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SR. GRANDCHESTER
Cuando los rayos del sol comienzan a filtrarse por la ventana, me apresuro a beber la taza de café que humea sobre la barra del comedor. Son las 6:32 de la mañana y aún tengo que hacer un recorrido de veinte minutos para poder llegar a tiempo al Hospital Northwestern Memorial, lugar donde trabajo de lunes a viernes, con horario de 7 de la mañana a 3 de la tarde; aunque es bastante común que mi horario de salida se alargue una o dos horas más de lo estipulado en mi contrato.
Yo soy una de las tres psicólogas con las que cuenta la unidad médica. Mi trabajo consiste, principalmente, en ayudar a los pacientes con enfermedades crónicas a aceptar su padecimiento, para que ellos puedan sobrellevar el tratamiento de su afección con mayor facilidad. Reconozco que mi trabajo no siempre ha sido fácil, en varias ocasiones he sufrido la pérdida de mis pacientes; lo cual me ha llevado a comprender, de la forma más cruel, la fragilidad de la vida.
Todavía recuerdo la primera vez que me sucedió, su nombre era Sophie Campbell, una dulce niña de 8 años que llevaba una larga lucha contra la leucemia. En nuestras sesiones, ella solía hablarme de lo mucho que deseaba recuperarse, ya que quería hacer realidad su sueño de convertirse en una cantante famosa. En el fondo de mi corazón, yo también deseaba que un milagro ocurriera y que Sophie se salvara de las garras de ese maldito monstruo, llamado cáncer.
Lamentablemente, ella falleció seis meses después de haber iniciado nuestra terapia y yo caí en una profunda depresión a causa de su muerte. Y es que no podía hacerme a la idea de que esa pequeña niña, tan llena de vida, tan llena de ilusiones, hubiera perdido la batalla en contra de su enfermedad.
Sé que es irónico, pero al final yo también tuve que buscar ayuda psicológica para que me ayudara a superar mis propios demonios. Y fue así que comprendí que en esta vida todo es efímero y que lo mejor que podemos hacer, es aprender a dejar ir; porque nada nos pertenece y porque todos, sin excepción alguna, estamos de paso en este mundo.
Con esos recuerdos rondando por mi mente, llego hasta el estacionamiento del hospital y al bajar del auto, me encamino rápidamente hacia los vestidores para dejar mis pertenencias en el locker. Antes de salir, aprovecho para darme un último vistazo en el espejo. Y de esa manera, doy inicio a otro ajetreado día de trabajo.
- Srta. Candice, ¿podría regalarme unos minutos de su valioso tiempo? – Me pide Frank Anderson, un reconocido especialista, encargado del área de cardiología - una de las más acreditadas del país - al verme salir de los vestidores.
- Sí, claro - Le respondo y los dos comenzamos a caminar hacia los elevadores, mientras platicamos de cosas triviales.
Después de subir cuatro pisos y avanzar unos cuantos metros, entramos a su oficina y nos sentamos en lados opuestos de su escritorio, donde después de algunos segundos, él me pasa una pequeña carpeta.
"TERRENCE G. GRANDCHESTER", dice la etiqueta que tiene pegada al frente.
- Tengo trabajo para usted, Srta. White.
- ¿Qué pasa con él?
- Necesita un trasplante de corazón con urgencia, pero… Bueno, los pronósticos no son muy alentadores.
- ¿Por qué?
- Tiene un tipo de sangre muy raro, AB negativo. Si de por sí es bastante complicado conseguir un donante de corazón para alguien con un tipo de sangre común, imagínese lo que es encontrar uno con esas características.
- Ya veo… ¿Él lo sabe?
- Sí, aunque parece no querer aceptarlo.
- Y ahí es donde entro yo, ¿no es así?
