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(ONE OF THOSE MOMENTS THAT JUST SLIP

BUT YOU FEEL IT FROM YOUR HEART TO YOUR FINGERTIPS)


Capítulo 1

Por algún motivo, todas las personas nacen con un reloj en el interior de su muñeca derecha.

No es un reloj de pulsera, es más un tatuaje de las cifras de un reloj digital. Es de un plateado apagado, pero reluce un poco cuando se pasa el dedo por encima o se ejerce un poco de presión sobre él, como si estuviera pintado con permanente plateado.

Y, desde el momento en el que naces, empieza a contar hacia atrás.

Beca piensa a veces que, a la primera persona que lo descubrió le tuvo que dar el susto de su vida. Si un día despertases y te encontraras con un reloj que no deja de contar hacia atrás en tu brazo, pensarías que está marcando el tiempo que te queda hasta tu muerte.

Por suerte, no es así. Esta no es una película de Justin Timberlake.

Ese reloj tiene otra función. Que sea útil o no, eso ya es un tema aparte y depende de a quién le preguntes. En general, la gente se ha acostumbrado tanto a él que ya ni se cuestionan cómo sería no tenerlo.

Cómo sería no saber cuándo vas a conocer a tu alma gemela.

Sí, ese es el propósito del reloj. Marca el tiempo que falta hasta que conozcas a tu alma gemela. Y este es un concepto que Beca no termina de entender. ¿Qué es un alma gemela? ¿Acaso existen?

Todo el tema del amor provoca en ella una oleada de escepticismo, pero la creencia de que existen las almas gemelas es ya puramente estúpida. Una persona no debería necesitar que alguien más la complete.

Además, ¿de verdad hay gente en el mundo que cree que un reloj le va a decir exactamente de quién debe enamorarse, junto a quién debe pasar el resto de su vida?

Le parece totalmente absurdo. Una completa locura. Podrían haber nacido con otra cosa tatuada en la piel, como la fórmula para la cura contra el cáncer o para la paz mundial, así por citar algunos ejemplos de usos verdaderamente útiles que podría tener ese estúpido reloj.

Beca odia el reloj.

Aunque no siempre fue así.

Cuando era pequeña lo encontraba bastante fascinante. Recuerda pasar horas y horas rozándolo con el dedo para verlo brillar suavemente. Recuerda que sus ojos buscaban los relojes de los demás por pura curiosidad, no le interesaban las cifras, sino que ella quería descubrir si de verdad todos eran iguales o si había cambios. Recuerda tener muchas preguntas sin respuesta y ser muy joven como para investigar por su cuenta.

- ¿Qué pasa cuando tu reloj llega a cero? – preguntó una noche cuando su madre la estaba acostando.

Johanna Mitchell le sonrío con dulzura y tomó asiento en el borde del colchón, con cuidado de no aplastar el muñeco favorito de Beca. Cogió el elefante de peluche y lo metió entre los brazos de su hija, bajo las mantas.

- ¿Desaparece? ¿Deja de brillar cuando lo tocas? – siguió preguntando Beca, apoderada por el ansia de disipar toda la incertidumbre que rodea al reloj.

Su madre dejó escapar una risita ante la clara impaciencia de la niña de cinco años y se subió la manga del jersey para enseñarle su reloj. Beca se incorporó hasta quedar sentada, tan rápido que casi chocó frentes con su madre, sus pequeñas y regordetas manos ya enroscadas alrededor del brazo extendido para poder ver mejor.

Tiró de él hacia ella y casi pegó la nariz al reloj que, para su decepción, seguía dibujado sobre la piel de su madre. Pasó un dedo por encima y dejó escapar una exclamación de victoria cuando la tinta plateada siguió igual de apagada.

Ahora que ya tenía respuestas para sus preguntas iniciales, observó el reloj con más detalle y lo acarició suavemente, pensativa.

- ¿Qué se siente? – inquirió en un susurro reverente.

