XII

Sol de Medianoche

Media hora después de que Lucy dejara la casa Pingrey, Lincoln se encontraba sentado en la mesa de la cocina cenando —un tazón de frutos rojos con yogurt, cereales y miel, y un vaso de leche con chocolate— con su familia. Ya había terminado de recoger la basura, pues ésta no era tanta como se habría esperado; le tomó a lo mucho unos diez minutos, pero podría haber acabado poco antes de no ser porque Céline le ordenó ponerse una chamarra. Él quiso oponerse, ya que la noche no era tan fría como hace un par de meses, pero la mujer se mantuvo firme. Después de todo, «era mejor prevenir que lamentar». Y tras acatar con aquella petición y dar por terminada su tarea, el muchacho se dirigió a su cuarto, se puso un pijama azul y bajó.

El ambiente de la cena fue más que ameno para Lincoln, pues todos hablaban y reían. Luego vinieron las preguntas sobre si le gustó su fiesta, si se había divertido, sobre lo que le regalaron sus amigos, etcétera. Él respondió a todo y nuevamente le agradeció a su familia por el día tan increíble que tuvo; ellos sonrieron y siguieron comiendo. Momentos después, Lincoln y Carol, una vez que terminaron, dejaron sus trastes en el fregadero y se despidieron de sus padres con un beso y un abrazo.

Mientras subían, Lincoln no pudo evitar volver a sentir cierto desasosiego por lo ocurrido con su hermana mayor en la entrada de su casa. Y no era para menos, pues la petición de la chica («¿Me das un abrazo?») lo había tomado totalmente desprevenido. Ella nunca pedía permiso para eso, y tampoco él («¿Me das un abrazo?»); además, sus ojos se mostraban tan tristes al verlo («¿Me das un abrazo?») y su voz tembló ligeramente al pronunciar esas palabras.

No entendía qué le ocurría a su hermana. O mejor dicho, deducía que estaba triste por algo, mas no sabía por qué. Incluso vino a él el fugaz momento, tras volver del baño junto a Lucy, en que la vio mirando el césped con tristeza, justo antes de cortar el pastel. Recapituló todo lo que pasó en el día, intentando desesperadamente encontrar la causa de sus penas; pero no encontró nada. Ellos dos no habían peleado entre sí —aunque en realidad eso casi nunca pasaba— o con alguien más. Tampoco hubo disgustos o malentendidos. Lo único que se acercaba medianamente a eso fue el incidente en el que Carol casi lo besaba, pero sólo había sido un pequeño descuido por parte de ella. Después de todo, él fue quien le pidió consejos sobre cuál podría ser el momento adecuado para besar a Lucy. Ella sólo lo ayudó como la asombrosa hermana mayor que era.

Porque a Carol no podía describirla con otra palabra. Para él, ella era sencillamente eso: asombrosa. Aunque, bueno, también era inteligente, amable, comedida, tierna y muy, muy hermosa.

Lincoln observó a la chica que caminaba frente a él con minuciosa atención: su brillante cabellera caía elegantemente como una cascada de oro por su espalda, aunque ésta emanaba un olor más delicioso, como a jazmín; su piel, la cual cuidaba con especial atención, se veía tan pura, suave y cremosa ante la virginal luz de la luna que se colaba por el gran ventanal de las escaleras como si de una fantasmal cortina de plata se tratase; su rostro, aun cuando no lo podía ver en ese momento, era tan fino que daba la impresión de haber sido esculpido con sumo cuidado por un artesano; sus labios, carnosos y rojizos, también poseían el famoso «arco de Cupido», lo cual los hacía ver más sensuales de lo que ya eran; los orbes de sus ojos refulgían como dos enormes y bien labrados zafiros; y su cuerpo —¡oh, su cuerpo!— era…, era…

Sin desearlo —o siquiera dándose cuenta—, deslizó lentamente la mirada por toda la figura de su hermana: sus piernas llenaban a la perfección la tela del pantalón del pijama, haciendo así que fuera mucho más fácil apreciar sus torneadas extremidades inferiores; con cada paso que daba, admiraba el hipnótico movimiento zigzagueante de sus amplias y firmes caderas, mismas que eran aún más acentuadas por su delgada cintura; su espalda, tan fina como era, se alzaba orgullosa, dándole así un aura primorosa; y sus voluptuosos pechos poseían una sensual y redondeada figura que sólo ayudaba a hacerlos verse más bellos cuando se sacudían cada vez que se movía.

Una zarpa monstruosa e invisible estrujó su corazón, forzándolo a bombear sangre con más fuerza y haciendo que escuchara sus propios latidos; una corriente eléctrica recorrió toda su espina dorsal en un segundo, dejándolo con un inusual cosquilleo; y el estómago lo sintió repentinamente caliente, al mismo tiempo que se tensaba todo su abdomen y su zona pélvica. «¿Qué me pasa?», se preguntó. La sensación había sido tan extraña que se le dificultaba describirla con palabras; sin embargo, ya no era tan ajena a él, pues identificó que era muy similar a la que sintió cuando vio a Lucy en la tarde, con ese atractivo vestido pegado a su cuerpo. «Ah, Lucy… ¿Lucy?... ¡Lucy!»

De repente, tras recordar a la linda niña, Lincoln apartó la mirada del cuerpo de Carol en un arrebatado movimiento. No supo por qué lo hizo; realmente no lo supo. Fue como si su corazón y su cabeza le hubieran dicho (le hubieran gritado, más bien) que estaba mal lo que hacía. Sin embargo, para él seguía siendo un misterio qué era lo que estaba «mal». ¿O es que acaso —se preguntó— había algo malo en realidad? Él se dijo a sí mismo que no. Para nada. Sólo reconocía lo bella que era Carol, ¡y eso no era raro!

Además, Carol era su hermana mayor. Sólo su hermana mayor. Nada más que su hermana mayor.

«Sí…, exacto —pensó—. ¿Por qué lo estoy tornando en algo extraño? Puede que Carol sea mi hermana, pero hasta yo puedo admitir que es una chica muy bonita. Y no sólo lo hago yo; también lo hacen otros. Lo hacen sus compañeros de escuela, lo hacen sus amigos…, e incluso lo hacen mis amigos…»

Inconscientemente, Lincoln empezó a apretar los puños y tensó la mandíbula, mientras recordaba todas las veces en que Rusty, sin intentar controlarse siquiera un poco, proclamaba abiertamente que él se volvería su cuñado. También vinieron a él los momentos en que Liam y Zach, cuando veían a su hermana, actuaban como unos atolondrados que olvidaban cómo hablar. Incluso rememoró la ocasión en que Clyde le confesó que sentía un enamoramiento por Carol.

Y lo intentaba…, ¡realmente lo intentaba!, pero sencillamente no podía…

Le era tan difícil controlar su molestia ante esos comentarios.

Sabía que no los decían con mala intención —o al menos era lo que esperaba—, pero escucharlos hablar así de su hermana lo incomodaban…, lo irritaban. Y lo peor es que él ni siquiera entendía el porqué. ¡Ellos eran sus amigos! ¡No tenía razón para molestarse con ellos! ¡No eran como el imbécil de Chandler! ¡No eran como ese despreciable, lascivo y malnacido hijo de…!

—¿Lincoln?

La suave voz de Carol y el tacto de su mano en su hombro lo sacaron de sus pensamientos. Lincoln levantó la mirada y preguntó:

—¿Eh? ¿Qué pasa?

—Nada. Sólo te pregunté si ya te ibas a dormir.

—Ah, no, no; todavía no tengo sueño. De hecho, creo que conectaré la consola que me regaló papá —explicó él con simpleza.

Carol reprimió una risita y comenzó a acariciar el cabello de Lincoln.

—Pues más te vale no quedarte tan tarde jugando, hermanito. Te conozco a la perfección, y sé que podrías quedarte despierto toda la noche.

—¡Hey! Eso sólo pasó una vez.

—¿Una vez? —cuestionó ella, sonriendo y alzando una ceja.

—… Bueno, fueron dos.

—¿Dos? —retó ella, viendo al chico a los ojos.

Lincoln se sonrojó y exclamó:

—¡Bien, fueron cinco veces! Sin embargo, y en mi defensa, debo decir que eso únicamente pasaba cuando conseguía un nuevo juego que fuera realmente bueno. Además, eran fines de semana.

Esta vez, Carol no pudo evitar reírse; su hermanito se veía tan lindo cuando se avergonzaba. Así estuvo por un par de segundos, hasta que notó que Lincoln no reía y miraba el piso con una expresión seria.

—Oh, Linky, perdóname. Te juro que no me estaba burlando de ti —dijo ella, a la vez que acurrucaba al chico contra su cuerpo.

