Ahora sí, esta historia se ha acabado. Espero que os haya gustado y que la hayáis disfrutado tanto como yo escribiéndola. No puedo dar fecha para próxima publicación porque me voy a hacer un Túnez-Libia-Egipto lo que queda de este mes, pero, a partir del inicio de nuevo mes (agosto), podría ser en cualquier momento. Por lo menos, una historia corta mientras trabajo en algo mayor. Nos leeremos pronto. ¡Que paséis unas buenas vacaciones!


Epílogo

Hacía cinco años que Inuyasha había retomado el apellido Taisho. Arregló todo el papeleo de su recuperación de identidad, los papeles del matrimonio, la venta de las propiedades de Naraku y la creación de la asociación de mujeres para antes de que ella diera a luz. La construcción de la casa nueva también estuvo lista para el día, pero aún faltaba amueblarla y no pudieron mudarse hasta un mes después, cuando Inuyasha hubo preparado su dormitorio, el cuarto de baño y la cocina.

La casa nueva era preciosa y más grande que la anterior. En ella, tenían como novedad un sótano desde el que se accedía por una trampilla fuera de la casa. En la planta baja, una cocina amplia y bien equipada, despensa, un cuarto de baño y el salón con comedor. En la segunda planta, un cuarto de baño más grande y cuatro dormitorios. También había una trampilla para acceder a la buhardilla desde allí. Inuyasha había amueblado la casa entera con muebles construidos con sus propias manos: ella la había decorado para darle un toque hogareño y más familiar.

Su primer hijo nació en agosto. Lo llamaron Seika y era el vivo retrato de su padre, a excepción de un par de ojos azules que, según Inuyasha, eran clavados a los de su difunta madre. No le molestaba el hecho de que no hubiera heredado ningún rasgo suyo, solo le importaba que creciera feliz y sano. Después de su nacimiento, se volvieron precavidos. Seika ocupaba todo su tiempo, por lo que se dieron cuenta de que entre el niño y todas sus ocupaciones, no estaban preparados para hacer frente a lo que suponía tener otro hijo. Eso fue así hasta el año anterior. Al cumplir Seika cuatro años, decidieron volver a intentar tener hijos, y así es como se encontraba embarazada de seis meses.

La asociación era todo un éxito. En esos cinco años había ayudado a muchísimas mujeres; algunas incluso se quedaban a trabajar y a colaborar para ayudar a otras. Fue nombrada presidenta por su marido. Desde ese día, había intentado hacerlo lo mejor posible. Muchos días se llevaba a Seika con ella cuando no estaba en el colegio, pues la idea de que a los diez años marchara a un internado a encontrar su vocación todavía la atormentaba. Por eso, trataba de pasar el máximo tiempo posible con él, y sabía que Inuyasha también sacaba todo el tiempo posible para su hijo.

En ese momento, Seika estaba subido sobre uno de los potros que nacieron de una camada entre sus caballos, aprendiendo a montar con la ayuda de su padre. Cuando Inuyasha le anunció que el potro ya estaba preparado y que por fin podría aprender, el niño se puso a saltar entusiasmado por toda la casa. Había estado toda la semana encima de su padre, presionándolo para que sacara un momento para él. Ahí tenía su momento.

Su padre los visitaría en su último mes de embarazo y se quedaría hasta tiempo después de que naciera el niño. Ya había encontrado un sustituto para un par de meses como médico en el pueblo. Como ese año no podrían ir de vacaciones a su pueblo natal debido al nacimiento del bebé, el abuelo iba a visitarlos para que Seika no se desilusionara demasiado. Seguro que a su padre le alegraría saber que ya no estaba trabajando desde hacía un mes y que solo se pasaba una vez por semana por la asociación de visita. Inuyasha no le permitía trabajar embarazada. Aunque discutió mucho con él sobre el asunto, sabía que tenía razón.

Sacó la tarta de frambuesas que acababa de preparar del horno y la dejó en el alféizar de la ventana para que se enfriara. Se limpió las manos con un paño y salió fuera a ver a su hijo. Ya montaba solo.

— ¡Mira mamá! — le gritó — ¡Ya lo hago solo!

— Ya lo veo, cielo. — sonrió — Estoy muy orgullosa.

Inuyasha se apartó para hacerle espacio a su hijo y se acercó a ella. Le puso una mano sobre el vientre para darle una suave caricia y la besó.

— Será niña. — vaticinó.

