HEART IS A MESS


Capítulo XV:

"Easier on you"

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Si bien ya habían pasado dos fines de semana en que no veía a Francis, pese a que le había dicho que lo visitaría apenas al siguiente después de haber pasado la noche en su casa, Arthur necesitó respirar profundamente una, dos, tres veces para darse cuenta de que era momento de resolver primero un poco su vida, antes que echarle encima todo a él con el propósito de encontrar consuelo, comprensión, pero no un plan de resolución ni a mediano ni a largo plazo. Francis no tenía por qué tener esa responsabilidad, simplemente no le correspondía. El único que podía tomar las riendas de su vida era Arthur, y era eso precisamente lo que debía empezar a hacer de una vez por todas.

El viernes le avisó a Isabel que saldría el sábado en la tarde, por lo que la invitó a dar un paseo al centro comercial el primer día del fin de semana en la mañana. Almorzaron afuera, conversaron de cosas triviales, tomaron helado y rememoraron tiempos pasados, algo que Arthur ya no hacía con tanto entusiasmo como antes y sin embargo, le enternecía demasiado ver la sonrisa radiante de ella, sus ojos verdes brillantes, su cabello suelto, su piel morena; todo en Isabel se cargaba de luz cuando recordaba aquellos tiempos que, pensaban ambos con cada vez más seguridad aunque sin decir nada al respecto, no volverían.

Al regresar le dijo a su esposa que estaría bien, que Charles vendría a buscarlo. A las nueve, la bocina del vehículo de su hermano sonó afuera. Arthur salió y la careta, una vez más, cayó delante de su hermano. Éste, sin desear presionarlo, lo saludó con un apretón de manos y le besó la frente.

Era momento de tocar el tema por primera vez.

Charles, naturalmente, hace varios meses que ya no vivía con Anneliese. Lo comentó con tristeza y acidez cuando Arthur estuvo a punto de soltar una risa maliciosa, pero lo tranquilizó bastante notar que no vivía en un mal barrio. Había muchos edificios y una plaza pequeñita pero bien decorada. Todo era bastante acogedor, le recordaba un poco el lugar en donde Francis vivía. Suspiró pesadamente al recordarlo y Charles lo notó, pero aún no iba a hacer preguntas.

Bajaron del auto, un bonito Toyota Yaris del año. Arthur elogió el vehículo de su hermano y su buen gusto. Este iba a soltar una tontería respecto a su última conquista extranjera pero Arthur lo miró con severidad adivinando que la conversación iba hacia la ucraniana esa que hace tiempo le había presentado.

El edificio era uno de los más altos, adivinando que de seguro su hermano vivía en el último. Siempre le gustó la sensación de adrenalina. Subieron por el ascensor, y sentía en todo momento la mirada del contrario sobre él, aunque jamás percibió acusación en ella, ni siquiera temor. Sabía que todo lo que Charles sentía era preocupación y en eso no se equivocaba. Lo único que deseaba era asegurarse de que Arthur estuviera bien.

Eso, y nada más.

El mayor le abrió la puerta, y pudo estar en el nuevo departamento de su hermano por primera vez. En todo ese tiempo, luego de su separación con Anneliese, nunca lo había ido a ver a su casa. Se sintió mal por eso, ciertamente, pero el otro le tomó el hombro y le dijo que no importaba, que estaban ahí para hablar de otra cosa y eso era lo único importante.

—Estaba demasiado concentrado en mí. —se excusó torpemente. Su hermano negó con la cabeza y le sonrió.

—Si eso que te está sucediendo te tiene como te tiene, no puedo recriminarte nada, Arthur.

Lo miró y necesitó sonreír también. Charles era un poco más bajo que él, pero aún así debía levantar la mirada para hablarle. Vio el departamento por fin y se le hizo bastante bonito, con decoración en colores fríos y muebles minimalistas. No era particularmente grande, lo suficiente para una o dos personas, contaba con mucha iluminación gracias a las varias ventanas que poseía en la sala, el comedor y la cocina, todo en un solo gran ambiente. Al fondo estaba el dormitorio principal, al lado el de huéspedes y junto a éste, el baño.

—Siéntate —le pidió, dándole la bienvenida por fin—. Si quieres pon música en el equipo —sugirió desde la cocina— ¿Whisky? ¿Cerveza? ¿Vino?

Arthur sintió sus mejillas arder un poco por la última sugerencia. Estaba claro a quién le recordaba. Si aceptaba vino, era seguro que hablar del tema le costaría muchísimo más.

—Por ahora, cerveza. —dijo.