—No… No es eso, Carol —contestó él—. Es sólo que…

—¿Sí?

Lincoln inhaló profundamente y luego sacó todo el aire con un largo y pesado suspiro.

—Es sólo que me gusta verte reír, hermana. Así te ves más bonita.

Este comentario hizo que Carol se ruborizara ligeramente y que su corazón comenzara a latir más rápido.

—Ehmmm… G-Gracias por el cumplido, pero… ¿por qué lo dices?

—Por nada en particular —contestó él, haciendo ademán de irse, pero los brazos de Carol no se lo permitieron.

—¡Oh, eso sí que no! —exclamó ella, juntando su frente con la del chico y chocando sus narices—. Ahora me vas a explicar, muchachito.

Lincoln sonrió levemente; se encontraba de mejor humor. La marea de pensamientos —y sentimientos— que lo invadieron momentos atrás había amainado, dando así paso a una agradable corriente de calma y sosiego. Oh, aquel tierno contacto con su hermana era sin duda reconfortante.

—Bueno… —empezó él—, lo que pasa es que…, pues…, este… —cerró los ojos un momento y los volvió a abrir—. Hace rato te veías triste.

La chica sintió por un momento como si alguien le hubiera proporcionado un puñetazo en el diafragma. «Maldición… ¡Maldición! ¿Tan obvia fui?», pensó, llena de incertidumbre.

Separándose lentamente de Lincoln, Carol ocultó sus brazos detrás de su espalda y giró el cuello para ver hacia otro lado; usaba todas sus fuerzas para que su rostro reflejara la tranquilidad que no sentía. Soltó una risita artificial, como las que suelta cualquier persona que se encuentra en una conversación que ya no va a ninguna parte, y dijo:

—¿Yo? ¿Triste? ¡Qué cosas dices, Lincoln! Para nada. Sólo pensaba en lo mucho que has crecido. Es decir, ¡mírate! Ya eres todo un hombrecito.

—Carol, estoy hablando en serio…

—Y yo también. Sí, puede ser que me pusiera un poco sentimental; pero, ¡oye!, tengo derecho de hacerlo. Después de todo…, soy tu hermana mayor, ¿no?

Lincoln se sobresaltó ante aquel comentario y tuvo la horrible sensación de que ella había leído su mente. Sacudió su cabeza ligeramente, buscando deshacerse de esa idea.

—Sea como sea, no tienes que ocultar tus emociones, Carol. Recuerda que yo siempre estaré aquí para ti —dijo él, sonriendo.

Carol sonrió y abrazó a Lincoln con fuerza. Así le sería más fácil ocultar su rostro del chico y calmarse lo suficiente como para evitar que las tibias lágrimas salieran de sus ojos. «Recuerda que yo siempre estaré aquí para ti.» Esa frase había sido una de las más hermosas que él le pudo decir. Las admiró, saboreó, acarició y, finalmente, las olvidó…

Tenía que hacerlo, porque, por más verdad que albergaran en ese momento, ella sabía que perderían el valor que las hizo tan bellas. «Siempre estaré aquí para ti.» Carol no dudaba que Lincoln hablaba en serio; no lo dudaba ni por un segundo. Pero también sabía que era inevitable que él la dejaría de lado poco a poco para dedicarse enteramente a… su novia. Y a medida que pasara el tiempo, él se dedicaría a su prometida y, eventualmente, a su esposa.

«Siempre estaré aquí.» Con amargura, dolor y resignación invadiendo su corazón, Carol contestó: «No es verdad…»

Momentos después, la muchacha se separó de su hermano, acarició su cabello una vez más, y dijo:

—Bueno, Linky, diviértete. Sólo procurara no dormir tan tarde.

Dio media vuelta y empezó a caminar a su habitación; sin embargo, sintió a alguien tomando su mano izquierda, deteniendo así su andar. Giró su cuello y vio a Lincoln, sujetándola y observando el piso.

—¿Lincoln? —preguntó ella.

—Carol…, no te vayas…

—¿Eh?

—Aún no quiero que acabe el día —confesó él—. Quiero pasar tiempo contigo.

—Ay, hermanito, siempre pasamos tiempo juntos —dijo ella, con ternura—. Además, mañana iremos con mamá y papá a seguir festejando tu cumpleaños. ¿No recuerdas que saldríamos a comer a un restaurante?

—Sí, lo recuerdo… Pero ahora mismo quiero estar contigo.

Una sensación de calor recorrió todo su cuerpo, en especial su pecho. Soltó una pequeña risa y explicó:

—Soy muy mala jugadora. Eventualmente te aburrirás.

—No me importa —declaró él, con determinación—, yo puedo enseñarte. Pero si no quieres jugar conmigo, entonces podemos hacer cualquier otra cosa; lo que quieras. Sólo… Sólo quédate conmigo, por favor…

Carol guardó silencio por un momento; mismo en el que sólo hizo una sola cosa: observar el rostro de su hermano. Observó su lindo rostro pubescente, el cual ya reflejaba características del apuesto hombre que sería en el futuro; su singular y encantador cabello blanco que tanto le gustaba a ella; su nariz respingada, que le parecía aún más adorable por las pocas pecas que la adornaban; sus mejillas, que habían empezado a afilarse y abandonaban poco a poco la redondez característica de los niños; sus preciosos y penetrantes ojos azules, los cuales, para ella, daban la sensación de iluminar cualquier habitación; y sus labios rosados, no tan delgados, suaves y cálidos que lo hacían ver tan lindo cuando sonreía.

Sin decir nada, se acercó lentamente a Lincoln, lo miró directamente a los ojos, se aproximó a su rostro y le dio un dulce beso en la mejilla.

—Espero que me tengas paciencia, Linky. Sigo siendo una principiante en esto de los videojuegos —dijo ella, con una cálida sonrisa.

Lincoln también sonrió; Carol apretó su mano con ternura y caminaron juntos por el pasillo. Entraron a la habitación.


«Le gusto a Lincoln… y me llamó "linda"… ¡Le gusto a Lincoln! ¡Yo! ¡Él me gusta y yo le gusto!»

A pesar de que hubieran pasado más de quince minutos desde que dejó la casa del muchacho, Lucy no dejaba de repetir esos pensamientos en su cabeza. No es como si quisiera hacerlo, en realidad. Para ella, ese día había sido uno de los más mágicos de su vida. Y no era para menos. Después de todo, ella, Lucy Loud, la «rarita» de la escuela, le gustaba a Lincoln Pingrey, el chico de sus sueños.

Se la pasó sonriendo todo el trayecto, mientras observaba las luces de las casas, locales y automóviles a través de la ventanilla de Vanzilla. También atisbó, durante un semáforo en rojo, a una pareja de adultos jóvenes, tomados de la mano, saliendo de una pequeña cafetería; el hombre, a pesar de su aspecto huraño y hosco, se veía tan feliz cada vez que volteaba a ver a la mujer, quien, a simple vista, era todo lo opuesto a él: una persona dulce e inocente. Y ella también se veía realmente feliz de estar con el sujeto, pues un momento después se prendó a su cuello y le dio múltiples besos en la mejilla. El rostro del hombre se deformó en una mueca de sorpresa y, posteriormente, en una de vergüenza; giró el cuello y se tapó el rostro, haciendo que su pareja soltara una risita. La niña ahora se preguntó quién sería el inocente de la relación.

Cuando la luz volvió a dar verde, Lucy se despidió mentalmente de ellos y les deseó lo mejor.

Siguió observando el exterior: árboles, edificios, caminos, aceras, pasto, concreto, personas, animales, todo, nada. No sabía qué le había pasado al mundo; ya no todo era tan horrible, no era sólo oscuridad. La esencia de las cosas exhalaba algo distinto, algo bello. Y eso le hizo recordar una estrofa de un poema que nunca pudo leer bien, pues la bibliotecaria le dijo que ese no era un «libro apto para niños». Decía:

Que tú llegues del cielo o el infierno, ¿qué importa?,
Belleza, inmenso monstruo, pavoroso e ingenuo,
si tu mirar, tu risa, tu pie, me abren las puertas
de un infinito que amo y nunca conocí.

Volteó a ver al cielo y se percató de que la luna brillaba con más intensidad que en otras noches y que ninguna nube se interponía ante ella. Sí, seguían ahí: flotando, esperando, pero no se acercaron a aquel cuerpo celeste. Se removió el flequillo un poco para descubrir su ojo izquierdo y agudizó su visión para observar el relieve del satélite: irregular, lleno de sombras, cráteres y demás. A lo largo de la historia, la luna había sido golpeada tantas veces por meteoritos y otros objetos, cambiando así su aspecto. Estaba maltratada, era imperfecta; y sin embargo, la humanidad seguía amándola, alabándola. La veían hermosa, bella, majestuosa.

