N/A: ¡Hola! Antes de empezar, quiero aprovechar la instancia para dar un par de aclaraciones. Sé que me he desaparecido durante mucho tiempo, y eso tiene una explicación que no es ni dejación ni falta de inspiración. Primero que todo, lo que muchos quieren saber (supongo): sí, estoy escribiendo In Fine Temporis y sí, lo voy a terminar. So what? Estoy trabajando y estoy con turnos muy extensos, tipo: "vivo en mi trabajo y visito mi casa". Apenas me escabullo para escribir y ha sido muy difícil. Dios, como extraño la época en que escribía sin pausa. En fin.

¿Por qué vengo con este fic ahora en vez de acabar los otros? Porque sí. Y porque, hace un tiempo atrás y aún ahora, me ultra vicié con un video juego que se llama Thief, así que hice este two-shot inspirado 100% en él. No la historia, pero sí la ambientación. Solo diré que lean este fic con altura de miras y que no me linchen, porque hay un tema de diferencia de edad, pero será resuelto en el futuro. Están advertidos. Por otro lado, si no me quitaba la idea de la cabeza, me atascaba con las demás. Suele pasarme muy seguido.

Además, paso a comentarles que estoy gestando mi primer libro y eso igual me ha quitado tiempo. No pienso comenzarlo de lleno hasta terminar todos mis fics y poder entregarme por completo a él. Por ende, espero terminar In Fine Temporis este año, dentro de lo posible. Ustedes saben que ese fanfic es mi vida, mi todo, y nunca podría hacerle un capítulo flojo o sin sentido. Siempre intento que los caps sean eternos y con harto contenido, a menos que el objetivo del cap sea todo lo contrario. Por eso no puedo actualizar tan rápido como quisiera. Lo amo demasiado como para convertirlo en un libreto a lo Game of Thrones 8, en plan: capítulo 1, capítulo 2, cap.3, 4,5678… jajaja no sé si me explico. No arruinaré el final por el capricho de terminarlo luego. Quienes me tienen esa paciencia, no saben cuánto lo valoro y gracias por el infinito apoyo.

Quiero dedicarle este fic a Grethell. Gracias por el apoyo infinito, por estar ahí, por levantarme en cada caída tonta producto del estrés. Eres la mejor. Con mucho cariño. Gracias por ir codo a codo conmigo cuando hice este fic!

No diré nada de este fic, solo que… amo a Levi. Y amo Thief. Que esto es lo más cliché que he escrito en mi vida y que lo amo y no me importa. Y gracias por leer si es que, luego de esta nota pegota xD, continúan bajando.

Love you all. Bless!

Matt.


TENEBRAE

Era la décima esquina que viraba.

Sentía el corazón cerca de la garganta, como si eso fuese posible. Para su buena suerte, la juventud de sus huesos era provechosa, por ende, no rechistaba tras cada caída vertiginosa resultado de un brinco fatal. Se amortiguaba en sus tobillos con la elegancia de un felino y luego se volvía humo entre las sombras.

Era silencioso, era escurridizo, era líquido entre los dedos. La Guardia estaba cansada de perseguirle.

Él no era el tipo de forajido que descansaba a la quinta cuadra y se sumía ante el garrote, entregándose a su irrefrenable destino. Él luchaba, siempre oponía resistencia, sobre todo, a ser atrapado. Optaba mil veces por la muerte antes que ser encerrado en una vil mazmorra hedienta a miasma, fría y mohosa.

Si así sucedía, él había sentenciado que, entonces, sería su fin.

Porque aceptaba la muerte como aceptaba su miseria. Quizás, la muerte era una escapatoria, más una solución que un problema. Era lo único ante lo que inclinaba la cabeza con obediencia. Aquella irrefutable verdad siempre sería su ley. No así los juicios humanos; quien fuese una persona mundana y susceptible a los errores como él, no tenía derecho alguno de reprochar su moral.

Por eso huía. Porque no existían manos dignas de su deceso. Escapar era, de momento, su mejor opción.

Gracias a la lluvia, los pasos de los soldados eran audibles, puesto que los ecos viajaban a través de la noche silenciosa, abriéndose camino por las murallas de cada edificio. Así como él mismo, que se abalanzaba para adherirse a cada pared, afirmándose de cualquier resquicio que le permitiese ajustar el equilibrio. Se desplazó sin descanso, como un arácnido, escabulléndose por todos los rincones oscuros.

―¡Que no escape! ―los hombres corrían incansables.

―¡Ladrón! ―los gritos de las mujeres provocaban cosquillas en su oído. Le irritaba.

Y la preocupación no cesaba. La noche se mostraba agresiva, desatando la tormenta con brío, haciendo que, para él, fuese un poco más complejo vislumbrar los rincones de la ciudad.

¿Estaría Farlan por allí? ¿Aún le seguía? ¿O se había perdido entre las tinieblas?

No podía preguntar, ni ocurrírsele hacer el intento de hablar; cada sonido que proviniese de él era la más certera alarma. Y, como consecuencia, acabó odiando la lluvia. Patinaba con facilidad, golpeándose, ocasionando sonidos secos que se propagaban en el aire. Él era ágil y diestro, sí, pero ante las piedras resbalosas del suelo no era más que un simple mortal.

Incluso, si utilizaba su flecha de cuerda para clavarla en alguna viga, al intentar escalar por la misma, un relámpago violento lo aturdía y su cuerpo se tambaleaba para acabar azotándose contra los muros.

A pesar de todos los contratiempos, consiguió asirse de un tejado y, tras encaramarse rápidamente, se arrastró por la superficie para no ser visto. Desde las alturas, sondeaba de forma ligera hacia las profundas oscuridades del suelo, pero no conseguía vislumbrar nada. Los relámpagos no ayudaban, iluminaban demasiado y terminaban encegueciéndolo.

Se encontraba sobre la que parecía ser la casona más alta de todas. En otras circunstancias, hubiese sido el sector idóneo. No lo era, en ese entonces. Consiguió reptar hasta la orilla de las tejas para echar un vistazo abajo y, desde allí, consiguió ver el pequeño balcón que adornaba el ventanal de la última habitación. No sería difícil dejarse caer allí para seguir avanzando…

Aunque dudó por un momento.

Sin embargo, los pasos de los hombres resonaron vigorosamente contra el húmedo suelo. No estaba en sus planes darle tregua al forajido, porque, esta vez, el mal nacido había asesinado a uno de sus soldados… ya no tenía perdón.

―¡Quiero su puta cabeza! ―la voz ronca y desaforada le hizo entender que no había hesitación ni mentira tras ello; su destino era inevitable.

Mas sabía que no cedería tan fácilmente. Él nunca, nunca, se rendía sin antes dar buena pelea.

El plan era sencillo: debía caer sobre el balcón y, luego, ayudarse de otra de sus flechas de cuerda para llegar a la viga de una casa próxima. De ese modo, podría avanzar hasta, por lo menos, la esquina de toda esa cuadra. Así, podría desaparecerse más pronto de la vista de la tropa de seguidores que anhelaban su cabeza en una pica.

No obstante, cuando lo intentó, dio un paso en falso ―probablemente, víctima de la excesiva humedad que brotaba del techo― y cayó, golpeándose con fuerza, en el borde del balcón, para quedar pendiendo de este.

El ruido fue suficiente para llamar a la jauría de soldados rabiosos. Ver a la sombra tambaleante fue suficiente, por lo que no recurrieron a ninguna preparación, ni mucho menos a segundas opiniones. La ballesta estaba predispuesta y solo quedaba un paso por seguir…

Cuando apenas había alcanzado a equilibrarse sobre la baranda del balcón, sintió cómo la flecha lo atravesaba. Primero, percibió el impacto, como si le hubiesen propinado un golpe; al milisegundo siguiente, el escozor se arrastró por su carne, abriéndose paso tortuosamente. El dolor fue tan punzante, como ningún otro que él hubiese experimentado, tanto, que sufrió agobiantes ganas de vomitar. No alcanzó a emitir sonido alguno, solo fue consciente de cómo su respiración se cortó en ese preciso momento, y su cuerpo se dejó arrastrar por su propio peso.

Había sido un relámpago. Un maldito relámpago que no estuvo de su lado, sino del contrario. Lo acusó en el preciso momento en que planeaba escapar, pero que, sin embargo, lo escondió mientras él intentaba luchar contra la agonía.

―¿Dónde está? ¿Cayó? ―averiguó quien parecía ser líder del grupo.

Le estaban buscando para deshacerse de su cuerpo hasta la última partícula. Pero si las luces del cielo no habían sido sus aliadas, lo había sido la oscuridad, que lo encubrió mientras él aterrizaba contra lo que fuera que estuviese frente a sí.

Un par de puertas francesas, para su mala ―o buena― suerte.

Ambas se abrieron con facilidad, no parecían aseguradas. El hombre se desplomó en el suelo, su mejilla estaba adherida a la alfombra, y tras intentar controlarse durante un par de segundos, comenzó a arrastrarse mansamente, buscando alejarse del balcón, de cualquier vestigio de luz que lo volviese una sombra visible.

Luego de desplazarse lo suficiente, se orilló en una esquina oscura y se acurrucó, palpándose para encontrar la herida: la flecha estaba inserta en su costado derecho, a la altura de la cintura. Que no estuviese sangrando por la boca parecía un buen indicio, no tenía nada roto de forma interna. O eso quería creer.

Cuando sus ojos se adaptaron a la escasa iluminación del cuarto, advirtió que había ido a parar a la habitación de una niña pequeña. Y anheló de todo corazón que la cría no se encontrase allí.

―Hola.

Alguien debía odiarlo demasiado. El creador universal no lo amaba, lo repudiaba, porque su suerte parecía ser incluso ridícula.

Alzó la vista lentamente, repasando fugaz la panorámica, hasta que consiguió ver la figura de una muchacha inofensiva, quien lo miraba desde la seguridad de su cama. No parecía asustada, no parecía que fuese a llorar o a gritar; estaba quieta, con la mirada un tanto descolocada. Si había estado durmiendo, quizás pensara que todo eso era un sueño.

Y si ella no lo creía, él la convencería. Podía jugar perfectamente con la mente de una menor. Podía con los adultos. Ella no presentaba reto alguno.

―Hola ―le respondió, mas cuando lo hizo, notó su voz jadeante.

―¿Estás herido?

«Mierda».

No, no estaba dormida del todo.

―No, es tu imaginación ―la voz del hombre era profunda, tétrica―. Estás soñando aún.

―¿Cómo podría estar soñando si ni siquiera estaba durmiendo?

«Mierda, mierda».

El dolor seguía ahí. Si se quedaba quieto como una estatua conseguía apaciguarlo, pero si se movía, la punzada volvía. Y tenía que respirar, no podía dejar de moverse.

Tras darse una breve pausa ―porque no podía permitirse más, de todos modos―, pensó en qué diría a la mocosa insolente que lo observaba con grandes ojos. Ojos tan grandes que le recordaban que estaba alertadamente despierta, ojos tan grandes que eran visibles aún con la tenue luz de los relámpagos esporádicos.

―Escucha, pequeña ―se acomodó, a modo de evitar el dolor y así hablar de forma más fluida―. No tardaré en marchar. Solo estoy refugiándome aquí, porque unos hombres malos estaban persiguiéndome.

―¿Por qué unos hombres malos estaban siguiéndote?

―¿Qué?

―Que ¿por qué…

Un gruñido la detuvo.

―Eso no importa, niña ―tenía que quitarse la flecha o no podría continuar―. Tan solo finge que no he estado aquí. Si guardas este secreto ―¿y qué podría ofrecer? Un sucio ladrón, un forajido como él, ¿qué podía prometerle a una niña pequeña? Nada. Pero como el que bandido era, le mintió―… te traeré un bonito regalo.

―¿Puede ser lo que yo pida?

«Alto ahí». Ese no era el rumbo que debían tomar las cosas… «Maldita mocosa astuta, ya duérmete».

―Lo que tú pidas ―mintió otra vez. No iba a cumplirlo, daba lo mismo.

Vio, con preocupación, cómo la niña se destapó para bajar de su cama. Ya de pie, notó que vestía una camisola fina y blanca que, por poco, se confundía con su piel. Su cabello era estrictamente negro y liso, lo llevaba en una melena que descansaba en sus hombros. Gracias a un relámpago más, admiró el platinado color de sus ojos y, asimismo, sus rasgos: ella no pertenecía a aquel cruento país.

―¿Es un trato? ―la muchacha ladeó el rostro, esperando su respuesta. Él advirtió, también, que ella había estado llorando. Tras darse cuenta, algo en su mente hizo corto circuito―. Mi nombre es Mikasa y tengo doce años.

Él soltó un largo suspiro, uno que dolió desmedidamente. Le recordó su actual situación y que debía salir de ella pronto.

―Mikasa… solo ―jadeó, intentando halar, él mismo, la flecha―, tan solo guarda silencio. Prometo que te traeré lo que me pidas.

―¿Puedo ayudarte con eso? ―la pequeña vio la flecha, y él no entendía por qué no conseguía asustarla con nada.

―Eres una mocosa, ¿cómo se supone que vas a ayudarme? ―le gruñó.

―Pues ―la niña miró a todos lados, como si buscase respuestas en los rincones de su habitación. Infló las mejillas, frustrada―… tengo comida, tengo medicinas, y, y tengo… refugio. Y tú estás en mi hogar. Y estás siendo descortés. Gritaré si insistes…

―Entiendo, entiendo ―rechistó, adolorido. La mocosa no era como los infantes que había conocido hasta entonces. Ella aparentaba ser vivaz e intrépida.

―Quédate aquí. Buscaré algo que pueda ayudar ―retrocedió sin dejar de mirarlo, hasta que llegó a la puerta y lo observó desde allí―. ¿Puedes quitar la flecha?

Él alzó la vista para dirigirse a ella. Otro relámpago, y la pequeña vio lo misteriosos que eran los ojos azules de aquel extraño sujeto que se hallaba en su habitación. La oscuridad no le había permitido ver mejor: el vestía de negro, completamente, y tenía una bandana que cubría su boca o que, al menos, lo había hecho alguna vez. La necesidad de respirar había conseguido que la tela se escurriese hasta su mentón.

Mikasa recordó que, en sus tierras, la gente que vestía así era aquella que practicaba el ninjutsu. Sin embargo, aquel hombre distaba mucho de eso.

―Intentaré quitarla… ―asintió él. Esta vez, se mostró curioso. La niña lo abrumaba―. Levi ―soltó de pronto.

Ella estaba por salir de la habitación cuando lo oyó.

―¿Cómo dices? ―preguntó con su voz algodonada.

―Levi es mi nombre.

Aunque por unos segundos, la muchacha se perdió en volátiles pestañeos, volvió al presente pronto, y le sonrió de vuelta al hombre que la atisbaba desde su posición. Reaccionó rápidamente al darse cuenta de que él no podría esperarla más tiempo.

