Disclaimer:Hetalia y sus personajes no me pertenecen, son de Hidekaz Himaruya.
Advertencias: Universo Alterno (uso de nombres humanos), Segunda Guerra Mundial, descripciones gráficas de violencia.
UN MANTO AZUL
I
La alarma de la ciudad sonó por primera vez luego de ser instalada apenas había comenzado la Gran Guerra. Ahora su sistema había sido mejorado notablemente habiendo entrado Europa en una segunda crisis política, y su estridente ruido alarmó a toda la población, desde los miembros del Senado y el Primer Ministro hasta el último campesino, con mayor eficacia que hacía veinte años antes. El terror se difundió como la peste, haciendo que hasta el más demente de Londres dejara sus delirios y volviera a la realidad de golpe.
Hace dos días que hay silencio por todas partes mientras está lloviendo quedamente. Es como si Londres hubiera vuelto al Medievo, aplastada por el miedo y la ignorancia, y donde nadie se atreve a hablar sobre aquellos temas tabú, como si hacerlo fuera un mal presagio. Es apenas una llovizna que nubla los cielos por completo y sumerge a la ciudad en una apacible tranquilidad, la esconde de las armas y la desesperación, pero no de la especulación; el país pareciera estar ajeno por fuera a la guerra que se libra en el continente, hasta que la alarma sonó, un 7 de septiembre de 1940.
El primer blanco fue la industria procesadora de hierro en la que Agnus Kirkland trabajaba como inspector de seguridad, y donde su esposa, Eleanor Kirkland, se desempeñaba como contadora. La población civil había escuchado que la guerra había mutado; si antes eran las Trincheras, ahora el método era la Guerra Relámpago: arrasar rápidamente, quemar los campos y retirarse como una sombra mientras los centros industriales y civiles se consumían en llamas hasta precipitarse violentamente a un silencio que no daba indicios alentadores. Y mientras la guerra acababa con la vida de varones obreros que pasaban a ser soldados cuando Francia cayó y luego de que Alemania le declarara la guerra al Reino Unido, debieron ser las mujeres quienes tomaran aquellos lugares, y como muchas de ellas, Eleanor se sumó. Después habló con sus hijos Scott y Arthur enfrente de Agnus, quien aceptó la decisión.
Pero Eleanor y Agnus jamás pensaron que una semana después la Heinkel He 111 sobrevolaría Londres y bombardearía esos blancos civiles y objetivos industriales que se venían oyendo, porque la consigna era que había que destruir al enemigo desde adentro. "Destruye al Estado y no tendrás que enfrentar al Ejército". Pero qué podrían entender dos niños sobre esas cosas, que las veían tan lejanas e imposibles de que los alcanzaran aún. En la tarde de ese día jueves, Scott y Arthur miraban impacientes el reloj, una pequeña réplica del Big Ben. Comenzaba a hacerse de noche, y la oscuridad invadió la casa también porque no hay luz eléctrica ni alguna forma de comunicarse, sólo queda la llama de la chimenea y la poca luz roja que podía ofrecer. Arthur miró a su hermano mayor con preocupación, apretando entre sus brazos el conejo blanco de peluche que su madre le había regalado en su último cumpleaños.
—El turno de trabajo de mamá y papá terminaba a las 5…—Dice, con el corazón apunto de saltarle del pecho.
—Ya llegarán, tonto…—Le responde Scott, queriendo sonar fuerte y decidido, pero sus diez años no le permitieron a su voz imponerse de esa manera frente a su hermano menor.
Tampoco se lo permitió su miedo, ni la presión que sintió en el pecho al percatarse que Arthur no le contestó como solía hacerlo; impertinente.
Arthur comienza a temblar. Está muy preocupado, quiere salir a buscar a su mamá y a su papá, traerlos de vuelta, mostrarle a Scott que fue capaz de encontrarlos y que todo lo de las alarmas y las explosiones que revientan los vidrios de las ventanas fue un susto, una broma mal gastada. Una broma en la que la Alemania Nazi despilfarró dinero a sus anchas y sin responsabilidades. Pero no. Sus piernecitas apenas responden, y al cerrar sus ojos, solloza contra su peluche.
