El vestido de la inocencia


Dedicado a Daniel Fara, mi profesor de la UM.


No puedes vivir en la fiesta perpetua, no. A veces parece que sí. Comienzas a volar, mantienes el equilibrio en el cielo con tus hermanas y Black Phillip.

Olvidas.

Pero no para siempre.

Thomasin se cansó un poco del aquelarre.

—Tienes vestidos —le dijo un día el Señor al que conoció como una cabra negra, siendo mucho más joven y desdichada.

—Lo sé.

—Has visto el mundo. Viajaste con nosotros.

—Claro.

—Me amas.

—Por supuesto.

Él no era como Jesús. No pedía confirmaciones. La conocía. Sabía. Leía a Thomasin como el libro que la obligó a firmar. Conocía sus más oscuros secretos. Hasta aquellos que se atrevían a desear la luz.

—Y necesitas más.

—Un poco más. Algo diferente. No sé. Lo he probado antes. Pero...

—Ya sé qué es.

La llevó de la mano, con galantería, hasta la vieja cabaña que Thomasin abandonó destruída y llena de cuerpos que en su momento, fueron de gente preciada.

Se recordó a sí misma cuánto lo amaba. Aquello iba a ser sumamente difícil.

Ya dentro del que fue su hogar, cerró los ojos. Solo escuchaba su voz.

—Puedes regresar cuando quieras. En otros sueños, a bailar con nosotros.

Thomasin asintió, llorando. Apretó los párpados. Aspiró profundo el aire dulce como la miel diabólica del tierno aquelarre.

Sus hermanas eran brujas y reían a lo lejos. Algunas lloraban. También iban a echarla en falta. Monstruosas asesinas, sí. Pero la habían recibido con cariño y comprensión.

Algo que no podía decir de...

—¡Thomasin! Qué haces holgazaneando, hija. Con tanto por hacer. Samuel no ha dormido nada, las mazorcas están a reventar esta cosecha. ¿Por qué no estás ayudando a tu padre?

William! ¡Vendiste la copa de mi padre para que progresáramos y tu hija mayor sueña despierta!

Su madre. El bebé perdido apretado contra el pecho, sonrosado.

Su padre llegó por la puerta, un par de liebres muertas colgando entre sus dedos.

Caleb le ofreció a Thomasin una roja manzana.

Una rápida mirada por la ventana: los gemelos jugaban sobre la hierba a corta distancia.

El mundo arrebatado.

Thomasin se sintió ligera, respiró hondo. Eso era como volar.

—¿Por qué estás tan feliz? A veces me pregunto si no hubiera sido mejor mandarte a servir en una casa del pueblo. Dale las gracias a tu padre por su misericordia. Y a Dios por engordar nuestros animales y darnos más provisiones —protestó su madre.

Thomasin se limpió las lágrimas, sonrió, los abrazó a todos uno por uno. Recobró sus labores de bordado encantada. La vida que la agobiaba antes, le pareció divina.

Un regalo solo alcanzable con un pacto oscuro.

Otra clase de fiesta que sí, duraba. Si ella quería, para siempre.

Como el luto hasta entonces.

El vestido de la inocencia le quedaba bien, Thomasin se dijo que no se cansaría de usarlo y era otra prenda procurada por su señor. No podía rechazarla. No quería hacerlo.

No lo hizo.

Según su madre, batía mantequilla, pero Thomasin, la bruja, sabía bien que bailaba llena de gratitud.