Lucy cubrió su ojo y volvió a mirar por la ventanilla; y aunque seguía sonriendo, su humor adoptó un gusto un poco más melancólico. Ella era como la luna, pero sólo a medias: únicamente poseía los defectos. No inspiraba amor ni ternura; sólo aversión. Y aquello le habría gustado, hasta cierto punto, de no ser porque también lo inspiraba entre las personas que amaba. Quería inspirar terror para defenderse, no para alejar a su familia.

Sería honesta consigo misma: las burlas y el acoso en su escuela le dolían, le dolían mucho. Y por más que se esforzara en mostrar una imperturbable careta de indiferencia, las voces seguían haciendo ruido en su cabeza. Todos los insultos eran hirientes, pero podía manejarlos; los humanos eran crueles, y ella, al ser la menos apta dentro de esa «cadena alimenticia», tenía que aprender a lidiar con ellos. Sin embargo, no fue hasta que alguien la llamó «Humana invisible» que verdaderamente se quebró. Jamás creyó que una persona fuera capaz de decirle algo tan horrible, doloroso y, desafortunadamente, real.

«Invisible». Ése era un concepto muy curioso, en realidad. Una persona podía ser invisible para muchas otras. Cualquiera podía caminar entre una multitud, ser visto, pero a la vez no; dependía únicamente de lo importante que fuera para los demás. Así eran todos los seres humanos: visibles e invisibles. Y ella también era humana. Era visible. Era invisible. Era y no era.

Qué lástima que fuera visible para sus verdugos, pero invisible para sus consanguíneos…

Su labio inferior tembló ligeramente, pero volvió a guardar la compostura. Tenía que dejar de pensar en eso; si continuaba así, seguramente terminaría llorando otra vez, y no quería eso. Ya había llorado lo suficiente durante el día.

Esta vez cerró los ojos y se dejó llevar por los sonidos de su entorno: el motor de Vanzilla, las bocinas de los carros, su propia respiración, un tamborileo nervioso en el volante, y una canción en la radio. Le pareció extraño oírla; Lori solía poner canciones de sus bandas favoritas mientras conducía. Ésta, sin embargo, sonaba como una que escucharía su padre. No era precisamente su estilo, pero decidió prestar atención a la letra.

Cuando el día que me espera
Parece imposible de enfrentar
Cuando alguien más en vez de mí
Siempre parece saber el camino

Entonces te miro
Y el mundo está bien conmigo
Sólo una mirada tuya
Y sé que será
Un día encantador
Un día encantador

Sólo alcanzó a escuchar las últimas dos estrofas; el sonido fue decrescendo, hasta que, finalmente, la canción terminó. No lo negaría: se sintió realmente conmovida. Un gigantesco nudo en la garganta le cortó la respiración unos momentos. Su pecho ardía como fuego. Y se sentía tan liviana. Quería volar tan alto como le fuera posible. Deseaba tocar el cielo.

De repente, Lucy sintió cómo la vibración del motor se detenía, y escuchó el freno de mano; salió de su ensoñación y abrió los ojos: estaba frente a su casa. Se le revolvió el estómago.

—Ya llegamos —dijo Lori, con una tímida sonrisa.

—Gracias —contestó Lucy, quitándose el cinturón y abriendo la puerta del vehículo.

La mayor imitó la acción de su hermana y salió rápidamente; sentía que la camioneta la asfixiaba.

Ambas caminaron lentamente, sin decir una sola palabra; convirtiendo así el corto trayecto en uno más largo y tormentoso. Lucy quería correr, encerrarse inmediatamente en su habitación y taparse con las sábanas para no hablar con nadie; pero le era imposible, pues Lori tenía que abrir primero la puerta con la llave. Ella, desde que tenía uso de razón, recordaba que su hermana siempre había sido meticulosa (casi rayando en la obsesión) con la seguridad. Cada vez que sus padres salían, revisaba puertas y ventanas, las cerraba con llave o con el pasador, corría las cortinas, y prendía las luces. Además, nunca le abría la puerta a nadie; ni siquiera a los vecinos, incluso cuando la voz era evidentemente de ellos. Eran rituales extraños, pero Lucy aprendió a no cuestionarlos más; los gritos imperativos de Lori eran el único incentivo que necesitaba.

Lucy se quedó parada ante los escalones de la entrada, observándolos, no atreviéndose a ver a su hermana. («Que ya abra la puerta, que ya abra la puerta.») El tintineo de las llaves hizo eco en su cabeza («Que ya abra la puerta, que ya abra la puerta.»); una de ellas entró al orificio de la cerradura, chocando así contra el metal («Que ya abra la puerta, que ya abra la puerta.»); y finalmente escuchó el clic que anunciaba su liberación.

—Listo —dijo Lori, viendo a la puerta.

—Gra…

—Lucy… —interrumpió Lori, dándose vuelta—, ¿podemos hablar?

El corazón de la niña empezó a latir con más rapidez. Ella no quería esto… ¡Ella no quería esto! ¡No!

—¿S-Sobre qué? —contestó al fin.

—Bueno…, pues…, sobre muchas cosas.

—¿Como cuáles?

Lori tragó saliva e inhaló profundamente.

—Sobre lo que pasó… en la mañana.

El sonido de una cachetada restalló en la mente de Lucy.

—… N-No quiero hablar de e-eso.

—Pero yo sí —replicó, llena de pesar—. Necesito hablar de ello… Necesito… ¡Necesito decirte cuánto lo…!

—Lori, si lo que quieres es disculparte, entonces está bien… Te perdono… ¿Ya puedo entrar?

Esas palabras lastimaron a Lori. No necesitaba ser un genio para saber que el perdón de su hermana no era más que un placebo para que la dejara en paz. Y aun sabiéndolo, le dolía admitir que le hubiera gustado recibir uno que no fuera tan frío. Sería una mentira, sí; pero una más dulce, al fin y al cabo.

—No, Lucy, no. Esto es importante, y hablo muy en serio. No sabes cuánto lamento el haberte pegado. Yo… Yo no sabía lo que hacía, ¿está bien? No sabía lo que hacía… Me molesté tanto que, de un momento a otro, dejé que mis emociones me controlaran. Sin embargo, eso no le resta gravedad a lo que te hice. Estoy tan arrepentida, hermanita; ¡realmente lo estoy!

Ambas guardaron silencio un momento, hasta que Lucy lo rompió con palabras que, sin proponérselo, lastimaron aún más a la mayor.

—Lori…, no te preocupes…, no tienes que dar tantas explicaciones. Si lo que te apura es que le diga a mamá y a papá, entonces puedes estar tranquila; no planeaba decirle a nadie, de todos modos.

—Lucy… —susurró con voz trémula, y dio un paso hacia adelante—, no es por eso… En serio me siento mal, ¡muy mal! Y es porque nunca creí… Jamás pensé… —inhaló profundamente y luego sacó todo el aire con lentitud—. No me creía capaz de lastimarte…, pero heme aquí: lo hice.

La chica no dijo nada. La otra continuó:

—Y no sólo te lastimé al pegarte, sino que también lo hice al hacerte sentir… como una extranjera en nuestra familia.

Por primera vez esa noche, Lucy vio directamente a su hermana: estaba llorando.

—Yo… Y-Y-Yo… —hipó Lori—. S-Soy la mayor responsable de todas…, y sé que debí cuidarte mucho mejor; pero no lo hice… —se limpió el rostro con el dorso de la mano, pero más lágrimas siguieron saliendo—. No puedo ni imaginarme lo mucho que has de haber sufrido por mi culpa, y por eso te pido perdón, hermanita. Perdóname… ¡Perdóname, por favor!

Lucy bajó la mirada, mientras meditaba las palabras de su hermana y recordaba su rostro: se veía tan arrepentida, tan afligida, tan dolida, tan…, tan…

«Tan falsa… Tan hipócrita…»

Lori hizo ademán de acercarse a la niña para abrazarla, pero ésta se hizo para atrás.

—¿L-Lucy? —preguntó Lori, completamente sorprendida.

—Tienes razón… —susurró la gótica.

—¿Eh?

—Que tienes razón —repitió—. Tienes razón, tienes mucha razón.

Con cada segundo que pasaba, Lori se ponía más y más nerviosa; no sabía si era por las palabras de su hermana, o porque veía cómo su pequeña figura temblaba cuando las decía.

—N-No entiendo —se atrevió a decir—. ¿A qué te refieres?

—A que no te imaginas… cuánto he sufrido… todo este tiempo.

No fueron las palabras de Lucy las que le dolieron a Lori, sino el tono con el que las dijo: tan frío, tan resentido. Estiró una mano para tocar a su hermana.