Scott lo mira y no puede evitar preocuparse por su hermano. Porque si bien a veces parecía odiarlo, era increíblemente sobreprotector.
Se le acerca, toma su muñeca y lo arrastra suavemente consigo hasta quedar frente a la chimenea.
—Sé que tienes frío. Acá estarás bien.
Arthur mira el fuego de la chimenea, que ya son sólo brasas, y se arrodilla sobre la alfombra. No suelta su peluche jamás.
—Iré a buscar leña—Dice Scott saliendo por la puerta de la cocina hacia el patio trasero. Cuando vuelve, acomoda en las brasas tres trozos de madera como puede. La llama no tarda en aparecer otra vez.
Ahora, el reloj de la pared de la sala suena fuertemente al marcar las diez de la noche.
Arthur solloza contra su juguete. Scott lo mira y dos lágrimas rebeldes resbalan por ambos costados de su nariz, que Arthur jamás vio por la oscuridad y porque el travieso pelirrojo intenta esconder a como dé lugar.
Mamá y papá no volverán.
Tres días después, la alarma sonó por segunda vez. Arthur y Scott dormían juntos en la habitación principal de la casa, porque Arthur se rehusó a irse de allí después de que Eleanor y Agnus no volvieron. El primero en despertar fue Scott. Abrió de golpe sus ojos. Las ventanas reventaron y los vidrios se dispararon como feroces proyectiles. Afortunadamente ninguno llegó a él, pero no por eso pensó en que su suerte se mantendría por más tiempo, así que despertó a Arthur zarandeándolo fuertemente y llamándolo por su nombre. El pequeñito sintió pánico otra vez y se abrazó a su hermano mayor. Scott lo tomó en brazos como le fue posible y bajó con él al comedor, quedándose ambos debajo de la mesa.
Los bombardeos sonaban igual que las turbinas. Fueron más de diez. El motor de los aviones sobrevolaba sus cabezas y los gritos de dolor estremecían la tierra. Scott abrazó a Arthur y le ordenó que se tapara los oídos y que cerrara los ojos. El más pequeño obedeció sin chistar, escondiendo su rostro en el pecho de su hermano. Scott lo escuchaba gimotear.
Una bomba cayó más cerca, probablemente a un par de metros apenas. Estalló al instante. Todo iba a derrumbarse y la propia estructura los iba a aplastar.
—Arthur, tenemos que salir de aquí—Y aunque estaba convencidísimo de ello, no podía moverse.
Su hermano menor lo miró hacia arriba. Como si hubiera tomado valor hasta ahora desconocido pero que siempre mantuvo escondido, se alejó de él y corrió hacia la habitación de sus padres. Scott se desesperó. Lo llamó incontables veces, pero Arthur no volvía.
La casa estaba cayéndose a pedazos, era menester salir en ese instante. Pero Arthur no podría salir solo. Scott tenía que salir con él, de lo contrario su hermano moriría.
Pero no fue capaz. Lo único a lo que su cuerpo atinó fue a correr hacia la puerta principal y cubrirse la cara con el antebrazo. Seguía llamando a su hermano desde la calle, mientras todos corrían hacia alguna parte, lejos de allí, aunque no tuviera sentido porque los aviones de guerra eran mucho más veloces que los pies de un montón de civiles entorpecidos por el terror.
Scott pensó en volver dentro de la casa, pero no fue capaz de moverse.
—¡ARTHUR! —Gritó con todas sus fuerzas, hasta que la casa terminó por derrumbarse.
Lloró como un poseso. Una nube de polvo se levantó, cegándolo.
No pudo hacer otra cosa más que intentar ahogar un grito.
Entonces, un niño de cinco años apareció detrás de la casa derrumbada, por el patio trasero. Tenía en sus brazos un peluche de conejo blanco, cuyo pelaje sintético era cada día más gris.
