CAPÍTULO 1 Cerca de las Azores.

Octubre de 1586.

Las casi setenta toneladas del Melody Sea se deslizaban con suavidad sobre las agitadas aguas del Atlántico, consiguiendo su objetivo: abordar un pesado galeón bien provisto con destino a España, procedente de las posesiones de Felipe II en Caribe.

El gigante pelirrojo que se mecía al compás del vaivén del barco, en la cubierta, asintió satisfecho observando con mirada crítica cómo los hombres bajo su mando saqueaban la nave española, pasando con premura los cofres a su propia embarcación.

—Buena caza, ¿no os parece? —preguntó alguien a su lado. Alex Potter ladeó la cabeza calibrando con detenimiento la figura esbelta de la mujer que le había hablado.

En su rostro apareció una amplia sonrisa que, como siempre, le hizo parecer un niño grande.

—Buena caza, en efecto, capitán White.

Ella se mostraba eufórica, como cada vez que entraban en combate.

El montante del abordaje no solo serviría para engrosar las riquezas de la Corona, sino para cebar sus propios cofres, pagar a los hombres y arreglar los desperfectos de la refriega.

—Estaré en mi camarote, señor Potter. Si hubiera alguna novedad, hacédmelo saber.

El segundo de a bordo del Melody Sea la vio alejarse sorteando algunos bultos y sonriendo a los aguerridos sujetos que formaban la tripulación. Se notaba que se encontraba cómoda sobre la cubierta de la nave. Era uno más.

Los hombres no solo la habían aceptado, sino que estarían dispuestos a arriesgar la vida por ella. Se los había ganado por completo, aunque conseguir alzarse con el mando le resultó un camino complicadísimo, venciendo la resistencia de los hombres, empleándose con tanto ardor como cualquiera de ellos y, sobre todo, poniéndose a su nivel. Candy White había llegado al Melody a la edad de cuatro años, causando un verdadero revuelo entre la tripulación.

Una criatura de cabello rubio y ojos verdes que de inmediato se ganó la simpatía de unos hombres de corazón duro, acostumbrados al pillaje.

Su anterior capitán, William White, la había raptado de la casa señorial donde vivía con su madre. Había tenido sus motivos. ¿Acaso la pequeña no era su hija? Elyonor y White se habían enamorado y la niña fue el fruto del amor.

Un amor al que la familia de la dama en questión se opuso desde el principio y en todo momento, argumentando lo impensable de la relación de una mujer de su clase uniéndose a un hombre sin recursos ni título. Consiguieron separarlos y él ni siquiera supo que era padre hasta que la muerte se llevó prematuramente a su amada.

Entonces, y a pesar de dedicar ya su vida al mar, había ido en busca de la pequeña, lo único que le unía a su amada, arrebatándosela a la misma familia Andry.

La niña se había criado pues sobre la cubierta de un barco, aunque no por ello su padre dejó que se adiestrase solo en la dureza del mar. No pudo impedir, eso sí, que, guiada por sus avezados hombres, maestros de tantas escaramuzas, fuera aprendiendo todas y cada una de las argucias y artimañas que unos rudos corsarios podían enseñarle.

El mar no tenía secretos para la joven, y se movía por la nave con la misma gracia que pudiera hacerlo cualquier otra dama sobre las relucientes baldosas de un salón de baile. Y sabía mandar. ¡Vaya si sabía hacerlo! Consiguió ganarse la admiración de la tripulación y, a la muerte de William White en una de las múltiples batallas libradas en alta mar, cuando le alcanzó una bala, la joven decidió tomar el mando del Melody, apoyada y secundada por Alex Potter.

Tenían patente de corsario, así que seguirían con ella en honor a su padre.

Solamente un hombre puso impedimento a que la muchacha asumiese el puesto de capitán, y le costó caro: el sujeto lucía ahora un corte en su brazo derecho. A pesar del incidente, era uno de sus más fieles seguidores.

