"Fuego en las venas y alas en el corazón"

"Sin equipaje"

Prólogo

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Era de madrugada. El sol estaba aún lejos de comenzar a aparecer en el horizonte de la Isla Russet, pero habitualmente a esa hora él ya aguardaba a ver el resplandor anaranjado de sus primeros rayos. Era la señal que le indicaba que, no lejos de allí, en la isla más grande y habitada que podía avistarse desde la atalaya sobre la que se encontraba su casa en la isla, su familia comenzaba a ponerse en marcha.

Pero él no estaba en Russet, ni su familia en casa. Y el sol ya brillaba en el cielo en aquellas latitudes tan al sur del globo terráqueo.

Disfrutaban de las mejores vacaciones que habían vivido nunca. Sin horarios, sin obligaciones, y surcando los mares en aquel enorme barco que, finalmente, había caído en las manos de Diecisiete, aunque no del modo que él había planificado.

Muchas cosas habían sido las que habían tomado un rumbo distinto al esperado, pero el final había sido el que Diecisiete quería, así que podía decirse que, como siempre, tenía el control de la situación.

En aquella madrugada extrañamente iluminada por el sol, las luces de color naranja, azul y verde parpadeaban en el tablero de mandos mientras sonaba un leve pitido discontinuo. Todo ello era la señal de que imperaba la calma en alta mar.

Había descubierto durante la primera semana de viaje una escotilla tras las lamas del cuidado falso techo que servía para ocultar infinidad de cables de la vista de los ocupantes de la sala de control. Y el androide había tenido que esperar al momento oportuno para indagar lo que había allí arriba; hacerlo a plena vista de dos niños con el doble de curiosidad que él, no era una buena idea. Finalmente, aprovechando la solitaria calma de la madrugada y ayudándose de un par de vagas excusas ante una Ruby que se había medio despertado cuando él trataba de salir del camarote, se había escabullido hasta la sala de la nave desde donde se controlaban la ruta y las comunicaciones y, finalmente, había abierto aquella compuerta del techo para descubrir un mundo nuevo.

Nada más entrar, el silencioso parpadeo de luces, sumado al pitido, la baja temperatura y la ausencia total de vida humana le había hecho pensar inevitablemente en un laboratorio oculto entre las montañas del Norte del que no guardaba gratos recuerdos. Hasta su piel cibernética se había erizado de forma refleja, y no precisamente por el frío... Pero la situación y el contexto ahora eran totalmente distintos, y Diecisiete se hallaba, simplemente, ante el cerebro del gigantesco yate de lujo de Capsule Corporation, que Bulma, amablemente, le había cedido para sus ansiadas vacaciones en familia.

Como cualquier estructura de alta tecnología que salía de las mentes privilegiadas de la familia Briefs, aquella estaba controlada por un supercomputador, y ahora que había desentramado el último misterio que le faltaba por descubrir, Diecisiete ya podía decir que conocía aquel barco de proa a popa, completamente, como si fuera suyo. No había compartimento estanco, sala de mandos o camarote que no hubiera inspeccionado. A fin de cuentas había tenido tiempo de sobra para ello, y en sus pesquisas le habían acompañado dos ayudantes que la mayoría de las veces proporcionaban más problemas que ayuda: Auri y Silvan parecían disponer de la misma curiosidad que el mismo Diecisiete poseía, pero a diferencia de él, ellos carecían de inmunidad contra cualquier tipo de daño además de conciencia que les pusiera sobre aviso; así que los niños no dudaban en pulsar botones por el mero hecho de dar respuesta al famoso "vamos a ver qué pasa". Esto había llevado a Diecisiete a extremar las precauciones con respecto a los "peligros" que escondía el robotizado barco.

El androide abandonó la solitaria sala de mandos y cerró bien la escotilla y las lamas de aluminio del techo. Luego se dejó caer hasta el suelo de la estancia, donde un androide de aspecto esférico y desprovisto de patas, se desplazaba flotando por el aire al tiempo que realizaba diferentes comprobaciones en el tablero. Proveer de patas o ruedas para desplazarse a los androides que debían encargarse de los controles de un barco gigante a merced del vaivén incesante y cambiante de las olas, no era lo más inteligente. El equilibrio del mismo Diecisiete se había visto puesto a prueba durante la última tempestad que se vieron obligados a atravesar en mar abierto, y durante ésta hasta el mobiliario que no se hallaba asegurado al suelo había sido lanzado contra las paredes.