—Luc…

—¡No me toques! —gritó ella, dando otro paso hacia atrás y envolviendo su torso con sus brazos—. ¡No te atrevas a tocarme!

—Lucy…, c-cálmate, por favor… —suplicó Lori, intentando acercarse a su hermana, pero recibiendo el mismo resultado.

—¿Calmarme?... ¡¿Calmarme?! ¡¿Cómo te atreves a pedirme que me calme?!

Su corazón latía con fuerza, al punto en que podría jurar que el pecho le dolía; su respiración era errática y pesada, como la de una persona que acababa de correr grandes distancias a través de un desierto bajo el sol abrasador; rechinaba los dientes constantemente, igual que un animal arrinconado por un depredador; y la sangre fluía con mayor velocidad, haciéndola experimentar una sensación de calor intermitente por todo su cuerpo. Una bruma roja se extendió por su mente, la furia explotó dentro de su ser, y el mundo a su alrededor dejó de existir. Lori ya no era Lori, era un ente sombrío y sin rostro que se erguía ante ella de forma retadora, burlona.

—Tú… ¡Tú! —bramó Lucy, arrastrando las palabras y señalando a la figura con un dedo—. ¿Tienes idea de lo que me has hecho vivir todo este tiempo?, ¿de lo que me has hecho pasar? ¡No! ¡No la tienes! ¡No tienes ni una maldita idea!

La sombra pareció hacerse más grande y emitió sonidos ininteligibles. Ella dio otro paso hacia atrás.

—¡Aléjate de mí! ¡Ya me has lastimado demasiado! —lágrimas calientes bajaban lentamente por sus mejillas, y ya no sabía si eran de tristeza, miedo, enojo u odio—. ¿Por qué tienes que hacerlo? ¿Por qué tienes que hacerme esto a mí? ¡¿Qué fue lo que te hice?!

Su último grito hizo eco en aquel mundo oscuro. La figura guardó silencio, pero ahora, en vez de hacerse más grande, se dividió en otras siluetas humanoides que rodeaban a Lucy; y cada una de ellas adquirió un par de enormes y espantosos ojos blancos que no poseían iris ni pupila. Sin embargo, fue cuando el mentón de cada uno de los entes se empezó a mover de arriba hacia abajo que los murmullos comenzaron.

«Maldita.» «Rara.» «Perra.» «Estúpida.» «Idiota.» «Basura.» «Escoria.» «Desvanécete.» «Fantasma.» «Humana invisible.» «Desaparece.» «Muérete.»

La mezcolanza de insultos resonaba en la mente de Lucy una y otra vez. Se sentía abatida, dolida, miserable y un poco sorprendida. Muchos de los insultos ya los había recibido en la escuela, pero estaba segura de que los otros («Muérete.») nunca se los habían dicho. O al menos, no se los dijo alguien más

Muérete, muérete, muérete.»)

Esta vez, Lucy no pudo contener un gemido de tristeza y dolor. Ahora lloraba abiertamente.

—Y-Yo no pedí nacer, ¿sabías? Yo no pedí ser el reemplazo defectuoso dentro de la familia. Pero me tocó serlo… Me tocó serlo y ahora debo cargar con las consecuencias de haber nacido rota. Si hubiera sido niño, quizá podría haberlos hecho más felices; pero los decepcioné a todos… No fui suficiente, y nunca seré suficiente…

La niña se tapó el rostro y se agachó lentamente hasta quedar en cuclillas. Todo su cuerpo se estremecía y su llanto le lastimaba la garganta. Sus labios estaban húmedos y la boca le sabía salada. La oscuridad se hizo más densa.

—Muchas personas me odian…, y hay días en los que creo que me lo merezco… Sin embargo, también me siento culpable…, porque igualmente los odio…

Lucy levantó la mirada un momento y así, con el rostro empapado en lágrimas, los dientes apretados, el cuerpo temblando, los ojos inyectados en sangre, y la voz entrecortada, susurró:

—Te odio…

Fue al terminar de pronunciar la última letra de esa oración que la niña finalmente reparó en su entorno: estaba frente a su casa… y su hermana mayor se encontraba de rodillas, mirando al piso, sin decir ni una sola palabra. Y de no ser por el constante temblor en sus hombros, Lucy habría jurado que Lori se había convertido en un maniquí sin vida.

En un segundo entendió lo que le pasaba a su hermana y sus ojos lentamente se fueron abriendo hasta dejarla con una expresión de horror puro; se tapó la boca con ambas manos para intentar suprimir un chillido de incredulidad; y su corazón se contrajo a niveles dolorosos. Ya no quedaba rastro alguno de la ira que había sentido hace unos momentos; sólo tristeza y un profundo remordimiento.

—L-Lori…, yo… —tartamudeó ella, a la vez que estiraba un tembloroso brazo en dirección de la rubia; pero se detuvo al instante cuando la escuchó hablar.

—Golpéame…

—¿Q-Qué? —preguntó, con un hilo de voz apenas audible, pero entendible.

—Golpéame —repitió Lori.

La incredulidad no cabía dentro de Lucy. «¿Qué me está pidiendo? ¿Por qué me lo está pidiendo?» Intentaba encontrarle algún sentido a la petición de su hermana, pero por más que se esforzaba, no lo lograba. Sin darse cuenta, Lucy cerró los ojos y empezó a negar furiosamente con la cabeza.

—Lucy… —llamó la mayor—, golpéame…

Pero la niña siguió sacudiendo la cabeza.

—No —dijo.

Lucy sintió que la tomaban suavemente de la muñeca izquierda y escuchó un lamentable llanto que no le permitió seguir ignorando a su hermana más tiempo; se atrevió a verla y la imagen le rompió el corazón: era Lori, de rodillas, con la cabeza agachada, abrazando sus pequeñas piernas con un brazo (pues el otro seguía aferrándose a su extremidad superior), llorando y suplicando.

—Lucy, hazlo, por favor… Hazlo hasta que estés satisfecha. Hazlo hasta que literalmente me dejes sangrando en el piso. Hazlo hasta que sientas que ya has descargado todo el odio que me tienes. Te juro que no me defenderé. Pero una vez que hayas terminado, te pido, ¡te suplico!, que me des una oportunidad para arreglar todo el daño que te he hecho. ¡Te lo ruego, hermanita, por favor!

La niña no lo soportó más y se libró del agarre de Lori con cierta brusquedad; la mayor estuvo a punto de rogarle una vez más, pero guardó silencio de inmediato cuando sintió a Lucy abrazarla con las pocas fuerzas que le quedaban.

—L-Lori… Lori, Lori, Lori —gimió Lucy, sollozando, con la culpa asfixiándola. Luchaba contra sí misma para formular un «Lo siento» o un «Perdóname», pero su propia desesperación le hizo imposible la tarea; sólo pudo repetir el nombre de su hermana una y otra vez.

«Lo arruinaste de nuevo, estúpida. Lo arruinaste de…»

Lucy estuvo a punto de gritar, hasta que sintió cómo Lori devolvía el abrazo y acariciaba su espalda con ternura. Se separó sólo un poco para ver a la muchacha a los ojos, y cuando eso sucedió, ninguna dijo nada; esa mirada, para ambas, había sido más que suficiente para entender el dolor de la otra. Volvieron a abrazarse y lloraron juntas.


Luego de cinco minutos, las dos hermanas se separaron; estaban completamente agotadas, como nunca lo habían estado en toda su vida. Y sin embargo, se sentían un poco más ligeras. Sus miradas se cruzaron, y ambas supieron que tenían el mismo deseo de hablar; tenían tanto que decirse una a la otra, pero no encontraban las palabras adecuadas. No sabían por dónde empezar. No sabían qué decir.

No sabían cómo hablar con alguien a quien habían lastimado.

Lori luchaba contra su propia inseguridad, contra su miedo a ser rechazada por su hermana menor una vez más. Una parte de ella le decía que dejara ese temor a un lado y se volviera a disculpar, que Lucy no la iba a rechazar; pero la otra le hacía hincapié en que no debería sentirse tan confiada, que la niña únicamente la abrazo por pura lástima y nada más.

Lucy, por su parte, sufría de pensamientos y sentimientos similares. Deseaba disculparse con Lori con toda su alma, pero su propio temor la detenía al instante. Porque no podía hacerlo. No se atrevía a hacerlo. Su hermana, hace no mucho tiempo, había estado en su misma posición: pidiendo disculpas. «¿Y qué hice yo? —se recriminó, con gran disgusto por sí misma—. Le negué ese perdón y le dije que la odiaba…» Por un momento, tuvo la urgencia de abofetearse a sí misma con todas sus fuerzas, no sólo por la culpa que le producía el haberle dicho tales palabras a la muchacha, sino también porque, por más que le doliera admitirlo, éstas tenían un toque de verdad: odiaba a Lori. Sólo un poco, pero lo hacía. Y no sólo a Lori, a su familia también: a sus padres, a sus hermanas mayores y a sus hermanas menores. La emoción era débil, frágil, casi mínima; y sin embargo, muy para su pesar, demasiado real.