Candy animaba a sus corsarios cuando había pelea, sin quedarse atrás, uniéndose a ellos y, muchas veces, arriesgando su vida por salvar a cualquiera de los que ella consideraba su familia. Audaz e irónica a partes iguales, podía pasarse horas leyendo o juntarse con la marinería como un camarada más. Solo existía una norma estricta para la tripulación del Melody: los abusos a mujeres podían costar la vida. Si cualquiera de los hombres se atrevía a propasarse con una mujer, podía echarse a temblar. No les resultó demasiado difícil aceptar esa regla, puesto que las prostitutas siempre estaban dispuestas a complacerles cuando pisaban puerto. Potter movió la cabeza y sonrió recordando los años pasados, pero sintiendo un tironcito en el corazón. Luego, desechando la imagen de su joven capitana, se concentró nuevamente en el trabajo de sus hombres. Una vez terminaron de esquilmar el navío de turno, dio orden de separar los barcos y poner proa aTortuga.

Londres. Marzo de 1587.

Terrunce GrandChester guiñó disimuladamente un ojo a la damita que salió a su encuentro, siguiéndola luego a través de los pasillos. Conocía a la joven y había disfrutado junto a ella de buenos momentos, pero ahora debía fingir:

Su Graciosa Majestad le esperaba, y todos conocían su animadversión a que sus damas de compañía mantuvieran relaciones con sus consejeros sin su explícito permiso. Al menos, eso era lo que se rumoreaba en la Corte.

Las puertas del salón se abrieron ante ellos y él avanzó con pasos largos y elegantes. Cualquiera que no conociese bien a Isabel podía pensar que su piel, tratada con aceites y maquillaje blanco hecho con albayalde, peligroso para la salud por su componente de plomo, era la de una mujer enfermiza. Nada más lejos de la realidad, la soberana que dirigía Inglaterra con mano firme gozaba de una salud de hierro.

En torno a la Reina se había alzado una leyenda de mujer fría. Muchos decían que ninguno de los proyectos matrimoniales había sido de su agrado, que sus pretendientes, ya fueran suecos, franceses o austriacos, no colmaron sus expectativas. Incluso se cuchicheaba acerca de algún posible defecto físico que la obligaba a no casarse. Se hablaba también, en voz baja, de un amor de juventud que la dejó marcada, motivo por el cual jamás aceptó casarse a pesar de las insistentes peticiones del Parlamento. No por ello su recámara permaneció siempre vacía de varón: sir Christopher Hatton, sir Walter Raleigh y Robert Dudley, conde de Leicester, disfrutaron de sus atenciones en el lecho.

Terrunce se detuvo frente a ella y miró directamente a los ojos de su reina.

Pocos se atrevían a hacerlo, ya que conocían el levantisco talante de Isabel y ella podía tomarlo como un gesto de osadía. Pero GrandChester era osado por naturaleza, la soberana lo sabía. No le extrañó, por tanto, que él no se inclinara de inmediato ante ella con la acostumbrada reverencia. A un gesto de su mano, las jóvenes que la acompañaban se apresuraron a salir. Solo una permaneció cerca, sabedora de que iba a recibir instrucciones.

—Lady Brunilda, cuando finalice esta reunión daré audiencia a Lord Butterton. La joven hizo una reverencia y salió, cerrando la puerta a sus espaldas.

Entonces Isabel se fijó en la sonrisa que bailaba en los labios del recién llegado y elevó sus despobladas cejas en un arco perfecto.

—¿ No soy hoy merecedora de que me mostréis vuestros respetos? Terrunce hincó entonces una rodilla en el suelo e inclinó la cabeza.

—Mi Señora.

Terry poseía una voz templada, sedosa, terriblemente varonil y sensual. Su cabello oscuro hacía que destacaran aún más sus ojos zafiros. «Un hombre demasiado atractivo», se dijo Isabel.

—Y ahora, contadme qué es lo gracioso. Terry se irguió frunciendo el ceño.

—¿ Perdón, Majestad?