Los dos androides se ignoraron mutuamente y Diecisiete abandonó la cabina de mandos. La brisa marina azotó su rostro como un látigo cuando invadió el corredor lateral del barco, en dirección a la zona habitable del mismo.

Descendió la escalinata de metal con las manos en los bolsillos, ademán perezoso, y la vista fija en los témpanos de hielo que colgaban de la barandilla de metal, cruzándose por el camino con uno de los robots de mantenimiento que continuaba su inacabable tarea. Lo observó de reojo sin decir nada y alcanzó el nivel inferior, donde sus pasos resonaron con más fuerza en el nuevo piso metálico de la cubierta de acceso a la zona habitable.

Las dos zonas, la dedicada al ocio y la propia del control de la nave, eran manejadas por robots. No había presencia humana en la tripulación de aquel yate, ni en el servicio doméstico, ni en el mantenimiento. Tal como era de esperar, los seres inertes movían el barco, lo limpiaban, revisaban y se encargaban del confort de los pasajeros mientras éstos disfrutaban de un tiempo interminable de relax.

Así era como funcionaba todo: regido por las Leyes Fundamentales de la Robótica, y los humanos exprimían todo el jugo que podían de la tecnología que dominaban. Pero el caso de Diecisiete y su hermana era la excepción, ellos y su libre albedrío eran la pruebas "vivientes" de que, a veces, las circunstancias hacían variar incluso dichas leyes de la ética y la física; y allí estaba él, dando órdenes de vez en cuando a esos androides de rango menor como si se tratara de un ser humano completo.

Aunque, llegados a ese punto de su existencia, Diecisiete tenía una idea bastante clara de lo que él mismo era: una combinación perfecta de organismo vivo y cibernético. tiempo atrás quedaron las dudas existenciales y los conflictos internos, el hastío y el desinterés, incluso los enfados y las frustraciones por no tener muy claro dónde quedaba su lugar en el mundo y por considerarse incapaz de expresar emoción alguna. Nada de eso importaba ya; Diecisiete se hallaba en otro nivel.

Concretamente en el nivel en el que era de vital importancia extremar la cautela cuando cerraba las compuertas de acceso a la sala de mandos, asegurándose de que bajo ninguna circunstancia tal paso iba a quedar accidentalmente abierto y a merced de sus dos hijos pequeños.

Y eso hacía en aquel preciso instante. El androide giró la manivela de seguridad y tecleó la combinación de números que sellaba la zona. Y una vez hecho esto continuó con su camino por la pasarela que comunicaba las dos zonas, cuyo suelo estaba congelado.

El sol perpetuo arrojaba luces rojizas sobre el mar en cuya superficie flotaban innumerables bloques de hielo, y las gaviotas graznaban en la lejanía. La brisa helada arremolinó sus negros cabellos y él los colocó con un gesto parco detrás de sus orejas. Entrecerró los ojos para observar el horizonte con atención una última vez antes de entrar silenciosamente en el pasillo de la zona habitable.

Y cuando iniciaba el ascenso por el corto tramo de peldaños que llevaba hasta el apartamento de lujo, una imparable energía detuvo su avance abruptamente.

—¡Buenos días, papá! —exclamó Silvan. Diecisiete abrió levemente la boca y alzó las cejas en un gesto de sorpresa justo cuando su hijo más pequeño se lanzaba irreflexivamente a sus brazos desde el descansillo superior.

Eso era un claro ejemplo de lo que significaba tener confianza plena en alguien y lo demás, tonterías.

Los reflejos del androide no se hicieron de rogar y paró suavemente la caída de su pequeño con sus brazos de hierro.

—¡Silvan! ¿Qué haces despierto tan temprano?

—¡Pero si ya están todos despiertos! Prometiste que nos llevarías a ver los pingüinos si hoy salía el sol —dijo el niño, mirándole con escrutinio con aquellos mismos ojos de hielo herencia de Diecisiete—. Y ha salido, así que he avisado a mamá, a Auri y a Blake.

