espacio. No sabía cómo, pero de alguna forma tenían que salir de esto.
Leon permanecía en la improvisada entrada, acompañado de unos cuantos militares, que formaban parte de su mermada resistencia militar. A pesar de ser hombres capacitados para pelear con arrojo en una guerra, el ex policía sabía perfectamente que nunca se estaba lo suficientemente entrenado para enfrentar una realidad que supera con creces tus peores miedos. En cualquier momento, todas esas personas podían convertirse en potenciales monstruos y era mejor estar prevenido y no bajar la guardia. Iba a apoyar lo más que podía a su compañera que como un fantasma deambulaba entre los pasillos de la muerte.
En un hospital improvisado, —una bodega de textiles, en el pasado—, con pasillos formados por las camas y divididos únicamente con una cortina sencilla, Rebecca Chambers revisaba a los múltiples pacientes y auxiliaba a sus colegas médicos y enfermeras que no se daban abasto ante todos los heridos, producto de los daños causados por esa guerra sin cuartel.
La doctora Chambers explicaba al personal de salud el uso de las hierbas medicinales y antibióticos como agentes curativos ante la pandemia; explicaba las mezclas que se habrían de realizar y las dosis que se recomendaban por cada tipo de paciente, capacitando lo más rápido que podía a su gente. El tiempo era vital para evitar bajas, que ya eran demasiadas. La médico llevaba ya varios días enteros sin dormir y apenas probando alimento, por lo que, en cuanto tuvo un respiro, se retiró a darse unos momentos de descanso.
En su faena, Leon la miró salir del hospital y caminar hacia la tienda de campaña que habían montado para ambos, vistiendo todavía la loida bata de laboratorio y cargando consigo su maletín.
La doctora caminó hasta la tienda y, antes de dejarse caer en el viejo catre, se arrodilló con sus últimas fuerzas y juntó ambas manos en oración. ¿Cuándo iba a terminar todo aquéllo? A pesar de ser una mujer de letras y números, Becca provenía de un hogar creyente, y aún con los más altos conocimientos de ciencia ,—que siempre cuestionaban la existencia de cualquier tipo de dogma—, ella siempre sintió la necesidad de creer; tenía que hacerlo para no desfallecer; necesitaba aferrarse a algo para continuar. La chica permaneció un buen rato con los ojos cerrados hasta que se puso de pie y descubrió a Leon mirándola desde la entrada de la tienda.
—Creía que todos los científicos eran ateos, o al menos agnósticos —mencionó el rubio cruzándose de brazos.
—Generalizar es un error bastante común en estos días —contestó Rebecca a la vez que se sentaba en la mullida colchoneta —. Además, muchas veces la ciencia necesita de milagros.
—Estoy de acuerdo, pero no sé cuánto más podamos esperar a que suceda uno.
Ambos se miraron con comprensión y luego bajaron la mirada: sabían perfectamente que llevaban todas las de perder, sin embargo, la esperanza no era una de las cosas que pudieran darse el lujo de hacerlo.
—¿Cómo van las cifras, doctora? —preguntó el agente echando previamente un vistazo para que nadie los escuchara.
—Esta semana tuvimos veinte recuperados.
— ¿Y bajas? —. Esa era la parte que le dolía a la menuda mujer.
—Ya no hablemos más de las bajas.
Kennedy entendió el mensaje oculto detrás de las palabras y los ojos, los ojos tristes de su compañera, y entendió que no valía la pena continuar hablando de ello.
—Comprendo —expresó, para luego agregar—. Has hecho un gran trabajo, Rebecca. Pero creo que ahora necesitas descansar. Iré a vigilar que todo esté en orden; mientras tanto, solo concéntrate en dormir, ¿sí?
La chica asintió y el agente de gobierno salió de la tienda, quedándose inmediatamente dormida, exhausta.
No supo cuánto tiempo había dormido, pero se despertó de golpe cuando escuchó de cerca, el sonido de una ráfaga de disparos. Rebecca estaba acostumbrada a las pesadillas; al conocer desde muy joven el significado del apocalipsis, haber presenciado los cuerpos levantarse aun cuando han perdido la respiración, sabe cómo se escucha, cómo huele, cómo se siente la muerte; está profundamente grabado en su corazón.
Aún preparada con una pistola al abrir su carpa, no consiguió disminuir su incredulidad al ver su campamento desmoronarse y a los soldados, los pocos que quedaban en pie, ser devorados por la marabunta convertida en tsunami de organismos mutantes que absorbía aquello vivo a su paso.