—Vuestra sonrisa de hace un instante. Parecíais divertido. Contad, pues, en la Corte no hay demasiados chismes por los que reírse.

—No es nada, Majestad.

—Entonces, decidme: ¿por qué no borráis ese gesto estúpido de vuestro rostro, Terrunce? Él se puso otra vez serio. Y su atractivo fue aún mayor, haciendo gemir interiormente a la Reina. Isabel había rebasado ya la barrera de los cincuenta años, pero no por ello dejaba de ser admiradora de la belleza, fuera de la clase que fuese. En realidad, le gustaba rodearse de ella, tal vez asumiendo que no era un rasgo que la caracterizara.

—¿ Y bien…? —insistió, golpeando la punta de su chapín en el suelo.

—Es por el modo en que habéis llamado a vuestra dama de compañía, Majestad —confesó por fin él—. Odia el nombre de Brunilda. Isabel entrecerró los ojos.

—Y vos, ¿cómo sabéis eso? —Terrunce se maldijo mentalmente. El comentario había sido suficiente como para alertarla—. ¿Os habéis encamado con ella?

—Mi Señora…

—Silencio. —Su voz fue un siseo.

Terry se puso tenso, pero no desvió la mirada de la mujer que tenía el poder absoluto y, por tanto, la vida de todos sus súbditos en sus manos. Esperó una acalorada reprimenda, pero tras un interminable momento, la sonrisa relajada de la soberana le permitió volver a respirar con normalidad.

Isabel se levantó, bajó los dos escalones que les separaban, se acercó a él y pasó sus dedos entre el lustroso cabello de su consejero, en un gesto íntimo. Sus ojos chispeaban de regocijo, como los de una jovencita a punto de cometer una travesura. Luego le dio la espalda e hizo una seña para que la siguiese hasta la sala continua, donde solía recibir a sus visitas más personales. GrandChester así lo hizo, cerrando la puerta tras de sí.

—Imagino que —dijo ella tomando asiento—, si yo tuviese veinte años menos, también intentaría conquistar a un hombre como vos y meterlo en mi lecho.

—Majestad, estáis tan hermosa como…

—No insultéis mi inteligencia, Duque de GrandChester —le interrumpió—. ¿Creéis acaso que no tengo espejos en mis aposentos? Sé que las malas lenguas dicen que he mandado quitar todos, pero os aseguro que no es así. El mohín que apareció en los labios masculinos hizo galopar el corazón de Isabel. «Ciertamente, de tener unos cuantos años menos, no se me hubiera escapado.»

—No he querido decir que seáis una jovencita quinceañera, Majestad, sino que sigo encontrándoos hermosa...

—¡ Terrunce! —…y plena en sabiduría, en amor a vuestro pueblo, en administrar justicia —acabó él—. Atributos mucho más importantes que la belleza física, perecedera en todo humano, mi reina.

Isabel no quiso reprimir una carcajada.

—Debería condenaros a una tanda de azotes. Tal vez ordenar que apliquen hierros candentes en vuestro pecho. O incluso darme el gusto de ver rodar vuestra cabeza.

Terry sabía del carácter inflamable de la dama. No convenía, por tanto, contrariarla demasiado. A Isabel no le temblaba la mano cuando impartía justicia, estaba acostumbrada a bregar con todo tipo de problemas y él sabía que, en los últimos tiempos, su carácter se había avinagrado más aún debido a las comprometidas cuestiones de Estado.

La última había conseguido recluir a la soberana durante días en su recámara, de la que solo salió al recibir noticias de Francis Drake. Terrunce trataba lo suficiente a la Reina como para adivinar su estado de ánimo, por mucho que intentara disimularlo. Sabía de su desazón interior porque Isabel no quiso nunca la muerte de María de Escocia, a la que incluso había reconocido su derecho al trono.

Había mandado encerrarla, sí, aunque se resistió con todas sus fuerzas a dar carta blanca para su ejecución.