—Mmnh… —gruñó el cyborg, simplemente.

En efecto, había salido el sol, pero aquellas nubes irregulares que había visto a lo lejos no auguraban un día de calma. Miró a Silvan, los ojos del pequeño, exactamente iguales a los suyos propios brillaban de emoción, anticipándose a la respuesta de su padre

Aquel nivel al que había evolucionado el antiguo e impasible Diecisiete también le había llevado a reconocer y evitar aquellas reacciones que, previsiblemente, provocarían un conflicto en su familia, o un disgusto a alguno de sus miembros.

Diecisiete notó los dedos de Silvan tamborileando impacientes sobre sus hombros, esperando una respuesta de su parte, y tomó una decisión:

—Te llevaré —dijo. Ya pensaría más tarde en qué hacer si la tormenta los alcanzaba lejos del barco. Silvan dejó escapar un gritito—. Pero antes tienes que desayunar —añadió—, y también vestirte. Si vuelves a asomar la nariz ahí fuera en pijama te quedarás congelado igual que uno de esos témpanos de hielo.

—Ya lo sé, he mirado la temperatura, como me dijiste. Ya no voy a volver a salir sin hacerlo, lo prometo…

—Mmhh… —gruñó de nuevo Diecisiete—. Y ponte las botas —concluyó.

Le dejó resbalar hasta el suelo y le vio ascender corriendo el tramo de escaleras, descalzo y con el entusiasmo desbordándose en cada gesto y cada ademán que efectuaba.

Aquel iba a ser uno de los últimos días que iban a pasar en las congeladas aguas del mar del Sur, y su hijo más pequeño sentía pasión por cualquier tipo de ave. Y como sabía que aquel era el hábitat natural de los pingüinos llevaba días pidiéndole a Diecisiete que le llevara a verlos antes de abandonar las aguas australes.

¿Qué padre podía negarse a los ruegos y la actitud suplicante de su hijo?

Diecisiete obviamente le había dicho que sí, pero una helada ventisca había acompañado el avance del barco los últimos cuatro días y no habían podido ni asomarse a cubierta, de modo que su promesa había tenido que esperar. Pero la memoria de Silvan no fallaba.

El androide se adentró en las cocinas y las atravesó mientras los robots evitaban cruzarse con él, en una suerte de ritual respetuoso perfectamente calculado y programado. Algunos bips se sucedieron cuando sus ojos de hielo se cruzaron con los sensores de visión de los robots y, durante un breve instante, Diecisiete tuvo la sensación de que los robots se planteaban si aquel que se hallaba entre ellos era o no un igual. Pero su voz tronó sacándoles de dudas.

—A trabajar, inútiles...

En el comedor, el sonido de su hogar no tardó en llegar a sus oídos. Auri tarareaba una canción en un idioma inventado mientras bailoteaba por detrás de Ruby, que mordisqueaba una tostada con los ojos aún cerrados, sentada en un taburete alto frente a la barra americana. En la mesa, y sin tocar aún su propio desayuno, Blake tecleaba con ansiedad un mensaje en la pantalla de su smartphone.

—¡Papá! —gritó la niña y, al igual que había hecho su hermano pequeño, saltó a los brazos de Diecisiete y plantó un sonoro beso en su mejilla.

—¿Tú también quieres ir a ver pingüinos? —preguntó el androide.

—¡Expedición! —exclamó ella. Luego asintió con energía y sonrió feliz. Ruby graznó un "buenos días" y Blake continuó tecleando.

—Tú vienes seguro —afirmó Diecisiete, hablando con Ruby—, y tú… Blake, ¿vas a venir o te quedas aquí? —preguntó, casi exigiendo.

El muchacho continuó escribiendo a toda velocidad como si su padre no estuviera.

—Blake… ¿Vienes a ver los pingüinos o no?

Diecisiete entornó los ojos y musitó:

—¿Hay cobertura aquí?