Su madre soltó un suspiro cargado de nostalgia y echó un poco la cabeza hacia atrás. Cerró los ojos, como siempre hacía cuando se preparaba para relatar un recuerdo. Beca siempre pensó que era para recordar exactamente cada detalle: el olor a flores, el calor del sol en su piel, la brisa que se llevó volando su sombrero, el césped entre los dedos de sus pies mientras corría para recuperarlo.

- Es una sensación extraña – confesó Johanna.

Su mirada estaba perdida en algún punto de la pared contra la que estaba el cabecero de la cama de Beca, viendo algo que no estaba allí: un parque en un caluroso día de primavera, gente paseando, perros persiguiendo pelotas de tenis y cazando frisbees en el aire, un hombre joven sentado en el césped con la nariz hundida en un libro de Charles Dickens.

- Es como… – se pausó un instante, buscando las palabras perfectas para describirlo. Sus ojos volvieron a enfocarse y sonrió a Beca –. Como un pequeño calambre que te sube por el brazo –escaló por el corto brazo de la niña con sus dedos –. Como un escalofrío que te recorre el cuerpo de arriba abajo.

- ¿Un es... eslacofrío? – repitió Beca, trabándose con la complicada palabra.

- No – río su madre –. Es-ca-lo-frí-o – volvió a decir, de forma lenta y clara –. Cuando de repente haces así – se estremeció para darle un ejemplo visual.

Los grandes ojos de Beca se iluminaron al reconocer lo que su madre le estaba describiendo y asintió con vigor.

- No es inmediato – continúa rememorando Johanna –. Tropecé con el pie de tu padre y caí frente a él. Él cerró su libro mientras yo me disculpaba y me sonrió, ofreciéndome su mano para levantarme. Fue ahí cuando lo sentí.

- ¿Qué hiciste?

- Al principio no sabía qué había pasado, entonces me miré la muñeca y vi mi reloj a cero. Tu padre también lo vio, me sonrió otra vez y dijo: Vaya, creo que debería presentarme. Soy Darren Mitchell.

- ¿Y papá? ¿También el suyo se puso a cero en ese momento? ¿Sintió lo mismo? – bombardeó de preguntas a su madre, llena de ansia y los ojos tan abiertos como sus oídos para no perderse ni una pizca de información.

- No lo sé, cielo – río Johanna, pasándose por sus ondas castañas la mano en la que lucía el anillo de boda y de pedida en el mismo dedo anular –. No sé qué sintió tu padre ni si fue en ese momento o más tarde, ya sabes que siempre lleva su reloj tapado – le recordó con una sonrisa dulce –. Pero sí sé que somos almas gemelas.

Pero para Beca eso no fue suficiente. Seguía teniendo muchas preguntas al respecto, y si su madre no era capaz de contestárselas, entonces tendría que emboscar a su padre cuando menos se lo esperase. O conseguirlas por sí misma.

Dicen que la curiosidad mató al gato, y es cierto. La curiosidad de Beca no la mató, pero sí fue el causante de que su familia se rompiera.

Y por eso Beca odia el reloj con toda su alma.

La única vez que siguió los pasos de su padre desde que cumplió los cinco años, fue cuando tomó la decisión de ocultar su reloj. Como medida temporal, se compró una gruesa pulsera de cuero a medida, con cierre ajustable para que se adaptase a ella según iba creciendo y se mantuviera fija en su sitio.

Cuando cumplió los quince, falsificó la firma de su madre en una autorización para hacerse un tatuaje. Por primera vez en ocho años, se quitó la pulsera de cuero y se sentó en la silla acolchada de la tienda con una simple petición.

- ¿Sabes ya qué vas a querer hacerte? – le preguntó el joven con rastas de colores y piercings en cejas, nariz, labios y lengua, mientras desinfectaba la aguja con alcohol.

- Tápalo – espetó Beca, decidida, girando la muñeca en un brusco gesto para dejar a la vista el reloj plateado que seguía descontando tiempo.