Pero la política es como un gusano que se mete poco a poco en una manzana hasta pudrirla, e Isabel no tuvo más remedio que ceder finalmente a las presiones, cuando se descubrió el complot de María con Anthony Andry para asesinarla, pretendiendo después poner a la Estuardo en el trono de Inglaterra. Y el 8 de febrero, tras ser juzgada y condenada por más de cuarenta nobles, entre los que se encontraban incluso algunos católicos, fue decapitada en el castillo de Fotheringhay. Terry, que se había visto obligado a asistir al aborrecible y sangriento acto, recordaba vívidamente el gesto hermético de aquella dama de cuarenta y cinco años que, lejos de mostrarse asustada ante la muerte, miró de frente a sus acusadores, retándoles con su actitud, hecho que acentuaba la elección del vestido elegido para la ocasión: de un rojo vivo que reafirmaba ante el mundo a la mujer mártir católica. Aquel episodio, unido al conflicto abierto con España, había conseguido debilitar a Isabel.

—No puedo condenaros por mentiroso porque no lo sois —comentó la soberana haciéndole volver al presente—. Más bien, resultáis encantador. Vuestra compañía es de lo menos ingrato de cuanto sucede en este palacio.

—Viniendo de vos, Majestad, es un halago.

—¡ Por el amor de Dios! —Volvió a reír ella de buena gana—¿Os dais cuenta de que, con vuestra afirmación, acabáis de tildarme de poco menos que desabrida?

—Conocéis mejor que nadie vuestros defectos y vuestras virtudes. ¿Por qué queréis que yo las enumere? ¿Tratáis acaso de confundirme, Señora? Tras un afectado suspiro, Isabel le indicó que tomara asiento.

—Os necesito para una empresa importante, Terrunce.

—Sé, Majestad —dijo él, suponiendo de lo que iba a hablarle—, que hace dos días Drake os ha enviado recado, avisándoos de que las naves estarán listas sin demora. También sé que el capitán del Rainbow ha enfermado. Y aunque desde el principio me he mostrado en desacuerdo con vos y con Drake en atacar a España, sin una previa declaración de guerra, estoy a vuestras órdenes. Capitanearé el barco si así me lo ordenáis, sustituyendo a Moonwall.

—Por eso os tengo a mi lado: nada de lo que ocurre escapa a vuestros ojos y oídos.

En efecto, Drake saldrá en un par de semanas, y me halaga que estéis dispuesto a ir a sus órdenes.

Terrunce asintió. Maldito fuera si le hacía ilusión capitanear un barco bajo el mando de Francis Drake, en un acto deliberado de guerra. Cierto era que el rey español llevaba tiempo atosigándoles —aunque hubiera sido mejor decir devolviendo los golpes—, y que el conflicto estallaría a no mucho tardar, pero Drake no le gustaba.

No negaba que era un hombre con coraje que, desde que en 1577 Isabel le pusiese al mando de una expedición en el Pacífico, había conseguido logros notables, extendiendo su fama no solo en Inglaterra sino en el mundo conocido.

Cuando regresó de aquella expedición en 1581, la Reina le otorgó el título de caballero en una ceremonia llevada a cabo a bordo de su barco, el Golden Hind. Lo que

Terry no soportaba era la faceta de Drake como traficante de esclavos.

—De todos modos —interrumpió Isabel sus pensamientos—, no es para capitanear el Rainbow por lo que os haya hecho llamar. Eso lo hará Bellingham.

—¿ Entonces...? —Terry preguntó intrigado.

—¿ Habéis oído hablar de un barco llamado Melody Sea?

—No me suena el nombre, Majestad.

—Es una nave a las órdenes de un tal capitán White, un corsario con patente de Inglaterra.

—¿ Qué sucede con él?

—Está atacando nuestros barcos.

—Pero si está bajo la protección de la Corona…

—Lo está. ¡Por todos los infiernos que lo está! —Golpeó con fuerza el brazo del sillón que ocupaba—. Sin embargo, nos ataca, despoja a nuestros navíos de su cargamento y se da a la fuga.