—Desde hace una hora, más o menos —respondió Ruby. Auri regresó al suelo y corrió a servirse un vaso de jugo y Diecisiete fue al encuentro de su esposa medio dormida—. Tengo que llevarme la cámara y hacer anotaciones sobre la zona de nidificación. Me serán útiles en el Centro de Recuperación. A veces llegan pingüinos extraviados a las islas y es difícil replicarles un hábitat para que estén cómodos.

—Primero tendrás que abrir los ojos, "Bichóloga". Tal como estás ahora no verás ni tus propios pies. Aunque tengo curiosidad por ver cuántas veces eres capaz de morder el hielo hoy.

Ruby le miró de soslayo, ofendida. Tenía el cabello alborotado y algunas puntas se alzaban incontrolables hacia arriba. Él rió divertido, al ver su expresión y comprobar que por más que entrelazara sus dedos en las lisas hebras oscuras con intención de domarlas, estas regresaban a su posición como si tuvieran muelles.

Ridícula. Perfecta, a sus ojos.

Ella arrugó la nariz como defensa ante aquella risa de mofa y él atrapó sus labios en un beso entre mordisco y mordisco.

El bip bip de otro robot desplazándose por la estancia le hizo observarlo de reojo al separarse de ella. Aquel en concreto llevaba trabajando sin parar durante días. Al parecer, las bajas temperaturas prolongaban la duración de aquel tipo de batería que tenía. Pero Diecisiete no había notado diferencia alguna, su núcleo de energía infinita no se veía afectado por el frío o por el calor.

Abrió la boca para referirse a esto pero justo entonces su propio teléfono comenzó a sonar. Chasqueó la lengua, molesto, y extrajo el aparato del bolsillo de sus pantalones.

—Son los idiotas… —murmuró. Y por idiotas se refería a sus sustitutos, en la isla. Ruby se asomó a mirar la pantalla, intrigada.

—Contesta, podría ser importante.

Él nada dijo. No quería responder la llamada, había pedido aquel largo periodo de vacaciones para poder estar con su familia y entretanto el mundo podía irse a la porra. Pero se arriesgaba a que aquel atajo de imbéciles convirtiera en un desastre su retiro vacacional y también a no tener una isla en la que trabajar cuando regresara, así que pulsó el botón verde de la pantalla.

—Hola —masculló.

—¡Señor! —exclamó del otro lado de la línea una voz presa del nerviosismo—. Disculpe que le moleste, pero tenemos una emergencia.

Se oyeron varias voces alarmadas de los otros miembros de la patrulla de rangers que sustituían a Diecisiete cuando éste no estaba.

—¿Qué cojones está pasando ahí? —musitó él, y frunció el ceño.

Blake alzó las cejas y despegó la vista de la pantalla de su teléfono. Auri cesó en su bailoteo y Ruby les indicó por gestos que guardaran silencio. La figura de Diecisiete pareció alzarse aún más alta, envuelta en un halo amenazador.

¡Hemos avistado un barco de piratas, señor! Y parece que vienen armados… Desde aquí podemos ver que llevan bazookas.

—¿Dónde estáis?

Estamos en la zona de vigilancia.

—Bien —respondió Diecisiete, guardando calma total. La zona de vigilancia era el punto más elevado de la isla, aquel desde el cual podían avistarse las orillas de los cuatro puntos cardinales de la isla. Y además era donde él tenía su cuartel general, es decir, su casa—. Ve a la parte trasera de la casa y pulsa el botón que encontrarás por allí.

Entendido —respondió el ranger.

Diecisiete oyó ruido de pasos y voces. Miró a su alrededor. Ruby, Auri y Blake le miraban expectantes. Si la cosa se complicaba, Diecisiete no tendría más remedio que abandonar el barco y acudir volando a toda velocidad a la isla para tomar el control de la situación, todos lo sabían. El androide resopló y se frotó el rostro con gesto hastiado. Menos mal que había previsto una situación así.

Oyó el ruido de la conocida compuerta abriéndose mecánicamente y adivinó el sonido de pasos que descendían por la escalera que llevaba a su cobertizo subterráneo.

—¡Joder…! —oyó la voz de su subordinado, que contenía el aliento—. ¡Aquí hay un arsenal! Señor, ¿esto es legal?