Sonrió en respuesta, deseando que así fuera. Lo querría tanto si era niño como si era niña, pero no estaría mal tener una hija. Habían pensado que, si eran bendecidos con una niña, la llamarían Izayoi Sonomi en honor a sus madres. Si era niño, lo llamarían Souta.

— ¡Papá, quiero bajar!

Inuyasha la abandonó un instante para bajar a su hijo del caballo. Kouga corrió hacia el niño y le lamió la cara con cariño. El lobo amaba a su hijo tanto como los padres, y lo protegía con uñas y dientes. El lobo había terminado durmiendo dentro de la casa con ellos. Todas las tardes, cuando ella se echaba la siesta, apoyaba la cabeza sobre su vientre y dormitaba con ella.

Seika corrió dentro de la casa con Kouga mientras sus padres se quedaban fuera cogidos de la mano, disfrutando de ese momento de paz.

— No sabes lo feliz que me haces, Kagome.

— Sí que lo sé, no dejas de sonreír.

Y volvió a sonreírle tal y como a ella le gustaba en recompensa. Inuyasha debía ser el hombre más atractivo de todo el condado. Aún no se creía lo afortunada que era de tener a su lado a un hombre tan atractivo, tan humilde y tan generoso. Se lo había todo dado sin reservas y solo esperaba estar correspondiéndole igual de bien.

De repente, una idea cruzó su mente como un relámpago. Seika se había bajado demasiado pronto del potro y había corrido dentro con el lobo. ¡No podía ser!

— ¡La tarta! — exclamó.

Entró corriendo en la casa con Inuyasha. No vieron nada en la cocina, pero se escuchaba el sonido de alguien mascando y la tarta no estaba donde ella la dejó. Rodearon la encimera donde ella troceaba la comida y preparaba las tartas. Al otro lado, encontraron a su hijo y a su mascota con las manos en la masa. No era la primera vez que Seika se subía sobre el lomo de Kouga para robar una tarta que luego se comerían entre los dos.

— ¡Seika! — le riñó.

Agachó la cabeza, avergonzado, pero sabía que no se arrepentía ni un poquito, pues era reincidente.

— ¿Tú también robabas comida de pequeño? — le preguntó a su marido — Si lo viera cualquier otra persona, pensaría que no le doy de comer a mi hijo.

— Estoy creciendo, mamá. — trató de justificarse.

Tanto Inuyasha como ella le pusieron cara reprobatoria. La tarta era para el cumpleaños de Miroku. Hacía tres años, había conseguido terminar por fin con todo el proceso de divorcio de su mujer y se casó con Sango. Un año después, tuvieron a las gemelas Hannah y Lydia, que eran clavadas a su madre. Las dos eran un dolor de cabeza para su hijo; le ponían muy nervioso porque se dedicaban a asociarse para molestarle y, si había algo que su padre logró inculcarle, era que no se pegaba, ni insultaba a las mujeres.

Por suerte, tuvo la precaución de preparar dos tartas. Predecía el desastre de ocasiones anteriores. Abrió el horno y sacó la otra tarta, algo más dorada, para ponerla sobre el alfeizar de la ventana.

— Esta ni mirarla. — les advirtió a ambos.

Seika asintió con la cabeza y salió corriendo de la casa con su tarta a medias y con el lobo. Inuyasha le masajeó los hombros y le dio un beso en la nuca.

— Eres maravillosa.

— Prométeme que tú no me robarás la tarta.

Su marido se rio y la abrazó.

— No me imagino mi vida en solitario en este instante… — admitió.

— ¿No añoras la soltería? — bromeó.

— Me gusta estar comprometido con la mujer más bella por fuera y por dentro… — tomó sus manos — y también la más testaruda. — añadió.

— ¡Inuyasha!

Los dos se rieron en esa ocasión y se volvieron al escuchar el sonido de cascos acercándose. Vieron a través de la ventana la calesa de Miroku acercándose. Entonces, su hijo gritó una queja desde fuera y salió corriendo hacia los establos. Probablemente, para esconderse de las gemelas.

— ¿Vas a buscarlo?

Inuyasha asintió con la cabeza y le dio un beso en los labios antes.

— No olvides que te amo.

Eso era imposible, pues Inuyasha se lo demostraba cada día, y ella no podía menos que corresponderle con igual fervor. Su marido no era un diablo en absoluto. Él era un ángel, su ángel salvador.