—¿ Estáis segura de eso?

—¿ Os lo estaría diciendo en caso contrario? Tengo cosas más importantes que hacer que prestar mis oídos a bulos. El último comunicado me ha llegado hoy mismo.

—¿ Habéis ordenado su captura?

—Para eso os tengo a vos. Quiero que salgáis en su busca, que atrapéis a ese condenado capitán y me lo traigáis cubierto de cadenas.

—Aprovisionaré mi barco y...

—No, no, no. Nada de eso. Sé que podíais haceros a la mar en pocos días, pero no deseo una confrontación abierta.

—No sé si os comprendo, Majestad.

—Quiero un escarmiento ejemplar. Y un hombre solo, a veces, es capaz de conseguir lo que no puede un regimiento completo. Los ojos zafiro de Terrunce se achicaron ligeramente, convirtiéndose en dos trozos de hielo.

—Permitid mi osadía, Majestad, pero esa misión la puede hacer un agente de campo.

—Os permito la osadía, sí, pero cumpliréis mis órdenes

. —¿ Pretendéis acaso, Señora, que vaya solo a la caza de ese sujeto?

—Exactamente. Los informes que tengo dicen que fondea en la isla de Tortuga. Saldréis de Inglaterra en un barco mercante y buscaréis el modo de infiltraros en la tripulación de White. Terrunce no podía creer lo que estaba oyendo. Aun sin tener el permiso de su soberana se levantó y paseó por la sala, las manos cruzadas a la espalda y la cabeza gacha. Al cabo de un momento se volvió hacia la Reina.

—Imagino que al menos me daréis una explicación a tan…ilógica petición, Majestad, si me disculpáis el adjetivo.

A otro cualquiera, la frase le hubiera costado acabar en la Torre de Londres. Pero a Isabel le gustaban los hombres con arrestos, y gozaba con los del conde, lo que hizo que pasara por alto su salida de tono.

—No rindo cuentas de mis decisiones a mis súbditos, pero os voy a dar la explicación: el Melody Sea proporciona buenas ganancias a la Corona, las mejores, si nos olvidamos de Drake. La mayoría de los cofres que llegan a Londres provienen de los galeones de Felipe, nuestro queridísimo Felipe II, que bien merecido tiene que le esquilmemos. Y voy a seros franca,

Terrunce: tengo mis dudas sobre la culpabilidad de White. No se ajusta a su forma de comportarse hasta ahora. Por eso, antes de colgarlo, quiero confirmar si son ciertas las acusaciones que recaen sobre él. No es cuestión de perder unos beneficios, que nos son imprescindibles para reforzar nuestra armada contra la de los españoles, por meras sospechas.

—Entonces, no le habéis declarado culpable aún.

—Lo será mientras no se demuestre lo contrario. Si ese desgraciado está entregándome su tributo, pero se resarce a la vez atacando barcos ingleses, juro que le cortaré la cabeza. A él y a toda su tripulación.

—Entiendo. ¿Cuándo queréis que parta hacia Tortuga, Majestad?

—Ayer, Lord GrandChester —repuso Isabel. Al mismo tiempo que se estaba llevando a cabo esa entrevista, una nave que lucía en su costado el nombre de Melody Sea, atacaba a otra con bandera inglesa.

Los hombres que la abordaron vitorearon a otro que se quedó sobre la cubierta del barco corsario, sin intervenir directamente en el asalto. Un sujeto alto, fornido, de espesa cabellera oscura. No hubo bajas, los arcabuces corsarios habían realizado bien su trabajo impidiendo cualquier tipo de maniobra en cubierta, hasta que fueron abordados.

Pero cuando la nave echó ancla en el puerto de Londres, todos contaron a quien quisiera oírles que había sido el capitán White, y no otro, el que les atacase. La noticia sobre la nueva incursión del Melody Sea llegó a oídos de Terry horas antes de partir de Inglaterra con destino a Tortuga.

