II

—Rezaré para que el Guerrero te dé fuerzas y te proteja durante la batalla.

Aegon sonrió. Se parecía tanto a su padre, que una sonrisa como aquella no encajaba con su rostro. Rhaegar siempre parecía triste, abstraído o preocupado; padecía una melancolía incurable, aunque no había sido eso lo que le había matado.

—Has asimilado tu papel mucho mejor que yo el mío —le dijo. Aegon miró al niño, el hijo de un mercenario de la compañía que se había convertido en su escudero, y al que habían encargado el honor de vestir al príncipe para la batalla—. Victor, déjanos a solas.

—¿Estás seguro de que debes ir tú en la vanguardia? Suena bastante peligroso, claro que yo no sé mucho sobre batallas.

—He de hacerlo. Cuando el ejército de Mace Tyrell caiga, los que queden en pie tendrán que verme como a su rey, no puede parecer que tengo miedo de dar la cara. Jon dice que ya habrá muchos que desconfíen de mí por llegar con una compañía de mercenarios… si ella, si Daenerys, hubiese llegado a Volantis como estaba previsto, sería diferente —respondió, disgustado. La sombra de la rabia planeó por su semblante una fracción de segundo—. No importa. Ya tenemos Bastión de Tormentas y, cuando caigan los Tyrell, Desembarco del Rey estará al alcance de mi mano. Jon dice que sería adecuado coronarme allí, que el Septón Supremo oficie la ceremonia, como hizo con el primer Aegon.

La sonrisa volvió a aflorar. Llevaba días hablando de la coronación, de las batallas, la conquista. Griff el Joven no era muy amigo de los triunfalismos, pero Aegon Targaryen sí. Connington estaba en cierto modo complacido de que Aegon tomase la iniciativa, ese tipo de actitudes revelaban carácter e intención; ella, por su parte, era consciente de que el muchacho poseía la arrogancia y el arrojo propios de la juventud. Querría reprenderlo un poco, solo un poco, sin minar su confianza. El camino había sido tan largo, tedioso, tan peligroso, que un error a esas alturas sería tan estúpido como mortal.

—Sé lo que estás pensando, Lemore —dijo, interrumpiendo sus pensamientos—. ¿Cuándo podré empezar a llamarte por tu nombre? Jon y yo ya no somos Griff y su hijo, así que tú deberías dejar de ser una septa. ¡Eres muy convincente cuando recitas los pasajes de la Vieja, pero ya estamos en casa! Puedes ser quien quieras ser.

—¿Y si quiero ser para siempre la septa Lemore? Oh, ¿acaso mi príncipe no cree que le he dado buenos consejos? ¿No valora la pasión con la que impregno mis rezos?

—A tu príncipe le gusta la septa Lemore, pero a ese tal lord Edric que llegó esta mañana, seguro que le agrada más Ashara Dayne —habló con seriedad.

«Definitivamente… este no es el Joven Griff.» Al chico de pelo azul jamás se le habría ocurrido hablar así a su septa.

—A tu madre no le importaría que te diese un buen tirón de orejas, o incluso unos azotes, ¿sabías? Yo no te eduqué para que fueses así de insolente.

Aegon se sentó junto a ella y la tomó de las manos. ¡Qué frágil se estaba sintiendo! Hacía años que no temblaba así. Había imaginado un cúmulo de escenarios y aun así, la realidad había superado sus expectativas. Cuando se había marchado de Poniente, su hermano todavía ni era padre, y ver a su sobrino allí, hablando como el señor de su casa, le había parecido un sueño.

—Estaría muerto de no ser por ti, muerto como mis padres, como mi hermana, a quienes solo conozco a través de tus recuerdos. Sería literalmente una mancha de sangre en la pared —dijo, con un suave apretón—. Odiaría que después de tantos años de sacrificio y lucha dedicados a mí, tú no pudieras reunirte con una familia que sí te espera.

—No creo que… creo que… a estas alturas…, bueno, Allyria sabía… no, ella pensará que yo estoy muerta —farfulló—. Vaya, ¿cuándo has crecido tanto?

Se mordió el labio inferior en un pobre intento de distraer las lágrimas. De un momento a otro comenzó a sollozar, siendo consolada por el chico al que había cambiado los pañales. Podía notar el calor en las mejillas y la vergüenza en el pecho. ¿Cómo iba a explicarle a su hermana que había estado casi veinte años fuera, haciendo lo que ella se decía que era su deber? Los había dejado atrás, a Atticus y a Allyria, con el sufrimiento y la pena de la muerte de Arthur, y con la amargura y congoja que ella misma había desatado. Y no había mirado atrás ni una sola vez.