Frank asiente con la cabeza – Su familia está muy preocupada, durante los últimos meses, el señor Grandchester ha estado actuando de manera muy extraña, casi suicida. No ha asistido a sus revisiones médicas, no se ha tomado sus medicamentos y ha hecho todo aquello que se prohibió hacer…
- Él quiere morirse…
- Él quiere matarse…
- ¿Y dónde se encuentra el Sr. Suicida en este momento?
Mi compañero esboza una pequeña sonrisa - Aquí mismo, hace unos días tuvo una fuerte recaída… Se empeñó en meterse a nadar al lago que está cerca de su residencia y casi se les va en el intento. Lo encontraron medio muerto y fue un verdadero milagro que hayan logrado traerlo a tiempo. Ayer recobró el conocimiento y hoy amaneció con un humor de los mil demonios. Es todo un caso ese hombre.
- ¿Cuándo puedo pasar a verlo?
- Cuando usted guste.
- Bien, tengo algunas citas programadas a lo largo de la mañana. Después del mediodía me daré una vuelta a su habitación.
- Excelente. Le informaré a la enfermera, para que esté preparada.
Me despido del Sr. Anderson con un fuerte apretón de manos y salgo de su oficina para dirigirme a la mía. Al entrar, saco mi agenda de una de las gavetas de mi escritorio y checo las horas que tengo libres. Tal y como lo imaginé, tengo un espacio justo a las 12:30 del día, así que anoto el nombre de mi nuevo paciente y me dispongo a continuar con mis consultas.
Al filo del mediodía me encamino hacia la cafetería para tomar un almuerzo ligero. En lo que ingiero mi sándwich de pechuga de pavo, tomo la carpeta que mi compañero me dio hace unas horas y comienzo a revisar el expediente del Sr. Grandchester.
HISTORIAL CLÍNICO
Fecha: 06 de Septiembre del 2014
FICHA DE IDENTIFICACIÓN
Nombre: Terrence G. Grandchester
Edad: 34 años
Estatura: 1.82 m.
Peso: 79 kg.
ANTECEDENTES HEREDOFAMILIARES
Diabetes: Negado.
Hipertensión arterial: Negado.
Neoplasias: Negado.
Epilepsia: Negado.
Cardiopatías: Negado.
Toxicomanías: Negado.
ANTECEDENTES NO PATOLÓGICOS
Paciente originario de la ciudad de Londres y habitante de la ciudad de Chicago, Illinois.
Fecha de nacimiento: 28/01/1978
Estado civil: Casado.
Escolaridad: Doctorado.
Sedentarismo: Negado.
Tabaquismo, alcoholismo, consumo de drogas: Negado
ANTECEDENTES PERSONALES PATOLÓGICOS
Grupo y Rh: AB NEGATIVO
Alérgicos: Negados
Quirúrgicos: Negados
Transfusionales: Negados
Traumáticos: Negados
Enfermedades crónicas: Refiere a la edad de 26 años presentar diagnóstico de insuficiencia cardiaca.
El timbre de mi celular me interrumpe de mi lectura y saco el teléfono del bolsillo de mi filipina para tomar la llamada.
- ¿Diga?
- Candy, cariño, ¿eres tú?
- Sí mamá, soy yo, ¿qué pasa?
- ¿Estás ocupada?
- En este momento no, pero tengo una sesión en diez minutos.
- Oh, bueno, solo quería saber si vas a venir a comer con nosotros el sábado. Tu hermana va a venir a visitarnos desde Nueva Jersey y Tom prometió que estaría presente. Me gustaría que estuviéramos todos juntos, como en los viejos tiempos.
- Haré todo lo posible, aunque no te prometo nada…
- No deberías trabajar tanto, se te van a ir los mejores años de tu vida en ese hospital…
- ¡Mamá!…
- Está bien, está bien, ya sé que amas tu trabajo… Pero cariño, ¿acaso no te gustaría formar tu propia familia?
- Ya habrá tiempo para eso… Todo pasa a su debido momento.