Terrunce llegó a la isla caribeña tras un viaje azaroso y largo, durante el cual estuvieron a punto de naufragar a causa de las tempestades oceánicas. Apenas pisar puerto buscó una posada, instalándose en una sencilla y no demasiado limpia. Tampoco había mucho donde elegir, Tortuga no era sino el lugar de cita de piratas ingleses, franceses y holandeses, amén de otros tipos de aventureros, y las comodidades ocupaban un segundo plano para sus habitantes. Lo que sí importaba era estar en el enclave idóneo desde donde atacar a los galeones de Felipe II, presa común para todos ellos.

Los españoles habían conseguido echar varias veces a lo que ellos llamaban escoria de los mares, pero una y otra vez esa escoria volvía, hasta que les obligaron a dejar la empresa por imposible. Lo era controlar tantas posesiones en el Nuevo Mundo, sobre todo la extensa cantidad de las islas caribeñas.

Según corroboraba la información facilitada por la Reina, el Melody Sea fondeaba allí de vez en cuando, aunque por desgracia había levado anclas hacía poco más de una semana. Maldiciendo su mala fortuna, Terrunce ocupó el tiempo en recabar toda la información posible acerca de la tripulación del barco corsario y su capitán.

No fue sencillo, los sujetos a los que interrogó no se mostraron demasiado explícitos, eran remisos a soltar la lengua y solo consiguió saber lo que quería a base de poner en sus manos las suficientes monedas.

Lo que sí supo fue que nadie había visto al capitán White desde hacía tres años. Por lo que le dijeron, el corsario no había vuelto a pisar la isla, quedándose siempre en la nave mientras su tripulación se tomaba un descanso y hacían acopio de provisiones o calafateaban.

Unos decían que seguramente estaba enfermo,

otros que le aburrían las rameras de Tortuga; algunos apoyaban la teoría de que había muerto y Alex Potter, su segundo de a bordo y hombre de confianza, era quien dirigía en realidad la nave, manteniendo la patente de corso a nombre de su antiguo capitán.

Terrunce no perdió el tiempo en su obligada espera. Poco después de su llegada aceptó la compañía de la dueña de un garito.

La dama en cuestión le sacaba unos cuantos años, pero aún era hermosa y, sobre todo, complaciente.

Lo que era más importante: tenía amistades que podían facilitarle el trabajo encomendado por Isabel. Viendo el lado bueno de las cosas, era mejor una espera en agradable compañía. Se acostumbraron pues a verle por la isla del brazo de la mujer, ataviado con ajustadas calzas, camisas abullonadas, sable a la cadera, pistola al cinto y daga en la bota , al más puro estilo de los aventureros que deambulaban de un lado a otro. En pocos días fue conocido por todos como el amante de Úrsula, la dueña del Loro Verde.

Dos semanas después, comenzaba a aburrirse e impacientarse, con el único entretenimiento de enviar mensajes regulares al marqués de Lington, su tío, a través de un contacto, para que aquél los hiciera llegar a la reina Isabel.

Aquella mañana se despertó más tarde de lo habitual en él, agotado por las atenciones de Úrsula.

Echó un vistazo a la mujer, aún dormida, y sonrió. Nunca había encontrado a una fiera semejante en la cama, iba a echarla de menos cuando partiese de Tortuga.

Se levantó con cuidado para no despertarla, se lavó y se afeitó. Vestido con calzas, botas altas y camisa negras, se colgó el sable al costado y tomó la pistola.

—¿A dónde vas? —le preguntó una voz soñolienta.

—Vuelvo pronto, preciosa, solo voy a estirar las piernas. Ella elevó sus brazos, rodeó su cuello y lo atrajo hacia sí para estampar un beso ardiente en su boca.

—No tardes.

Terry supo que por fin le sonreía la fortuna cuando llegó al puerto.