Rebecca comenzó a disparar, sabiendo que no había municiones suficientes para salir de aquel apuro: estaban atrapados en un agujero podrido y ya no saldrían. La misión, nuevamente, estaba perdida, y Chris volvería a recibir una nota con las miles de bajas para luego hundirse profundamente en el consuelo de una botella y de sus podridas piezas de ajedrez incompletas.
Lo único que se le ocurrió a la joven médico fue tratar de encontrar a Leon o morir en el intento; ver si alguno de sus pacientes había conseguido salvarse del infortunio, reagrupar a la tropa —si así podía llamarse a lo que tenían— y buscar algún conducto de salida, aunque sabía que aquello era una causa perdida. Logró entrar a uno de los edificios de resguardo, que les había servido como cuartel general, y se topó con algunos soldados enfrascados en su tarea de sobrevivir; les preguntó por León, pero ninguno de ellos le pudo dar razón de su paradero. Antes de que pudiera salir a uno de los callejones, un adefesio con máscara de verdugo atravesó con su hacha metálica las paredes de concreto, lanzando a varios de esos soldados directo a su muerte, ya fuera por empalamiento o por el estruendoso impacto de sus cráneos contra las paredes contrarias. Rebecca presenció con horror el espectáculo de sangre y vísceras iniciados por esa monstruosidad, antes de decidirse a escapar aprovechando sus puntos ciegos, porque con su limitada artillería no había manera de vencerlo.
La médico salió al caos de la calle, tratando de abrirse paso y evitar las fauces hambrientas y las afiladas garras, pero pronto uno de los muertos le jaló de la pierna y detuvo su avance. Ella se empujó con la totalidad de su cuerpo y de su voluntad, logrando evadir a la muerte una vez más. Mientras corría, escuchaba los sonidos irregulares de su respiración en pánico, los clamos agonizantes de los malheridos, el fuego crepitar y devorar los edificios, las explosiones rozarle los talones y la sangre manchar sus botas; una sinfonía desconcertante, pero familiar, que consiguió inundarla de un miedo para el que creyó ser inmune. Por el contrario, la canción de destrucción la distrajo lo suficiente para que perdiera el ritmo de escape, y entonces bastó con que un grupo de al menos veinte reanimados bloquearan su trote sin dirección y la orillaran a entrar a un callejón sin salida; desde detrás de un auto desvalijado emergieron dos perros rabiosos bañados en sangre, con los dientes podridos y rellenos de vísceras ajenas, aunque aún hambrientos.
Entonces, Rebecca lo supo: era el punto y final, la última hoja de un recorrido extraño e indeseable, en una vida que ella no escogió, de una misión que la escogió a ella con apenas dieciocho años cumplidos: empezó en ese tren dirigido al abismo de Arkalay, repleto de babosas supurantes, con esa mansión, con un jefe en el que creyó por haberle dado su primera oportunidad y que luego le disparó a quemarropa y por la espalda.
En el día de su muerte, trató de pelear porque se prometió a ella misma que así moriría, peleando, y no encogida con los brazos sobre la cabeza y el grito de horror en los labios, y justo en el instante en que creyó sentir los rapaces dientes sobre su blando abdomen expuesto, una figura oscura, irreconocible y, al mismo tiempo, conocida, pareció ascender desde la tierra, como si hubiera estado enterrada esperando por ella. Rebecca, agotada de la carrera, de la batalla por vivir, cayó de espaldas buscando la posición más segura, aunque los ojos y mandíbulas infernales ya no estaban interesadas en su persona; parecían haber elegido un manjar más apetitoso. Desde su posición de desventaja, vio a la figura espectral que había acudido a su rescate combatir de manera férrea, casi salvaje, y con una brutalidad inhumana, algo que nunca había visto; volaban las cabezas, los cuerpos eran traspasados y las bestias partidas por la mitad, siempre colocándose en una posición protectora, evitándole cualquier daño. Los golpes eran animales; los movimientos acelerados, imposibles de seguir con el ojo humano; el castigo implacable para cualquier criatura que osara acercarse. A pesar de que estaba en una situación de peligro, Rebecca sólo podía clavar la mirada en ese misterioso sujeto encapuchado, cuyo abrigo se movía como alas de murciélago con cada embestida.
Antes de que Rebecca se recuperara de la impresión, el callejón quedó en silencio con los cuerpos apilados y la sangre negruzca manchando las paredes. El héroe anónimo estaba de espaldas, pero incluso desde ese punto de vista el inclinar de su postura tenía algo conocido, una fuerza y presencia que ya había visto en otro hombre, aun con el respirar agitado, al mismo tiempo un aura de misterio que creyó desaparecida. Todavía intentaba regular su respiración. por haber mirado a la muerte de frente, cuando el desconocido se tambaleó sobre sus pies, evitando la caída sosteniéndose contra un contenedor verde de mediana altura, aunque no lo suficientemente rápido para evitar el impacto de su rodilla derecha contra el suelo.