Era un riesgo por donde se mirase, el que Levi hubiese aceptado la ayuda de una niña pequeña. Muchas cosas podían suceder como, por ejemplo, que ella fuese a buscar a sus padres o fuese por ayuda. Estaba ofreciéndose al peligro en una bandeja de oro, pero las circunstancias en aquel momento no hablaban a su favor, por ello, no tenía muchas opciones ni cómo regatear. Abogó a la última esperanza que su malsana suerte podía haber guardado para él.

Por un momento, se concentró en su cintura. La flecha seguía ahí y quería sacarla cuanto antes, aunque eso le jugase en contra. Mas si se miraba en profundidad, se daba cuenta de que la herida no era tan profunda. Su ropa gruesa había supuesto resistencia para el arma y, por lo tanto, la punta no había llegado a su carne con la misma fuerza que había sido expedida. Estaba en su músculo, era solo asunto de halar. Las puntas no eran grandes, reconocía las armas de la Guardia como podía reconocer sus propias huellas en una escena del crimen.

Tomó el astil para sujetar la flecha y removerla, pero el primer movimiento se convirtió en un dolor tan fuerte que no le permitió continuar. Yacía recostado en el suelo, apoyándose en un codo, buscando la manera de posicionarse sin torturarse en el acto. Y estaba resultando más difícil de lo que imaginaba.

Dejó de lado su ensimismamiento cuando divisó la rendija luminosa que expedía la puerta de la habitación; la niña la había dejado abierta.

Era una locura. Le había confiado su nombre ―aunque la dulce moza en miniatura lo hubiese hecho también, a ella no la precedía la desdicha― y ahora reparaba en lo insano que había sido aquello. Tal vez, había sido el cansancio, al abotagamiento de la adrenalina o sencillamente la incapacidad de razonar en un momento tan crucial.

Tenía que levantarse y salir corriendo de allí. Y ante aquel desesperado pensamiento, haló la flecha con todas sus fuerzas, logrando que saliese expedida de forma violenta. El gritó nació en lo más profundo de sus entrañas, avanzó hasta su garganta donde fue silenciado y, finalmente, lo expresó como una mordida salvaje al brazal de cuero que decoraba su antebrazo. El dolor fue como una explosión ácida y quemante, tanto, que no consiguió ponerse de pie para huir corriendo como lo tenía pensado. El malestar le había retenido los movimientos, sus piernas se habían entumecido, para levantarse precisaba de toda la fuerza de su abdomen, y eso era lo último que tenía. Se mantuvo apoyado sobre sus antebrazos mientras boqueaba suavemente, intentando asimilar la tolerancia al dolor que acababa de desarrollar. Seguía sintiendo náuseas, la respiración le picaba en la garganta, quería toser, pero cualquier movimiento erróneo sería traer de vuelta el desgarrador tormento.

Sintió pasos venir del pasillo, por lo que alzó la vista aceleradamente para juzgar a la brevedad si lo que vería frente a sus ojos era el giro de su suerte o su indeseable final. Lo más insólito de esperar era lo primero, mas eso fue lo que ocurrió.

La niña entró a la habitación, portando una bandeja entre las manos. Se detuvo, por lo menos, a un metro de él y lo contempló incrédula al enterarse de que él, con sus propias manos, se había arrancado la flecha.

Mikasa depositó la bandeja en el suelo. Levi pudo constatar que allí había compresas, agua y una especie de pomada… o eso alcanzó a ver.

―No te creía capaz ―musitó la muchacha, remojando un trozo de tela en el agua.

―Ahora me arrepiento de haberlo sido ―jadeó él, acomodándose tras comprobar que el dolor era soportable―. Más importante que eso, ¿qué estás haciendo, mocosa? Déjame ir… Esto no debería estar pasando.

―¿Por qué no?

Él alzó la mirada con hastío para verla a los ojos. ¿En serio preguntaba? ¿Cómo podía ser posible que una mocosa de doce años no saliese gritando aterrada porque un hombre extraño y herido irrumpiese en su cuarto?

―Porque, si no te has dado cuenta, estoy quebrantando la ley.

―Dijiste que unos hombres malos estaban persiguiéndote.

Mocosa de mierda.

―Irrumpir una morada sin consentimiento del propietario es quebrantar la ley.

―Pero yo he decidido que puedo ayudarte… y yo vivo aquí…

―¿Sola? ―él enarcó una ceja.

―No…

―Entonces, sigo siendo un forajido.

―¿Es lo que eres? ―la niña había estado removiendo la tela en el agua. Luego de estrujarla, se enderezó para ver a Levi a los ojos, enseñándole un temeroso mohín.

Fue la primera vez, en todo ese momento, que lo vio con recelo y pavor.

Levi oyó la pregunta y se quedó viendo a la niña en silencio… temía responderle y romper con la extraña atmósfera que se había generado entre ambos.

Le dijo la verdad, sabiendo que ya no tenía escapatoria. Simplemente, asintió pausado, sin dejar de mirarla.

Mikasa apretó el paño entre tus manos y lo refugió en su pecho, asustada, humedeciendo su camisola en el acto. Ahora entendía el aspecto, la vestimenta de aquel sujeto.

―¿Y vas a hacerme daño?

―No ―contestó seguro y rápido.

―Entonces, no debería temer. ¿No es así? ―inquirió, acercándose a él. En ningún momento, soltó la tela.

Esperó en su posición a que el hombre hiciera amago alguno de removerse la prenda que llevaba encima para así ayudarle. Sin embargo, luego reparó en que debería ver su piel descubierta para ese propósito. Se sintió incómoda y descartó la opción.

―¿Quieres que me vaya para que puedas limpiar la herida? ―musitó, tímida.

Levi enarcó una ceja. La situación completa era no de creer, irrisoria.

―Tan solo voy a removerme la camiseta. No voy a desvestirme ―la miró extrañado.

A ella, quien nunca se había visto en una situación similar, la hizo sonrojar. Mikasa sintió el rostro arder y, de pronto, aquel escenario le pareció surreal. Miró a aquel extraño hombre y repentinamente sintió rechazo. Le recordaba a la imagen mental que recreaba cuando su madre le contaba de los hombres malvados que robaban niñitas pequeñas.

Y este sujeto frente a ella se había llamado a sí mismo forajido. ¿En qué se había metido? Por arrebatada, por infantil, por torpe.

―Pensé que incomodaría…

―Es tu casa, mocosa. ¿Cómo podrías incomodar a un forajido que irrumpió en tu hogar? ¿No te das cuenta?

A esas alturas, Levi había removido su camiseta para lavarse la herida. Lo hacía de forma torpe, sus propias manos temblaban a causa del dolor cada vez que las acercaba a la apertura sangrante. En cuanto enjuagó el paño, el agua se tiñó de rojo y parecía que la tela, en vez de limpiar, ensuciaba más.

Mikasa lo estudiaba con el ceño fruncido. Si su madre se levantaba, en cualquier momento, para verla en su habitación, el escándalo se desataría… pero, por lo motivos que la habían mantenido llorando previa a la interrupción del forajido, supuso que la mujer no tenía planes de intentarlo. No querría verla hasta la mañana próxima...

Mikasa suspiró. No le importaba mucho ya, luego de haber sabido aquello que sus padres le habían comunicado horas antes.

―Oye ―la voz del hombre la desconcertó―, ¿cómo es que no te ha molestado en lo más mínimo mi presencia aquí?

―Estaba de buen humor.

Levi soltó una risilla jadeante.

―Estabas llorando…

Mikasa abrió la boca con indignación, sin poder creerlo.

―Eso es…

―Te vi, cuando te acercaste ―le aclaró, sin quitar atención a la limpieza de su herida.

La niña gruñó, disconforme. Se sentó a un lado de Levi y le ayudó con la herida. Al comienzo, lo notó tenso, incómodo. Más tarde, lo vio relajarse, cuando se dio cuenta de que la pequeña tenía mejores talentos que él para toda esa parafernalia.

―Creo que está mejor ―las manitos diminutas hacían un trabajo delicado y minucioso. No se comparaba a los raspones sin tino que él mismo se había propinado.

Cuando Mikasa consiguió secar la herida lo suficiente, aplicó una buena porción de pomada. El material le provocó a Levi un extraño picor. Quiso frotarse él mismo, pero la muchacha no se lo permitió, alejándole la mano de forma educada.

―¿Cómo es que sabes…

―¿Curar heridas? ―completó, ensimismada en su labor―. Mi padre luchó en batallones cuando aún vivíamos en nuestras tierras. Solía ayudar a mi madre cuando él volvía con heridas en el cuerpo.

Con un gesto de su cabeza, Mikasa instó a Levi a levantar ligeramente su cuerpo para rodearlo con la venda que había conseguido de las muchas cosas del baúl de suministros médicos de su hogar.

―Tu padre es un hombre de honor.

―No, ya no más ―y la ternura de la pequeña se difumó en ese preciso momento, dejando en cambio su expresión de decepción, de dolor, de angustia.

Levi quiso preguntar… pero solo volvía a su mente la misma incógnita.

―Deberías correr, llamar a tus padres, porque un malhechor entró en tu habitación ―suspiró, dejándose caer de espaldas. Mikasa terminaba de ajustarle la venda y no pudo. Sostuvo un lazo de esta última en su mano para retenerlo ahí, y observó al forajido.

―¿Cuántos años tienes? ―preguntó inesperadamente.

El alzó un poco su cabeza, para verla, incrédulo ante su interrogación.

―Veinticuatro.

―Tengo doce años. No tres ―dijo ella, cabizbaja―. Además, en un mes cumpliré trece.

―Como sea ―el volvió a reposar su cabeza―. No tienes que preocuparte. Antes del amanecer, ya no me verás aquí. Me aseguraré de que los hombres malos hayan dejado de seguirme y, entonces, desapareceré.

―Deja de decir eso ―rechistó la niña―. No necesito que me hablen como a un bebé. Entiendo que eres un forajido. Robaste algo. Por eso te perseguían ―de un momento a otro, fue como si ella hubiese desinhibido su entendimiento. En el fondo, era la dinámica que la niña tenía para enfrentarse a él.

―Hice algo peor que eso… aunque no más de lo que ellos me hicieron a mí.

Mikasa abrió sus enormes ojos curiosos.

―¿Qué cosa?

Pero Levi no le respondió. Le pidió, por favor, finalizar con el vendaje y así hizo ella. No quiso decirle nada más, excepto por el escueto gracias que soltó antes de quedarse reposando en el suelo.

Mikasa tomó las cosas que había utilizado y se retiró durante largos minutos. Levi supuso que había ido a ordenar todo ese desastre que tenía en la bandeja. Cuando regresó, la niña aseguró la puerta y no se inmutó por la presencia ajena allí. Avanzó hasta su cama para luego sumergirse bajo las sábanas.

Llegaron las tres de la madrugada cuando Levi se dio cuenta de que era demasiado tarde. La pequeña Mikasa cabeceaba, tambaleándose en su posición. Aburrida, había ido a sentarse junto a él, para oír un par de historias inconexas que, supuso, habían tenido el objetivo de distraerla, sobre todo cuando ella, capciosa, intentaba sonsacarle más información al insólito visitante.

Para esa hora, estaba tan agotada, que por poco no alcanzó a notar el instante en que el hombre se puso de pie. La figura hecha sombras se irguió ante sus ojos, y fue solo por eso que decidió salir de su embeleso.

Él se marchaba.

―¿Ya te vas? ―reaccionó como si hubiese revivido súbitamente.

Él enarcó una ceja.

―¿Pretendes que me quede aquí?

―Es que… dijiste que, si guardaba el secreto, me darías algo.

«Mierda», y él había jurado que ella lo olvidaría, que podía mentirle y marchar habiéndola engañado.

―¿Has hecho todo esto por eso que dije?

―No ―encogió los hombros―. Pero acabo de recordarlo, ¿sabes? Y, bueno, hay algo que quiero.

Levi no podía creerlo. Una mocosa de doce años le había salvado la vida y ahora estaba en deuda con ella. En su completa existencia como forajido había vivido las más extrañas e inexplicables historias, había sido partícipe de actos impensables, y había presenciado cosas insólitas, siendo su suerte algo que poner en tela de juicio, pero aquello superaba con creces todo lo demás.

Era, sencillamente, absurdo.

―Lo dije porque ―meneó la cabeza en negación, apretando los párpados. ¿Qué pretendía decir? ¿Decirle que era un miserable ladrón mentiroso? ―… no quería que te asustaras.

―Nunca me asusté ―la voz de Mikasa era tenue, relajante.

―Bien, ¿qué quieres? ―si era algo fácil de dar, podía hacerlo en breve.

Mikasa fijó la mirada en el suelo de su habitación, perdiéndose en sus pensamientos. Levi no creía tener más tiempo para escapar exitosamente. Al salir de ahí, tendría un largo camino que recorrer por las infinitas hileras de tejados, hasta alcanzar el centro de la ciudad y abrirse paso hasta su refugio, en la Torre del Reloj.

―Quiero ―la niña se detuvo unos segundos―… quiero que me ayudes, como yo he te he ayudado a ti.

Levi lo sopesó un instante, en silencio.

―Tú no pareces tener heridas…

―Eso parece ―irrumpió ella, abruptamente, frunciendo los labios.

Levi hizo un mohín de desconcierto. Era una mocosa bonita, pero extraña.

―Niña ―luego de eso, dudó y se corrigió―… Mikasa, debo irme. ¿Qué vas a pedirme?

―Que vuelvas.

Esta vez, Levi alzó ambas cejas con asombro.

―¿Volver? ¿Aquí? Seré hombre muerto si hago eso.

―Puedes volver durante las noches. Puedo tener comida y lo que me pidas, pero, por favor, no me dejes sola.

«¿Qué demonios?».

Levi se ajustó la bandana para cubrirse el rostro hasta la altura de las mejillas, dejando únicamente sus ojos visibles.

―No puedo hacer eso. Si no te conformas con alguna baratija, se cierra la oferta.

―Si no lo haces, juro que gritaré tan fuerte que mis padres vendrán aquí corriendo…

―Hey, no me amenaces…

―Solo estoy cobrándote la palabra. ¡Tú dijiste: lo que yo quisiera! ―susurró con fuerza, aun dando espacio a la posibilidad.

―Escucha, gracias por salvar mi pellejo. Esta ha sido una de las putas noches más insólitas que he vivido, pero eso no significa que vaya a perder el juicio tan fácilmente. No tengo motivos para volver aquí, excepto si quisiera mi cabeza decorando una pica del castillo de la Guardia. Creo que tienes sueño y que eres una mocosa. Así que vete a dormir.

―Gritaré.

―Maldita mocosa…

―Ya sabes lo que exijo.

―Si vuelvo, ¿qué? Ni siquiera puedes garantizar que cumpliré. Puedo decirte que sí para dejarte tranquila y luego marcharme para siempre.

―¿Así de miserable eres? ¿Tan poco pesan tus palabras?

Levi pareció ofendido. Y no supo explicar por qué, si tan solo se trataba de una mocosa insolente que acababa de conocer.

―¿Por qué no lo averiguas?

―Y tú, ¿por qué no averiguas qué sucede si vuelves mañana?

Él volvió a enarcar ambas cejas. La niña, de pronto, le pareció demasiado desafiante para su edad.