Diecisiete bufó y rodó los ojos.

—¿Con quién te crees que hablas? Claro que no es legal… —admitió, tajante—. Pero legal o no es lo que os va a salvar el culo, y a mí las vacaciones.

Y cortó la llamada.

Dejó el teléfono sobre la barra americana, junto a un brick de leche con la cara de un niño impresa en un lateral, y robó el último trozo de tostada de mermelada del plato de Ruby.

—Deduzco que tienen problemitas… —dijo ésta, con la mirada en su plato ahora vacío. Él asintió, aún masticando—. Y… ¿el torneo lo ganaste usando tácticas ilegales también? —aventuró ella.

Él la miró de soslayo. Tragó el bocado y se limpió la comisura de los labios antes de encararla de pleno. La amenaza siempre latente en sus ojos de hielo la hizo esbozar una sonrisa. Acababa de tocar una tecla delicada.

—No —respondió él—. Ahí no era mi ley la que regía todo, sino la del enanito con bata —se encogió de hombros y se apoyó de espaldas en la barra americana—. Y a ese no podía engañarle.

—Oh, pero te conozco demasiado bien, muñequito de hojalata —murmuró ella, en un tono casi inaudible. Se bajó de aquel taburete y le encaró con los brazos en jarras—, ¿el Androide 17 sometido completamente a una ley que no es la suya? No me lo trago. Estoy segura de que no pudiste evitar usar tus propios métodos, y no hablo sólo de interrumpir transformaciones.

Ruby alzó una ceja y dió un par de golpecitos en el pecho de Diecisiete con el dedo en actitud retadora.

"Mejor que no lo sepas", pensó él. Su sacrificio frustrado era lo que tenía en mente en aquel instante. Esa parte del torneo se la saltó convenientemente durante la explicación que le dio a su familia. Sí, tal como Ruby había dicho, era su forma de proceder: irreflexiva en apariencia pero calculada a más no poder. Sólo que aquella vez, afortunadamente, el resultado no fue el que él había esperado.

—¡Sí papá, explícame otra vez cómo se te ocurrió fastidiar a las luchadoras del amor! —dijo Auri, asaltándole de repente—. ¡Y también como venciste al monstruo gigante, y al insecto! ¡Y cómo ganaste el torneo!

Auri, llena de energía, le miraba con ojos brillantes mientras daba grandes mordiscos a un trozo de pan.

Él observó la expresión de curiosidad de su rostro y sonrió de medio lado.

—¿Otra vez, Auri? —se lo había explicado al menos tres veces.

—Por favooor… ¡Quiero usar tu estilo en el dojo! —suplicó.

Él rió.

—Mi estilo te traerá problemas, Auri. Pero si insistes... te explicaré un par de cosas —acabó claudicando—. Imagina que no puedes notar el ki de los que te rodean y que te amenaza un enemigo de otro mundo, cuyas técnicas no puedes prever.

—Eso es fácil —dijo ella, encogiéndose de hombros—. No noto nunca el ki...

Diecisiete entornó los ojos y miró a Blake. El mayor de sus hijos no había despegado la vista de la pantalla de su teléfono ni siquiera para llevarse los cereales a la boca. Frunció el ceño y regresó su atención a Auri mientras su mente maquinaba.

—Piensa en ese enemigo, y piensa en que adopta una posición extraña. Te va a atacar, está preparando para hacerlo, y si te golpea lo hará con una fuerza que no conoces

Diecisiete hablaba en su tono de instructor, y sus pies le llevaban disimuladamente hasta la silla ocupada por Blake. Auri escuchaba con atención las palabras de su padre, sin notar nada raro pero Ruby volteó al detectar un deje sospechoso en la voz de su esposo. Alzó las cejas al verle desplazándose hacia su distraído hijo pero los ojos azul hielo la detuvieron de dar la alarma.

—Así que… —en décimas de segundo, alcanzó con un brazo a Blake, rodeó su pecho y lo arrancó de la silla. El grito de sorpresa del muchacho quedó interrumpido cuando se vio reducido en el suelo, bocabajo, con los dos brazos inmovilizados en su espalda y la rodilla de su padre aprisionándole contra el piso. Su teléfono había quedado en la mesa y Diecisiete le sujetaba ambas muñecas con una sola mano, sin esfuerzo alguno, y él no entendía qué diablos estaba pasando.