Habían fondeado dos barcos: el Tormenta, capitaneado por Joao Montenegro, un renegado aristócrata portugués dedicado a la piratería y el Melody Sea, su objetivo primordial. Observó la nave corsaria desde el malecón. Tenía una línea elegante, aunque le pareció que era más grande de lo habitual. Tanto corsarios como piratas o filibusteros solían utilizar naves más pequeñas y veloces, bien armadas, que les permitieran atacar con rapidez y darse a la fuga sin demora. El Melody, por el contrario, debía tener unos treinta pies de manga y doce de calado, con tres palos: mesana, trinquete y mayor.

—Bien —se dijo entre dientes—, ahora empieza la verdadera diversión. Recorrió el puerto, atestado de marineros, vendedores, chiquillos de narices sucias y rostro más sucios aún que intentaban ganarse unas monedas —o robarlas—, pedigüeños que antes habían estado en activo y ahora, por distintas lesiones, sobrevivían de la limosna, y mujeres que intentaban ganarse los favores de los recién llegados.

Entró en cada taberna hasta dar con el tipo adecuado para poner en práctica su plan. Se trataba de un fulano de baja estatura y fuerte constitución, que se hacía llamar Jery «el guapo del Melody», aunque de guapo tenía bien poco debido a la aparatosa cicatriz que le cruzaba el rostro, desde el inservible ojo derecho a la barbilla.

Le invitó a beber, sonsacándole con destreza hasta averiguar que el barco en el que prestaba sus servicios no fondearía por mucho tiempo. Al parecer, en cuanto repusieran provisiones, disfrutasen de algo de compañía femenina y reparasen algunos desperfectos sin mayor importancia, se harían de nuevo a la mar. Dejó al tipejo a punto de caerse por los efectos de la borrachera y volvió a las calles donde la mezcolanza de olores le hizo arrugar de nuevo la nariz. Apestaba a especias, tabaco, ron y pescado, orines y desperdicios.

Pero nada parecía importar a los habitantes de la isla. Tortuga era un lugar en el que todo y todos tenían cabida, siempre que fuera contra la corona española, en un acuerdo tácito entre caballeros piratas de no agresión. Un asentamiento neutral en el que cualquiera podía encontrar refugio y reparar sus naves.

Entre tanto marinero y desocupado, era fácil encontrar lo que estaba buscando y no tardó en dar con ello: dos sujetos patibularios con los que llevó a cabo un acuerdo en un infecto callejón apartado del ruido, tras poner en sus manos una bolsa de monedas bien repleta.

—Lo haréis cuando salga de la taberna —les dijo, tras facilitarles la descripción del hombre con el que había estado bebiendo. Los otros asintieron sin rechistar, era un modo inmejorable de ganar dinero por un trabajo rápido y sencillo, y no debían matar a nadie, solo dejarlo inconsciente y mantenerlo oculto durante unos días.

Al amanecer, Terry se encontraba junto a las chalupas pertenecientes al Melody, sin perder detalle de lo que sucedía.

La tripulación terminaba de cargar los bultos: carne salada, galletas, barriles de agua potable, algunas verduras, unas cuantas gallinas y ron. Recostado en un muro, aguardó con paciencia hasta que surgió la oportunidad.

Un tipo alto y mal encarado que lucía un aro de oro en una oreja, discutía con otro que respondía con gestos nerviosos. Se acercó con disimulo, lo suficiente para escuchar la disputa y saber que el grandullón se interesaba por el paradero del guapo.

—Le juro que le he buscado por todos lados, señor Potter, pero no hay rastro de ese maldito cabrón. Seguro que se ha emborrachado y está aún entre los muslos de alguna fulana.

—Necesitamos un sustituto entonces, que Jery se pudra en los infiernos. Tienes media hora para conseguirlo. Andando. Era el momento.

