NDA: Ninguno de los personajes son de mi propiedad. Hago uso de ellos con fines de meto entretenimiento.
Las voces.
Oía cómo masticaban la carne, cómo tragaban los restos y hacían ruido cuando la saliva y la masa se mezclaban.
Podía escucharlos con claridad.
No importaba si tapaba sus oídos con ambas manos y cerraba los ojos esperando a que se terminara.
Las voces le susurraban al oído cosas que sólo una mente rota como la suya podía comprender.
A veces venían desde la lejanía como un eco, y en otras ocasiones como si alguien se riera entre paredes.
Le gritaba que se callara.
¡Que se dejaran de reír!
Eco.
Voces.
Gemidos.
Distorsión.
Sonido.
Sonidos.
Eco.
Iori se rasgaba la cara con sus garras afiladas como represalia de su enojo.
Abría como todo un salvaje sus prendas y rajaba su cuerpo. Sus preciosas uñas eran manchadas con ese curioso esmalte rojo.
Y su carne era tatuada con una nueva cicatriz.
Una cicatriz sobre otra.
Quería aprender a volar.
Por eso se subía a las partes más altas de los edificios, para volar.
Extender sus alas.
Y morir.
Pero justo cuando el pelirrojo iba a hacerlo, cuando finalmente iba a abrazar a la muerte y no soltarla...
A vociferar el último adiós...
Se negaba.
Tenía miedo a lo que viniera después.
Era un hipócrita.
Un maldito cobarde.
Un cabrón egoísta.
Le deseaba a los demás la muerte pero tenía tanto miedo a morir cuando el momento llegara y las circunstancias estuvieran en la mesa.
No porque fuera un nihilista que estaba seguro que nada bueno le esperaba.
Sino porque él también estaba totalmente consciente de que una vez muerto, cuando su corazón dejara de latir y su cuerpo fuera un festín para los gusanos...
La oscuridad no lo devoraría.
La nada no se lo tragaría.
De hecho SÍ había algo más para él.
Eso era lo que las voces tanto le advertían.
Del por qué cada vez que encontraba un motivo para sacar una sonrisa él se entristecía.
Vaya, por esa verdad Iori se hundió en un círculo vicioso del que no podía salir.
Yagami nunca encontró a una mujer para amar porque no quería tener miedo de dejar a alguien atrás cuando él se desvaneciera y se hiciera polvo.
No es que tampoco le importaba mucho que alguien recordara su nombre.
Cada día era una lucha contra sí mismo.
Una que siempre perdía por su debilidad, su falta de fuerza de voluntad.
Nunca pudo vencer a Kyo.
Era humillado con la vergüenza de ser derrotado por su némesis, y lo peor de todo era que éste con humildad le extendía la mano para levantarlo del suelo.
Dejó de apasionarle tocar la guitarra.
De sacar música, incluso escribirla.
El sol ya no brillaba como antes.
Ni siquiera el cielo volvía a estar despejado.
Sólo esperaba que la naturaleza hiciera lo suyo.
Esperaba con ansias ése día, pero también con temor.
Ése era el propósito de su dolorosa vida.
Y es que no había.
Nunca hubo.
Tampoco había final feliz para él.
Nadie quien le llorara cuando se fuera de una vez por todas.
Que le recordara con una sonrisa.
¿Realmente lo merecía?
Nadie lo sabía
.
.
.
—¿Quién era Iori Yagami?
—Alguien que aceptó que todo estaría bien cuando sus ojos no se volvieran a abrir.