Fue entonces que Rebecca se repuso de la impresión emocional: justo como era su costumbre, cuando alguien requería de su auxilio. Se levantó de entre la suciedad y se acercó al agente incógnito al que le debía la vida y quien parecía estar en dificultades para recobrar el aliento por el esfuerzo invertido, o al menos eso quería pensar ella y no que había resultado mal herido del encuentro. El hombre retiró la capucha negra de su capa de viaje en un gesto exasperado y entonces lo reconoció: la figura encarnó en Albert Wesker, su antiguo jefe, el autor intelectual del apocalipsis.
Ella despegó la mano que había colocado sobre su espalda, carbón al tacto. No es posible, no es posible, no es posible, se murmuró una y otra vez mentalmente, y aún así no pudo autoconvencerse de que ese no era el antiguo capitán de los S. T. A. R. S. Ninguna persona lo creyó muerto cuando la pandemia estalló en todos los rincones del planeta, pero los del círculo de combate al bioterrorismo y los científicos y organismos supranacionales como la Organización Mundial de la Salud que intentaron detener el esparcimiento de Uroburos supusieron que la vergüenza del fracaso de sus planes de conquista había sido suficiente para mandarlo al exilio autoimpuesto, y sin embargo ahí estaba, genio y figura: el rostro cubierto de sudor, los lentes y el gesto arrogante de siempre, pero con un par de líneas de expresión que parecía sumarle los años que no había envejecido antes.
—Capitán… —murmuró Chambers por inercia, porque había desaparecido durante tantos años de su vida que no tenía nombre, ni otro título para él; a diferencia de Chris, Jill y Claire, Rebecca no había reparado en su trayectoria y sus acciones lo suficiente como para colocarle una etiqueta nueva, capaz de englobar los sentimientos que surgieron a partir de su traición y que se extendieron mediante su lectura de cada uno de los expedientes en donde su nombre aparecía.
Wesker sonrió de medio lado antes de obligarse a recuperar por completo la compostura para erguirse y encarar a la que era, seguramente, la única miembro de su antiguo equipo que soportaba verlo y de quien esperaba haber abonado a su tolerancia después de salvarla de convertirse en la deliciosa cena.
—Tiene algunos años que nadie me llama así, Chambers —le respondió Wesker guardando su pistola en su funda. Aún cuando esa chica siempre tuvo una fuerza inhóspita en el diminuto cuerpo y una enorme voluntad en la mirada, en el fondo podía verla estremecerse ante el fantasma; un ángel de la muerte que en lugar de arrastrarla con él, detuvo su caída. El mayor sacó un pañuelo de su bolsillo y retiró el sudor de su rostro. Dio una vuelta sobre sus pies, pateando de manera distraída algunos de los restos inhumanos —. Aunque veo que algunas cosas no cambian… la ingenuidad, el descuido y la vulnerabilidad, por citar algunos ejemplos.
— ¿¡Cómo se atreve a decir eso!? —exclamó ella, con una naciente furia detrás de sus ojos verdes.
—Disculpe, no quería ofender su sensibilidad —dijo él con un tono socarrón.
— ¿¡Qué es lo que quiere!? ¡Debería volver a la cueva de donde salió porque todo esto es su culpa! —exclamó Rebecca con una fuerza que él no creyó que tuviera.
—Si no hubiera salido de esa cueva, niña estúpida, usted estaría muerta, pero no es la razón por la que estoy aquí.
Ella apretó los puños y las mandíbulas, porque aunque aquello fuera verdad, él no tenía derecho a aparecer, no cuando el mundo ya había colapsado y era su culpa, no cuando sus manos estaban manchadas de sangre: lo que ese culo arrogante merecía eran el anonimato y la vergüenza; para aquellos que anhelaban la inmortalidad, el mejor castigo era el olvido.
— ¿Entonces, cuál es?
—Vengo con una oferta para usted y sus amigos —sentenció el tirano, apretando el cuchillo de caza en su cinturón. La seriedad en la voz de su antiguo jefe le advirtió Rebecca que, en aquel juego, ellos eran los únicos que podían perder.
Aquel no era, sin embargo, el mejor momento para sentarse a platicar de las viejas glorias, de las traiciones, de las derrotas y los reproches. Los muertos no dejaban de llegar; caían a borbotones, lluvia maldita, y después de los ordinarios aparecían esas criaturas que ni siquiera eran antropomórficas, sino reflejos de pinturas surrealistas, vampirescas imaginaciones de hombres enfermos, las que de pronto aterrizaban en la Tierra para atormentar a todos, justos y pecadores, por igual.