―Es tarde. Gracias por todo. Adiós.

―Nos vemos.

Levi caminó hacia el balcón por el que había entrado. Miró hacia el exterior y notó que la lluvia había cesado. Volteó para ver a Mikasa por sobre su hombro y no respondió a la insolente despedida.

Comprobó la movilidad de su cintura y las herramientas que traía consigo. Aún podía valerse de algunas flechas de cuerda. Sin voltear, se marchó y desapareció entre las sombras de la noche.


De ese hecho, transcurrió una semana.

Cada noche antes de irse a dormir, Mikasa se aproximaba a su balcón y apoyaba los brazos sobre la baranda. Desde allí, sondeaba cada figura misteriosa que se perdía entre las sombras, y que para ella podía significar una ínfima esperanza. No sabía qué motivos tenía para confiar en un forajido, pero algo dentro de su ser le susurraba que el tal Levi volvería, que no rompería su promesa.

No obstante, cuando ya daba la media noche y el frío la obligaba a entrar, echaba un último vistazo a la calle, convencida de que él aparecería. Y eso lo descartaba al momento de distinguir las sombras de los caballeros de la Guardia, dando su paseo nocturno.

Esa noche en particular, la arrastró una fiera tristeza. Era común en ella, sobre todo luego de que sus padres tomasen la decisión de irse a vivir a aquel nuevo y lúgubre país. ¡Cómo añoraba los días soleados y coloridos en Japón! Ahora, aunque tenía una casona enorme y una vida cómoda, solo la rodeaba un pobre y angustioso paisaje. Se había ganado múltiples retos de sus padres debido a sus berrinches, pero ellos insistían en que era por el porvenir de la familia y, por sobre todo, por el futuro de ella. Su padre tenía una buena oferta de trabajo, un proyecto de negocio prometedor, y no podía desaprovecharlos. Y eso estaba bien, creía Mikasa, en el fondo de su corta experiencia entendía que cada día necesitaba un plato sobre la mesa, un pan que llevarse a la boca, mas nunca entendería, ni mucho menos perdonaría, haber formado parte de la sucia oferta. Eso era una injusticia brutal por donde se viese.

Puesto que a su padre no se le había ocurrido nada mejor que comprometerla con el hijo de su nuevo jefe y gestor de aquel portentoso proyecto.

¡A ella le habían hecho eso! Cuando faltaba un mes para su cumpleaños y no cumpliría nada más que trece, ya la habían unido a un sujeto que no se antojaba de amar, ¡nunca lo haría!

Era una tortura el tan solo imaginarse a su lado. Y por eso se encerraba en su habitación todas las noches, y por eso lloraba durante horas. Y también por eso la había atacado aquella pena inhumana esa noche.

Porque aquel curioso día en que un ladronzuelo herido irrumpió la quietud de su cuarto, supo que la suerte no la había abandonado del todo, que alguna señal venía de la mano con todo eso… o eso quería creer. Desde el momento en que lo vio en su cuarto, entendió que era su única posibilidad de pedir ayuda. Y no entendía cómo o qué haría, pero encontraría la manera de sacar provecho de la situación.

Entonces, había esperado inocentemente, y ante la ausencia del forajido, la embargaba la pena.

¿Cómo podía ser que ni un solo santo en el cielo oyese sus plegarias?

Había visto al muchacho que en su adultez sería su esposo, la pasaba por tres años, y tenía una horrenda cara de caballo.

¡Qué espanto!

Cerró las puertas y ajustó los visillos que las cubrían. Era mejor ir a descansar, porque la angustia la ahogaba cuando se imaginaba viviendo toda su existencia al lado de un hombre con rostro equino al que no amaba, viviendo juntos en una casona repleta de lujos y vacía de sueños, en medio de una ciudad donde jamás salía el sol, donde todo era sombrío.

Estaba por deslizarse entre las sábanas, cuando oyó ruidos en el balcón. No un sonido que abusara del viento ni atropellara el silencio; eran ondas sibilantes y sedosas casi imperceptibles y que, de no ser por la noche sepulcral, no hubiese percibido.

Parecía lógico que se aventurase a descubrir qué era dando pasos sigilosos y temerosos hacia el exterior, pero en cambio, Mikasa corrió a toda prisa para abalanzarse sobre las puertas y abrirlas de par en par.

La sombra que se alzaba frente a ella la hizo sonreír. Poco a poco, disminuyó su imponencia a medida que la persona en cuestión encontró apoyo y comodidad sobre la baranda. Levi estaba sentado allí, junto donde se formaba el ángulo. Su postura era ligera, relajada, sus hombros caían desinteresados. Solo sus ojos brillaban ligeramente.

―Volviste ―musitó la niña, sosteniendo ambas puertas mientras ella se hallaba al medio. Él la miró unos segundos, luego volteó el rostro hacia la ciudad que apenas era iluminada por la luz de la luna―. Pero demoraste una semana…

―Dije que no volvería, que no tenía motivos para volver ―su voz siempre era tan oscura, tan carrasposa―… mas no puedo ignorar la ayuda que recibí de tu parte. No me conocías, no me conoces, a decir verdad, y aun así arriesgaste tu propia seguridad para permitirme un espacio en tu hogar y cambiar mi destino. He venido a agradecer.

Mikasa se quedó en su lugar, sin soltar las puertas, y lo observó con aturdimiento. Mantuvo el ceño fruncido y pestañeó rápido.

―¿Y luego te vas? ―parecía ofendida.

―¿Qué quieres decir?

Ella decidió que era mejor cerrarle las puertas en la cara. Y así hizo.

Levi no podía creer que ella fuese tan insolente.

―¡Oye, mocosa! ―protestó―. Eso no es todo…

Entonces, Mikasa las volvió a abrir, no sin dejar de mirar al hombre de forma desafiante.

―Entonces, ¿qué? ―esperó la respuesta, mostrándose altanera.

―Vengo a devolverte la mano. Aquella noche me fui sin darte espacio a decirme por qué querías que volviese ―se quitó la bandana y lució su rostro.

Al ser la luna tan brillante esa noche, Mikasa se permitió descubrir mucho mejor las facciones de aquel hombre y, finalmente, le veía mejor. Era un sujeto bien parecido, aunque de rostro duro, sin embargo, aquello no le molestaba en lo absoluto. Le parecía tanto mejor que el joven con cara de caballo.

―Sí, te marchaste sin más, a pesar de mi cordialidad…

―Vaya cordialidad la tuya ―masculló, recordando lo prepotente que era la muchacha, aun para su edad y su estatus social―. El asunto es que no he podido sacarme de la cabeza el por qué una mocosa de tu edad accedería a ayudar a un despreciable como yo. Ni mucho menos he llegado a comprender qué te llevó a pedirme que volviese. Las peores imágenes han surcado mi mente, así que… espero que me libres de eso y me digas qué ocurre realmente.

Era cierto. Su mente le había jugado malas pasadas. Durante los últimos días, Levi había estado imaginándose lo peor. A pesar de ser joven, ya había vivido suficiente como para saber que el mundo estaba repleto de las más terribles injusticias. Y su mente atrofiada por las malas experiencias le había hecho creer que aquella niña, quizás, necesitase auxilio.

Él era un ladrón, cierto, pero era humano, y jamás aceptaría ser un hombre que hace la vista gorda. Algunas cosas le interesaban, muy pocas, pero si consideraba que la causa era justa, no dudaba en intervenir.

Por ende, no había podido dejar de pensar en Mikasa.

No había manera, sobre todo, porque era sencillamente ridículo y él aún no comprendía por qué había ocurrido; una niña pequeña le había salvado la vida. Y él había estado pensando en cómo devolverle la mano, mas cuando reparó en ello, evocó el recuerdo de los ojos llorosos que parecían pedir ayuda. La niña le había pedido que volviese, como si algo malo fuese a pasarle si la dejaba sola.

Desde entonces, cosas horridas habían estado surcando su mente sin descanso: un padre abusador; violencia entre los padres o, incluso, contra la misma pequeña; o el abusador era otra persona… un familiar o un conocido. Y si era el caso, estaba dispuesto a ensuciarse las manos con tal de pagar una vida con vida.

Por eso había vuelto. Era una niña de curioso aspecto. Y si algo malo le ocurría, no lo merecía. Porque, por su voluntad, él seguía oculto entre las sombras, respirando.

―Ah, vaya ―Mikasa soltó las puertas, pero las dejó abiertas. Avanzó hacia la baranda, justo donde estaba Levi. Él parecía inquieto frente a ella―. ¿Qué cosas has pensado?

―¿Qué sucedió contigo aquella noche para haber ayudado a un forajido, como si hubieses lanzado tu suerte al mar? Y ―los ojos del hombre frente a ella brillaron en la oscuridad―… ¿por qué estabas llorando?

―Oh…

La vio dudar, morderse los labios y, luego, agachar el rostro, resignada. Algo ocurría, y por alguna extraña e inexplicable razón, él quería saber.

―Cuéntame. Así podré saldar mi deuda y largarme.

Ella abrió los ojos desmedidamente.

―¿Cómo dices? Si acabas de llegar…

―Un ladrón nunca vuelve dos veces a un mismo lugar, Mikasa ―que él recordase su nombre la hacía emocionar ligeramente (eso último porque estaba molesta) ―. Tarde o temprano me encontrarán, ¿entiendes?

Con esa última aclaración se volvía todo más comprensible, Mikasa entendía el motivo. Si Levi seguía revoloteando por allí, la Guardia podía atraparlo. Y ella no quería eso. No podían atraparlo a él, su última esperanza.

―Eres tan escurridizo, me molesta ―ella infló las mejillas. Aun así, seguía irritada

«Mocosa…», él no podía dar crédito al desplante de la niña. Pero mientras ella más jugaba con él y su paciencia, más intenciones le sobraban a él de quedarse.

De un momento a otro, la vio desaparecer hacia el interior de su habitación. Oyó el sonido del cerrojo de la puerta y, a los segundos, la vio aparecer nuevamente. Se veía diferente, como si, tras sumergirse en la oscuridad y luego volver, hubiese sufrido algún tipo de metamorfosis.

―He asegurado la puerta. Ahora puedes entrar ―invitó. Levi ensanchó la mirada―. Así la Guardia no te atrapará… porque, si sigues ahí, podrían verte…

Aunque lo mesuró, Levi terminó siguiéndola por inercia. Sabía que cometía un enorme error al adentrarse con ella en la habitación, pero entendía que, si pasaba más tiempo sentado en la baranda, corría peligro. Así que se deslizó de su posición, silencioso como siempre, y avanzó hasta entrar en la calidez que embotellaba la sala. La niña se sentó en la cama y lo invitó a hacerlo también, sin embargo, él optó por la región sur del colchón, manteniéndose de frente hacia a ella.

Hubo espacio para el silencio, eso durante el comienzo. Ambos se contemplaron con serenidad; Levi buscando comprender las actitudes y reacciones de Mikasa, y ella analizando cómo comenzar y terminar de confiar en un extraño.

Cuando Levi oyó todo su discurso, le pareció sentirse un tanto incrédulo debido a la supuesta gravedad del asunto. Esperaba oír algo mucho más trágico, más retorcido, pero que la niña estuviese comprometida con un mocoso insípido hijo de un millonario le parecía algo común de ver en las familias adineradas. Había cosas que podía manejar como deshacerse de un agresor, hacer desaparecer a un violador, devolverle la mano a un asesino… pero no había nada, absolutamente nada, que hacer en contra de un pobre muchacho que, posiblemente, desconocía tanto del mundo como Mikasa.

―Supongo que comprendes que no puedo hacer nada contra eso ―su voz era tajante.

―Pero… dijiste que querías devolverme la mano ―Mikasa parecía decepcionada.

―¿Y qué quieres que haga? ¿Que asesine a un mocoso que no tiene la culpa de las decisiones que toman sus padres? Él debería estar en tu misma posición.

Era la primera vez que Mikasa reparaba en ello. Aun así, insistió.

―Entonces, será un sufrimiento doble ―espetó―. No he dicho que le asesines.

―¿Y cómo pretendes detener todo esto? ¿Te das cuenta de que no puedes?

Los ojos de la muchacha se nublaron de lágrimas, sabiendo que aquel extraño forajido tenía razón. No podría evitar el desenlace, no había manera de evadir tal responsabilidad, si no era muriendo ella o el joven con rostro de caballo. Porque el trato estaba pactado, no había trámite ni conversación alguna que pudiese hacerse con el fin de acabar con todo ese teatro.

―La verdad no sé qué pretendo ―admitió, agachando el rostro―. Tal vez, pensaba que, si volvías, iba a sentirme menos sola. Como si hacerte cómplice de mis penurias fuese a resolver algo ―luego, volvió a levantar el rostro, mostrándose más determinada―. No me arrepiento de haberte ayudado. Siento que la magia de lo insólito que ha sido todo esto me llenado de cierta motivación.

―Escabullir a un bandido en tu habitación no tiene nada de mágico, mocosa.

Mikasa se sonrojó. Él lo decía de una manera tan oscura, que le erizaba la piel y, a la vez, la hacía sentir culpable. Estaba haciendo algo malo, lo tenía bastante claro. Pero no le importaba; tal y como había dicho, el cariz de aquella novedad la llenaba de una energía alegre y vigorosa, como si de pronto no hubiese perdido las ganas de seguir adelante del todo.

―Levi, dijiste que devolverías la mano ―recordó―. Eso es lo que quiero: que vuelvas cuantas veces puedas.

―Te dije que un ladrón nunca vuelve…

―No me importa ―lo interrumpió y le habló rápido―. Si eres el bandido que dices que eres, eso quiere decir que eres lo suficientemente astuto como para saber qué horas son más prudentes y qué caminos puedes tomar. Además, puedes encontrarme aquí en mi habitación, no tienes que quedarte en el balcón, y puedo esperarte con comida, si lo necesitas… y, y, también puedo…

―Mikasa ―él la cortó de golpe―, no.

―Por favor ―musitó.

―No.

―Por favor, por favor ―sus susurros eran sedosos.

―No.

―Levi.

―No.

El rostro del hombre permanecía oscuro y encubierto en las sombras de la habitación, su voz era áspera y decidida, tanto, que la intimidaba, porque dejaba entrever que no habría reconsideraciones en su respuesta.

―Dijiste que devolverías la mano ―ella lo repetía, porque era su único respaldo.

―Pídeme cualquier cosa menos eso… Estás sobrepasando el límite de la posibilidad que ofrezco. Nunca he hecho esto antes, y si para la ocasión he cambiado de parecer, se debe a tu tierna edad y porque pensé que podía ayudarte con algún conflicto.

―Tengo un conflicto.

―Ya discutimos eso. Existe una sola manera de detener esa boda, y yo no voy a manchar mis manos con la sangre de un mocoso inocente.

Él se puso de pie y caminó de regreso al balcón. Mikasa no podía creerlo. Él era un bandido, de eso no tenía duda, pero no esperaba que fuese tan desalmado para dejarla allí sin respuestas. Había confiado en él, le había confesado su más amargo secreto, y ahora él se marchaba. Ella sabía que era porque él se encontraba escaso de posibilidades, pero le molestaba que ni siquiera hubiese intentado convencerla con otra oferta.