—Salen dos cervezas —abrió dos botellas y las llevó a la sala. Ambos se sentaron en el sofá más grande—. Si tienes hambre, podemos cocinar algo.

El abogado alzó la ceja, incrédulo.

—No te creo que sepas cocinar.

Charles torció la boca.

—Pues... no —admitió—. Tú tampoco has aprendido mucho, en todo caso.

Los dos rieron con ganas.

—Sabes que hasta una roca cocina mejor que todos los Kirkland juntos.

—Tienes razón —le dio un sorbo a su cerveza—. Podemos pedir una pizza o algo. Y no te preocupes, yo invito.

Arthur lo agradeció sinceramente, pero aún se sentía tenso. Miró el equipo de música modesto, y de pronto le urgió escuchar The Ramones, The Clash... música que envolvía su adolorida adolescencia. Charles conectó su celular por Bluetooth y comenzaron a sonar de inmediato.

—¿Recuerdas cuando Allistor y Hamish nos pateaban la puerta porque no podían estudiar mientras escuchábamos Sex Pistols? —comentó su hermano, sonriendo con nostalgia.

Arthur asintió, dio un sorbo a su bebida y se contagió de la sonrisa.

—"¡Cállense o les haré collares con sus tripas!" —respondió, imitando el furioso tono del pelirrojo. Charles rio fuerte al oírlo—. Hamish era más tranquilo. Simplemente llegaba y nos daba un coscorrón a cada uno. Odiaba que hiciera eso.

—Sí, sé que lo odiabas —reconoce—. A mí me daba risa, no podía tomarme en serio sus golpes, en cambio tú te enfurecías. Y eso me daba más risa aún.

Rieron de nuevo, y después, hubo un momento de silencio.

—¿Qué edad teníamos ahí? —preguntó, consumido por la nostalgia, los tiempos en donde el peso de la culpa no existía— ¿Catorce? ¿Quince?

—Tú tenías quince —recuerda él con exactitud—. Yo tenía diecisiete. Aún no entrábamos a la universidad, eso es seguro.

—Quince... —dice Arthur, más para sí mismo que para su hermano—. Hace más de veinte años atrás.

Charles lo mira; la música sigue sonando, las luces cálidas de la sala iluminan el rostro del abogado con delicadeza. La nostalgia le pega fuerte, piensa. Tal vez el problema viene precisamente de ahí.

—Sí —confirma con voz baja, como si con cualquier movimiento brusco fuera a espantarlo—. Eran buenos tiempos, ¿no?

Asiente en un suspiro.

—Lo eran —dice, convencido. Porque sí cree firmemente que hasta antes de saber cómo Allistor reaccionaría aquel día, su vida era tranquila, sin altos ni bajos, sin miedos.

—¿Cuándo los tiempos dejaron de ser buenos para ti, Arthur? —Inquirió por fin.

El menor mira al piso. Juguetea con sus manos, sus pulgares. Se ve tenso otra vez. Quizás es inevitable esa tensión en él, por más que Charles desee espantarla. No puede, ni podrá.

—Hace más de veinte años. —respondió.

El dueño de casa dejó la botella de cerveza sobre la mesa. Cuando volvió a enderezarse, tomó la mano de su hermano, su hombro, le revolvió el cabello rubio. El menor lo miró a los ojos y volvió a encontrar la preocupación de siempre, nada que lo atemorizara. En la verde mirada de Charles no existía reproche alguno, por ninguna razón.

—¿Soy yo el responsable de eso? —preguntó, genuinamente preocupado de que realmente fuera así.

Arthur negó con la cabeza. Su mirada volvió a clavarse en sus manos.

—¿Fue mamá? ¿Papá? —el abogado volvió a negar— ¿Hamish? —otra vez el mismo gesto—¿Allistor?

Sintió que su cuerpo se congelaba en el acto. Para Charles, la respuesta era más que evidente.

—¿En serio fue Allistor el que te hizo daño? —inquirió sin embargo, incrédulo todavía de que un hermano suyo pudiera dañar a otro. Simplemente no lograba entenderlo.

Lo vio asentir brevemente.

A punto estuvo de preguntar qué había sucedido, y hace tanto tiempo. ¿Cómo es que nunca se dio cuenta? Si había pasado cuando tenía quince años, ¿nunca pudo notar nada extraño en él?

—Arthur, yo...

—Lo que voy a contarte, Charles, no es nada fácil para mí —lo interrumpió—. Y por favor, no tienes que sentirte culpable de nada. El único culpable soy yo por haber sido un cobarde.

—Qué mierda estás diciendo —respondió intentando calmarse, sin lograrlo. Que le hicieran daño al más pequeño de los Kirkland lo enfurecía como pocas cosas—, el único que tiene la culpa es Allistor, tú no eres culpable de nada.