Los odiaba… y se odiaba a sí misma por ello. Porque Lucy los amaba, y sufría por sentir esas emociones tan contradictorias entre sí.

Había días en los que ese rencor era más tangible en su interior, y la culpa surgía, carcomiéndola, devorándola completamente. Porque no tenía sentido… ¡No tenía sentido! ¡No podía amar y odiar a alguien al mismo tiempo! Pero lo hacía. Y esa mezcla sucia y pútrida de sentimientos incompatibles entre sí sólo alimentaban el desasosiego en su alborotado e intranquilo corazón. Pero éste era uno de esos días en los que ya no sabía ni qué sentir. No sabía qué era lo que estaba bien ni lo que estaba mal sentir.

Ya no sabía nada. Y estaba tan cansada…

Sorbiéndose la nariz y limpiándose las mejillas con el dorso de la mano, Lucy levantó la mirada un poco, para quedar a la misma altura que Lori, pues ésta seguía arrodillada frente a ella, y dijo:

—Lo siento…

La mayor negó con la cabeza y contestó:

—No tienes nada de qué disculparte, Lucy.

—No, sí tengo que. T-Te dije tantas cosas horribles, y yo… Y-Yo no… —la niña no pudo continuar, pues su hermana la interrumpió.

—Lucy, lo que dijiste no fue nada más que la verdad… Y sí…, me duele admitirlo, me duele mucho…, pero fue lo que me gané…

—Lori…

—Pero también quiero ganarme tu perdón, hermanita. Quiero demostrarte que en serio estoy arrepentida por la forma en que te he tratado… Y para lograr eso, quisiera hablar contigo para entenderte, conocerte mejor. Dime, ¿te gustaría?

Lucy sonrió ligeramente y asintió. Lori la imitó.

—Gracias, Lucy.

—De nada, Lori.

Un momento después, la rubia se levantó, tomó la manija de la puerta y entraron a la casa. No había nadie en la sala de estar. Seguramente todas sus hermanas se habían ido a dormir, tal y como se los había ordenado antes de ir a recoger a Lucy. Y sus padres no habían llegado aún; ellos tenían la costumbre de llegar ese día en específico hasta las doce de la noche, o incluso más tarde. Lori revisó la hora en su celular y notó que ya era muy tarde; observó a la niña de reojo y la vio bostezar y frotarse los ojos.

—Lucy —comenzó ella—, ¿qué te parece si dejamos nuestra conversación para mañana?

—¿Eh? —preguntó la menor, un poco confundida; pero, al mismo tiempo, agradecida.

—Puedo ver que ya estás muy cansada, y me gustaría que, cuando hablemos, ambas estemos más tranquilas, ¿está bien?

—Sí, está bien —Lucy empezó a caminar lentamente hacia las escaleras, pero antes de pisar el primer escalón, se detuvo, se volteó, caminó rápidamente hacia su hermana, y la abrazó—. Buenas noches.

—Buenas noches —contestó Lori, devolviendo esa muestra de afecto, y aguantando las ganas de volver a llorar.

Lucy se separó lentamente del abrazo, y se retiró. Fue al baño un momento para lavarse los dientes, y finalmente entró a su habitación.

Abrió la puerta muy silenciosamente para no despertar a Lynn, en caso de que estuviera dormida. Y la verdad era que deseaba que estuviera dormida; no quería hablar o discutir con ella por ningún motivo. Estaba muy cansada para ello. Afortunadamente, la vio ahí, recostada, con el rostro hacia la pared. Entró rápidamente y cerró la puerta. Se quitó el vestido, lo colgó cuidadosamente en un gancho, se quitó los aretes, los guardó en un pequeño alhajero, y se puso su atuendo para dormir: una camiseta holgada blanca y unos pantalones de rayas blancas y negras que se ajustaban a sus piernas.

Se metió a su cama y, al apoyar la cabeza contra la almohada, no pudo evitar soltar un largo y pesado suspiro; ese día había sido… más que interesante. Hubo muchos momentos malos y dolorosos, pero los momentos felices fueron más. Y por primera vez en mucho tiempo, Lucy cerró los ojos y, con una pequeña pero tierna sonrisa, rememoró esos dulces recuerdos: sus juegos con Haiku, con los demás niños en la fiesta, su pequeño momento de amor fraterno con Lori…, y cada segundo que pasó junto a Lincoln. Junto a su Lincoln.

Lucy…, tú me gustas.»)

Esa noche, Lucy fue capaz de dormir con pensamientos y sentimientos hermosos rondando su ser.

«Lincoln…, te amo.»


—¡Vamos, vamos, ya casi lo tienes!

—¡Está bloqueando todos mis ataques! ¡No es justo!

—¡Salta y atácalo por atrás! Sí, exacto… ¡Bien! Un golpe, una patada, una llave y… ¡lo tienes! ¡Ganaste!

Al ver la palabra «Ganaste» en la pantalla, Carol estiró los brazos al aire y se dejó caer en la cama con una expresión satisfecha. Ya había jugado unas cuantas horas con Lincoln, y debía admitir que el juego fue más entretenido de lo que ella esperaba. Y aunque distaba mucho de convertirse en su pasatiempo favorito, estaba dispuesta a repetir la experiencia. Principalmente porque la expresión tan contenta de su hermano era tan linda a sus ojos. La forma en que le enseñaba a usar los controles y el modo en que le daba ánimos le resultaba muy tierna.

Además, le encantaba poder abrazar a Lincoln por detrás, mientras que éste se mantenía sentado entre sus piernas. Le fascinaba apoyar su mentón sobre la cabeza del chico y relajarse un rato, mientras lo veía jugar a él. Amaba darle pequeños besos en la coronilla o en las mejillas para distraerlo de lo que sea que estuviera ocurriendo en la pantalla y escuchar su risa.

Sí, definitivamente le gustaría jugar otra vez.

—Bueno, Carol —dijo Lincoln, volteándose para ver a su hermana recostada—, ¿quieres seguir o prefieres hacer algo más?

—¿Hmm? —externó ella, con una ceja levantada y una pequeña sonrisa—. ¿Qué pasa, hermanito? ¿Ya te cansaste?

—¿Yo? —preguntó Lincoln, burlón—. ¡Ja! Para nada. Lo preguntaba por ti, ya que tus sentidos no son los más agudos en este momento.

—¿Oh? ¿Ahora le faltas el respeto a tu hermana?

—No, sólo decía la verdad —dijo él, a punto de levantarse de la cama.

—¡Eso sí que no! —exclamó la muchacha, jalándolo de la remera y haciendo que él cayera sobre su cuerpo.

Lincoln rio e intentó escapar; tarea que le resultó imposible, pues Carol ahora lo tenía aprisionado con sus brazos y piernas. Él se retorció de un lado a otro, intentando liberarse de aquel constrictor abrazo; pero la fuerza de la chica era mayor.

—Pídeme perdón —ordenó Carol, aguantando las ganas de reír.

—No —contestó el chico, retorciéndose todavía, pero sin llegar a ser brusco.

—Entonces no te soltaré.

«No te soltaré.» La idea no le pareció tan mala a Lincoln; estar recostado sobre Carol era muy cómodo. Su cuerpo era tan suave y cálido, sin mencionar que olía muy bien… Sus manos, aun cuando lo tenían sujetado, eran muy gentiles cuando lo tocaban; y sentir el constante latir de su corazón le resultaba realmente apacible.

—Que así sea —dijo finalmente, cruzando sus brazos y presionando su cabeza aún más contra su hermana. Sin embargo…

—¡Ngh!

Lincoln se levantó con cierta facilidad, pues el agarre de la muchacha perdió toda su fuerza, y la observó con preocupación.

—Carol, ¿estás bien? —preguntó.

—Sí… ¿Por qué lo dices? —contestó ella, con el rostro pálido y los labios fuertemente apretados.

—Porque hiciste un sonido un poco extraño hace un momento —hizo una pequeña pausa, y, al desviar su mirada al piso, murmuró—: Pensé que te lastimé.

Carol se arrodilló frente al chico, juntó su frente con la de él, tomó sus manos entre las suyas y susurró:

—No, Linky, no me lastimaste. Estoy perfectamente bien.

—¿Segura? —insistió él.

—Muy segura. No te preocupes —afirmó ella, con una sonrisa.