―¿Te vas?

―Ya terminé aquí.

―Pero no me has devuelto la mano…―allí iba de nuevo.

―Si te conformaras con una muñeca, todo sería más sencillo.

―No me gustan las muñecas, son feas y sus ojos sombríos me aterran.

―Adiós.

Lo vio dar un brinco para llegar a la baranda del balcón y así sostenerse de pie ahí antes de marchar.

―¿Volverás?

―Me harté de eso. Se acabó.

El hombre desapareció en medio de las sombras de la noche, tal como la primera vez.


―Pienso que tienes un rostro atractivo.

Levi se acomodó aún más la bandana, buscando protegerse de las miradas inquisidoras de una niña de trece años… ¿Tan rápido había trascurrido el tiempo? No conseguía palpar el pasar de los días, todo acaecía con una constancia tan unilateral que no alcanzaba a diferenciar el inicio de cada nuevo amanecer.

Un mes había pasado y, desde la noche en que declaró no volver a visitar a Mikasa, había estado apareciendo en su balcón sin falta. Había sido un giro inesperado y no había día en que no se juzgase por tamaña decisión, aun cuando era su propia voluntad consignarse a ello.

Aparecía cada media noche en el balcón. Con el pasar de las jornadas, comenzó a notar y a creer que Mikasa había acabado memorizando el ligero sonido que emitían sus flechas de cuerda, porque al apenas aterrizar, ella se asomaba por las puertas francesas y lo recibía con una cálida sonrisa. Y cuando no estaba molesta con él producto de sus berrinchudas razones, se mostraba misericordiosa y le ofrecía comida.

Ese era un día más, ella había arrastrado un mullido sillón hasta el balcón para acomodarse allí y él estaba sentado, como siempre, en aquel ángulo de la baranda donde encontraba equilibrio para sentarse. Conversaban durante horas, a veces toda la noche, a veces hasta que Mikasa sentía los párpados pesados como el concreto. En ocasiones, Levi debió despertarla para acompañarla hasta su cama.

―No te escondas tras la bandana ―lo retó―. He visto tu rostro antes, puedo imaginarlo si quiero.

―No seas insolente.

―¿Qué de todo eso es una insolencia?

Él la ignoró por completo y alzó el rostro para ver las estrellas.

Durante aquel último tiempo, había tenido suerte de no encontrarse con la Guardia cuando visitaba a Mikasa. Si oía pasos de los soldados en la lejanía, se abalanzaba hacia el interior de la habitación de un solo brinco. Por esa razón, las largas conversaciones que tenía con la niña ocurrían entre susurros.

Era una quietud ajena para él, pero que le agradaba. Había cosas que, de momento, prefería olvidar ―como su razón de estar en esa ciudad―, necesitaba la cabeza fría… entonces, aquellas noches de charla y chistes tontos eran como un bálsamo para su cordura. Además, la vista desde allí no era mala. El cielo se veía claro y amplio.

Sumergido en sus pensamientos, no notó a Mikasa, que estaba de pie frente a él, y que había conseguido deslizarle la tela del rostro para exponerlo a la brisa fresca de la noche.

―¿Qué sucede?

Desde su posición, lucía más alto que Mikasa.

― Hoy… mamá trajo a Jean a casa ―musitó ella con tristeza.

―¿El niño con rostro ecuestre?

Ella le sonrió, agradecida por la broma que ayudó a distender la atmósfera fúnebre.

―Quieren que comience a pasar más tiempo con él ―ella encogió los hombros―. Como si fuese un tema de costumbre amar a alguien.

―Tal vez, luego descubres que te cae bien.

―Espero no descubrirlo nunca ―frunció el ceño. Sus labios estrechados hicieron que Levi sonriese de forma casi imperceptible―. Ojalá pudieras hacer algo…

Levi suspiró profundamente.

Durante aquel mes que llevaba visitándola, había aprendido muchas cosas de ella como, por ejemplo, que provenía de Japón, que su madre y su padre eran personas de bien, con una buena situación, que tenía tradiciones y valores familiares muy arraigados, que le gustaba hacer galletas y acompañarlas con té, que pasaba mucho tiempo sola y que odiaba los días sombríos. En general, que tenía fuertes añoranzas de la alegría de su pasado.

Las noches que se veían, Mikasa era la que hablaba la mayor parte del tiempo. En esas ocasiones, le contaba sobre lo ansiosa que estaba su madre con el tema del compromiso (aun cuando faltaban años para consumarlo), lo mucho que quería a Jean y todo lo que hacía por juntarlos, por poco, a la fuerza. Mikasa solía desquitarse, llorar, despotricar y todo lo que Levi le permitía.

Y, en el fondo, Levi comprendía qué era todo eso; su forma de devolverle la mano era ser su amigo de turno. El único turno, tal parecía. Sola, recientemente llegada a ese lugar del planeta, Mikasa carecía de un círculo social. Y que su madre la forzara a llevarse bien con el protagonista de su desdicha no la ayudaba en nada.

El «ojalá» de su sentencia dejaba en claro cuán presente tenía su inexorable destino.

―Lo siento mucho ―le dijo y volvió a colocarse la bandana.

Mikasa sabía que era todo lo que él podía decir. Cansina, avanzó hasta la parte de la baranda que Levi no ocupaba, y apoyó sus antebrazos allí para mirar hacia la nada, hacia la oscuridad.

―Has venido tantas veces, pero nunca me has contado de ti. Forajido, ¿qué estás haciendo en esta ciudad?

―Escucho las penurias de mocosas ricachonas ―habló con voz áspera.

―Pff…

―No te enojes ―susurró tras oírla mofarse de su mala broma. Guardó silencio por un momento, sopesando si era correcto contarle. Al cabo de unos segundos le pareció ridículo. Todo lo que hacía ya era demasiado peligroso, sobre todo, el sencillo hecho de estar ahí junto a ella. Y eso no parecía tan importante como contarle sobre las razones que lo habían llevado a ese lugar―. Venganza ―admitió finalmente.

Las pupilas de Mikasa se dilataron ante la expectación. Sus ojos se ensancharon, su cabello se agitó violentamente cuando ella giró el rostro para verlo directo en sus irises profundos e intimidantes.

Jamás creyó que él fuese a responderle.

―Cuando nos conocimos, fue porque estaba huyendo de la Guardia. Me hirieron y fui a parar a tu balcón ―continuó―. Hice algo malo…

―Pero no más de lo que ellos te hicieron a ti ―recordó Mikasa―. Eso dijiste.

―El comandante de la Guardia asesinó a una amiga mía―la voz de Levi se volvió más oscura de lo usual. Mikasa se preguntó si sería ese un mecanismo de defensa para evitar reflejar sentimientos en su hablar―. Ella era una niña… tenía quince años.

―¿Era un ladrona? ¿Como tú? ―Mikasa ladeó la cabeza, en un gesto comprensivo.

No pretendía ofenderlo con sus palabras.

―Lo era… solo un aprendiz ―en un comienzo, Levi no quería ahondar en ello, pero tan solo comenzar había sido como un detonador―. Ese día, todo salió mal. Huíamos y ella se quedó atrás ―Levi agachó la cabeza; dolía recordar―. Solo me acuerdo de la sesión de ruidos exasperantes: el zumbido de las flechas, sus gritos, el peso muerto cayendo al suelo… Y recuerdo también la imposibilidad de devolverme.

―O te mataban a ti ―dijo Mikasa.

Cuando Levi la miró, los ojos de ella estaban humedecidos.

―Maté a uno de sus hombres… un soldado de la Guardia―confesó―. Por eso, no descansarán hasta encontrarme y asesinarme.

Mikasa se dio cuenta, algo tarde, de que su pequeña mano había ido, por inercia, a tomar la de Levi. Cuando lo notó, lo soltó de inmediato, haciendo que él creyese que ella le tenía miedo. No era así en lo absoluto. No quería incomodarlo, ni ser invasiva.

Retrocedió un par de pasos, abrazándose a sí misma para guarecerse del frío nocturno.

―Así que eso fue.

―Ya no te parece tan mágico, ¿no es así?

―Mataron a una muchacha ―habló con dureza―. No estaba bien pagarles con la misma moneda, pero eso no los absuelve de nada.

―Tienes razón… su absolución se las dará su comandante. Es por eso que estoy aquí. Durante mucho tiempo, he ido y venido a esta ciudad. Aquel día que perdí a Isabel ―hizo una pausa y miró a Mikasa; había soltado el nombre―, nos encontrábamos de visita aquí ―Levi no especificó a quién visitaban―. Desde aquel entonces, he permanecido en este lugar, escondiéndome entre las sombras, esperando el momento indicado. Y no me iré hasta conseguir mi objetivo.

―¿Y luego de eso? ―Mikasa lo miró con preocupación.

―Luego de eso, me largo para siempre.

―¿A dónde? ―le urgía tanto saberlo.

―A vivir una vida normal… o eso espero.

¿No le vería más?

Tras oírle, un vacío enorme la atacó sin piedad. De pronto, Mikasa deseó que Levi nunca cumpliese su objetivo, que ojalá ese estúpido comandante se escondiese en el lugar más recóndito de la Tierra, para que así Levi siguiese visitándola, para que nunca se marchase, para que sus motivos lo atasen a esa pútrida ciudad y lo mantuviesen cerca de ella.

Reparó en que era un pensamiento tan egoísta. Y aun así no cesaba de creerlo. Era algo tonto creer que Levi era suyo, como algo que había encontrado antes que nadie y que, por ende, podía quedárselo.

La muchacha se encogió en su lugar y haló la tela de su bata para cubrirse aún más. Levi lo notó, la vio estremecerse, y por eso dijo:

―Debes irte a dormir.

―No tengo sueño. Tengo frío.

―Es mejor pasar la noche en vela, estando abrigado.

―Si un día tienes frío, puedes venir y dormir aquí ―musitó la niña.

Ella siempre sería una terrible y caótica sorpresa. Levi frunció el rostro completo.

―No. Ya vete a dormir.

―¿Volverás mañana? ―se angustió, cuando lo vio ponerse de pie sobre la baranda y comenzar a revisar sus efectos personales.

―Creí que ya no era necesario preguntar ―la miró desde las alturas―. Además, pensé que te había aterrado saber… lo que sabes ahora de mí.

―Me aterra mucho más no volverte a ver.

La confesión fue tan silenciosa que Levi no alcanzó a oírla. Cuando se inclinó para preguntarle qué había dicho, ella le sonrió.

―¿Ya te dije que tenías un rostro atractivo? Quizás, tu cara me mantiene menos aburrida de lo usual.

―Mocosa… ―chistó en respuesta, frunciendo el ceño―. Me largo.

Cuando Levi se quitó el arco de la espalda para apuntar a alguna viga sobresaliente, Mikasa robó su atención una vez más.

―Te atrapé ―le dijo en voz alta, aunque no en un tono preponderante que resonase lo suficiente como para descubrirlos.

―¿Qué? ―él no comprendía.

―Eres el peor ladrón del mundo o el que he conocido al menos ―Levi parecía ofendido―. ¿Ya ves? Dijiste que no volverías y aquí estamos un mes después. ¡Caíste! ―Levi reparó en que ella ya sostenía las puertas para cerrarlas.

―Eres una mocosa insoportable ―y aunque quería sonar ofensivo, la risita tonta escapó entre sus palabras.

Y Mikasa adoró el gesto.

―Nos vemos ―sacudió la cabeza, negándose a los encantos de la niña.

Voló lejos, perdiéndose entre los recovecos de las calles más oscuras. Mikasa alcanzó a divisarlo hasta la última estela y, al aire, un tanto triste pero esperanzada, susurró:

―Y espero que vuelvas a decirme eso cuantas veces sea posible.


Cuando Levi se escondía en la Torre del Reloj, sentía que podía desconectarse del mundo completamente. Desde allí, miraba la ciudad con aires de supremacía, como si las alturas le entregasen algún tipo de poder absoluto; y, de cierto modo, lo tenía. Gobernaba la ciudad desde la oscuridad, gracias a la ignorancia de sus habitantes, gracias a lo ágil que podía ser cuando danzaba entre las sombras. Sentía que todo allí le pertenecía de una manera un tanto intangible y, aun así, era suyo. Tomaba lo que quería con una confidencia avasalladora, como si el mundo fuese su cajón de recuerdos del que podía extraer cualquier cosa que se le antojase.

Sí, era cierto. Podía tenerlo todo si quería, pero no el poder de traer de vuelta a los que quedaban atrás, ni mucho menos el poder de retroceder el tiempo. Era frustrante y curioso el darse cuenta de cómo se puede tener todo, como puede controlarse hasta el más mínimo hilo, mas no así con la vida en sí misma, con las emociones, con todo lo más humano.

Levi se acomodó en su posición. Estaba sentado sobre el borde de uno de los ventanales de la torre; desde ese lugar, la panorámica era deslumbrante.

Segundos más tarde, abandonó su embeleso para prestar atención al sonido que resonó por las maltrechas paredes de la estancia. De inmediato, reaccionó inquieto y atisbó hacia el interior para constatar de qué trataba todo es alboroto. «Un intruso», pensó. No obstante, no había manera de llegar a la torre si no era utilizando flechas de cuerda… entonces, eso quería decir…

―Haz algo con todas esas cajas. Creí que te obsesionaba la limpieza ―oyó la voz. La reconoció de inmediato.

Una sombra avanzó hasta mostrarse en la parte más luminosa ―si así podía llamarse a la estela emitida por unas pocas velas― y, cuando tomó forma, Levi alcanzó a reconocer la vestimenta casi idéntica a la suya.

El invasor se quitó la capucha, revelando su rubia cabellera y sus ojos celestes. Cuando se quitó la bandana, Levi acabó de relajarse.

―Farlan… has demorado un mes ―habló, algo asombrado.

―La Guardia no la ha puesto fácil.

―Lo sé.

―Además, no me lances reprimendas ―Farlan se sacudió el cabello, luego de quitarse exceso de ropa e implementos de encima; lucía cansado―. ¿Dónde has estado? He venido con antelación, por lo menos, unas cuatro veces, pero nunca te encontraba.

―Siempre he estado aquí ―soltó él con simpleza.

―Aparentemente, no en las noches. Te he esperado por dos, hasta tres horas y no llegabas. ¿Dónde has estado? ―repitió la pregunta.

Levi se mantuvo sereno, con la cabeza inclinada como si estuviese evocando algo, su expresión no permitía descifrar algo en lo absoluto, pero sí su mirada húmeda. No le daba buena espina relatar algo como lo que había estado ocurriéndole durante el último mes, empero, Farlan era alguien en quien podía confiar su vida, incluso.

Le contó todo, las razones por las que se encontraba ocupado durante las noches y por qué no había reparado, inclusive, en la pila de cajas arrumadas que estorbaban tras cruzar unos de los ventanales.