El tal Potter parecía tener prisa y él sabía el modo de conseguir tripulación cuando el tiempo apremiaba: el método de cachavazo y al cesto al primer idiota que se cruzase. Bien, pues él iba a ponerse justo en el camino. Iba a ofrecerse de idiota. Pasó a su lado chocando contra él con deliberada energía. La fortaleza del corpachón de Potter le hizo trastabillar y, sin asomo de prudencia ante una complexión bastante más poderosa que la suya, se volvió con cara de pocos amigos.

—¡Mira por dónde vas, mamarracho! Potter arqueó las cejas al escuchar el insulto. El fantoche que acababa de tropezar contra él era alto, atlético, de hombros anchos. Joven. Y al parecer, lo bastante estúpido —o temerario— como para enfrentársele abiertamente. Cruzó una rápida mirada con su compañero. Un segundo después lanzaba el puño. Pero Terry no era un hombre al que se pudiera sorprender con facilidad, se entrenaba casi a diario y, además, estaba esperando semejante reacción. Sobre todo, nunca desestimaba una buena pelea. Se ladeó para evitar un impacto que le habría dejado fuera de combate y elevó la pierna alcanzando a Potter en un costado con la punta de su bota. Lo desestabilizó.

El corsario se quedó unos segundos sin respiración y Terrunce aprovechó para atizarle un golpe terrorífico en el mentón. Ante el asombro del que les observaba, Potter cayó despatarrado cuan largo era.

Unos ojos verdes seguían el desarrollo del incidente con interés. Era la primera vez que Candy veía vapuleado a su segundo de a bordo, así que apoyó la cadera en unos toneles con una sonrisa de anticipación, sin intención alguna de perderse la riña, que prometía no haber acabado.

El pelirrojo se incorporó como un toro enfurecido, limpiándose el hilillo de sangre que le manaba del labio partido, para arremeter contra el mequetrefe que se había atrevido a sobarle la cara.

Terry lo esperó con las piernas abiertas y los puños preparados. Juró entre dientes cuando volvió a alcanzar el rostro de Potter, roca pura, porque el calambre le llegó hasta la médula, dejándole el brazo inmovilizado. Pero el golpe consiguió hacer recular a su oponente, que trastabilló estrellándose contra una pila de cuerdas. Sabía lo que se estaba jugando y necesitaba un último acto.

—Vamos, grandullón —incitó a su rival con los puños apoyados en la cintura—. ¿Eso es todo lo que sabes hacer? Alex Potter se pasó la mano por la barbilla para comprobar si tenía la mandíbula en su sitio, parpadeando con asombro.

¡Condenado demonio! Pegaba como una mula. Se rehízo con premura lanzándose contra el joven que, fintándole a un lado volvió a alcanzarlo en la espalda con los puños cerrados.

Terry iba a atacar de nuevo, ahora tenía a su enemigo a su merced. Pero justo entonces lo golpearon en la cabeza, estallaron en su cerebro miríadas de estrellitas de colores, se le nubló la vista y se derrumbó inconsciente. Frotándose el costado, Potter agradeció con un seco movimiento de cabeza la oportuna intervención del marinero a sus órdenes, que ya guardaba en su cinturón la porra con la que había tumbado al intruso.

—Buen golpe.

—¿El que le he dado yo a él, o el que el mozo os ha arreado a vos? —se burló el otro. Potter dejó escapar una risotada, aunque de inmediato maldijo por lo bajo consciente de la sangre que manaba de su labio partido.

—Jodido muchacho —se lamentó.

Se agachó, tomó a Terry de las axilas, se lo cargó al hombro como si fuera un saco, y caminó con decisión hacia la chalupa—. Ya tenemos suplente para el puesto de Jery. Y juro que a este mozo le quitaré los humos de príncipe a no tardar. Una hora después el Melody Sea levaba anclas con el duque de GrandChester, a bordo, desmadejado en las bodegas, atado de pies y manos como un fardo más.

En el puerto, un sujeto vestido de oscuro que no había perdido detalle de lo acontecido, entraba en una de las posadas, pedía papel y pluma y comenzaba a escribir una carta cuya destinataria final era Isabel I Tudor.

Continuará...