El joven se quedó mirando su reloj un interminable minuto antes de soltar una risotada y dejar la aguja envuelta en algodones empapados de alcohol en una bandeja metálica.

- Imposible – respondió al final con una sacudida de cabeza.

- ¿A qué te refieres con imposible?

- Es imposible tatuar el reloj – se encogió de hombros, claramente poco afectado por esta revelación.

- No puede ser… ¡Debe de haber alguna forma!

Beca bajó la mirada a su reloj, a los números plateados que parecían burlarse de ella al brillar suavemente bajo las fuertes luces fluorescentes de la tienda. Era la primera vez que lo veía desde hacía ocho años, cuando decidió que, a nadie, ni siquiera ella misma, atañía saber cuánto faltaba o cuándo exactamente llegaba a cero.

Le quedaban cuatro años.

Cuatro años, once meses, cinco días, doce horas, y cincuenta y cinco minutos.

Vuelve a girar la mano con brusquedad hasta ocultar el reloj de la vista e insiste de nuevo en que debe de haber alguna forma de taparlo de manera permanente.

- Mira, chica – suspiró el tatuador. Esta vez, sus ojos de un marrón desvaído mostraban algo de compasión cuando los fijó en los desesperados de Beca –. No eres la primera que viene queriendo ocultar su reloj, pero es simplemente imposible. Ese chisme – señaló la muñeca de la morena con un dedo enguantado –, repele la tinta como un condenado.

El chico recuperó la aguja de entre los algodones empapados en alcohol y la hizo girar entre sus dedos cubiertos en guantes azules. El metal destelló bajo las luces fluorescentes y captó la atención de Beca.

- Pero, ya que estás aquí – empezó a ofrecerle, tentativo –, sería una tontería desperdiciar una genial falsificación de la firma de tu madre – se encoge de hombros, los inicios de una sonrisa curvando sus labios –. ¿No crees?

Sin darse cuenta, Beca se encontró a sí misma imitando su sonrisa maliciosa y extendiendo el mismo brazo de antes sobre el reposabrazos acolchado de la silla. Si no podía quitarse el causante de prácticamente todos los problemas de su vida, por lo menos podía recordarse a sí misma que ese reloj no le representaba.

Su reloj no es ella.

Cuando su tiempo se agotase, Beca conocería a su supuesta alma gemela. Si creyese en ello. Pero no es así. Si es cierto que las almas gemelas existen, quiere ser ella quien tome la decisión, no unos estúpidos números tatuados en su muñeca. No quiere caer en el mismo error que su madre.

Observó la aguja que se hundía y salía de su piel a una velocidad imperceptible, marcando con tinta el perfil de las únicas palabras que Beca jamás se perdonaría olvidar.

Ce n'est pas moi.

No soy yo.


Cualquiera diría, por la insistencia que su padre puso en que Beca viniera a Barden en concreto, que le pagan por conseguir nuevos alumnos, que trabaja a comisión, en vez de trabajar como profesor de Literatura Comparativa.

Pero no, es peor.

Porque si sacase algún beneficio de que Beca vaya a Barden, la DJ aún podría entenderlo. Podría entender por qué le hace renunciar a su sueño para acudir a más clases, cuatro años de repetición de cosas que ya vio en el instituto y que no le van a servir para nada. Podría disculparle porque, bueno, por lo menos saca algo de ello, ¿no?

Pero no, es peor.

Porque no saca beneficio alguno. Porque su empeño nace del puro egoísmo. Porque le da igual que los sueños de Beca sean algo completamente diferente. Le da igual que su hija no esté interesada en perseguir una carrera para la que necesita un diploma universitario. Le da igual lo que opine, crea, sienta. Le da igual que lo que Beca de verdad quiera hacer es irse a Los Ángeles y buscarse la vida en el mundo de la música. Le da igual que ese lleve siendo su sueño desde el día en que sus dedos tocaron por primera vez las teclas de un piano. Le da igual que haya ahorrado durante años para poder permitírselo.