Farlan le escuchó con atención e intentó no reír, puesto que creyó que Levi estaba tomándole el pelo. Pero cuando este terminó de narrar, comprendió que estaba hablándole en serio.

―¿El día que escapábamos? ¿Una niña? Esto es inaudito ―el joven se vio en la obligación de apoyar la espalda contra un mueble que había allí para poder sostenerse. No podía concebirlo.

―De no ser por ella, quien decidió no acusarme y optó por curar mis heridas, no me habría ido tan bien ese día. Estaba en deuda con ella…

―Por lo tanto, ella te contó acerca de su nefasta vida de pobre niña rica (por contradictorio que se oiga) y tú vas a hacerle compañía para que no se sienta sola en su oscura realidad ―Levi hizo un mohín; no era necesario tanta cizaña―. ¿Entiendes cuánto estás arriesgando por una causa tan ilusa? No puedes hacer nada para ayudarla. Solo estás construyéndole una ilusión pasajera, porque te sientes en deuda con ella. Levi, pronto nos iremos, y todo esto le romperá el corazón.

―Lo sé.

―No, no sabes. Déjame explicarte: si te atrapan, no podré seguir con esto adelante yo solo. No vengaré dos muertes sin que me toque el mismo destino. Ten cuidado con lo que estás haciendo.

―Lo sé.

―Esto es serio… además, es una niña

―No es lo que piensas ―Levi se acomodó en su posición, tomando una postura más derecha.

No le había parecido bien el hincapié en la última palabra.

―Yo sé que no. Pero no es lo que pensarán sus padres si te descubren, de todos modos. Ten cuidado, es lo que te pido ―soltó un suspiro y se relajó. Acababa de llegar, no pretendía discutir con Levi―. Y, tal vez, vaya siendo hora de desapegarse. Recuerda que no estaremos aquí mucho tiempo.

―¿Qué respuesta recibiste por parte del gremio? ―le cambió el tema.

Y Farlan decidió que era lo mejor. Le explicó que el gremio de ladrones estaba dispuesto a prestarles ayuda si quedaban faltos de recursos para la misión que tenían ―acabar con el comandante de la Guardia―, no así de vincularse a la parte práctica. Durante años, habían estado operando bajo las sombras, y no era la ocasión de derrochar ese privilegio. Comprendían que Farlan y Levi hubiesen perdido a una gran amiga, mas no era asunto del gremio, era un conflicto netamente personal.

Un gremio de ladrones no era un gremio como tal. No había un reglamento ni mucho menos pólizas que respaldasen los «accidentes» ocurridos durante un trabajo. Era de común saber que la vida de los ladrones no era de buen pasar.

―Me basta con saber que no quedaremos desprovistos de provisiones ―comentó Levi―. Es suficiente con eso; he perdido varias flechas de cuerda este último mes.

―Ya iba a preguntarme el por qué y, de pronto, recuerdo lo que acabas de contarme. Encima, es un gasto innecesario.

―Intentaré hablar con ella.

―No, no lo intentarás. Lo harás ―Farlan fue enfático―. No hemos venido a este mundo a hacer amigos, y aun si así lo quisiéramos, nuestra decisión de vivir presos de la oscuridad nos ha arrebatado cualquier esperanza en ello. Debes saberlo y debes decírselo: los ladrones perdimos nuestra identidad hace mucho tiempo. No hay nada que podamos poseer excepto lo que obtenemos a la fuerza… recuerda a Isabel. Es el más claro ejemplo de que no podemos amar nada…

―Lo sé ―insistió Levi, y tras eso bajó del ventanal para acercarse a Farlan y posarle la mano en el hombro―. ¿Compartes un té conmigo? ―era hora de terminar con la disputa.


―¿Y este tumor?

―Son galletas con formas de animalitos ―contestó Mikasa, mientras intentaba, por todos los medios, esconder su sonrojo.

―¿Qué animal es este tumor? ―alzó la pieza de masa frente a él.

―¡No te burles! ―rechistó la niña, inflando las mejillas―. Además, es de noche. Como si pudieses ver bien en la oscuridad ―se defendió.

Levi maniobró la galletita entre los dedos y descubrió que podía ser un oso muy hinchado. O había querido ser un oso alguna vez. Cuando la probó, se terminaron los reproches, ya que el sabor era indescriptible, casi como los pastelillos que alguna vez en su vida había tenido suerte de probar. Era deliciosa.

―Tienen mejor sabor que aspecto.

―Ya calla.

Era una noche más de todas las que compartían juntos, con la diferencia de que Levi traía algo más en mente: su conversación con Farlan. Sabía que toda esa atmósfera mágica tenía que terminar, no podía seguir construyéndole ilusiones a una pobre niña, para decirle luego que se iría para no volver.

El comandante de la Guardia emprendería un viaje pronto, su seguridad peligraba y sus hombres lo sabían. En cualquier momento, el sol se alzaría por la mañana y la sirena potente de un barco resonaría, dando aviso de la partida; el viaje que Levi y Farlan también debían seguir. Cuando eso ocurriese, Levi ya no estaría en ese lugar y era probable que no volviese jamás.

Era una cosa un tanto compleja de explicar a una niña tan controversial como Mikasa, una niña que todo lo discutía y renegociaba. Pero lo cierto era que parecía un tanto más complejo explicarse a sí mismo por qué no podía hacerlo sin más, si únicamente devolvía la mano a la menor. No había nada que los uniese de ninguna manera. Tal vez, solo lo inaudito de su forma de conocerse y de la forma que tenía Mikasa para aceptarlo a él. Su renuencia a proceder podía deberse a lo que conocía como «tomar cariño».

A esas alturas, había transcurrido un mes y medio ya; dos semanas desde la conversación con Farlan, y Levi aún no hacía nada al respecto.

¿Qué pretendía?

―Hoy, Jean intentó besarme ―le contó Mikasa.

Levi le clavó una mirada severa, no culpándola, sino inquieto ante la noticia. Sus ojos afilados se agrandaron, sus cejas por poco alcanzaban a tocarse, el brillo de sus ojos incrementó, y con todo eso logró intimidar a la niña.

Ella se encogió en su lugar.

―Cuéntame ―le pidió.

―No fue nada grave, no se lo permití ―sus hombros lucían caídos, una postura abatida―. Le conté a mamá, y a él lo regañaron. Pero cuando insistí en que él no sería el esposo idóneo para mí, mi madre me dijo que Jean solo había cedido a sus caprichos de niño y que una cosa no involucraba la otra.

―¿Aun así?

―Ya no importa. Nada va a cambiar…

Su voz se apagó como la luz de una vela que es soplada con sigilo ―Levi sabía de esas cosas―, luego, Mikasa tomó asiento en su, a esas alturas, característico sillón. Su aspecto lúgubre hacía que Levi la desconociera, no le gustaba verla así, con una presencia tan desbaratada y miserable. Ella era más que todo eso.

Cogió una galleta de las que Mikasa le había regalado y se acercó a ella. Este animalito si tenía forma, era un tierno caballito (una ironía, si se pensaba). Levi colocó la figurita sobre un antebrazo de Mikasa y la hizo andar hasta su hombro. Mientras tanto, ella lo condenaba a mil infiernos con la mirada desaprobatoria que estaba dándole (aun cuando en el fondo anhelaba reír y regocijarse por la ternura del gesto).

―Es un caballo ―rezongó la niña.

―Tú has hecho las galletas ―dijo Levi, depositando la figura cerca del rostro de Mikasa, como si el caballito pretendiese acariciarla―. Tú me regalas galletas de caballito, yo no tengo nada que ver.

―Ya no son tumores ―ella escondió un mohín tristón.

Y Levi se mordió el labio para no sonreír.

Ella alzó la mirada para quedarse viéndolo durante largos segundos y, en ese entonces, nadie dijo nada. La expresión de Mikasa era indescifrable como siempre y la de Levi era una que denotaba su profunda concentración. Mientras admiraba las enormes pestañas de la niña y sus ojos centellantes, se preguntaba de qué manera debía empezar, cómo debía decirle que los encuentros se acabarían más pronto que tarde. Él no quería fallarle, pero para eso, no debía haberse involucrado con ella en primer lugar.

Todo había sido una tontería. Aquella noche en que la Guardia había conseguido herirle, debió hacer el esfuerzo de resistir el dolor para seguir huyendo; así, nunca le hubiese conocido. O mejor aún, si la situación ya estaba dispuesta de esa forma, pudo haber evitado la segunda visita o, en último caso, la tercera… Todo había empezado y continuado mal.

Sucedía que la niña era su escape. Era un paréntesis en su vida en el que podía permitirse una sonrisa, una velada grata, incluso, algún recuerdo que le abrigase el corazón después. Y había cedido ante el encanto de tan acogedora criatura, que tan solo pedía a cambio compañía para huir, por un momento, de su inevitable destino.

Tampoco podría visitarla para siempre. Un día, no tendría trece años… sería una adulta. Y en esa habitación, o en cualquier lugar que escogiesen para vivir, no estaría sola, su esposo la acompañaría. Y ya no habría cabida para un forajido hijo de las sombras como él… y se rehusaba empedernidamente a confinarse a ese destino: quedarse viéndola, escondido, desde la oscuridad.

Aparentemente, huir y no volver, también olvidar, era lo mejor.

―Yo… ―ambos hablaron al unísono.

―Adelante ―él la instó. Si ella decía algo primero, podía ayudarlo a darse valor para decirle adiós.

―Solo pensaba… en algo, luego de lo que ocurrió hoy ―Levi no sabía decir si aquello que veía en su rostro era timidez o tristeza.

―¿Respecto a Jean?

―Sí ―Mikasa recogió un mechón de su cabello detrás de su oreja―… es que… tarde o temprano, Jean tendrá que besarme. Él se quedará con mi primer y con mi último beso.

De pronto, Levi comprendió el matiz del asunto.

―No sufras por ello ― encogió los hombros―. Un beso no define…

―Quiero que sea tuyo ―declaró sin más rodeos.

Y Levi se odió en ese momento, por todo lo que había construido para ella hasta ahora, por cómo las palabras de Farlan tomaron un increíble sentido en aquel momento. ¡Eso era lo que precisamente quería evitar! Que la muchacha lo romantizara de aquella absurda manera, como si él fuese un ridículo personaje de cuento que va a rescatarla de su pesar, se escabulle volando por la ventana y la lleva al país de Nunca Jamás.

Era un asqueroso ladrón y, hasta entonces, un asesino. No era el primer amor idóneo de una mocosa de trece años. Tenía que detenerla cuanto antes.

―Estás loca. Creo que mejor me voy ―Levi se removió y se paró erguido para luego darle la espalda.

Esta vez, ella se puso de pie.

―No lo entiendes ―protestó ella.

―Eres tú la que no entiende una mierda. El que sea un forajido no me hace tan despreciable como crees…

―¿Y besarme es un acto tan ruin? ―se mostró ofendida.

―Tienes trece años, Mikasa…

―Tú tienes veinticuatro… son solo once años…

―Ya basta.

―Pero…

―Mikasa, me iré para siempre.

―No juegues conmigo de esa manera ―la vio ponerse la mano sobre el pecho, como si algo doliese en aquel lugar.

―No… lo siento ―negó, presionando su entrecejo con fuerza―. Hablo en serio. Me iré para siempre, Mikasa. Mi misión, el objetivo que tengo, está por llegar a su fin. Una vez que eso suceda, no podré volver aquí. Tal vez, esta sea la última noche que nos veamos.

La hirió tan profundamente, tal como lo imaginaba, tal como sus ojos grisáceos se lo demostraban. Tras soltar tan lesivas palabras, contempló cada pieza que cayó de ella, como si se derrumbara pedazo tras pedazo, como si tuviese a una muñeca de porcelana hecha trizas frente a sus ojos… ¡Ahora se odiaba aún más!

Se acomodó la capucha en la cabeza y la bandana sobre el rostro. Esconderse en las sombras no garantizaba nada, mucho menos con ella.

―¿Por qué no me llevas contigo? ―oyó la respuesta temblorosa y sintió deseos de cumplir la petición―. Sabes que no quiero esta vida, entonces, ¿por qué simplemente no me robas como haces con todo lo que quieres?... ¿No me quieres? ―sollozó ella, de pie, mirándolo con desdén.

―No sabes lo que estás pidiendo, Mikasa.

―En el fondo, nunca devolviste la mano ―le recriminó, y él sabía que la ira la hacía hablar. Más que la ira, la frustración infantil.

―Vine a verte cada noche como pediste, sabiendo que arriesgaba mi vida por ello.

―¿Y qué con eso? Vas a irte, y mi vida seguirá exactamente igual. Ojalá nunca hubieses venido…

―Mikasa…

―Vete, vete y no regreses. Ya no importa nada de lo que digas, si vas a irte para no volver.

La vio envolverse en su bata y entrar a su habitación, y aunque hubiese esperado que ella voltease con altanería y cerrase la puerta como siempre hacía, en cambio, ella avanzó a pasos ligeros y cansinos, tal vez, aguardando por la tonta esperanza que le prometía que él cambiaría de parecer.

Se quedó de pie en el umbral, quieta allí por largos segundos, y Levi esperó en caso de que ella fuese a decir algo más. No obstante, ella calló. Tomó una de las puertas francesas y la cerró. Con la segunda, esperó un poco más, dando espacio a cualquier posibilidad. Pero las decisiones de Levi estaban tomadas desde mucho antes de conocerla a ella. Nada lo haría cambiar de parecer.

―Vete ―le indicó. Y cerró la puerta.

En medio de la oscuridad del balcón, Levi admiró las lujosas puertas selladas. Notó que aún traía algo en la mano y, en ella, reparó que aún sostenía la galleta con forma de caballo. Ella las había preparado con especial cariño para él.

Y él había preparado la peor noticia para ella.

No había nada que los uniese, concluyó Levi. Ella merecía el mundo que tenía. Él, en cambio, no tenía nada para ofrecer.


A la tarde del día siguiente, Levi recorrió extensos caminos fúnebres para llegar hasta la Gran Guarida y encontrarse con Reina.

En su trayecto, casi vertiginoso producto de la velocidad que llevaba, descubrió qué tan roídos se encontraban los pilares de la capital. Era terrible; cuando se alejaba del centro de la ciudad y se acercaba a los rincones más olvidados, todo parecía estarse cayendo a pedazos: las murallas, cada casa, las personas, las esperanzas… Las enfermedades apostaban para sortear al próximo huésped; los hálitos pútridos inundaban el escaso aire limpio; las ratas muertas acompañaban el buqué; las personas débiles se quedaban sumergidas en una nueva atmósfera nauseabunda. Levi detestaba transitar esos parajes.

Por eso, volaba, si así podía decirse, sobre los tejados, para escapar rápidamente de toda esa realidad que lo asfixiaba.

Siempre había odiado que Reina hubiese asentado su paradero tras toda la escoria. Entendía que no había más opciones, pero simplemente lo detestaba.

Cuando arribó, tragó tanto aire como pudo, como si antemano hubiese estado conteniendo la respiración con tal de no absorber parte del miasma citadino. Se ajustó la capucha y echó a andar, adentrándose aún más entre los callejones oscuros.