Aquel día, cuando el ejército de Tywin Lannister entró en Desembarco del Rey, Varys había ido a verla con un bebé en brazos —un niño rubio, el hijo de una criada de las cocinas— y le había pedido que lo vistiese con la ropita del príncipe. Ella había accedido sin cuestionar ni una sola de sus palabras, y le había pedido a Elia, confusa por la situación, que sujetase al bebé.

—Habrá una sola oportunidad —le había asegurado la Araña— y solo puede ser Aegon. Si Elia o Rhaenys desaparecen, las buscarán hasta debajo de las piedras, todo se irá al traste. Un bebé pasará desapercibido, un bebé es esperanza.

Ella se había quedado en Campoestrella, para no levantar sospechas, mientras Varys escondía al príncipe. Y entonces los dioses la habían castigado, y su vientre, sus piernas y su cama se habían cubierto de sangre, por esa niña que había perecido en sus entrañas. Pero los dioses no habían terminado con ella, ni la Madre, ni la Vieja, ni el Desconocido; también lo enviaron a él, a Ned, con la espada y la nívea capa de su hermano.

—Tendría que habérselo dicho —gimió—, era el dolor de los dos.

Ashara necesitaba escapar incluso de ella misma, eso le había dicho al Consejero de los Rumores. La embarcó rumbo a las Ciudades Libres y durante un tiempo se permitió pensar que Aegon era suyo. Calmó su tristeza y sanó heridas profundas, pero había sido egoísta y ruin porque no le pertenecía, era de Elia. Y Ashara ni siquiera había echado la vista atrás. Solo la llegada de Connington la devolvió a la realidad.

—No será por mí, mi príncipe —le dijo, deshaciéndose de su agarre—. Ahora sí debo enfrentarme a mi deber, como tú al tuyo. Dile adiós a tu aburrida septa, porque no te enseñaré más oraciones. Confío en que los Siete te hayan imbuido más sabiduría que a mí. Desde luego, la vas a necesitar para reinar sobre siete reinos.

Las sirvientas encontraron para ella un suave vestido de lana y una capa de color púrpura con delicados adornos florales. Decidió que el mejor lugar para guardar al atavío de septa era el fuego, y allí arrojó el último aliento de la falsa septa Lemore.

Encontró a Connington en el extravagante despacho de Renly Baratheon. Él la miró de arriba abajo, como si fuese un fantasma.

—No creí que hallarías el valor —dijo—. Bien pensado, ahora el reclamo de Aegon tendrá más fuerza. Muchos te recuerdan, y cuando vean a la doncella de Elia Martell tras él, nadie le pondrá en duda.

—Los amigos de Elia y Rhaegar, las personas más adecuadas para este trabajo. Eso dijo la Araña. —Ashara se sentó frente a él—. Él está preparado, pero sigue preocupándome lo rápido que esto está avanzando.

—Después de tantos años de espera, ¿sientes vértigo? —Connington alzó una ceja pelirroja—. Es ahora o nunca. Aunque debo decir que la situación no podría ser más caótica. Los Lannister se desmoronan, sí, y los Tyrell con ellos; pero la princesa Arianne me esquiva, y sin el poder de Dorne somos menos fuertes. Mira lo que he encontrado.

Ashara leyó la carta que le tendía.

—¿Muertos que se levantan? —Siguió con el dedo las líneas escritas—. Frío y oscuridad… —Ashara dio un respingo—. Recuerdo que Rhaegar hablaba de esto con Elia. Ella me lo contaba, temiendo que él también tuviese la lacra. Estaba preocupada por los niños y él no hacía otra cosa que divagar sobre dragones de tres cabezas y una oscuridad que cubriría el mundo. Ya sabes cómo era Rhaegar… —Ashara percibió que Jon se ponía en tensión—. Se carteaba con el maestre del Muro, al parecer. Vaya, ¿ese hombre sigue vivo? Tenía entendido que era muy mayor.

La mano enguantada de Connington señaló la última línea de la misiva.

—Jon Nieve, lord Comandante de la Guardia de la Noche —recitó—. No le conozco.

—Es el hijo bastardo de Eddard Stark, me lo ha dicho el maestre. Tiene diecisiete años, es incluso más joven que Aegon. Quién iba a decirlo de Stark, él que era todo honor y rectitud.

«Vaya, Ned, —Ashara leyó el nombre de Jon Nieve una y otra vez— ¿acaso no fui yo la única mujer que te entregó su amor? ¿A la madre de Jon Nieve también le rompiste el corazón?»

Arrugó la carta con el puño y la tiró encima de la mesa. Por la lástima que se traslucía en los ojos de Connington, debía haber adivinado sus pensamientos. Se conocían tan bien tras tantos años en el exilio, teniéndose únicamente el uno al otro, que era inútil tratar de guardar un secreto.

—Supongo que ninguno de los dos obtuvo exactamente lo que quería, ¿verdad?

Jon suspiró en respuesta.