—¡Papá! —exclamó furioso, cuando recuperó el habla.

Auri aplaudió entusiasmada y Diecisiete alzó la mano libre con la palma hacia arriba.

—Recuerda que en un caso así, tú eres igual de impredecible para el enemigo, y esa es precisamente tu ventaja. Así que usa tu cerebro, sé rápida, haz lo que menos esperen cuando menos lo esperen, y no tengas piedad.

—Eso se llama "factor sorpresa", Diecisiete —dijo Ruby, con la vista clavada en el pobre Blake.

—No todo el mundo lo sabe usar —gruñó él.

—Supongo que no… —admitió Ruby, pensativa.

—¡Papá! ¡No mides tu fuerza! —se quejó el muchacho. No se revolvía, sabía perfectamente que no podría zafarse jamás del agarre de su padre.

—Y tú no mides el tiempo que pasas mirando esa jodida pantalla. Te he hecho la misma pregunta dos veces y no te has enterado.

—¡De acuerdo! ¡Perdón! —admitió Blake—. Pero es que hemos pasado cuatro días sin cobertura, papá. Tenía que ponerla al día, tenía que decirle que estoy bien.

—Para eso no necesitas toda la mañana —masculló el androide. Se levantó del suelo y liberó a su hijo. Blake quedó sentado en el piso frotándose las muñecas—. Pingüinos —repitió Diecisiete—. ¿Vienes a verlos o te quedas aquí tecleando?

—¡Voy, voy! —cedió él. Bien sabía él que aquella pregunta sólo esperaba una respuesta afirmativa.

Y entonces, sin previo aviso, la silla que había estado ocupada por Blake voló por la cocina y se estrelló contra la espalda de Diecisiete, y los brazos de Auri rodearon su cuello, al tiempo que sus piernas hacían presa en su estómago.

—¡Factor sorpresa!

La niña trataba de hacerle una llave por la espalda. Pero a pesar de haber disimulado bien, Diecisiete había vislumbrado por el rabillo del ojo cada uno de sus gestos mientras hablaba con Blake. Incluso en los momentos de calma tenía controlados siempre todos sus flancos, no podía evitarlo, era algo innato en él; sus sentidos siempre estaban al acecho. Y Diecisiete había visto perfectamente cuándo había alzado su hija la silla con intención de partirsela en la espalda: aprovechando un momento de aparente descuido.

Aprendía deprisa, estaba orgulloso de ella.

Divertido, se dejó caer al suelo de bruces y permitió que la niña le bloqueara en aquella preciosa e inservible llave. Ella rió a más no poder, sentada sobre su espalda, y alzó la mano derecha mostrando la "V" de victoria.

—¡He vencido al Androide 17!

—Puedes estar orgullosa Auri, eres la primera persona que lo logra… —murmuró él, sonriendo.

—La segunda… —completó Ruby.

—El saltamontes no cuenta como persona… —masculló Diecisiete, y ella le sacó la lengua.

—¡Papá, ya estoy vestido! ¡Ya podemos irnos!

Silvan apareció en la cocina ataviado con las ropas más gruesas que poseía, gorro, capucha, guantes, bufanda y gafas antiventisca. Su voz emergía de dentro de aquel grueso anorak y les llegaba lejana.

Ruby rió y se apresuró a despojarle de la mitad de las prendas.

—Esta vez lo has hecho bien, mi amor. Pero con todo eso no podrás comer nada.

—¡Pingüinos, mamá! —exclamó él, nervioso.

...

Todos tuvieron que vestirse con ropa para clima polar para poder visitar aquel desierto de hielo con temperaturas de -38ºC, y después de que Diecisiete localizara desde el helicóptero la zona de nidificación, aterrizaron en un lugar apartado y caminaron un poco para acercarse a los animales. Pero una vez allí hasta Blake se entusiasmó. Uno no observa cada día a unos animales así en su propio hábitat. Ruby hizo fotos y tomó notas de voz, Silvan pretendió hacer un dibujo, pero con aquellos guantes era difícil sostener el lápiz, y Blake y Auri se sentaron a mirarlos tranquilamente, sin riñas ni teléfonos por el medio.