Llegó a la pocilga que conocía tan bien, aquel lugar donde se hallaba, probablemente, la única que persona que le hacía conservar parte de su humanidad.

―Reina ―la llamó al apenas entrar en el recinto.

―Creo que «mamá» me gusta un poco más―le respondió ella, poniéndose de pie al apenas verlo entrar.

Levi avanzó hacia a ella con el ceño fruncido. Si nunca la llamaba por ese dulce y honorable apodo se debía a que intentaba protegerla. Kuchel vivía a las afueras de la capital, trabajaba en una taberna cuya misión no se redimía al expendio de bebidas alcohólicas y la comida, sino también a la ayuda solidaria que la mujer prestaba a los mendigos. Nunca les negaba un plato de almuerzo o cobijo, sobre todo a los niños pequeños, convirtiendo el lugar casi en un hogar de acogida. Desde entonces, entre las personas del gremio y los aledaños, se había ganado el sobrenombre de Reina de los Mendigos. Además, Kuchel poseía grandes conocimientos sobre botánica y medicinas; abastecía a los más desvalidos con suministros cuando lo necesitaban.

Alguna vez, ella había pertenecido al gremio de ladrones. Mas lo había abandonado tras tener a Levi, y odiaba fervientemente que él formase parte de ellos. Pero comprendía que, debido a la situación que enfrentaban, no tenía muchas ofertas para regatear. Mucho menos luego de lo ocurrido

―Sabes que es peligroso…―la regañó Levi, entregándose a sus brazos, mientras ella lo abrazaba con fuerza.

―¿Qué más da?… Hoy no ha venido nadie. Estamos solos.

―¿Hay algo que necesites? ―se preocupó él.

―Que dejes el gremio ―bromeó ella.

Levi se retractó para mirarla. Sostuvo su rostro entre sus manos y le besó la frente. Ella, en cambio, comenzó a palparle todo el cuerpo, manteniendo una expresión divertida en el rostro.

―Tienes más musculatura ―le dijo, palmoteándole un muslo.

―Mamá…―rezongó él, apartándose de ella.

―¿Tienes hambre? ―la pregunta era más una invitación.

Kuchel lo invitó a entrar hasta la cocina. Podía ser peligroso, incluso, si lo veían sentado entre las muchas mesas de la taberna. Más aun con las pintas que traía encima.

Tras servirle un abundante plato de comida y un té caliente, se sentó a oír todo lo que Levi tenía para contarle. Quería saber todo lo que había pasado luego de lo ocurrido… la muerte de Isabel. Kuchel había alcanzado a conocerla y a manifestarle su afecto. Cuando Levi le contó sobre el asesinato cometido por el comandante, la mujer rompió en llanto. Isabel era tan solo una muchacha.

Desde entonces, Kuchel se preocupaba por Levi, puesto que luego de todo ese evento, él no había vuelto a ser el mismo, tal como si una nube de oscuridad lo hubiese cubierto por completo. No era que él fuera un ángel, en primer lugar, pero tras la tragedia, su semblante entero emitía sombras, recuerdos dolorosos, ausencia total de luz.

Por eso, cuando Kuchel oyó aquella parte del relato en la que aparecía una niña de trece años, su atención se incrementó con creces. Levi, al igual que había hecho con Farlan, le contó todo lo ocurrido durante el último mes y medio. Y Kuchel, aunque asombrada, parecía entender el porqué de todo.

―La última vez que la vi se molestó conmigo… ya sabe que me iré y no volveré, no a esta ciudad al menos.

Kuchel le sonrió con empatía y un deje de ternura. Nunca le había molestado que Levi viviese lejos de ella mientras, en efecto, viviese. Pero si algo la mantenía inquieta, era que él no fuese abierto con sus sentimientos.

Algo no acompasaba en todo ese escenario.

―Y, en el fondo, no es eso lo que quieres ―dijo ella, buscando ponerlo en aprietos.

Y lo consiguió.

―No… no es… no es eso ―él frunció el ceño de nuevo. Kuchel lo conocía, enojarse era su forma de escudarse―. Quería ayudarla, pero no puedo. Su vida está atada a un mocoso que, algún día, será su esposo. ¿Cómo resuelvo eso? ¿Matando al mocoso?

―Levi, no digas esas cosas ―protestó Kuchel, sorbiendo su té―. Pasaste momentos gratos con ella, y estoy segura de que ella los recordará amenamente.

―Ahora me odia, porque me voy… así que lo dudo.

―Es inevitable para ella casarse, pero es evitable partir lejos, Levi. ¿Por qué no lo olvidas y te quedas aquí conmigo, empezando de cero?

―No puedo olvidar lo que le hicieron a Isabel… Esta venganza será mi último pecado, lo sabes bien. Luego me iré lejos y buscaré mi destino.

―¿Y qué pasará con la pequeña? ¿La olvidarás sin más?

―Mamá, nadie en su familia sabe que un forajido la visita por las noches. Me ahorcarían en la plaza frente a todos los ojos sádicos y curiosos si se enterasen. Yo sé que hice mal… tampoco, sé cómo sentirme al respecto. La conozco hace un mes y medio, y no sé por qué siento que tengo tanta responsabilidad con ella. Quizás, me involucré demasiado…

―¿Quizás es por Isabel? ―sugirió Kuchel. Levi la observó con grandes ojos saltones―. Es lógico, al menos, para mí. Perdiste a una niña que era importante para ti, como una hermana pequeña, y luego aparece esta nueva niñita con unas severas intenciones de aferrarse a ti. ¿Es eso?

Levi se mantuvo inerte unos segundos, intentando comprender por qué las palabras de Kuchel tenían tanto sentido. Podía ser, sonaba lógico. Era probable que él estuviese reflejando su pérdida en Mikasa, en su energía, sus gestos, su forma de ser tan intransigente y mimada. Él siempre volvía a ella, aunque lo negase, porque, a pesar de lo difícil que era asumirlo, él sabía que necesitaba llenar ese vacío.

―Puede ser… ―respondió, decaído―. Pero… el asunto es que ella ha confundido las cosas. Me pidió que la besara. Lo hizo porque no quiere ser besada por primera vez por el mocoso con el que la comprometieron a la fuerza ―aclaró.

―Pobrecilla…

―Mamá, ¿de qué lado estás? ―gruñó.

―No lo hiciste, ¿no es así?

―¡Claro que no! ―bufó, refregándose el entrecejo.

―Entonces, ¿por qué te preocupas tanto?

Levi la escrutó con sus ojos azules, cansados, y guardó silencio. Kuchel siempre tenía buenos puntos a su favor. ¿Por qué le preocupaba tanto? La niña lo había puesto en una situación incómoda, era cierto, pero él tenía las cosas claras. ¿Qué era lo que lo ponía tan nervioso? Podía ser la edad de la pequeña; él casi doblaba la suya. Y él no tenía ninguna mala intención con ella, ni siquiera se le había cruzado por la mente.

Solo que la veía tan desposeída… Kuchel debía tener razón. Ella le recordaba a Isabel, de cierta manera, y por eso él insistía en acercarse a ella, como si de esa forma pudiese saldar lo que había quedado pendiente con Isabel: protegerla.

Levi espabiló cuando Kuchel soltó un suspiro. Esperaba que él dijese algo más, pero pronto lo descartó. Estaba acostumbrada ya a la parca forma de ser de su hijo.

―Deberías ir y despedirte de ella como corresponde. Es lo último que queda. Salvó tu vida; estamos en deuda con ella, así que sé cortés.

Kuchel comenzó a levantar la mesa.

Tras oírle, él se quedó en su lugar, meditando. Siempre le había costado desarrollar el tino suficiente para mesurar su proceder en asuntos emocionales. Por un segundo de sus cavilaciones, se imaginó llevándose consigo a Mikasa, y sonrió ante la idea. Era ridícula. Una despedida sensata era lo único que podía entregarle a la niña, antes de partir.

Los engranajes de su cerebro no tardaron en funcionar. Una nueva idea vino a su mente y se contentó tras considerarla una buena opción. Decidió llevarla a cabo esa misma noche, porque el tiempo comenzaba a agotarse…


Algo que lo caracterizaba, y de lo que solía enorgullecerse, era su capacidad de ser invisible para el resto. Levi sabía que la Guardia completa lo odiaba por la misma razón, porque nunca podían oírlo, verlo, sentirlo. Lo trataban de cobarde por esconderse entre sombras, pero no se reconocían a sí mismos como inoperantes por no poder atraparle.

Sus pasos eran rumores sedosos, sus movimientos el aleteo de una mariposa, su figura un haz ligero que cruzaba la vista con la velocidad de un pestañeo… un solo parpadeo y él ya no estaba ahí.

Era imperceptible para el ojo humano, o para la mayoría de ellos, excepto para Mikasa.

Levi no lo comprendería jamás. ¿Cómo era posible que los más avezados soldados no pudiesen advertir su presencia, pero sí una niña de trece años? Casi podía sentir la sonrisa en sus labios cuando se anclaba con su flecha a una viga para luego deslizarse por la cuerda. Antes de que pudiese llegar al suelo, Mikasa ya estaba ahí, frente a él.

Le causaba una extraña emoción saber que solo ella recordaba cada siseo que emitía su cuerpo cuando se movilizaba. Era casi ridículo, pero tan destacable. Desconocía qué tipo de poder podía poseer ella para conseguir atraparlo con tanta facilidad, pero lo hacía, y él se dejaba maravillar por esa cualidad.

Cuando aterrizó, Mikasa estaba apenas a un paso tras salir de su habitación hacia el balcón. Llevaba puesto un vestido de tono cremoso con diversas capas que formaban una cascada que iba a parar sobre sus tobillos. Bajo el busto, un lazo un poco más oscuro dividía la prenda. Encima, traía un abrigo color violeta. Su angelical y liso cabello parecía más sedoso que nunca. Era tal cual una muñeca de porcelana, incluidos sus zapatitos que parecían de cristal.

―¿Por qué volviste? ―le preguntó Mikasa, mientras se acercaba a la baranda. Él siempre se sentaba allí.

―Vine a despedirme. Esta vez, a despedirme como corresponde, y sobre todo a darte las gracias por tu ayuda y por tu compañía todo este tiempo.

Mikasa arqueó ambas cejas, un tanto recelosa, pero, sin poder negarlo, sorprendida.

―Está bien ―musitó, bajando la mirada.

―¿Quieres salir esta noche?

Levi no tenía tiempo para rodeos ni espacio para dudas. Pronto se iría lejos para no volver, así que, si Mikasa aceptaba, el tiempo les jugaba en contra.

La niña abrió los ojos de par en par y, por poco, sintió que la mandíbula se le caería al suelo. El forajido debía haberse vuelto loco.

―¿Salir? ¿Cómo vamos a hacer eso?

―Ya es media noche. Tus padres están durmiendo y asumen que tú estás dormida ―tras oírle atentamente, ella asintió―. No es tan complejo.

―¿Escapar contigo?

―Temporalmente ―aclaró, aunque era innecesario, ella entendía―. ¿Sí? ¿No? Lo que tú digas ―presentó la posibilidad.

―Pero… es que…

Levi se puso de pie sobre la baranda, y comenzó a caminar por ella de forma liviana, haciendo que a Mikasa la atacase un vértigo insoportable, una cosquilla tormentosa recorriendo su médula al tan solo pensar en lo que sucedería si él caía… pero no cayó. Lo comparó con un felino, tenían la misma destreza.

El forajido comprobó la estabilidad de la cuerda que se afirmaba de la viga del tejado; Mikasa viró su atención hacia al objeto colgante, reparando, de pronto, en que debía usar aquella vulnerable cuerda para escalar.

―No podré seguirte ―completó lo que anteriormente había querido objetar.

―No necesito que me sigas. En realidad, tengo en mente que vengas a la par conmigo.

―¿Cómo? ―su voz ascendió un tono ante la imposibilidad de imaginarlo.

Y él le extendió la mano.

El corazón de Mikasa latía con tanta fuerza que hacía su respiración más dificultosa. Antes de aceptar la mano, observó la misma, notando los guantes de cuero recortados que las envolvían. Los dedos de Levi eran delicados, eran manos finas; no eran las manos que imaginaba para un forajido, pero sí las manos idóneas para un maestro de los ladrones, el mejor de todos. Las manos de Levi volvían artístico un acto tan vandálico como robar.

Mikasa entregó su propia mano y Levi la tomó para arrastrarla hacia sí y ayudarla a subir a la baranda.

―No podré ―la voz de ella, aquella que solía ser tan pedante, ahora era un trémulo sonido temeroso.

―Confía en mí.

―Lo hago ―dijo ella, escalando para subir junto a él.

Cuando consiguió ponerse de pie sobre la delgada barra de madera, el cuerpo de Mikasa se tambaleó, pero Levi estaba ahí para contenerla. La sostuvo de la espalda y la apegó contra su cuerpo.

―No deberías ―le contestó, respecto a la confianza―. Pero, por ahora, está bien.

Las mejillas de Mikasa se encendieron como cándidas llamaradas. Parecía un caramelo. La cercanía que tenía con Levi la abrumaba, la altura hacía temblar sus rodillas… o era viceversa o, en realidad, como fuese. Toda la situación era vertiginosa.

―Levi, no quiero caer.

―Entonces, afírmate bien ―le dijo, y se dio impulso para comenzar a escalar.

Ascendió tan rápido, que ante al impacto, Mikasa se agazapó a su figura, alcanzando a soltar un quejido de espanto.

Levi no alcanzaba a creer que se encontraba en una situación de ese calibre: a medio escalar, con una niña pendiendo de su cuerpo.

Los brazos de Mikasa rodeaban su cintura y su rostro se escondía en su estómago, presionándose con fuerza, evitando por todos los medios mirar hacia abajo.

―Mocosa, así no funciona ―jadeó Levi.

La niña comenzaba a sofocarlo, ella parecía no apiadarse de su diafragma.

No tuvo más opción que mover un muslo con el objetivo de levantarla o, al menos, darle apoyo para ayudarla a subir. Era bueno que ella fuese astuta, puesto que comprendió el mensaje en el acto, e hizo uso del escalón que el muslo suponía para arrimarse más a Levi y, finalmente, colgar sus brazos alrededor de su cuello. Ahora que lo tenía de frente, lo único que la separaba de él era la bandana negra. Ni los carnavales de verano podrían hacer justicia al tamborileo de su corazón.

En cambio, Levi intentó no distraerse con eso. Subió por la cuerda para llegar hasta el techo del edificio, y la tarea no fue tan caótica como había calculado. Mikasa era liviana, no pesaba nada en comparación a objetos que había cargado durante misiones en su pasado. El único obstáculo era la obsesión de la mocosa por estrangularlo.

Por ende, la hizo subir primero hacia las tejas y, cuando se aseguró de que ella estaba a salvo, se permitió avanzar. Soltó la cuerda y la guardó de inmediato. Revisó su equipamiento y constató que todo estuviese en su lugar para seguir con el recorrido. Una vez satisfecho con eso, alzó la vista para ver a Mikasa y la imagen frente a él lo hizo tragar saliva con dificultad.