Luego, la chica se levantó de la cama, se estiró un poco, y, sin voltear a ver al peliblanco, dijo:

—Sabes, Lincoln, creo que sí quiero hacer otra cosa.

—¿Ah, sí? ¿Qué? —preguntó él, dispuesto a complacer a su hermana.

—Quiero ver una película contigo.

—¡Perfecto! ¿Cuál quieres ver?

—¿Qué te parece… El Planeta del Tesoro?

—Me encanta la idea —declaró él, también levantándose y yendo a buscar el disco. Esa era una de las películas favoritas de ambos.

Carol se dirigió a la puerta de la habitación y la abrió.

—Voy a la cocina a hacerme un té. ¿Quieres uno?

—Sí, por favor —dijo él, entusiasmado—. Que sea igual al tuyo; ya sabes, con leche y miel. Siempre los preparas muy sabrosos.

Ella asintió y salió con lentitud. El pasillo estaba oscuro y sumamente silencioso, lo cual le daba la sensación de ser más largo de lo normal; como si se extendiera a una dimensión desconocida en un infinito camino que llevaba a la nada oscura. Pero era justo ahí a donde Carol quería ir: a la nada. No quería ver nada. No quería pensar en nada. No quería sentir nada.

Caminó robóticamente hacia las escaleras y apoyó su mano izquierda sobre el barandal para evitar tropezar, pues sus piernas se sentían débiles, frágiles. Observó los escalones y se preguntó si al bajarlos éstos la conducirían al infierno. El pensamiento le produjo náuseas, pero aguantó como pudo y se dispuso a bajar. Puso el pie izquierdo sobre el primer escalón, y después el derecho; lo hizo. Ahora con el segundo: un pie primero y luego el otro; bien. Y así repitió el proceso una y otra vez, pero para cuando llegó finalmente a la planta baja, Carol cayó de rodillas y empezó a llorar silenciosamente; el rostro preocupado de Lincoln siendo lo único que rondaba su mente. «No me lastimaste, Linky; en lo absoluto. Después de todo, tú eres un chico tan bueno… En cambio yo…, yo…»

¡Ngh!»)

Llena de rabia contra sí misma, se golpeó la cabeza con ambos puños, mientras más lágrimas caían por sus mejillas.

«¡¿Qué carajo me pasó?!... Soy una maldita enferma…, ¡una asquerosa pervertida! ¡Sólo estábamos jugando! ¡Sólo lo estaba abrazando! ¡No se suponía…! No se suponía que sintiera eso…»

Se tapó el rostro en un pobre intento por esconderse. Porque, aun cuando nadie estaba ahí con ella y la noche la envolvía con su etéreo manto de oscuridad, se sentía observada, juzgada. ¡Estaba avergonzada! Pero es que no pudo evitarlo. No fue su culpa. Fue un accidente. Ella no lo buscó. Ella no…

Ella no quiso sentir placer con el contacto de Lincoln. No quiso… Realmente no quiso…

«¿O sí?»

«¡No! ¡No, no, no!»

Carol se levantó rápidamente, lo cual causó que se tambaleara un poco, y se dirigió a la cocina, mientras se limpiaba las mejillas con el antebrazo. Puso a calentar agua en una olla, sacó un pequeño envase con leche condensada del refrigerador y un frasco de miel de abeja de la alacena, y esperó. Veía las pequeñas burbujas que apenas se iban formando en el fondo del agua y cómo éstas, eventualmente, subían a la superficie. Poco importaba la profundidad, pues siempre surgían; y a mayor la temperatura, mayor la velocidad. Subía una, después otra, luego otras más, y cuando menos lo esperaba, el agua ya se encontraba en estado de ebullición: ardiente, furiosa, implacable, burbujeante, y sin posibilidad de contenerse.

Retiró la olla de la estufa y apagó la flama; vertió el líquido en dos tazas que ya tenía preparadas con dos bolsitas de té rojo y esperó unos cuantos minutos antes de retirarlas y echarles la leche y la miel: una cucharada para ella y dos para él. Había terminado. Pero antes de regresar al cuarto con su hermano, se dirigió al baño de la planta baja y se lavó el rostro. Ahora sí, estaba lista. Fue por las tazas y subió las escaleras a su pequeño paraíso. Sólo observó la tenue luz que provenía de arriba y fijó la vista en ella, sin ver hacia otro lado, ignorando su vergüenza, ignorando su culpa.

Ignorando su realidad.

Al llegar, Carol empujó la puerta con el pie, pues la había dejado entreabierta y entró.

—Ya estoy aquí —dijo ella, viendo a su hermano parado frente a su armario, y dándole la espalda. Sin embargo, también se dio cuenta de que el chico pareció asustarse ante su llamado.

—¡Oh! C-Carol —dijo él, volteándose para verla, pero manteniendo sus manos ocultas—, no te oí llegar, je, je.

Su comportamiento le pareció extraño.

—¿Qué te pasa, Linky?

—Nada, nada. Es que asustaste —contestó el chico, quedándose en esa misma posición.

—Sí, lo siento —la muchacha dirigió su mirada a sus brazos y preguntó—: ¿Qué tienes ahí?

Lincoln se sonrojó.

—N-Nada.

Carol sonrió pícaramente, dejó las dos tazas sobre el buró, y se acercó a su hermano lentamente.

—Oh, ¿en serio? —cuando quedó frente a él, se agachó un poco para quedar a su misma altura y susurró—: No te creo.

Ella vio como el chico bajó la mirada, avergonzado, y estuvo a punto de decirle que no tenía que mostrarle nada; pero se detuvo de inmediato cuando lo escuchó suspirar y decir:

—Estaba viendo el regalo de Lucy.

—El regalo de Lucy… ¿Te refieres al poemario? —preguntó ella, un poco confundida—. ¿Qué tiene de malo que lo revisaras? No, más bien: ¿por qué lo tenías en el armario y no en tu librero?

—Bueno…, no estaba revisando ese libro específicamente, sino otro…

—¿Otro? ¿Y por qué no nos dijiste que te regaló dos libros?

—Porque…, pues… —el chico tomó aire, y, con el rostro colorado, admitió—: Porque es un libro con poemas que ella misma escribió. Y, bueno, el detalle me gustó tanto que lo quise guardar aquí como uno de mis tesoros…

Lincoln extendió su brazo derecho, ofreciéndole el pequeño libro negro, y Carol, con una inconsciente aprensión, lo tomó. Analizó el objeto entre sus manos con sumo cuidado, cruzó su mirada con la del chico y éste asintió, dándole así permiso de abrirlo: cada página tenía poemas escritos cuidadosamente a mano y con una linda letra cursiva; además, claro, de que no logró advertir borrones o arrugas en las hojas. Y fue pasando página tras página, hasta que decidió leer uno en particular que le había llamado la atención.

Porque pienso en ti es que mis noches se vuelven días,
y las inmortales estrellas desperdigadas por el infinito
se transforman en sueños de esperanza que me
brindan un nuevo y puro amor.

Pues al estar tú en mi cabeza sé que me sentiré protegida
y los tenues susurros del Mundo se transforman poco
a poco en tu melodiosa risa.

Ya que eres tú quien me ofrece su hermosa protección,
y te conviertes en el Sol de Medianoche que
calienta mi frío corazón.

Al terminarlo, ella cerró el libro y se lo devolvió al muchacho. Y él, al tenerlo entre sus manos otra vez, sonrió y preguntó:

—¿Y bien? ¿Qué te pareció?

Carol meditó su respuesta un momento. Sí, el poema le pareció lindo, bien escrito, y se notaba el cariño que había puesto en él. Aunque, claro, era de esperarse: esa niña estaba enamorada de su Lincoln; era obvio que pondría todo su esfuerzo en ese regalo. Además, él se veía tan feliz…

—Me parece que debo traerte una servilleta para limpiarte la baba que se te cae por pensar en tu noviecita —contestó ella, con una sonrisa y dando un tembloroso paso hacia atrás.

Lincoln soltó una pequeña carcajada y dijo:

—Sería lo ideal, pero Lucy aún no es mi novia.

Carol contuvo la respiración. «¿No es…?»

—¿No? Pero si estaban muy cariñosos al salir de la casa, antes de cortar el pastel; y antes de que la recogieran.

—¿N-Nos viste? —preguntó él, con las mejillas ardiendo.

La muchacha asintió.

—Sí, los vi —«¿Cómo no hacerlo?», pensó, con cierta amargura—. Por eso me pareció raro lo que dijiste.

—Bueno… —dijo Lincoln, mirando al techo—, dicho de esa forma, tiene sentido que no entiendas lo que pasó. Verás, como tal, yo ya le confesé mis sentimientos a Lucy, y no sólo eso: ¡ella también lo hizo! ¡Me dijo que le gusto!