Diecisiete, en pie sobre un gran bloque de hielo desde donde observaba toda la escena, miraba su familia. Había conseguido pasar con ellos aquellas semanas de vacaciones y, aunque pronto llegarían a su fin, sentía que por una vez en su vida había cumplido plenamente como padre y esposo.

Poco imaginaban ellos, e incluso él mismo, que la locura que Ruby le pidió aquella noche, por mensajería, se haría realidad y que podrían viajar alrededor del mundo en aquel enorme barco que había ansiado tener desde que vio las fotos publicadas en una revista. Pero ahora que había entendido los entresijos de su funcionamiento, Diecisiete llegaba a la conclusión de que poseer algo así era demasiado complicado. No era sólo tenerlo, el mantenimiento era inasumible económicamente incluso para el desorbitado sueldo que recibía como único ranger de la Isla Russet.

La cazadora de color claro que vestía, nada adecuada para aquel clima extremadamente frío, se agitó con el viento al igual que sus cabellos y él los colocó tras sus orejas.

Pero no importaba si el barco era de su propiedad o no, no importaba darse o no un capricho así; lo que de verdad importaba era ese instante tan especial en que se hallaba con sus niños y su esposa mirando los inofensivos y torpes pingüinos, al igual que el resto de aventuras que habían vivido en aquel largo viaje de casi un mes alrededor del mundo, que casi había llegado a su fin.

Ni todo el dinero del mundo podía pagar lo que en aquel momento el corazón de Diecisiete sentía. Y el broche de oro llegó cuando Ruby se giró hacia él y apartó la tela del anorak que cubría su rostro para articular un "te quiero" silencioso que él pudo perfectamente leer de sus labios aún medio ocultos.

Sus ojos del mismo color que el hielo perpetuo se entornaron en una amplia sonrisa.

...

—Eso son bazookas de calibre 60. Ya los han usado otras veces… No, no os harán falta… No, yo estaré en mi casa en tres días pero no volveré a Russet hasta dentro de una semana, tendréis que resistir vosotros solos… … Pues pide máscaras antigás y si vuelven los gaseáis, o les lanzáis una bomba de napalm con un mortero directamente al barco. ¡Yo qué sé! Usa la imaginación…

Ruby escuchaba desde el baño las bestialidades que Diecisiete decía por teléfono en tono tranquilo. Después de doce años compartiendo la vida con él aún podía llegar a sorprenderla su falta total de escrúpulos cuando de mantener a raya a los furtivos se trataba.

Pero eran sus métodos y aquella era su isla, y no había absolutamente nadie en el mundo que pudiera proteger de forma más eficiente e implacable aquellos valiosos seres. Su falta de escrúpulos aseguraba la supervivencia de los animales. Y eso le había otorgado la mala suerte de convertirse en una celebridad en el mercado negro. "El Vigilante", el ranger invencible estaba en el puesto número 1 de los más odiados entre los criminales, incluso había oído decir que ofrecían una recompensa por su cabeza. Qué ilusos…

Hablaba de bombas como si fuera un asunto normal de oficina y aunque Ruby estaba acostumbrada al trabajo de Diecisiete, en ocasiones las conversaciones que oía eran tan crudas y tan sorprendentemente faltas de cualquier tipo de emoción que la zoóloga tenía la impresión de estar ante el mismo Diecisiete antisocial que encontró en el Royal Nature Park.

Pero luego esas conversaciones terminaban y el hombre bueno y atento con su familia que se escondía tras los ojos de hielo, sonreía a Ruby y disipaba las malas sensaciones de su cuerpo, sustituyéndolas por calidez.

Como en aquel momento.

Había terminado la llamada y la observaba terminar su rutina de cuidado facial apoyado despreocupadamente en el dintel de la puerta, y Ruby percibió su reflejo más sexy de lo normal.