No debió dejarse envolver por Rebecca y sus sentimentalismos, y debió permanecer atento, sabiendo que no estaban a salvo, porque sería un milagro que con los reducidos elementos que había encomendado a esa misión de extracción hubieran acabado con los zombies: aún con la distracción que significaba la explosividad emotiva de su antigua subordinada, Albert alcanzó a ver al alacrán asesino, rostro de persona y cuerpo de insecto, colgar sobre una de las ventanas de los edificios laterales del pasillo en sombras; el trueno de una lluvia que se aproximaba le permitió anticipar el ataque y sacar a velocidad sobrehumana a Rebecca del camino de su aguijón asesino; Wesker recibió el rasguño con la espalda y le pareció una transacción justa por lo mucho que habían estado padeciendo durante meses esos idiotas que eran, en los hechos y aunque la verdad lo lastimara terriblemente en su orgullo, la última esperanza de recuperar un poco del mundo que las pandemias del apocalipsis les habían robado.
Él la protegió con su cuerpo; ella volvió a dedicarle esa cara estúpida de absoluta incredulidad, de no entender por qué la salvaba y cuándo era que iba a dejar de confundirla con sus señales contradictorias: llegar vestido de espectro y rescatarla; haber desaparecido con la misión de masacrar a la raza humana y volver con la de salvar a alguien a quien trató de sacrificar cual borrego en mes santo; dar la apariencia de resurrecto y demostrar la postura de un hombre muerto por dentro. El mayor se alzó de la posición desventajosa y, sin apuntar, atinó un tiro de magnum corta en la frente del ser emergido del último círculo del infierno, el que a él le corresponde —sí, de los traidores—, se lo repitió mentalmente mientras lo veía caer de espaldas, sin más que un gruñido lacerante.
—Sígame —le ordenó a la muchacha, sin mucho más que una mirada roja detrás de sus lentes negros.
Por un instante, Rebecca sopesó sus opciones, y se dio cuenta de que si tenía algún margen de negociación con mínima ventaja era ahora que podía obtener lo que necesitaba: encontrar a Leon entre el desastre y sacarlos a salvo para reunirse con los demás.
— ¿Por qué haría eso? —preguntó ella, la indignación profunda en su voz casi infantil.
—Porque es su única oportunidad de salir de aquí con vida.
—Tal vez prefiera morir antes que deberle algo.
—Por si no se ha dado cuenta, Chambers, ya me debe algo, y si no lo piensa así, entonces al menos tenga el valor de sentarse en la mesa a hablar conmigo como una mujer adulta y no me haga una pantomima a media calle ahora que puede costarnos la vida.
¿Costarnos? Por lo que había escuchado de Chris y Jill, pensó que él estaría transformado en alguna clase de inmortal intocable, pero ahora que lo veía de cerca, su espalda todavía sangraba del corte provocado por el alacrán semihumano y en sus hombros había un cansancio inusual, de quien transporta muy pesadas losas y le resulta imposible compartir la carga. No merece menos, por supuesto, pero salta a la vista y seguro les será de ayuda a sus amigos para deshacerse de él de una vez y para siempre.
—Bien, si quieres que hablemos, podemos hacerlo, pero con una condición.
— ¿Acaso cree que está en posición de poner condiciones? —cuestionó Wesker exasperado, porque sólo eso le faltaba para perder los estribos.
—Lo que sé, Wesker, es que no fuimos a buscarte: estás aquí porque necesitas algo de nosotros, ya sea que te lo entreguemos voluntariamente o nos lo arrebates —puntualizó ella, con astucia.
Entonces Wesker confirmó que había elegido a la interlocutora y futura intercesora adecuada; si bien Rebecca estaba lejos de ser la más fuerte, sin duda era la de mayor inteligencia, la más inquisitiva, dentro del grupo, y probablemente la única personas con quien podría razonar y que terminaría por admitir el hecho de que supervivencia misma de la humanidad estaba en función de su disposición a cooperar y trabajar en equipo: un pacto con el diablo. El rubio tomó su comunicador y preguntó, ignorando el último comentario de la médico: — ¿Lo encontraron?
La castaña no escuchó la respuesta, pero intuyó de inmediato a quién se refería Wesker.
—Por mí pueden dejarlo morir. No es esencial en la estrategia —respondió el de lentes negros, tratando de recuperar el dominio de la negociación, que de pronto parecía haber favorecido a Rebecca.