Él solo quiere que Beca vaya a Barden y su madre ya no está para interceder en su favor.

De hecho, la ausencia de su madre es básicamente el motivo por el que está metida en esta situación, porque Johanna fue la que sentó a Beca en el taburete frente al piano cuando la morena tenía tan solo cinco años. Fue la que presionó con paciencia y dedicación los regordetes dedos de Beca contra las teclas, una y otra vez, hasta que la niña se aprendió de memoria cómo y dónde encontrar todos los acordes.

Su madre jamás habría permitido que su padre impusiera su voluntad, su sueño personal, sobre el de Beca. Johanna habría sido la primera en colgarle a Beca la maleta del brazo y darle una palmada en el culo en dirección a la dársena del bus correspondiente hacia Los Ángeles, aunque por dentro se le estuviera partiendo el corazón porque su hija pequeña se va a vivir al otro lado del país.

Pero su madre ya no está y Beca es menor de edad, y su padre es un egoísta cabezota en plena crisis de los cincuenta empeñado en revivir sus días jóvenes a través de Beca. Y, por desgracia, a Beca no le queda otra que obedecer. Y todo porque sus padres no la concibieron antes y, para cuando los nueve meses de embarazo terminaron, ya era noviembre.

Le quedan tres meses para la mayoría de edad, pero para entonces ya habrá empezado el curso y Beca puede ser muchas cosas en su vida, pero no es de las que deja las cosas a la mitad. No se rinde fácilmente, es cabezota y siempre termina todo aquello que comienza.

De modo que aguantará.

Solo ocho meses, y el 22 de mayo se subirá en el primer bus que salga de Atlanta hacia Los Ángeles. Aguantará. Cabeza gacha, los cascos puestos, ir y venir a clase únicamente… Nadie se fijará en ella. Y son solo ocho meses.

No debería ser muy difícil, ¿no?


El peso de los auriculares sobre su cuello es reconfortante.

Lo único familiar en uno con cinco kilómetros cuadrados a la redonda, el tamaño aproximado del campus de Barden según los folletos informativos que su padre colaba incesantemente por debajo de la puerta siempre cerrada de su cuarto en los últimos meses de instituto.

Y no, no cuenta a su padre como algo familiar.

Básicamente porque ha sido un extraño para ella desde que decidió marcharse por la puerta de casa cuando ella tenía seis años, y nunca volvió, hasta que no le quedó otro remedio que hacerse cargo de ella.

Hasta que la crisis de los cincuenta le hizo replantearse su vida entera y decidió emplear ese derecho de custodia que convenientemente había olvidado durante diez años para enmendar errores del pasado.

Beca todavía recuerda el momento en el que vio a su padre aparecer en el umbral de la puerta del piso de su tía Susan, dos días después de que su madre perdiera definitivamente la batalla contra el cáncer. Beca siempre asumió que se quedaría con su tía, ya que era el único familiar cercano que tenía.

Pero, cómo no, su padre tuvo que aparecer para trastocar todos sus planes.

- ¿Darren? – escuchó la voz de su tía, cargada de incredulidad, desde el pasillo de entrada de su pequeño piso.

Durante unos segundos, Beca se quedó completamente quieta, los cascos torcidos en la cabeza para dejar una oreja descubierta y poder escuchar. Pensando en quién podía ser ese Darren. Pensando en quién podía haber aparecido en la puerta del apartamento de la hermana de su madre recién fallecida que se llamase Darren.

- ¿Cómo te atreves a venir aquí? – gruñó su tía, y su voz temblaba con rabia contenida.

Entonces se dio cuenta. Y fue como si alguien le acabase de tirar un cubo de agua congelada por encima.

Con manos temblorosas, se quitó los cascos hasta que cayeron alrededor de su cuello. Un peso familiar y reconfortante en medio del torbellino en el que acababa de convertirse su vida. Sintió como una garra que apresaba sus pulmones y garganta, una losa de cien kilos sobre su pecho que hacía bastante complicado respirar.