Carol asentía con una sonrisa a cada una de las frases de su hermano. La ilusión que podía ver en sus ojos era tan palpable que sólo pudo quedarse ahí, escuchándolo atentamente, sin interrumpirlo en ningún momento; no quería cortarle la inspiración. De hecho, esperaba que Lincoln se tardara explicando su hermosa experiencia con la niña que él quería, para que, cuando terminara de hablar, ella hubiera reunido la fuerza suficiente para formular un: «¡Felicidades, Linky!» o un «¡Me alegro por ti, hermanito!» con toda la efusividad que debería sentir una buena hermana mayor.

—Pero… —dijo él, interrumpiendo los pensamientos de la muchacha.

—¿Pero qué? —preguntó ella.

—… Cuando fui a buscar a Lucy dentro de la casa, pasaron unas cuantas cosas y… —Lincoln cerró los ojos y soltó un apesadumbrado suspiro—. No sabría explicarlo, Carol… Me siento confundido, triste, y enojado. Ella me contó… Ella estaba… ¡Agh!

Carol rodeó al chico con sus brazos y besó su frente varias veces, mientras acariciaba su cabello y nuca con sus finos dedos. Desde que era pequeño, ella siempre lograba calmarlo de esa forma. Por un momento, se sintió nerviosa de ver al chico tan enojado; pocas veces (por no decir nunca) lo veía en ese estado. Pero eso no importaba, pues él la necesitaba en ese momento; y si para ello tenía que hacer a un lado sus propias dudas, inseguridades y tormentos, así lo haría.

—Está bien, Linky. Todo está bien. No pasa nada —susurró ella, y una vez que sintió que el cuerpo del muchacho empezaba a relajarse, tomó su rostro entre sus manos, acarició sus mejillas con sus pulgares, y, con la sonrisa más dulce que pudo dar, dijo—: ¿Te gustaría contarme qué pasó?

Él asintió.

—Bien. Entonces, tomemos asiento.

Ambos se dirigieron a la cama, y una vez que estaban cómodos, Lincoln procedió a contarle con lujo de detalle lo que había ocurrido. Su rostro se alternaba constantemente entre las emociones que le producían sus recuerdos, y Carol prestaba atención a todo: cada detalle, cada palabra y cada expresión. Incluso, no pudo evitar sonreír cuando lo vio sonrojarse, mientras él explicaba cómo fue la confesión de ambos. Sin embargo, las cosas cambiaron cuando vio al chico apretar los puños, tensar la mandíbula y golpearse el muslo al hablar sobre el golpe y de cómo se sentía Lucy consigo misma. Ella tomó su brazo y le pidió que se calmara.

—¡Es que no lo entiendo, Carol! —gruñó—. ¡¿Cómo es posible que su familia la vea de esa forma?! ¡¿Cómo es posible que alguien la haya golpeado?! Sí, ella me dijo que su piel es sensible; ¡pero al demonio con eso! ¡Lucy no merece que nadie la lastime! —rechinó los dientes con furia, y susurró—: Ya bastante tengo con los malnacidos que no se cansan de molestarla…

La rubia cerró los ojos; Lincoln ya antes le había contado sobre el acoso que la niña sufría en la escuela y cómo él tenía que intervenir constantemente para detenerlo. Se sentía orgullosa de él. No le cabía le menor duda de que su hermanito era un caballero. Pero tampoco podía evitar sentirse preocupada por ello, pues últimamente percibía en él una constante ira. Y sí, era un hecho que Lincoln había entrado en la pubertad y era más susceptible a los cambios de humor; pero aun así…

—Lincoln —empezó ella—, comprendo tu molestia y tu deseo de protegerla en la escuela; pero también tienes que entender que hay cosas que simplemente no tienen explicación; y en caso de que la tengan, no creo que pudiéramos aceptarla o entenderla. Sí, podría darte la razón al decir que esos niños son unos tarados, pues existe gente que simplemente es mala; pero con respecto a su familia, no creo que debas ser tan duro…

El chico observó el piso y meditó las palabras de su hermana. Sabía que ella tenía razón (pues él mismo había llegado a pensar eso en otras ocasiones), pero recordar el rostro tan afligido de Lucy le producía un dolor punzante en el corazón. Para él, su hogar era el mejor lugar del mundo; donde podía sentirse libre y en paz, rodeado de las personas que amaba y sabía de antemano que también lo amaban. Y el pensar que su situación no era la misma que la de Lucy… Pero tenía que entenderlo, al menos un poco… Después de todo, a ellos…

—Lo dices por lo que les pasó, ¿verdad?

Carol suspiró y asintió.

—Sí.

Ahora los dos observaban el piso, mientras jugaban con sus dedos. Lincoln se había enterado meses atrás de lo ocurrido con la familia de la niña, cuando un día, mientras merodeaba en la biblioteca del pueblo, se encontró con la sección de periódicos. En su momento, le pareció divertida la idea de buscar su fecha de nacimiento y ver qué había pasado. Su sorpresa fue gigante cuando vio el apellido Loud en el encabezado del día siguiente. El título era espantoso, y los detalles de la nota eran mucho peores. Sin embargo, lo que acabó por aterrorizarlo fue ver la foto de un pequeño cuerpecito hecho carbón sobre una mesa ensangrentada. Soltó el compendio al instante y salió corriendo de ahí. Y al llegar a su casa, temblando ligeramente y con la mirada perdida, no pudo evitar soltarse a llorar con sus padres, quienes, después de media hora, lograron tranquilizarlo. Él les contó lo que había pasado, y al terminar su relato, lo dejaron con Carol, mientras ellos salían un momento para tener una «conversación» con el director de la biblioteca. Dos días después, no quedaba ni un solo ejemplar de ningún periódico amarillista. Pero eso poco importaba, pues siempre recordaría esa horrible nota con lujo de detalle.

Se agachó ligeramente y se llevó las manos a la nuca. Estaba tan confundido. Ya no sabía qué pensar de ellos. Todo era tan complicado… «Y para empezar, ¿qué podría hacer yo? —se preguntó—. No soy parte de esa familia… Soy un forastero, nada más…»

Lincoln se enderezó y observó el piso con atención, como si hubiera recordado algo.

—¿Tú crees que eso también haya influido? —preguntó él.

—¿En qué? —preguntó ella.

—Bueno…, en que tú y Lori… dejaran de ser amigas…

—Oh… Yo, eh…, no lo sé… Puede ser…

Carol cerró los ojos y pensó Lori: su mejor amiga de la infancia. Sonrió ligeramente al recordar las cosas que solían hacer juntas. Desde aprender a jugar golf, salir al parque con otras niñas, e incluso formar parte de la tropa de chicas exploradoras Bluebell. ¡Se habían divertido tanto! Pero…

¡Tú no lo entiendes, Carol! ¡Y jamás vas a entenderlo! ¡Siempre has sido la "señorita perfecta" que lo tiene todo!»)

La muchacha se sobresaltó un poco al sentir la mano de Lincoln tomando la suya y apretándola con delicadeza; y al voltear, pudo darse cuenta de que se veía un poco agobiado.

—Lo siento… No quería incomodarte… Es sólo que siempre tuve esa duda…

Ella sonrió y devolvió el apretón.

—No te preocupes. Es natural que preguntaras; Lori siempre te cayó bien —dijo ella; después, soltó una risita, y continuó—: De hecho, recuerdo que te caía tan bien que llegué a ponerme celosa. Los veía jugar y me preguntaba: «¡¿Acaso mi hermanito me está reemplazando con mi amiga?!»; pero al final, siempre volvías conmigo y me sentía más tranquila y pensaba: «¡Victoria!».

Lincoln soltó una carcajada.

—Pues no, Carol: nadie en este mundo podría reemplazarte. De eso puedes estar segura.

La chica desvió la vista, ligeramente sonrojada, y ambos guardaron silencio; únicamente acariciando la mano del otro con sus pulgares. Carol deseaba que ese momento nunca terminara, pero tras un par de minutos, recordó algo.

—Oye…, ¿no íbamos a ver una película?

—Ah… —articuló él—. Es cierto… Hasta se me había olvidado. Voy por el control; el disco ya está puesto.

—Muy bien.

Lincoln se levantó de la cama, y Carol se dirigió al lugar en donde había dejado el té; ya estaba frío. Torció los labios en una mueca de ligera decepción, e hizo ademán de salir a la cocina para calentarlo; pero él le pidió que se quedara, pues estaba seguro de que seguían sabiendo bien. Al final, ella accedió y se sentó en la cama, con la espalda recargada en la cabecera capitoneada.

—Ya estoy lista —dijo ella.

—Perfecto. Sólo déjame guardar esto —dijo él, tomando el libro de poemas y dirigiéndose a su armario.