Él sonrió con tristeza, casi compadeciéndose del idealismo de Charles.

—Primero escúchame.

Lo vio asentir, mirándolo con atención.

El abogado separó los labios, casi a punto de hablar, habiendo juntado toda la seguridad de la que era capaz, pero ni una sola palabra salió de su boca. Titubeó, tembló entero, suspiró cansado. Agotado.

Su hermano volvió a desesperarse.

—Arthur, por favor —insistió, temeroso—. Dímelo, puedes confiar en mí, ¡No es normal que estés así, ni en ti ni en nadie! Dime qué es lo que te atormenta tanto, ¡yo te juro que lo voy a entender!

Una promesa que lo terminó de destruir. Cuánto no hubiera dado él por oírla antes de haber resultado tan herido, y pensarlo, lo hizo llorar con profunda tristeza. Por qué nadie había estado ahí, por qué nadie se dio cuenta, por qué nadie parecía conocerlo lo suficiente como para reparar en su dolor.

—Arthur... dímelo, por favor...

—Yo... —tembló, recordó a su sobrino, su valentía, su miedo, su herida. Una que probablemente jamás sanaría. Miró a su hermano a la cara, sus lágrimas corrían por cada costado de su nariz, y parecía que a él iba a pasarle exactamente lo mismo, como si estuviera a punto de explotar.

Sintió que le apretó las manos prohibiéndole salir corriendo, pero al mismo tiempo, dándole una fortaleza que jamás esperaría sentir de su parte.

Estaba aterrado.

—Dime, Arthur, confía en mí...

Pero era momento de decirlo. Era ahora o nunca.

—Yo soy homosexual, Charles.

Y esa mochila tan pesada, arrastrada por más de veinte años consigo, doblegándolo, pareció desaparecer de su espalda en ese mismísimo instante.

Y Charles, allí, ni siquiera podía parpadear.

Por favor, rogó Arthur, que no me suelte las manos, que no le dé asco, que no me eche de su casa, que me siga hablando y queriendo como lo ha hecho hasta hoy.

Que no eche a la basura el cariño de hermanos por una verdad tan innegable y dolorosa como esta.

—¿Q-qué...?

Más silencio de su parte. Parecía que su voz simplemente no quería salir.

—Eso... —balbuceó, temblando—, yo soy...

—Sí —dijo por fin—. Ya te oí.

Y aunque su voz sonaba plana, su rostro estupefacto y su mirada perdida, envuelta en incertidumbre, jamás soltó sus manos.

Tragó saliva, esperando una respuesta.

—Dime algo, por favor, Charles... —rogó, deshecho, sollozando.

—Por qué nunca me dijiste nada... —preguntó, destruido por haberse dado cuenta de la distancia que existía entre los dos realmente— A mí... a quien más te quiere en el mundo...

Arthur sintió la herida de esa verdad carcomerlo; el reproche, más que justificado, pero que otra vez dañaba por los errores cometidos.

El hecho contrafactual hiriendo tanto o más que los hechos reales.

—¿Alguien más lo sabe?

—Allistor lo sabe.

La cara de Charles se desconfiguró.

—Cómo que Allistor lo sabe...

—Yo nunca se lo dije. —se apresuró a explicar.

Ahora, quedaba explicar la parte más dolorosa de todas.

—¿Entonces...?

—Me descubrió —dijo. Lo dejó escapar de una vez y sin anestesia. Debía ser certero, no tortuoso—. Yo tenía quince años. Estaba en casa con él, sólo con él. Llevé a un amigo de la secundaria.

Arthur hablaba tan rápido que Charles hubiera querido hacer muchas preguntas entre el relato, pero simplemente no le dejaba el espacio. Era como si necesitara expulsar todo ese veneno de una vez y para siempre, sin interrupciones.

—Era portugués, y él...

—Alfonso —dijo su hermano sin dudarlo. Asintió tragando saliva.

—S-sí —confirmó, titubeando—. Lo llevé a casa, lo invité. Nos encerramos en mi habitación. Allistor tal vez ya sospechaba desde hace tiempo que Alfonso y yo no teníamos una amistad como cualquier otra. Estábamos sentados en la cama, él me besó y... y y-yo lo besé... y Allistor...

La voz le tembló. Odiaba que la voz le temblara. Miró a Charles cuando relató esa parte y no vio pizca de asco ni de nada parecido. Sólo lo observaba con atención, sin dejar de apretarle las manos jamás mientras hacía lo propio con él.