Sin saber ni ver qué estaba haciendo, con la mirada desenfocada y perdida en el recuerdo del rostro impasible de su padre desapareciendo tras la puerta de su casa para no volver; se levantó del sillón en el que estaba sentada y dio los cortos pasos que le separaban del pasillo de entrada.

Se asomó al umbral del salón y al final del pasillo pudo ver a su tía iluminada por la luz que se colaba por la puerta entreabierta, parcialmente bloqueada por el cuerpo de un hombre alto.

El hombre vio a Beca y alargó una mano, empujando la puerta para tener un mayor campo visual.

- ¡No…! – intentó protestar su tía Susan. Lanzó una mirada por encima del hombro y descubrió a Beca paralizada al fondo del pasillo, pálida y temblorosa; y sus esfuerzos por impedir que Darren entrara desfallecieron.

Darren dio un paso adelante. La morena dio un paso atrás y sacudió la cabeza en una negación.

- Beca… – susurró Darren con reverencia en su voz.

- No – respondió ella a una pregunta no dicha en voz alta –. No – repitió con más firmeza.

Sus manos se convirtieron en puños a ambos lados de su cuerpo sin que ella mandase una orden consciente, y sintió un fuego alzarse con violentas llamas desde el fondo de su estómago. Todo su cuerpo comenzó a temblar, pero esta vez por culpa de la rabia que amenazaba con consumirla por dentro.

- No tienes ningún derecho a aparecer ahora – espetó –. No tienes ningún derecho a acordarte ahora de que tienes una hija.

- Bec, debes entender… – otro paso adelante, esta vez con una mano extendida en el aire en una súplica de que le escuchara, de que le dejara explicarse.

Pero Beca no estaba dispuesta.

- No pienso irme contigo – desafió, la mandíbula tan apretada que las palabras salen entre dientes, pero se entienden sin problemas.

- Soy tu padre… – empezó a negociar Darren.

- ¿Ahora? – rio Beca con amargura –. ¿Ahora quieres ser mi padre? ¿Diez años después de que nos abandonaras y jamás intentases ponerte en contacto? – recriminó. Llevaba mucho tiempo pensando qué diría si alguna vez volviera a encontrarse con su padre, y ahora que se le había presentado la oportunidad, no pensaba desaprovecharla –. ¿Dónde estabas cuando mamá enfermó? ¿Dónde estabas cuando la ingresaron de forma permanente? ¿Dónde estabas el otro día cuando la enterramos?

- Beca, tu madre y yo…

Una vez más, la morena le cortó de raíz antes de que más palabras empezaran a caer de su boca.

- No la metas en esto – siseó en una advertencia cargada de amenaza –. Mamá no tuvo la culpa de que nos mintieses durante años – se cruzó de brazos y plantó los pies firmemente en el parqué, deseando poder tener alguna forma de hacer su agarre permanente –. No voy a vivir contigo – sentenció con determinación.

- No es una pregunta, Beca – la voz de su padre se tornó dura al darse cuenta de que su presencia allí no era bienvenida y su hija no se lo iba a poner nada fácil –. Quieras o no, soy tu padre y tu tutor legal.

Sintió su corazón pararse y romperse a la mitad al darse cuenta de la verdad tras las palabras de su padre.

- No, la tía… – desesperada, intentó buscar un argumento sólido en esa batalla que sabía que estaba perdiendo rápidamente.

- Tu tía no puede permitirse la batalla legal que le supondría luchar por tu custodia. Te vienes conmigo, y ese es el fin de la discusión – hizo un gesto brusco con su mano hacia un lado, como cortando el aire.

Al mismo tiempo, Beca notó su estómago hundirse hasta caer a sus pies y alargó un brazo para sujetarse en la pared. Sintió su cuerpo repentinamente flojo y tembloroso, y una sensación fría y oscura expandiéndose por su pecho.