Carol observó todo el proceso, pero antes de que él cerrara la caja de metal con llave, se atrevió a preguntar:

—Oye, Lincoln, ¿la caja es sólo para tu libro o tienes algo más?

El chico desvió la mirada, sonrojado.

—¡Oh! Pues… no… Ya tenía algo guardado aquí.

—¿En serio? Y ¿qué es?

En vez de contestar, Lincoln caminó hacia la cama y le ofreció la caja a Carol. Ella la tomó con cuidado y observó a su hermano, quien asintió ligeramente con la cabeza, invitándola, y la abrió; y cuando vio el otro objeto que ahí se encontraba, se quedó con la boca abierta. Se le encogió el corazón, y los ojos le empezaron a picar.

—L-Lincoln…, esto es…

—Sí… Es la pulsera que me regalaste cuando regresaste del campamento Bluebell.

La muchacha se atrevió a sacarla y la observó: la pulsera era de hilo trenzado, color blanco y naranja, con un patrón de corazón. Recordó el día en que la instructora les enseñó a hacerlas y cómo se la pasó varias noches intentando hilarla de manera perfecta. Había sido un trabajo laborioso, pero que, sin duda alguna, le trajo una enorme satisfacción en su momento; puesto que Lincoln hasta había saltado de felicidad cuando la recibió. Y aún después de seis años, ése seguía siendo uno de sus recuerdos favoritos. Lo que nunca esperó es que él todavía la conservara.

—¿P-Por qué? —preguntó ella, con la voz entrecortada.

—Porque fue un regalo tuyo. Recuerdo que cuando te fuiste al campamento, me sentí muy triste de que no estuvieras aquí. Creo que hasta lloré, je, je. Y como un típico niño de seis años, pensé que tal vez te habías aburrido de mí, y que no volverías. Menudo dramático, ¿no crees? Pero mamá siempre me decía que eso no pasaría, y me repetía una y otra vez que tú me querías mucho. Y el día que regrésate, creo que hasta corrí cuando te vi. Tú me saludaste, pero no sólo seguías siendo cariñosa, ¡sino que hasta venías con un regalo para mí! Y era esa pulsera. La usaba todos los días, ¿recuerdas? Era raro que no la tuviera puesta; pero creo que fue por el mismo uso que empezó a desgastarse. Me di cuenta de eso, y antes de que le pasara algo malo, decidí guardarla para tenerla siempre conmigo.

Lincoln soltó una risa nerviosa, y se rascó la nuca. Al terminar su narración, se sintió un poco avergonzado. Creía que su había sido algo ridículo, pero no le importaba; fue su hermana quien le preguntó de todos modos. Volteó a verla, y se llevó un susto cuando vio a Carol llorando.

—¿Carol? ¿Q-Qué tienes? ¿Te duele algo, o…? —no pudo continuar, pues la muchacha lo jaló contra su cuerpo y lo abrazó con fuerza.

—No, no, Linky… Es sólo que me conmovió mucho lo que dijiste… Estoy tan feliz…

Lincoln procesó las palabras de su hermana, y no dijo nada; sólo devolvió el abrazo y beso sus mejillas con ternura. Porque en ese preciso momento, sólo existían ellos dos, y estaba determinado a demostrarle a Carol lo mucho que la amaba.


En la madrugada, cuando Lincoln se encontraba dormido entre sus brazos y cada fuente de luz se encontraba apagada, Carol siguió acariciando su cabello, mientras escuchaba su respiración y observaba su pecho subir y bajar acompasadamente. Tenía años que ya no hacía eso con él, pero la situación lo ameritó; Morfeo reclamó la consciencia del chico en un cierto momento, cerca del final de la película, y si se movía de ahí, corría el riesgo de despertarlo, y ella no quería eso. No quería perturbar su sueño… y tampoco quería separarse de él. Al menos, no esa noche. Esa única noche.

Desvió su mirada a la muñeca del chico, y logró vislumbrar en la oscuridad la pulsera que hacía tantos años había hecho con tanto amor para él. Porque esa era su realidad…, incluso si trataba de engañarse constantemente. Porque ahí, cobijada por la oscuridad, invisible para el mundo, y oculta de los demás (y de de sí misma) podía permitirse decirlo, aunque fuera en un susurro que no saldría de sus labios, pero sí de su corazón; podía permitirse admitirlo, aun cuando sus lágrimas no dejaban de fluir. Porque ella podía… Era doloroso, pero podía… Realmente podía…

«Lincoln…, te amo… Te amo tanto…»

[Fin del Primer Arco]


Un... año... Hace un año empecé a escribir esta historia, y la verdad es que nunca supe ni qué esperar. Pero al leer sus comentarios y recibir constantemente su apoyo, me di cuenta de que realmente esto es lo que disfruto hacer. Jamás pensé que pasaría tanto tiempo tan rápido, pero henos aquí. Recuerdo que el día que escribí el primer capítulo de "Lincoln Pingrey" estaba lloviendo, lo acabé en menos de dos horas y lo publiqué el mismo día. En ese entonces, yo sólo había escrito unos cuantos cuentos cortos que sólo yo y unas cuantas personas más leían. Pero ahora tengo una historia que muchas más pueden ver, apreciar o criticar y me siento sumamente agradecido con todos los que se toman el tiempo para leer las locuras de un escritor promedio como yo.

Sin embargo, debo decir que este capítulo me abrió los ojos a muchas cosas. No les mentiré, me gustó mucho el resultado final; pero también sé que estoy a años luz de ser un verdadero escritor. Sufrí varias crisis durante este tiempo, en los que me preguntaba si realmente estaba hecho para esto. Porque sí, yo quiero ser novelista en el futuro; pero si uno no cree en sí mismo, ¿cómo va a lograr sus objetivos? Borré varias cosas, puse otras; había días en los que llegaba a escribir hasta mil palabras, y semanas en las que no me sentía a gusto ni con una oración.

Síp, las cosas estuvieron rudas, je, je. Pero al publicar esto, me libro de esta cadena y lo dejo a su criterio. No tengan piedad. Si les gustó algo, por favor díganlo; y si odiaron algo, con más razón díganlo. Cada crítica, tanto positiva como negativa, es bien recibida.

También, por si a alguno de ustedes les interesa saberlo, el poema que Lucy recuerda durante el camino a su casa se llama Himno a la Belleza, del poemario Las Flores del Mal, de Charles Baudelaire. Y la canción se llama Lovely Day, del cantautor estadounidense Bill Withers. Ahora, de antemano me disculpo con todos por el segundo poema (el que escribió Lucy para Lincoln), pues ese lo escribí yo; y si le produjo a alguien una aneurisma, le recomiendo que vaya a ver a un doctor, ja, ja.

Ahora, vamos con las reviews:

StarcoFantasma, discúlpame si aún no llegamos a las demás rivales, pero espero que hayas disfrutado esto.

Luis Carlos, la interacción con Lori ha dado un paso en la dirección positiva. Aún hay que ver qué pasará con el resto. Y sobre Ruth, créeme, tengo planes para ella.

J0nas Nagera, me hace inmensamente feliz que te gustara el capítulo. Ahora espero que este te haya gustado más, je, je. Aunque nunca pensé que llegarías a compararme con UnderratedHero; eso ya es otro nivel. Con respecto a Carol..., ya vimos lo que pasa con ella. Y sobre Lori, bueno, aquí traté de ahondar más en la psicología de Lucy, pero creo que pudimos ver también el estado mental de la mayor. Ruth..., sólo diré que ella se cree una santa, que sigue la senda del "bien". No es parte de la secta, pero está un poco... Bueno, ya veremos de ella después. Y sobre Leni..., uf... Casi todos se saltaron ese detalle súper importante. Hasta me atrevería a decir que ése suceso con la modista favorita de todos fue un parte aguas para el estado mental de Lori. Ya lo verás, amigo. ;)

Dark-Mask-Uzumaki, apenas vi tu apartado de one-shots en tu perfil. Por supuesto que puedes usar escribir la historia. Eso sí, con una condición: que el próximo one-shot sea de esto. (Sí, el Dragón es malvado y codicioso, ja, ja.)

Ecaro, gracias a ti por leerme. Espero que la espera haya valido la pena.

AnthrNightmr, gracias por tu comentario. En serio se agradece tu apoyo. Espero que disfrutes este capítulo aún más.

Por favor, comenten; realmente me hace feliz y me motiva mucho leer lo que piensan de los capítulos. Y si tienen alguna crítica, no duden ponerla. ¡Vamos, no tengan piedad! ¡Yo amo el dolor! (Bueno, no tanto así, ja, ja.)

Sin nada más que decir, me despido.

Dark Dragon Of Creation