— ¡Aguarda! —gritó ella, con resolución. Aunque no puede verlo, León está en una contraesquina, luchando en contra de media jauría de perros y tres lickers; se ha quedado sin balas de escopeta y lo único que le resta es su fuerza física y un cartucho de .45. El agente de gobierno siente a la muerte rondar y, por primera vez en años, está dispuesto a recibirla, aunque le resta en el pecho, además de los latidos de adrenalina, la angustia de saber si Rebecca continúa con vida, si podrá escapar por su cuenta, o si acaso habrá sufrido en exceso antes de morir. Ve a un par de murciélagos gigantes sobrevolar su cabeza y no duda que pronto bajarán a arrancarla y rociarlo con sus ácidos para devolverlo a la nada y, a diferencia de Chris, quien dejó creer desde antes de África, Leon S. Kennedy reza por lo bajo, elevando su espíritu, aunque su mente no llegue más allá de unas piernas de cerámica y un par de coletas pelirrojas.
—Lo haremos: hablaremos. Voy a interceder con él y con los demás.
—Todavía no sabe qué es lo que quiero, Chambers.
—No hay que ser un genio: estás acabado, igual que nosotros.
—Tengo más oportunidad que ustedes.
—Eres un estratega: sabes que no es suficiente. Te faltan piezas en el tablero. León es una de ellas. Sálvalo —. Pareció una orden, pero con la voz está suplicando. Ella lo perforó con los ojos verdes, leyéndolo, devolviéndole una sensación de poder a su decadente reino; Wesker sería capaz de reducir naciones a sus cenizas sólo por volver a sentir esa clase de poder corriendo por sus venas.
—De acuerdo, señorita Chambers. Lo sacaré del aprieto a cambio de que prepare el terreno para mí. ¿Tenemos un trato?
A Rebecca le pareció escuchar un par de exclamaciones adoloridas y se imaginó el cuerpo de su amigo destrozado por uñas, perforado por las lenguas, reducido a tiras sin piel; cerró los ojos sólo para no tener que encararse con la satisfacción reflejada en la sonrisa socarrona de ese infeliz.
—Sí, Wesker, de acuerdo: tienes un trato.
El tirano volvió a encender el comunicador de su oreja.
—Cambié de opinión: quiero al cachorro con vida.
Nota de AdrianaSnapeHouse: Me siento muy honrada de escribir con una de las autoras más talentosas de este fandom, mi muy querida amiga y confidente, Light of Moon, con esta historia que ella motivó y cultivó en mí, y que hemos estado comentando durante estas largas madrugadas de cuarentena. No saben lo fácil que es compartir y discutir ideas, ponernos de acuerdo y sentarnos a escribir, si bien saben que no soy la persona más constante y de repente experimento bloqueos intransigentes. Creo que con esta historia no sólo pretendemos animar a otros autores fandom a seguir escribiendo, porque Resident Evil vive por siempre, sino también a las personas que están pasando un mal momento: porque siempre hay esperanza, incluso cuando creemos encontrarnos en el pandemonium. La experiencia creativa es siempre grata, más aún cuando se comparte con los amigos, y es una de las formas que tenemos para afrontar las crisis, externas e internas. Verán que esta historia tiene como núcleo la naturaleza humana, en su faceta de sobreviviente, de criatura que se adapta, recuerda, lucha y ama, quizá como ninguna otra, y en cualquiera de sus épocas. Estoy muy contenta de volver a Resident Evil con una colaboración con tanto potencial, por la historia que contará y por las relaciones que en ella se desarrollan, incluida la Weskerfield por supuesto, porque como saben es mi debilidad. En fin, muchas gracias por leer. Agradezco de igual manera a mi querida amiga por permitirme escribir a su lado; estoy segura de que será un relato que quedará en sus corazones desde este primer capítulo. Nos leemos pronto.
Nota de Light of Moon: Queridos seguidores, antes que nada les mando un enorme saludo y un fuerte abrazo, todos estamos pasando tiempos difíciles y comprendo que algunos de ustedes de ustedes quizás no estén en su mejor época. Así que hablando de esto con la gigante de Fanfiction y también amiga muy querida, AdrianaSnapeHouse, quisimos aportar este granito de arena para que al menos tengan alguna actividad con que distraerse y esperamos que esta historia que estamos haciendo con mucho esfuerzo y sobretodo corazón, les hagan pasar un rato agradable y sobretodo les dé un poco de ánimo. Esto es algo un poco diferente a las historias rosas que últimamente vienen leyendo conmigo, pero les prometo que no les va a decepcionar. Ojalá le den una oportunidad y nos estamos leyendo.