El viento hiere sus mejillas. Son como cuchillas filosas haciendo heridas en su piel, más de las que ya tiene. Su cabello, medio peinado antes de salir de casa, es ahora un desastre sin control. El frío carcome sus huesos. Siente ese mismo frío hace mucho tiempo. El mismo día en que él partió. Su cuerpo se siente congelado, rígido y robotizado. Igual que siempre.
El sonido del agua impactando contra los pilares del puente estalla y muere en sus oídos.
Da un respiro. Uno, dos. Su estómago parece estar en su garganta, todo su cuerpo al revés. Tiene ganas de vomitar. Debe mantener la calma. Todo acabará en unos segundos. La mochila en su hombro impedirá que pueda salir a flote luego de lanzarse. Su cadáver será reconocido por la cinta negra con el cordón rojo que lleva en su muñeca derecha. Le dio la pista a su madre hace unos días, cuando almorzaban. Cuando fingían que todo estaba bien. "No puedo quitarme las cintas", le dijo a ella. "Son muy pequeñas y mi mano es muy grande".
Es probablemente el único estudiante que lleva una cinta negra y un cordón rojo en su muñeca. Y aún si no lo fuera, la mochila es fácil de reconocer. Además, los cadáveres flotan en el agua, ¿verdad? A menos que su cuerpo sea arrastrado, o se hunda en las profundidades. Quién sabe cómo terminará.
Pero él si lo sabe.
Sus piernas tiemblan. Lleva mirando el paisaje media hora. Hace quince minutos debería estar en la escuela, sonriendo con sus amigos, charlando, entregando sus deberes. Debería, debería. ¿Qué es deber? Él ya no tiene conocimiento de eso. Su cabeza está en blanco. Su corazón, por otro lado, está lleno de nubes oscuras, como el cielo encima de su cabeza. Habrá lluvia. Perfecto escenario para morir.
Pone su mano sobre el barandal de hierro frío. Un pie sobre el saliente de cemento. Y mira abajo.
El río está furioso. Se agita, se desborda. Arrastra basura, ramas, árboles. Y en el medio, un remolino. Un remolino del que surge una cabeza, un rostro inexpresivo que en su imaginación sonríe. Su mente juega malas pasadas. El chico abre los brazos y le susurra algo. Izuku no puede escucharlo. El viento silba. El chico habla de nuevo.
Cuando quiere, Shouto puede ser muy insistente.
"Está bien", dice él. Izuku puede oírlo. "Salta. Estaremos juntos. Una vez más". Izuku sabe que está llorando. Las lágrimas corren por su rostro. Sus sollozos hacen temblar sus hombros. No puede. No puede saltar. No puede hacerlo. Es demasiado cobarde.
El agua se hace más turbia. Shouto sigue allí en medio, el espejismo de su novio fallecido. La vida es injusta. E Izuku ya no puede más, no quiere más. Está tan solo, ha cometido tantos errores, no quiere seguir escuchando las voces que le culpan de todo lo que pasa las voces que le dicen que no es suficiente las voces que le gritan que tienen sus manos en todo su cuerpo y lo arrastran y lo golpean y le dejan sin aliento todos los días.
Las voces.
Las voces son malditas. Las voces que se hacen escuchar sobre la propia voz de Izuku, que intenta decir que todo está bien, que todo se solucionará, que él lo intentará de nuevo. Intentará salir adelante y ser mejor. Pero no lo logra porque las voces están allí y también hay ojos y hay manos apuntándole con las uñas largas y filosas diciéndole que todo es su culpa y todo está mal.
Y Shouto está allí, tan cerca. Tan cerca. Izuku tiene dos manos en el barandal y un pie sobre el saliente, luego del otro lado, pasa la valla de seguridad y se afirma. Mira abajo otra vez. El río bajo sus pies se agita. Lo llama. Está pidiendo por él. ¿Cuántos metros tiene de profundidad? ¿Diez, quince? ¿Cuántos metros hay de caída?
Los suficientes para...
"Ven, Izuku. Ven a mí".
—Una vez más.
Y salta.
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Notas finales. Este es mi desahogo. Mi propio río, mi propio puente. Con mi propio salto.