- ¿Y cuándo va a ser eso? ¿Cuándo seas tan grande que ya ni siquiera puedas tener hijos?
- Tengo que colgar, se me hace tarde.
- ¿Candy?…
- Sí, mamá…
- Te quiero mucho, bebé.
- Yo también te quiero, mamá. Intentaré darme una vuelta el sábado, nos vemos.
- Cuídate mucho, cariño. Adiós.
Esa es una de las razones por las que trato de evitar las llamadas de mi mamá a toda costa. Sé que lo único que ella hace es preocuparse por mí, pero hace mucho tiempo que decidí como quería vivir mi vida y no necesito que nadie venga a darme consejos que no he pedido, aunque se trate de mi propia madre.
Por un instante, enfoco mi vista en la imagen que tengo como protector de pantalla. Es una vieja foto, tomada hace nueve años, en donde aparece toda mi familia: papá, mamá, Tom, Paty, Susana y yo. Todos estamos reunidos en ese triste cuarto de hospital, que casi se convirtió en mi hogar durante los últimos años de la preparatoria.
Susana, mi hermana "sándwich", como solía llamarla, fue diagnosticada con un tumor en el sistema nervioso central. La batalla fue larga, pero sobre todo, agotadora y poco a poco, fuimos viendo como toda la vitalidad de Susy se iba consumiendo con cada quimioterapia, con cada tratamiento fallido; hasta que al final, fue ella misma quien decidió terminar con su sufrimiento.
Tal vez si en aquel tiempo alguien se hubiera acercado a hablar con mi hermana, tal vez si alguien hubiera escuchado sus miedos, tal vez si alguien la hubiera alentado a seguir peleando; tal vez y solo tal vez, ella habría tenido otro final. Tal vez le hubieran practicado esa cirugía que prometía acabar con el tumor de una vez por todas, tal vez se hubiera recuperado satisfactoriamente, tal vez ahora estaría con nosotros.
Fue a raíz de su muerte que yo decidí estudiar psicología, con el firme propósito de ayudar a aquellos, que como mi hermana, solo necesitaban de una voz de aliento para seguir adelante. Conforme fue pasando el tiempo, yo traté de evitar volver a la casa de mis padres, ya que el solo hecho de ver la antigua habitación que compartía con Susy, hacía que se me estrujara el corazón y se me salieran las lágrimas.
Susana y yo habíamos nacido con solo un par de minutos se diferencia y durante nuestra infancia, mi melliza solía decir que yo era Don Quijote y ella era mi Sancho Panza. Creo que en el fondo nunca logré superar su pérdida y es posible que nunca lo haga, porque aun ahora sigo extrañándola como el primer día de su partida.
Guardo mi celular en mi bolsillo y le doy un último sorbo a mi jugo de naranja, antes de levantarme de la mesa para seguir con mis actividades. Una vez más entro al elevador y me dirijo al cuarto piso; al salir al corredor, busco la habitación número 407.
Toco un par de veces para avisar que voy a entrar, pero como no recibo respuesta alguna de mi paciente, supongo que se encuentra dormido. Abro la puerta sin pensarlo demasiado y asomo la cabeza por la pequeña abertura que se ha formado.
Entonces lo veo ahí, totalmente imponente, a pesar de su afección. Un hombre de cabello castaño, que le llega a la altura del hombro, ojos azules como el zafiro, piel blanca y barba tupida. Él no aparenta más de 30 años de edad y permanece sentado sobre la cama, con la mirada perdida hacia algún punto de la pared. Es tal su concentración, que ni siquiera ha notado mi presencia, así que aclaro la garganta y entro de lleno a la habitación, sacándolo de sus cavilaciones.
- Buenas tardes, Sr. Grandchester.
Él voltea a verme y me muestra una sonrisa algo torcida, pero puedo ver que sus ojos azules están cargados de una infinita tristeza - ¿Tiene algo de bueno este día? – Me pregunta, con su voz grave y rasposa.