La niña parecía obnubilada por lo que veía a su alrededor, asemejando a una criatura sometida al encierro que es llevada al aire libre por primera vez. Tal vez, se debía a la locura del momento o a lo insensato que parecía todo, incluso, a lo inverosímil, como si estuviese soñando. Pero sus ojos grises, llenos de brillo e inocencia, eran toda la reacción que Levi quería, aunque no se lo hubiese pedido. Sabía que no lo merecía, que él le debía más a Mikasa de lo que ella podía llegar a deberle a él. Y, aun así, ella le entregaba esos últimos recuerdos, pasando por alto su propio enojo y orgullo…

Y a pesar de saber todo eso, había algo que se entrometía en sus pensamientos. Algo que tenía presente y que no podía evitar repasar: había perdido a Isabel. Había encontrado a Mikasa… y ahora perdía a Mikasa también.

Las palabras de Farlan se repetían en su magín: «Los ladrones perdimos nuestra identidad hace mucho tiempo. No hay nada que podamos poseer excepto lo que obtenemos a la fuerza… recuerda a Isabel. Es el más claro ejemplo de que no podemos amar nada».

―¿Sucede algo? ―ella lo trajo de vuelta al presente―. ¿Por qué estamos en el tejado de mi casa? ―se le escapó una sonrisita nerviosa.

―Vamos ―le dijo Levi, tomándola de la mano.

La llevó consigo por los tejados de las casas, siguiendo todos los métodos que él llevaba años practicando en su rubro. No obstante, no podía permitirse seguir el ritmo inatrapable que tanto lo caracterizaba. Se detenía, iba lento o esperaba cuando Mikasa se quedaba atrás, incapaz de escalar o de deslizarse por una zona diagonal.

Todo eso lo enternecía. Le recordaba a los días que Isabel lo había arrastrado para que le enseñara a ser como él, como si eso fuese posible. Ni él mismo podía explicar por qué tenía talento para algo tan delictivo como todo lo que hacía. Pero ahí estaba ella, con sus grandes ojos verde esperanza y su cabello alborotado, muchas veces cubierto por una capucha que solo dejaba entrever unos cuantos mechones de su flequillo. Las mejillas se le coloreaban cuando intentaba hacer mayor esfuerzo por escalar. Con el paso del tiempo, ya no necesitó de Levi. Y él se regocijaba cuando la veía volar por los aires, correr y replicar las danzas que él le había enseñado.

Dolía, dolía tanto que, al apenas recordarla, se desmoronaba. Luego, volteaba a ver a sus espaldas, y se encontraba con Mikasa intentando bajar de las tejas, mesurando todo para no caer y accidentarse en el intento.

Entonces, sacudía la cabeza para alejar los recuerdos tristes y asistía a la niña.

―¿Demasiado esfuerzo para la señorita? ―la ayudó, halándola de un brazo para hacerla caer entre los suyos.

Mikasa había mantenido sus ojos cerrados durante todo el proceso.

―No te rías ―espetó―. Es solo que no tengo la confianza suficiente, no como la tuya, que ya sabes cómo hacer todo esto.

Levi la bajó de sus brazos, ayudándola a sostenerse sobre la superficie. Mientras tanto, guardó silencio, y tras un par de miradas curiosas, la dejó atrás y avanzó, alejándose de ella.

Mikasa se vio en la obligación de seguirlo en el acto; estaba lejos de su hogar, con un desconocido (o no lo suficientemente conocido), perdida entre las sombras de la noche, en las alturas de lugares que nunca hubiese imaginado. Perder de vista a Levi, en su caso, podía ser peligroso, no debía separarse mucho de él.

Pero, a pesar de encontrar cierta seguridad en la compañía del forajido, la niña no podía evitar los sentimientos recelosos. Mientras avanzaba, miraba todo a su alrededor, intentado vislumbrar las figuras que se formaban en la oscuridad y que, luego, se convertían en montículos de sacos viejos y cajas.

A esas alturas, estaba segura de que había pasado demasiado tiempo fuera. El camino completo había sido una eternidad, por lo tanto, eso significaba que estaba suficientemente lejos de casa. Si algo le ocurría… ¿cómo lo sabrían sus padres?

Era un tanto tarde para pensar en ello.

De un momento a otro, notó que Levi la había adelantado por mucho, así que echó a andar a trote ligero, un tanto dificultoso por la suela de sus zapatitos tan finos. La luna, finalmente, había escapado al encierro de las nubes, y comenzaba a iluminar todos los rincones, dándole un poco más de vida a todo el paisaje lúgubre.

Fue cuando la niña reparó en la inmensa Torre del Reloj que se alzaba frente a ella. Era tétrica, inmensa, como una fortaleza majestuosa e impenetrable.

―¿Por qué estamos aquí? ―quiso saber.

―Es mi guarida ―respondió él a secas.

―¿Qué? ―ella no cesaba de sorprenderse―. ¿Es una broma? Parece imposible entrar a ella.

―No caminando al menos ―le dijo, y al segundo siguiente, el sonido característico de la flecha de cuerda sonó. Mikasa no había alcanzado a notar el momento en que Levi había tomado su arco; estaba demasiado ensimismada admirando la edificación.

La flecha ya estaba inserta en la madera, la cuerda pendía, balanceándose de un lado a otro hasta que Levi la tomó y revisó que estuviese en perfectas condiciones. Luego, devolvió la mirada a Mikasa, esperando que ella entendiese el mensaje. Y, en efecto, lo entendía, pero se rehusaba a tener que subir por aquel método de nuevo. Aun así, sabía que no había otra manera, resignarse era todo lo que podía hacer.

Avanzó hasta Levi, con los hombros caídos y la mirada cabizbaja. A regañadientes se ubicó frente a él y alzó el mentón para mirarlo.

―Ánimo ―la instó.

Entonces, ella le rodeó el cuello y se apegó con fuerza su cuerpo. Uno de sus pies se afirmó entre las correas y el carcaj que Levi llevaba en el muslo. Así se sentía más segura y, asimismo, Levi se preocupaba menos de si ella resbalaba o no.

Comenzó a subir de una manera un tanto diferente a las anteriores. No ascendió por la cuerda, sino que se ayudó con esta para escalar por la pared de la enorme torre. Mikasa podía percibir en su propia figura los botes que daba Levi a medida que subía. La sensación de vértigo se convirtió en náuseas en su garganta, por lo que presionó los párpados con mayor fuerza, como si eso la ayudara a pasar la densa sensación.

No conocía esa vulnerabilidad suya ante las alturas.

Cuando, al fin, Levi llegó al ventanal y le avisó a la niña que era hora de descender, Mikasa abrió sus ojos y notó el ventanal en el que se encontraban. Se aventó hacia el interior casi desesperada, haciendo que para Levi fuese imposible sonreír.

―Llegamos ―jadeó, incrédula, sin dejar de mirar todo a su alrededor.

Levi ingresó a su morada con mucha más agilidad que Mikasa.

Solía desplazarse como la brisa, pero, a pesar de sus movimientos silentes, Mikasa siempre volteaba para constatar qué estaba haciendo. Nunca podía ocultarse de ella.

―No fue tan terrible, ¿no?

―Ha sido lo peor ―debatió ella.

Mikasa siguió explorando cada rincón que la rodeaba, preguntándose cómo era posible que Levi viviese allí.

Era un escondite astuto, pensó, recluido en las alturas y lejos de la aglomeración.

En aquel añoso lugar, la muchacha se encontró con diversas cualidades que acapararon su atención como, por ejemplo, que había un único colchón en el suelo con un cojín que poco tenía de esponjosidad, y no había nada con qué cubrirse; sobre una caja, había una lámpara de aceite, todo el resto de la iluminación se conformaba por velas situadas en distintas zonas; baúles decoraban algunas esquinas; pero lo que más la interesó, fueron las vitrinas que se situaban hacia el fondo de la habitación.

Avanzó hasta ellas lentamente, con sutileza, como si evitara molestar a Levi. Pero él no estaba molesto… sentía curiosidad por la curiosidad de ella. Era todo un caso.

Tras detenerse frente a las vitrinas, Mikasa descubrió que todo allí era una perfecta colección dispuesta para la exhibición.

―¿Pero qué…?

―¿Por qué roba un ladrón? ―Levi apareció tras sus espaldas.

―Para obtener dinero con lo que roba ―respondió la niña, rápidamente.

―Hay cosas que no pueden venderse, cosas únicas e irrepetibles que es mejor almacenar en una vitrina.

Él ya estaba a su lado, y ella no pudo evitar mirarlo atentamente. En ese momento, descubrió que Levi era el ladrón más peculiar del que podría tener conocimiento. Era único en su clase. ¿Qué motivos tendría para coleccionar objetos si, en cambio, podía deshacerse de ellos y obtener ganancias?

―Pero son pérdidas… de dinero…

―Son ganancias imperecederas, prefiero decir. Es una pena que haya cosas que no pueden mantenerse dentro de una vitrina ―comentó con su voz más oscura de lo normal.

Mikasa lo miró con grandes ojos, esperando oír más de él. Su voz era atrapante, aun cuando bajaba notas producto de la melancolía. Ella sabía que él, así como ella, guardaba un profundo dolor en su corazón, solo que el suyo incluía algo tan irreparable como la muerte. Era un pesar que a Mikasa no le había tocado vivir, pero que imaginaba como la peor atrocidad que podía suceder.

―Lo siento ―le dijo, tomándolo de un brazo, haciendo que él girase para verla.

La despedida sería triste, lo suficiente ya. Levi no quería que Mikasa se llenase la cabeza con pensamientos innecesarios que no la involucraban. Le acarició la cabeza a la niña, sacudiéndole una mano encima, despeinándola en el acto.

―Basta de eso ―gruñó―. Puedes escoger algo de todo esto, para que guardes de recuerdo.

Mikasa lo miró con ilusión en la mirada.

―¿Cualquier cosa? ―inquirió, de pronto, antojándose de todas las cosas bonitas que veía frente a sus ojos―. ¿No hay algo que quieras mucho como para no regalarlo?

―Nada en especial.

Mikasa sostuvo el cabello que se le venía al rostro con ambas manos y se tomó su debido tiempo para admirar cada adorno, broche, figura, collar y anillo que veía tras el vidrio. Estar así le hizo recordar la tarde que su padre la llevó a un museo de la ciudad donde pudo ver todo tipo de cosas maravillosas.

Mientras Mikasa se distraía con todo eso, Levi decidió quitarse la capucha, la bandana y todo el equipamiento que traía encima. No pretendía llevar a Mikasa de vuelta tan pronto ―no era que ella hubiese manifestado su interés por volver, de todos modos― y todo lo que cargaba, comenzaba a agotarle. Se quedó vestido con su ropa casual: una camiseta y pantalones negros, incluidos sus botines del mismo color, ligeros y cómodos, para abrirse paso por todas las superficies. Enterró los dedos en su negra cabellera y se sacudió las hebras ónice, relajándose en el acto.

Al repasarse la nuca, notó que su cabello comenzaba a crecer; tenía ganas de rapar esa zona para sentirse más despejado.

―No creo que pueda escoger ―Mikasa volteó para hablarle directamente―. Tienes muchas… ―lo vio de pie, frente a ella, de brazos cruzados, sin la capa que siempre lo ocultaba en las sombras, sino íntegro y pulcro en su atuendo casual―. Tienes… muchas… cosas… bonitas… ―la confusión la hizo hablar con torpeza.

Ella le había dicho con anterioridad que él tenía un rostro atractivo. Sin embargo, en aquel entonces, pudo corroborar que todo en él la atraía, del mismo modo que hacían las mariposas cuando era más pequeña, y ella echaba a correr tras ellas para atraparlas. Levi era igual de escurridizo y, también, muy agradable a la vista.

Si tan solo Jean fuese similar tan solo similar a Levi.

―Ya te dije que puedes escoger lo que quieras ―él encogió los hombros, mientras seguía a la espera de una respuesta.

Mikasa lo detalló de pies a cabeza y, tras eso, obtuvo lo que quería.

―Quiero tu pulsera ―le dijo.

Levi enarcó una ceja. Se miró el brazo derecho y descubrió en su muñeca una pulsera que siempre solía llevar, era de cuero, teñida de negro, con algunas piedrecillas decorativas. No tenía ninguna importancia, es más, era barata y simplona; estéticamente, lucía bien, puesto que no era invasiva, pero no acompasaba mucho con el vestido cremoso de Mikasa. Levi recordaba haberla comprado a un viejo artesano.

―¿Segura? ―Levi observó a la niña con expresión divertida.

Estaba ofreciéndole cualquier pieza de su más preciada y exhaustiva colección, pero ella optaba por lo más sencillo que veía.

―Segura.

El resto de la noche, todo transcurrió entre risas y jugueteos de Mikasa. De pronto, pareció como si el vértigo que tanto la había aquejado con anterioridad, se hubiese esfumado de la nada, porque la niña se dedicó a brincar de un lado a otro, a cruzarse por las vigas que componían todos los engranajes del reloj, aun cuando bajo ella, el suelo se encontraba a metros y metros.

La estructura daba vida a las manecillas del reloj y afirmaba los pilares de la torre. Esta misma podía verse desde la mayoría de los sectores de la ciudad. Aun operaba correctamente, dando la hora exacta. Mikasa nunca hubiese imaginado que alguien vivía allí dentro.

Cuando ella se cansó de ir y venir, Levi la invitó hacia su ventanal favorito, aquel desde donde podía obtener la mejor panorámica de la ciudad. Era enorme y, por la época del año, la luna se alineaba perfecto con el lugar, iluminándolo y, de paso, a todo el paisaje.

Levi no quiso correr el riesgo de dejar a la muchacha ahí sola, aun cuando parecía que ella comenzaba a llevarse mejor con las alturas. Prefirió ayudarla a sentarse en la orilla del ventanal, y se mantuvo a sus espaldas, vigilándola en todo momento. Parecía tan emocionada, que Levi temía que fuese a desequilibrarse y resbalar.

Desde ese lugar, Mikasa admiró la inmensidad de la ciudad en la que vivía y, por primera vez, no le pareció tan odiable. Era tóxica, sí, pero desde la guarida de Levi, con aquella predominante luna que los cubría, todo obtenía un cariz diferente. Le habría gustado que su habitación tuviese una vista como aquella; eso hubiese hecho sus noches menos tristes, los días menos tediosos. La ubicación en la que se hallaba era tan alta que entregaba la sensación de mirar al mundo por encima de todo. Era un tipo de suficiencia ilusa, pero que alegraba los segundos.

―Es una pena que tengas que irte, de verdad ―musitó ella, de pronto.

―Bueno, ya tienes un recuerdo de mí. Algún día, mirarás atrás y tendrás algo que te hará sonreír ―Mikasa se acomodó en el ventanal, para voltear hacia él―. Lamento no haber podido ayudarte…

―Lamento lo que dije anoche. Tenía rabia… y pena. Sí me ayudaste. Este último tiempo, hiciste mis noches más acompañadas y menos tortuosas. De cierta forma, sabía que no podía cambiar mi destino. Y no hay que asesinar a nadie tampoco para conseguirlo.