Ni siquiera el peso de los cascos sobre sus hombros podía reconfortarla en ese momento.

La aparición repentina de una chica demasiado energética para el gusto de Beca la saca de sus amargos recuerdos. Se felicita a sí misma por no sobresaltarse cuando la rubia se planta frente a ella, aparentemente salida de la nada, y le da la bienvenida hablando a una velocidad que debería estar reservada para cuando llevas cinco RedBull en sangre y varias noches sin dormir.

- Erm… – Beca necesita pensar un segundo para recordar el nombre del dormitorio en el que se aloja –. Baker Hall, creo.

La chica, vestida en un repelente uniforme verde botella, el color oficial de la universidad, se gira para indicarle la dirección que debe seguir para encontrar su habitación. La mirada de Beca se fija sin poder evitarlo en el interior de su muñeca derecha, la cual está usando para señalar.

Ve el reloj tatuado sobre la piel, de un gris apagado y con todos los números fijos en el cero. Automáticamente, piensa en quien podría ser el alma gemela de la rubia y solo es capaz de imaginarse a un chico en polo rosa chicle y náuticos, con un jersey sobre los hombros, el pelo peinado hacia atrás bajo capas y capas de gomina, y probablemente igual, si no más, de repelente.

Su atención, por suerte o por desgracia, se ve atraída a un chico sentado en el asiento trasero de un Prius azul grisáceo que frena justo a su lado. Va tocando la guitarra aérea al ritmo de Carry On Wayward Son, imitando todos los sonidos que estaría haciendo el instrumento.

Beca comete el error de hacer contacto visual con el chico, que se envalentona como si eso fuera una buena señal y la morena no le estuviera mirando mientras debate en su cabeza su nivel de cordura.

El Prius arranca de nuevo y la morena se contiene de poner los ojos en blanco. Se da cuenta, con algo de retraso, que la guía turística de Barden lleva todo este rato hablando y ella no le ha hecho ni caso.

- Aquí tienes el mapa del campus – sonríe, como si la mejor parte estuviera por venir, y alza una mano en la que cuelga un silbato plateado que reluce bajo el sol –, y tu silbato oficial anti-violaciones.

Sin saber muy bien cómo reaccionar, Beca se limita a aceptar el silbato.

- No lo uses si no te están violando de verdad – le aconseja la rubia.

Se lleva el silbato a la boca con toda la intención de hacerlo sonar, solo para borrarle la sonrisa autosuficiente a esa chica de la cara porque es de lo más irritante. Sin embargo, en el momento en que sus dientes atrapan el metal se lo piensa mejor y simplemente deja que cuelgue de ellos.

Recoge la bolsa con su equipo de música y pasa de largo a la chica con notable alivio y una sonrisa sarcástica en los labios, tratando de apagar las ganas de ir haciendo sonar el silbato todo el camino hasta su habitación.

Ya tendrá tiempo de buscarse enemigos a lo largo del año.

Eso sí, como el campus esté lleno de bichos raros como ese intento de guía turística y el chico del Prius, Beca empieza a dudar de que los ocho meses que dura el curso vayan a ser tan fáciles como había previsto.


En menos de dos horas, Beca ya ha hecho dos descubrimientos clave: su padre sigue siendo igual de gilipollas y pesado que siempre, y su compañera de habitación la odia y no quiere tener nada que ver con ella.

Todavía no sabe si esto último es algo bueno o malo, está meditando sobre ello mientras se pasea por la feria de actividades de Barden en busca de algo que no grite: soy una perdedora aburrida y desesperada por compañía humana.

De hecho, Beca cree que esa es una forma perfecta de definir a Barden en general.

Seriamente, ha tenido que contener las ganas de poner los ojos en blanco tantas veces que cree que va a sufrir una embolia cerebral más pronto que tarde. ¿La chica con la caja llena de peluches? ¿El grupo de Quidditch? ¿Los cánticos de fraternidades?