—Qué hizo Allistor —preguntó sin entonar. El abogado se tensó de nuevo—, Arthur, qué te hizo Allistor, dímelo.

—Me insultó —dijo por fin, sollozando. El mayor frunció las manos contra las de él, pero ahora, lo hacía por la rabia—. Me llamó "maricón", agarró a Alfonso de la ropa y lo echó a patadas y m-me... me pegó.

El rostro de Charles se puso rojo por la ira.

—Qué hijo de puta... —dijo sin ningún sentido, absolutamente cegado por la rabia—¡Qué hijo de puta!

—Yo no me pude defender —continuó, destruido—, ni aunque hubiera querido... Allistor era el hermano que más admiraba, me llenó de miedo el hecho de verlo dejar de lado el cariño de hermanos por su odio a los homosexuales.

—¡¿Por qué nunca me lo dijiste, Arthur?! —gritó Charles, fuera de sí, llorando de pena por su hermano. Apretó más sus manos —¡Te hubiera ayudado! ¡Te habría entendido!

Pero él, simplemente, negó con la cabeza. Qué fácil resultaba decirlo ahora, lejos de los hechos, con esa distancia temporal tan grande. ¿Cómo llegar a especular tanto? ¿Cómo lo hubiera hecho un adolescente asustado en un momento así?

—Allistor reaccionó con ese nivel de violencia cuando descubrió lo que soy —dijo, más calmado, o más bien, resignado—. Si él, el hermano más fuerte, más alto, el mejor de todos, el que me defendía en el colegio, mi ejemplo; fue capaz de odiarme y tenerme asco a partir de ese día, ¿por qué contigo o con Hamish tendría que haber sido diferente?

Charles respiró en profundidad. Sus lágrimas cesaron. Su congojo, rabia e indignación, jamás.

—A los quince años pensaba que ustedes tres eran iguales —se limpió las lágrimas con los dedos—, y no tenía motivos para pensar lo contrario. Estaba demasiado asustado. Tenía miedo de mi propio hermano y eso me cegó de allí en más.

—¿Y mamá? ¿Nunca se lo dijiste?

Arthur negó con la cabeza.

—Allistor se encargó de convencerla de que había sido una pelea en la escuela. Me dejó un moretón enorme en el pómulo y me rompió el labio. Era evidente que ese puñetazo no venía de un chico de mi edad y ella no se dio cuenta de eso. Nadie lo hizo.

Y eso último, lo agregó con cierto resentimiento. Charles chistó la lengua. Sentía profunda decepción de sí mismo por no haber notado nunca nada extraño.

—Crecí convencido de que al final Allistor tenía razón, que nadie me apoyaría en esto. Entré a la universidad, me casé, tuve dos hijos; todo lo que ya sabes, eso que ya es historia —su vista se nubló—. Pero ya no lo soporto...—las lágrimas brotaron de nuevo, porque se sentía bien decir lo que sentía realmente, que estaba harto de mentir, que se había cansado, que sus fuerzas se habían agotado—, ya no puedo continuar con esto, me está matando de a poco...

—Por qué ahora decides decírmelo, Arthur —preguntó Charles sin entonar, serio— ¿Acaso hay alguien que te está ayudando con esto?

No fue capaz de afirmarlo ni negarlo. Todavía no era tan valiente para eso, pero el abogado era demasiado fácil de leer cuando abría su corazón y notó inmediatamente que sí había alguien en su camino obligándolo a replantearse su vida. Prefirió no insistir, sin embargo.

—Hermano... —dijo, olvidándose de ese asunto—entonces, ¿cargaste con todo eso por todos estos años tú solo?

Asintió, casi avergonzado.

Charles se apresuró en abrazarlo, en pegarle su cabeza en el hombro. Allí lo contuvo, entre sus brazos, cálidos, más fuertes, a quien era el hermano que más quería. Su hermanito menor, llorando desconsolado contra él, ofreciéndole su verdad más oculta. Lo tomó por la nuca, por los hombros, mientras Arthur se aferraba a su espalda como si soltarse significara caer en un abismo. Entonces ya no quiso seguir conteniéndose.

Lloró en el hombro de Charles la vida entera. Lloró a gritos desgarradores, como el niño que era, el que jamás sanó ni pidió explicaciones.

El adolescente herido, escondido en su soledad. Y su hermano jamás lo soltó.

—Ya no estarás solo nunca más, Arthur —le dijo, sintiendo cómo su propio corazón se desgarraba al oír a su hermanito llorar así—. Yo estaré contigo en esto. Cuenta conmigo.

Y entre todo ese dolor, una luz de esperanza, de paz genuina, lo hizo sonreír sinceramente por primera vez en más de veinte años.