―¿Tú crees? ―bufó él, emulando una risilla.

Mikasa recordó la misión de Levi.

―Bueno… tú tienes una misión. Y es bastante distinto a lo que ocurre conmigo. Jean no tiene la culpa, como decías.

―Intentó besarte.

―Pero no es culpable de que yo le guste. A él le parece bien que el día de mañana, cuando seamos adultos, yo sea su esposa. Y eso no está mal. Soy yo la que no quiere eso.

―Y eso tampoco está mal ―insistió Levi.

―Llévame a casa ―susurró ella―. Siento que cada minuto a tu lado me entristece más. Te juro que no olvidaré este día, porque me confiaste tu lugar secreto. En realidad, no olvidaré ni un solo día que hemos pasado juntos.

―Gracias por curarme esa noche ―fue todo lo que Levi pudo decir con tal de exponerse más de lo que debía.

―Gracias por sanarme a mí ―dijo ella, y tras bajarse del ventanal, luego de un breve brinco, le hizo una reverencia, como acostumbraban en su país.

Al volver a la casa de Mikasa, Levi se encargó de dejarla en el interior de su cuarto. Parecía como si el tiempo se hubiese detenido, como si nunca hubiesen huido juntos por un buen par de horas. Era tentador, pensaba Mikasa, imaginar cómo hubiera sido si él la hubiese raptado. Pero no ocurrió; la idea murió en la inocencia de sus ensueños.

Cuando entró en su habitación y se familiarizó con su olor, un cansancio tremendo la atacó de pies a cabeza y acabó bostezando. De alguna manera, se había preparado para ese momento, como una medida de seguridad por su propio bien. En el momento en que Levi reconoció que se iría para no volver, luego de que ella se enfadara, se hizo a sí misma la gran pregunta: «¿Cuánto más podía durar?». No iban a estar de esa forma toda la vida, viéndose por las noches, jugando a tonta amistad entre una niña ilusa como ella y un forajido al que no cesaban de darle cacería. Era una tontería, y lo aceptó antes de irse a dormir. Cuando Levi volvió, consintió la despedida con resignación.

En aquel entonces, Mikasa se había quitado su abrigo y comenzaba a hurgar en su armario, buscando una camisola para dormir.

―Entonces, que tengas una buena vida, Mikasa ―Levi avisó su partida, mientras la observaba desde el umbral de las puertas francesas que daban al balcón.

Ella soltó un largo y profundo respiro. Escogió una prenda y la tendió sobre su cama. Luego, avanzó hasta Levi. El reloj de su buró marcaba las cuatro de la madrugada.

―Lo mismo para ti, Levi ―ella le tendió la mano y él la sostuvo para despedirse.

Se dio la vuelta rápidamente para emprender camino. No podía permitirse ser descubierto por el cambio de turno de la Guardia que, por lo general, ocurría a las cinco.

No obstante, antes de poder llegar más lejos, Mikasa corrió hasta él, jadeando un breve y exasperado «espera».

Levi volteó y, entonces, sintió todo el cuerpo de Mikasa estamparse contra el suyo para abrazarlo con fuerza. El impacto le hizo abrir los párpados en exceso; ella nunca dejaría de ser un mar de sorpresas. Correspondió el abrazo, quizás, no con el tino que Mikasa hubiese esperado, pero sí con su sello personal, aquella cortedad tan única.

―Dame un beso ―le pidió Mikasa―. No volveremos a vernos nunca jamás, ¿qué importa?

Ahí estaba ella con su petición de nuevo, y de nuevo él con su expresión de espanto semi-cubierta por la tela negra. Que ella confundiese el sentimentalismo de la despedida con una oportunidad para perder la cabeza no era correcto.

―No puedo, Mikasa ―negó él―. Eres una niña. ¿Entiendes eso? No puedo verte con otros ojos… Eres como una hermana pequeña para mí.

Mikasa no se había dado cuenta que estaba sosteniendo a Levi de las solapas de su capucha como si pretendiese arrastrarlo hacia sí, aun cuando él llevaba la bandana puesta.

Y claro que entendía perfectamente. Levi no era esa clase de persona y ella lo respetaba. Tan solo estaba pidiéndole un obsequio que pudiese almacenar en su memoria. Algún día, Jean sería su esposo y tomaría todo lo que quisiera de ella. ¿Por qué no podía escoger a quién besar por primera vez?

El pensamiento la hizo llorar.

―Lo entiendo, Levi ―aun así, dolió aceptarlo―. Pero no dejes que me quiten esta última parte también. No quiero que sea Jean…

Cesó de sollozar cuando Levi la sostuvo de la mandíbula con fuerza y se acercó a ella, quedando escasos centímetros de su rostro.

―Confórmate con esto ―dijo, y se acercó suavemente, sopesando en el camino cómo acomodarla para no besarla de forma tan invasiva, para no tocarla demasiado, para rozarla y huir luego de eso.

Recolectó, junto con su inhalación, todo el valor del mundo y la entereza que necesitaba para continuar. Luego, se quitó la bandana. Y depositó un suave beso casi a la mitad de los labios de Mikasa, más plenamente en su comisura. No lo hizo durar ni dos segundos y se apartó de ella, retractándose con un enorme sentimiento de culpa.

Sin embargo, no era suficiente para contentarla a ella. Antes de que Levi pudiese apartarse del todo, Mikasa se abalanzó sobre él y lo besó en los labios. Fue un golpe torpe, de un segundo, que finalizó con un chasquido ridículo.

Para alguien con un poco más de experiencia como él, fue un insulto convertido en beso, una falta de respeto, una insolencia, una cálida y suave insolencia proveniente de una mocosa con las mariposas de la barriga alborotadas. Para ella, en cambio, había sido grito y júbilo. Los labios de Levi eran muy tibios y suaves, y amortiguaron bien su exabrupto.

Quería sentirlo de nuevo.

―Maldita mocosa ―gruñó Levi, acomodándose la bandana de nuevo, rehuyendo del sonrojo violento que le había provocado el asalto.

―Es lo que pasa cuando te relacionas con forajidos ―se defendió ella.

Y el rodó los ojos tras esa respuesta. Pero no se marchó de inmediato. Se dedicó a mirarla por última vez, una última vez antes de partir.

―Sé valiente ―le pidió―. Promete que no te echarás a morir.

―No lo haré ―le sonrió―. Al menos, Jean ya no podrá quitarme todo.

El sonrió; Mikasa pudo percibirlo en sus ojos.

―Mañana parto a la misión que me ha estado consumiendo la vida. Al primer bocinazo del barco que, por ahora, reposa en el puerto, sabrás que me he ido.

―Hubiese preferido no saberlo ―ella se encogió de hombros con una tímida sonrisa.

―Es que no quería entenderlo yo solo. Estoy siendo egoísta adrede ―tras ese comentario, Mikasa le propinó un golpe en el brazo, y él lo aceptó sin reproches―. Que tengas una buena vida ―le repitió.

―Tú también ―asintió ella.

Y así como siempre sucedía, como era inevitable que ocurriese cada madrugada, Mikasa vio a Levi desaparecer entre las sombras de la noche. La única diferencia existía en su pecho, en forma de una presión dolorosa que la asfixiaba, porque sabía que aquella había sido la última vez. Él no volvería de nuevo a su balcón.

Él no volvería de nuevo, nunca más. Y, en ese momento, entendió que no le interesaba estar comprometida, si conseguía alejarse de Jean o si acababa siendo su esposa algún día; lo único que le importaba era tener a Levi más tiempo consigo.

De eso, siempre, había tratado todo.


A la mañana siguiente, Mikasa salió junto a su madre camino hacia el mercado. Durante el trayecto, visitaron diversas tiendas que parecían interesantes y que su madre se esforzaba por mostrarle. Pero Mikasa parecía sumida en un letargo imposible de mejorar.

Su madre se preocupaba, le enseñaba espejitos, cajas musicales, vestidos y cuanta cosa bonita encontraba, mas Mikasa parecía una muñeca de trapo, una que halaban de un lado a otro.

A la hora de almuerzo, su madre la llevo a las cercanías del puerto. Mikasa no había reparado en ello. Parecía todo tan sencillo, hasta que alzó la vista y advirtió la presencia de un enorme navío que comenzaba a desplazarse.

La bocina resonó con fuerza, expandiéndose hacia toda la ciudad.

En ese minuto, Mikasa se congeló en su lugar, sin dejar de mirar al barco que se alejaba lentamente.

―Mikasa, ¿estás bien? ―la niña se había quedado atrás, y su madre había vuelto por ella.

Antes de poder repetirle la pregunta, Mikasa echó a llorar con toda la fuerza que sus pulmones le permitieron.


Cinco años más tarde…


Todo parecía medianamente igual desde la última vez que había estado ahí. Lo único que difería eran las zonas donde el progreso podía notarse; mejor economía, mejores oportunidades, aunque únicamente en las zonas más céntricas de aquella vetusta ciudad. En los sectores más lejanos, seguía gobernando la inmundicia.

Era una lástima volver allí, dando botes para encontrar al mismo objetivo. El comandante de la Guardia era una criatura sagaz, y él daba su vida por tener el privilegio de cortarle la garganta. Cinco años, múltiples encuentros y nuevas cicatrices, pero nada ocurría. Ninguno conseguía matar al otro. Era un juego de gato y ratón que parecía no tener final, y Levi estaba seguro de que lo único que quería era acabar pronto con todo eso para irse a descansar.

«Píllate algo bueno. Intentaré hacer lo mismo; estamos muy escasos de suministros», recordó las palabras de Farlan.

Tendría que robar algo interesante si querían seguir adelante con el plan. Era el año límite que habían pactado para eliminar a Erwin Smith, el comandante. El tiempo transcurrido había sido un abuso por donde se mirase, pero el hombre se las había arreglado para escapar y protegerse a toda costa.

Tenía ansias de vida; Levi lo valoraba, a decir verdad. La lacra no quería morir.

Cubierto con su capucha y la bandana cubriendo su rostro, Levi se agazapó en un tejado bajo que le permitía ver la calle de un boulevard. Eran cerca de las ocho de la noche, el día estaba nublado y lo suficientemente oscuro como para esconderse. Solo bastaba con encontrar una potencial víctima que portase algún objeto valioso.

Voces lo sacaron de su embeleso; espabiló en el acto y adoptó postura de estar al acecho.

―… porque no podía esperar más por ello. Le dije: «Connie, a ver si consigues uno de esos», y no lo consiguió, no lo consiguió. Se enfadó, ¿puedes creerlo? No entiendo la arrogancia de algunas personas…

Una pareja paseaba por el sector. Él era un joven alto y de cabello castaño claro, bien parecido, tenía buena situación, Levi lo olía. Ella llevaba un largo abrigo rojo oscuro, casi color vino, y una perfecta cabellera lisa y oscura. La dama portaba un enorme sombrero que no permitía ver su rostro, pero sí parte de su cuello, de donde brillaba un precioso collar con un pendiente de gema.

La ganancia estaba tirada.

―Debiste decirle que no era necesario ―oyó la voz de la mujer, a medida que él buscaba ángulos para cometer su acto―. Es mucho más arrogante querer tener siempre la razón.

―Amada mía, cada día me sorprendes más con tu gentileza ―el hombre tomó la mano de la joven y la besó―. ¿Gustarías ir por un par de bocados?

―No, no, estoy bien. Ve tú solo ―ella se apartó de él―. Me siento un poco sofocada, puedo esperar aquí.

El joven sonrió.

―No me tardo. Con permiso.

El destino comenzaba a jugar las cartas a su favor. Era el primer asalto desde que volvía a esa ciudad y todo parecía ir viento en popa. Saltó desde el tejado hasta un balcón, y desde allí a una pila de cajas, y desde las cajas hasta el suelo. Todo sin emitir ningún crujido.

La damisela aguardaba en medio de la calle por el caballero. Estaba cerca de las sombras, y Levi había hecho eso tantas otras veces, que no podía hacer otra cosa excepto confiar en sus dotes. Podía arrancarle el collar tan rápidamente que, para cuando ella lo notase, él ya estaría lejos de ahí.

Era idóneo.

Avanzó sigiloso entre las sombras, como una pantera, y comenzó a acercarse a la joven sin perder de vista, en ningún momento, el collar que pendía de su cuello.

De pronto, ella le dio la espalda. Sería un tanto más completo, o por lo menos eso creyó, hasta que ella se removió el cabello, jugueteando con él, dejando dispuesto su cuello. Desde allí, a tan solo un metro de ella, Levi podía ver el broche de la joya. Y se acercó un poco más para tomarla… era cosa de destreza, confió en ello, avanzó, siendo casi el reflejo de la muchacha.

Pero nunca imaginó, que a pesar de todos sus esfuerzos, ella fuese a sentirlo de todos modos. Y él sabía que había una sola persona en el mundo con el poder de hacer eso…

La damisela volteó, agitadamente producto de la sorpresa, perdiendo su sombrero en el acto y revelando, de esta forma, su rostro.

Cuando Levi la vio, su respiración se cortó en el acto.

Ante él se revelaron dos ojos enormes, grises y brillantes, una nariz pequeña y unos delineados labios rosados. El rostro más hermoso que había visto y que vería jamás.

Nunca lo esperó, ni esperó que el tiempo fuese a detenerse de la forma que hizo.

El pánico que lo atacó fue fulminante. La forma en que ella lo miraba lo asfixiaba, porque en sus ojos veía cómo ella intentaba recordar, asimilar, como buscaba terminar de creer que todo eso fuese real. Los irises grises eran mezcla de impacto y desesperación.

Levi no pudo soportarlo más tiempo. Le arrancó el collar y huyó despavorido.

―¡Mikasa!

Jean salió corriendo de la tienda de bocados. Alcanzó a divisar al forajido antes de que, técnicamente, se esfumase frente a sus ojos. El cabello de su prometida estaba alborotado, del mismo modo que su expresión llorosa.

Comenzaba a preocuparlo en demasía.

―¿Te hizo algo? ¡¿Te hizo algo?! ―la tomó de los hombros y la zarandeó.

―Buscaré a los guardias ―vociferó el vendedor de la tienda que también había sido testigo del acto.

―Me robó el collar ―titubeó en un susurro conformado por un hilo de voz.

Jean parecía confundido con la reacción de Mikasa. Estaba perpleja.

―¿El collar que te regalé? ―al mirar su cuello, notó que el adorno ya no estaba ahí―. Te compraré otro, no te preocupes. ¿Estás tú bien?

Mikasa volteó a verlo con grandes ojos, con su expresión completa alterada, su corazón amenazando con escaparse por su boca.

―Jean…

―Mikasa, por favor, dime si te hizo algo ―la sostuvo del rostro.

―Nada, Jean… nada―jadeó ella, intentando recuperar la compostura.

―Entonces, ¿estás bien? ―quiso saber, preocupado.

Ella tomó aire en respiros entre cortados.

―No… lo sé.

Fue todo lo que pudo articular.

No.

No se encontraba bien.