La única persona mínimamente interesante que ha conocido hasta ahora es una extravagante australiana con la que coincidió en el stand de los Discapacitados Judíos.

En serio. Discapacitados Judíos. Discapacitados. Judíos.

Beca no tiene nada en contra de los judíos en general, pero es imposible que haya tantos judíos discapacitados en Barden como para que necesiten tener un club social. Es la cosa más ridícula y absurda que jamás ha visto en la vida, está casi en la misma categoría que el reloj que tiene en su muñeca.

O sea, ¿qué va a ser lo siguiente con lo que tropiece? ¿Clases de Hipnotismo?

- Hola – el saludo interrumpe el hilo de sus pensamientos, y el flyer ofrecido en su dirección, su burbuja de espacio vital –. ¿Te interesa nuestro grupo de canto a cappella?

Beca observa, con mal disimulada diversión, el flyer hecho a mano con dibujitos y fotos recortadas de viejas actuaciones.

A cappella, cómo no. Debería haberlo visto venir.

- Oh vaya – dice en una risa al mismo tiempo que alza la mirada –. Esto vuelve a estar de moda.

Lo primero que ve son unos increíbles ojos azules, de un azul que Beca está segura de que no puede existir en la vida real sin ayuda de filtros de Instagram o Snapchat. Y por si los ojos no fueran suficientemente llamativos, la chica tiene la melena del color del fuego.

Su amiga, una rubia con aspecto de estirada vestida en un vestido rosa, palidece en comparación.

- Sí, es total – le asegura la pelirroja con sincera ilusión y orgullo –. Cantamos versiones, pero sin usar ningún instrumento – explica, señalando su boca con la punta del bolígrafo –. Todo sale de nuestras bocas.

- Ugh – Beca no sabe si sonreír, reírse en sus caras o sentir miedo.

- Hay cuatro grupos en el campo… – continúa explicando la pelirroja, con el silencioso apoyo emocionado de su amiga rubia.

Sin embargo, una tercera persona irrumpe en medio de su explicación y, para el espanto de Beca, descubre que es el chico del Prius. Todo su rostro se ilumina al reconocer a Beca, quien siente el impulso repentino de saltar y esconderse detrás de un arbusto o literalmente cualquier cosa.

- ¡Eh, te conozco! – exclama con una sonrisa bobalicona, señalando a Beca con un dedo.

La morena resiste, apenas, el impulso de poner los ojos en blanco y suplica para que la embolia le ocurra ahora, por favor.

- Imposible – responde ella, su rostro y su voz inexpresivas.

- Claro que sí – asegura él sin perder ni un ápice de energía.

Y, en serio, ¿qué tiene Barden para hacer a todo el mundo tan jodidamente alegre todo el rato? ¿Es algún tipo de droga que a Beca todavía no le han ofrecido? ¿O es simplemente que esta universidad está llena de bichos raros?

- Sí te conozco, canté para ti – insiste el chico del Prius –. Lo recuerdo porque estabas en un taxi.

Por el rabillo del ojo, Beca ve a la pelirroja fruncir el ceño y torcer la boca, como si tuviera ganas de intervenir y hacer algún comentario sobre cómo ha interrumpido una conversación de forma muy irrespetuosa, pero se estuviera frenando a sí misma.

El chico del Prius no se deja desalentar por la frialdad de la morena, sino que, casi al contrario, parece generarle más y más curiosidad. Ladea la cabeza y esboza un intento de sonrisa torcida, recorriendo a Beca con la mirada de arriba abajo.

No hay nada de sexual en su repaso, pero, aun así, la actitud de Beca de: déjame en paz, solo se refuerza.

- ¿A ti qué te pasa? – pregunta él, intrigado –. ¿Eres una de esas chicas siniestras y misteriosas que luego se quitan las gafas y los pendientes de pincho que llevaban y se dan cuenta de que eran preciosas desde el principio?

Beca recula ante sus palabras. Arquea las cejas y le lanza una mirada incrédula con la que pretende que este tío capte el mensaje de: ¿de qué coño vas?, que lleva mandándole desde el principio.