—Scott…—Susurró, acercándose a su hermano casi con vergüenza. Tenía las rodillas con rasguños y el pelo atestado de polvo.
El muchachito pelirrojo levantó la mirada. Se abalanzó sobre su hermano rápidamente, haciendo que Arthur hiciera el ademán de protegerse.
Pero quedó en eso solamente. Scott lo abrazó, y eso, Arthur no lo quería evitar.
Recordó que hace un año o un poco más tal vez, papá le había dicho a mamá que si cualquier cosa les ocurriese, su hermana, Alice, se encargaría de los niños. Scott intentó rememorar el número telefónico de su tía, pero inmediatamente desistió, pues aún no había comunicación hacia Liverpool. La única forma sería ir hasta su casa.
Arthur lo miró y asintió. No quedaban más opciones. Tenía a su hermano y a su conejo, no tenía nada que temer.
Así, tomaron el primer tren que se dirigiera hasta allí. No recordaba el número, pero sí cómo llegar desde la estación.
De pie frente a la gran casa estilo victoriana de las afueras de la ciudad, Scott apretó la mano de Arthur, queriendo advertirle dos cosas: que ni siquiera se le ocurriera huir, y que estuviera tranquilo para comportarse adecuadamente. Arthur se quejó un poco, y estando a punto de replicar, su tía abrió la puerta.
Scott la recordaba más rubia; ahora su cabello era casi blanco por la edad. Tía Alice era la mayor de cuatro hermanos, o eso le había contado papá una vez. Ella, al verlos, los abrazó feliz de verlos bien y los hizo pasar inmediatamente. Les sirvió una taza de leche caliente a cada uno y panecillos dulces. Los niños comieron en silencio, la mujer no se atrevía a preguntarles nada. Recordó que cuando recibió la noticia del bombardeo a la fábrica procesadora de hierro se echó a llorar de tal forma que su esposo llegó a socorrerla desde la habitación principal.
Lo único que pudo decirles a sus sobrinos fue una sola cosa:
—Siento mucho no haberme comunicado con ustedes antes.
Ellos la miraron, pero no había reproche. Tampoco respondieron, sabían que no era culpa de tía Alice. Ahora estaban allí, seguros, y eso era lo único importante. Nada les iba a suceder.
Tía Alice les dijo que fueran a bañarse y mientras tanto ella lavaría y secaría sus ropas. No pudo hacer mucho más por las prendas, así que le dijo a su esposo que pronto les llevara a comprar ropa nueva a los niños.
—Cualquier cosa les servirá más que esto. Está muy viejo.
Él asintió.
En la tina, que era bastante amplia para los dos, Arthur intentaba jugar con un barco de hule que encontró. Cosa extraña, porque tía Alice no tenía hijos. Scott intentaba pasarle el paño por el cuello y las orejas, aunque el más pequeño se encogiera de hombros para evitarlo.
Esta era su obligación, o eso creía Scott. Desde muy niños, mamá les dijo que nadie podía tocar sus cuerpos, ni siquiera una tía o abuela ni mucho menos un desconocido. Así que asumió que debía ser él la persona indicada en bañar a Arthur. Luego, rápidamente, se limpió él. Salieron de la tina cuando el agua ya estaba enfriándose. Tomaron una toalla cada uno y cuando llegaron a la habitación, encontraron sus ropas limpias sobre la cama, ordenadas en pila, y dos camisones, uno ligeramente más grande que otro. Scott y Arthur se miraron extrañados. No iban a ponerse eso.
Pero tía Alice terminó por convencerlos. Arthur se rio descaradamente de Scott.
—¡Pareces una niña!
—¡Tú también!
Ella sonrió.
—Mañana, tío Francis irá a comprarles ropa nueva—Informó.
—Gracias, tía—Dijeron los dos.
Ella luego abrió la cama grande en la que dormirían y les dijo que se acostaran. Ellos entraron inmediatamente. Por fin, luego de varios días durmiendo en los bancos de estaciones de tren, podrían dormir en una cama limpia, bajo un techo y con adultos que se preocuparan por ellos. Tía Alice se retiró de la habitación, no les dio un beso en la frente a cada uno como lo hacía Eleanor, pero los niños sintieron su cariño de todas formas. Ella apagó la luz y cerró la puerta.
