Death Note pertenece Tsugumi Ōba.

Este fanfic contiene abuso sexual.


Abuso


— Este es Near, tu nuevo compañero de habitación.

Mello se asomó desde la litera de arriba para confirmar lo inevitable: Matt fue trasladado.

Watari no le había dicho nada al respecto.

— Tsk.

Es decir, sabía que juntos eran algo ruidosos y más de una vez se habían metido en problemas realizando una que otra travesura, pero absolutamente nadie tuvo la decencia de informarle que cambiarían de cuarto a su mejor amigo por este… este… raro.

Debía tener más o menos su edad, pero no lo representaba para nada. Lucía paliducho, indefenso. Un poco sombrío, como muchos otros chiquillos abandonados en Wammy's House. Y jugueteaba insistentemente con su cabello.

Esto, en lo particular, irritaba bastante a Mello.

— Mis cosas no se tocan. — Fue lo primero que le dijo apenas Watari se retiró. — Ah, y si puedes no me hables ni te acerques, ¿bien?

— Bien.

Bien.

Al menos era obediente.

La advertencia estaba clara y pocas fueron las veces en las que Mello y él intercambiaron palabras. Pasaba los días en el ala oeste —donde Matt había sido trasladado— y solo veía al raro por las noches, acurrucado en la litera de abajo a la hora que correspondía.

Era un aburrido.

O al menos eso intentaba repetirse cada madrugada, cuando la urgencia de un impulso pre-adolescente le instaba a colarse en su cama y acariciarle la entrepierna hasta lograr calentársela. Hasta endurecer la suya propia, que friccionaba insistente contra la retaguardia del niño que tanto decía detestar.

Near nunca se quejó, aun cuando su inteligencia fuera lo suficientemente elevada como para comprender que Mello estaba abusando de él.

Pero aquello que debía resultarle repulsivo y aberrante, algo digno de contar a Watari entre lágrimas y berreos desconsolados, acababa arrancándole quejidos de suave indecencia. Su voz se quebraba bajo el edredón y sus mejillas se hinchaban a más no poder, poseído por una sensación placentera y multicolor.

Tenía miedo, pero no podía parar.

No podía detener las caricias de la mano inexperta de su compañero de habitación, ese que cada noche y sin falta asaltaba las zonas prohibidas de su cuerpo.

Los años pasaron.

La tensión entre ambos incrementaba a medida que sus intelectos fueron catalogados como los mejores del orfanato, haciéndoles vivir en una permanente competencia. Todo por convertirse en el sucesor de L.

Mello tardó bastante en dejarse tocar, pero cuando lo hizo las simples caricias y roces se convirtieron en mordidas, lenguas y bocas llenas del otro.

Poco después de que L muriera su enemistad alcanzó su punto más álgido, motivando a Mello a consumar el abuso sin importarle las lágrimas ajenas ni los desgarros anales ni la sangre manando de la —hasta entonces— inexplorada cavidad de Near.

Mello necesitaba desquitarse.

Del mundo, de su propio abusador, consigo mismo. De esa maldita y evidente inferioridad.

Y el raro estaba ahí para disfrutarlo.


Fin