- El hecho de que aún estemos vivos, es el mejor regalo que nos puede ofrecer este día – Le respondo, a sabiendas de que puedo sonar bastante trillada.
Un gruñido sale de su boca y me doy cuenta de que mi respuesta pudo no ser la más acertada.
- Permítame presentarme, mi nombre es Candice White, soy psicóloga, graduada de la Universidad de Princeton. Actualmente estoy estudiando una maestría en psicología de la salud.
- Mucho gusto, Srta. White… Ahora, si me permite, es mi turno de presentarme. Mi nombre es Terrence Grandchester, soy un pobre hombre desahuciado, al cual se le niega la oportunidad de morir como se le dé su chingada gana, en lugar de obligarlo a vivir esta vida de mierda, que ya ni siquiera estoy seguro que pueda llamar vida.
Un abrupto silencio se hace presente entre los dos; para mí es más que obvio que el hombre que tengo enfrente está en un claro estado de frustración.
- La única persona que puede decidir sobre dónde y cuándo vamos a morir, es Dios.
Al momento de decir esas palabras, puedo ver como su mirada, cargada de enojo y de resentimiento, se fija sobre mi persona - ¿Dios? ¿De verdad va a venir a hablarme de Dios?
- No, yo no vengo a hablarle de…
- Le voy a pedir un favor, Srta. White, métase a su "Dios" por donde mejor le plazca y lárguese de aquí, lo que menos necesito ahora, son sermones religiosos.
- Comprendo su frustración, Sr. Grandchester...
- ¿De verdad me comprende? ¿Usted también está desahuciada?
- No...
- ¿Algún familiar suyo lo está?
- No, pero...
- Entonces no me comprende en absoluto.
- Créame que lo que menos deseo es importunarlo, lo único que quiero es...
- Srita. White, hágame el favor de retirarse de mi habitación.
- Bien, entonces regresaré mañana, cuando se encuentre de mejor ánimo.
- Ahórrese la molestia, le aseguro que mañana voy a estar de peor humor que hoy.
- Hasta mañana, Sr. Grandchester.
Al salir de la habitación, me quedo recargada sobre la puerta por un momento - Paciente difícil – Me digo a mí misma, tratando de hacer algunas anotaciones mentales del encuentro que acabo de tener hace pocos segundos.
A decir verdad, no es el primer paciente difícil que me toca atender, ya he tenido que lidiar con unos cuantos a lo largo de estos años y sin embargo, algo en él me ha dejado con una sensación de ansiedad en el pecho.
Mi celular vuelve a sonar una vez más, haciéndome brincar del susto. Rápidamente tomo el aparato y contesto la llamada.
- ¿Diga?
- Hola preciosa – Me dice una voz aterciopelada, que sin lugar a dudas es de Anthony.
- Hola guapo, ¿cómo estás? – Le pregunto, sonriendo.
- Más o menos…
- ¿Y eso?
- Se trata de mi abuela
- ¿Qué pasa con ella?
- Su presión está muy elevada y la internaron nuevamente…
- ¿Sigue viviendo contigo en Nueva York?
- No, regresó a Chicago hace unas semanas; dice que no está hecha para la vida agitada de la gran Manzana.
- Concuerdo con ella…
Una risa se escapa de mi boca y puedo escuchar un gruñido del otro lado del teléfono.
- Mañana viajo hacia Chicago.
- ¿De verdad? – No puedo evitar alegrarme al oír esas palabras.
- De verdad, princesa. Llego mañana a las 6 de la tarde, ¿crees que podrás ir a recogerme al aeropuerto?
- Por supuesto que sí.
- Entonces te veo mañana, cuídate mucho y no trabajes tanto…
- Ya sabes, solo lo necesario.
Escucho una risa del otro lado del auricular – Te quiero Candy…
- Yo también.