Despues de tantos años con él, Diecisiete aún tenía el don de dejarla sin palabras y sin capacidad de apartar la vista de sus facciones. Se sentía absorbida irremediablemente por aquellos preciosos ojos inexpresivos.

—No creo que Silvan vaya a poder dormir esta noche —dijo ella, tratando de distraerse a sí misma de la sensación de montaña rusa que sentía en el estómago—. Apuesto lo que sea que ahora mismo está pintando más pingüinos. Le ha encantado, Diecisiete. A los tres.

—¿Y a ti? —preguntó él. Su voz sonó grave en aquel pequeño espacio.

Ella le sonrió a través del espejo y asintió.

—¡Claro que sí! Muchas gracias por llevarnos.

Sonrió y cerró el tarro de crema, y luego sacó un diminuto tubito de su neceser y comenzó a aplicar una pequeña cantidad de su contenido alrededor de los ojos.

—Con todos esos mejunjes encima me recuerdas a la tostada del desayuno —dijo él, cambiando de tema de forma radical. Ruby rodó los ojos, el androide era especialista en cargarse las atmósferas íntimas.

—¿Porque estoy pegajosa?

Él esbozó una sonrisa de medio lado mientras se acercaba a ella.

—No. Porque me lo voy a acabar comiendo, Ruby…

Sí, especialista en cargárselas y en recuperarlas instantáneamente. Y su voz fue un susurro grave contra el oído de su mujer. Rodeó su cintura con un brazo mientras con la otra mano le arrebataba el tubo y lo dejaba sobre una repisa.

En el reflejo de ambos, aguamarina contra chocolate y el silencio imperando entre ellos.

Ahora la longitud del cabello de Ruby era tal que Diecisiete no necesitaba usar las manos para apartarlo a un lado, y mordisqueó su cuello en actitud demandante, los ojos sin abandonar los de ella y su respiración contra la piel erizada. Las palabras que Ruby pretendía pronunciar a continuación murieron en su garganta y sus ojos se cerraron, perdiendo en aquella contienda de miradas.

—¿Lo ves? En el cuello ya no tienes nada... —jadeó él.

Ella chasqueó la lengua y no pudo evitar una risita.

—No me gusta nada la idea de envejecer y que tú te mantengas siempre joven, Diecisiete. No es justo. Más te vale no seguir comiéndote mis mejunjes —hizo un puchero, se recostó contra su pecho y besó su mejilla.

Él alzó una ceja, sin entender, y ella rodó los ojos y señaló un punto en concreto junto a sus ojos.

—Aquí, están llenos de arrugas...

Diecisiete fijó su atención allí, y ni con su implacable visión fue capaz de vislumbrar lo que ella aseguraba que existía.

—Ahí no hay nada, Ruby —dijo, tajante.

Él no mentía, nunca lo había hecho. Pero Ruby había sido testigo de la evolución del androide a ser humano y por eso sabía que Diecisiete también había aprendido a disfrazar su verdadera opinión y su actitud para hacer felices a los que le rodeaban o para no herirlos. Igual que había hecho con Auri esa mañana al arrojarse al suelo y hacerse el vencido.

Igual que creía que ahora hacía mientras la miraba con la intensidad del azul claro.

Por más que se cuidara Ruby jamás podría volver atrás para recuperar la lozanía, pero el resplandor de puro amor silencioso que veía en la mirada de él era capaz de hacerle olvidar cualquier frustración.

A ojos de Diecisiete, Ruby siempre sería su Ruby.


..::::..

Nota de la autora:

¡Hola a todos!

Regresé por aquí tras un año desde que terminé "Diecisiete". La verdad es que llevo escribiendo esta secuela desde diciembre del año pasado, y la cosa se ha alargado más de lo previsto. Mi intención es publicar un capítulo semanal, ¡veremos si lo consigo!

Aviso que esto no va a ser tan largo como "Diecisiete", no creo que se extienda más de 15 capítulos pero espero que sean entretenidos.

Como aclaración o cosa a comentar sólo se me ocurre lo del día perpetuo en el polo sur: el sol no se pone durante casi 190 días en las zonas más cercanas a los dos polos. A esto se le llama "sol de medianoche".

¡Gracias por leer!


Dragon Ball © Akira Toriyama