La pelirroja también parece tomarse como una ofensa el comentario del chico. Su boca se abre ligeramente en una expresión de pura sorpresa, como si no pudiera creerse que haya dicho semejante idiotez.

Se cruza de brazos, haciendo resaltar sus bíceps. Sus ojos azul bebé pierden toda la calidez previa para tornarse duros y fríos.

- Si necesitas que cambie su forma de ser para encontrarla guapa – interviene, su actitud engañosamente dulce –, entonces, amigo, tienes un problema.

Beca suprime a duras penas la sonrisa que se dibuja en sus labios ante la contestación e intercambia una mirada agradecida con la pelirroja, que le regala un guiño cómplice.

Y es entonces cuando Beca lo siente.

Un calambre en su muñeca derecha que trepa por su brazo de forma casi dolorosa. Se le escapa una mueca por lo sorprendente del dolor y se lleva la mano izquierda a la zona desde la que se ha originado el calambre.

Su piel se eriza y siente un cosquilleo expandirse por todo su cuerpo hasta hormiguear en las puntas de sus dedos.

Al principio, no entiende qué ha pasado. Tarda un poco más en recordar las palabras de su madre describiendo lo que sintió al conocer a su padre, y tarda otro poco más en darse cuenta de que todo ha ocurrido en su brazo derecho.

Su respiración se atasca en sus pulmones igual que si alguien acabara de pegarle un puñetazo en el estómago.

No puede ser. No puede haber llegado al cero.

Escupe algún tipo de excusa de la que no es realmente consciente y, con paso inestable, se aleja lo más rápido que puede de las tres personas a las que acaba de conocer. Está respirando de forma tan superficial que el mundo comienza a darle vueltas y siente que se está asfixiando.

Reconoce las señales del ataque de pánico, pero no puede pararse a lidiar con eso ahora mismo. No sin saber.

Se deja caer contra el tronco de un árbol alejado de todo el barullo, aislado tras un edificio que no reconoce. Sus uñas se clavan en la corteza y siente la sabia pegarse a su piel. Usa su hombro para sujetarse y, con manos temblorosas, empieza a desenganchar las hebillas metálicas que mantienen la gruesa pulsera de cuero alrededor de su muñeca.

Le cuesta, pero finalmente la pulsera cae sobre el césped, a sus pies. Coge aire como puede, teniendo en cuenta el agarre de hierro sobre sus pulmones, y lo suelta en una exhalación agitada.

Gira la muñeca hasta exponer el reloj.

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A/N: En realidad mi idea era que el título fueran esos versos que pertenecen a "Fingertips", de OneRepublic. El problema es que era demasiado largo y excedía la cantidad de caracteres permitidos así que tuve que improvisar ¯\_(ツ)_/¯

PD: A mí en el colegio me enseñaron que el orden de los factores no altera el producto, y eso es lo que he hecho en este fic. Los diálogos son fieles a la película, pero es probable que no tengan lugar en las mismas escenas a las que estáis acostumbrados o que cambien un poco.

Ya sabéis que me gusta hacer las cosas a mí manera ;)

PD2: No sé cuánto va a durar este fic. Tengo más o menos planeada la historia, pero ya me conocéis. Suelo perder el control de lo que quiero contar. Ya iremos viendo por el camino, aunque tampoco espero que sea muy largo.

PD3: Prometo que no mentí cuando os dije que nos volveríamos a ver pronto. Este primer capítulo lo tenía listo apenas dos días después de subir el epílogo de HWYF peeeero quería avanzar un poco antes de publicar nada. Y menos mal porque menudo mes de septiembre… En temas de inspiración y energía vital, ha sido horrible.

Pero bueno, ya estoy de nuevo en la parte de la montaña rusa que sube así que disfrutemos del viaje ;)

¡Nos vemos pronto! (Y esta vez lo digo de verdad.) (Prometido.)