Anthony Brown fue uno de mis profesores durante mi estadía en Princeton y con el paso del tiempo se convirtió en un buen amigo. Él es nueve años más grande que yo y siempre sospeché que estaba enamorado de mí; pero debido a que en ese entonces nuestra relación era maestro – alumna, nunca se atrevió a confesarme sus sentimientos. Además, en esa época yo tenía otros intereses, que nada tenían que ver con cuestiones amorosas.
Un semestre antes de terminar la universidad, él se retiró de la docencia para dedicarse de lleno a la consulta privada. Fue en ese momento cuando él se acercó a mí de manera romántica y me confesó sus verdaderos sentimientos; como yo no tenía nada que perder, decidí darle una oportunidad. Tengo que reconocer que esos fueron los mejores seis meses de toda mi estadía en Nueva Jersey, ya que Anthony es un caballero en toda la extensión de la palabra y no hubo un solo día que no me llenara de atenciones.
Una vez que me gradué de la universidad, decidí dar por terminada nuestra relación, ya que cada quien iba por caminos diferentes y yo nunca había sido partidaria de las relaciones a distancia. En aquel tiempo me habían ofrecido la plaza en el hospital donde laboro actualmente y él planeaba mudarse a Nueva York, donde iba a montar un consultorio más grande, en conjunto con un amigo y colega suyo.
A pesar de estar en diferentes ciudades, los dos seguimos manteniendo el contacto a través de llamadas telefónicas y mensajes de texto, hasta que después de seis meses, los dos volvimos a encontrarnos.
No sé si fue el hecho de que no nos habíamos visto en mucho tiempo, o el hecho de que yo me sentía más sola que nunca, tal vez fue porque durante ese año que estuvimos separados, él se puso mucho más atractivo y adquirió mucha más seguridad en sí mismo. Pero lo cierto es, que esa noche de reencuentro, los dos decidimos darnos una segunda oportunidad.
Ahora, después de dos años, nos seguimos encontrando siempre que nuestros horarios nos lo permiten, aunque generalmente es él quien viene a visitarme. Alguna vez, Anthony me sugirió sutilmente que me mudara con él a Nueva York, a lo que yo le respondí – Sería mejor si tú te mudaras conmigo a Chicago – Pero como ninguno de los dos estaba dispuesto a dar su brazo a torcer, seguimos con nuestra "relación" a distancia.
Una vez que termina mi turno, me quedo rato más en mi oficina, revisando los expedientes de mis pacientes. Vuelvo a darle una hojeada al de Sr. Grandchester y me doy cuenta de que él ha recorrido los mejores hospitales del mundo. Es ahí donde aplica el dicho "El dinero no lo es todo en la vida" y es que ni con todo el dinero que ese hombre parece tener, puede comprarse el corazón que tanto necesita para poder vivir.
Al salir del hospital, me traslado al gimnasio, en donde me ejercito de lunes a viernes, por espacio de una hora. Al terminar con mi rutina, me quedo platicando unos minutos con mi entrenador sobre la alimentación que debo seguir y los ejercicios que haré al día siguiente. Cuando salgo de ahí, me dirijo hacia mi departamento, dónde tomo una ducha rápida y me preparo una cena saludable, para después sentarme sobre mi mullido sillón, donde veré la tele por tiempo indefinido.
A las 10:30 de la noche apago el televisor y me dejo caer en mi cama, quedándome dormida instantáneamente, como si fuera un bebé. Y es así que termina un día más de mi vida, que es muy parecido al día de ayer y que sospecho, será muy parecido al día de mañana.
Sé que había dicho que no iba a volver a escribir historias de Terry, pero no pude evitarlo, las ganas de escribir otra historia de él fueron mucho más fuertes que yo... Y aquí estoy de nuevo.
Ya tengo la mitad del fic escrito, pero solo publicaré los días Lunes, Miércoles y Viernes, para darles tiempo a leer.
Saludos y Gracias.