Cuando dieron las tres de la mañana, todas las luces de la casa estaban apagadas. La única luz que le llegaba a la cara era la de la ventana. Scott miró hacia afuera, miró a su hermano, que si bien dormía, tenía el cuerpo agitado. Scott se acercó a él y miró su rostro, Arthur estaba llorando en silencio. Era un llanto quedo, como si se censurara a sí mismo. Scott, conmovido (aunque avergonzado), se apegó a él y lo abrazó.
Arthur dejó de llorar casi al instante.
Al otro día en la mañana, Scott salió al patio a acompañar a su tío Francis que regaba las flores. Le pareció bastante cursi, pero no había nada más que hacer después de haber desayunado, tendido la cama y lavarse los dientes. Arthur era más lento para comer así que decidió ir a distraerse por ahí. Tía Alice no tenía mascotas, ni hijos así que casi todo lo aburría.
Francis podaba las rosas del antejardín. Scott se le acercó por detrás y poco a poco caminó hacia el costado.
—¿Puedo ayudar? —Preguntó sin ninguna intención de querer hacerlo realmente, pero estaba tan aburrido que sentía que si no había algo ahí y en ese momento, se moriría.
Francis lo miró, sonriéndole.
—Si quieres, puedes traerme los maceteritos de allá—Le indicó el invernadero. Scott fue y los trajo.
Francis se dispuso a arrancar despacio las plantitas pequeñas de las otras flores para trasplantarlas a su macetero individual. En vista de que Scott seguía con cara de aburrido, le preguntó:
—¿Quieres hacerlo tú?
Scott asintió entusiasmado. Con cuidado de no clavarse los dedos con las espinas, Francis le enseñaba cómo posicionar la planta en el macetero, qué tierra debía ir primero y cuál después. Le enseñó luego cómo regarla y le decía cuánta agua necesitaba cada planta según la especie.
Se estaba entreteniendo más de lo esperado en eso cuando Alice se asomó por la ventana y le informó a Francis que Arthur ya había terminado de desayunar y lavarse los dientes, así que ya podía llevarlos a comprar ropa nueva.
Francis acomodó sus instrumentos de podar.
—Voy, querida. ¿No irás tú?
Alice negó con la cabeza y le hizo un gesto con la mano a su esposo para que se le acercara—. Tengo que terminar de acomodar la casa, Francis. Ahora que los niños están aquí, son necesarios algunos cambios—. Él lo encontró sensato. Alice se dispuso a dirigirse dentro de la casa pero se volvió rápidamente hacia su esposo—¡Ah! Y nada de ropa muy escandalosa.
Francis frunció la boca por el comentario.
Sacó el Chevrolet Coupe de la cochera y fue con los niños a una tienda de ropa que ya conocía muy bien.
Al entrar, Francis saludó a la señora, a la que también conocía y le dijo que necesitaba prendas varias para ellos. Ella los miró acomodando sus lentes para aproximar sus tallas y retiró de los estantes las camisetas, calcetines, pantalones, chalecos y varios zapatos. Scott y Arthur comenzaban a aburrirse, pero tío Francis parecía muy entusiasmado husmeando.
—Jane, mon Dieu, ¿No tienes algo más alegre? —Le susurró Francis a la señora, con gesto disgustado por lo aburrido de las prendas.
—¡Tía Alice dijo que nada escandaloso! —Replicó Arthur al escuchar eso. Realmente la ropa que la señora le mostró le gustaba.
Francis, jugando, se volteó hacia ellos con las manos en las caderas—¡Pero qué mal gusto tienen ustedes los británicos!
Los niños se probaron diferentes cosas. Francis buscó la opción de ropas que sirvieran para todas las estaciones (aunque el clima del Reino Unido no variaba mucho), así que una vez elegido, pagó mientras le agradecía a Jane su buena atención. Ella rio, y le dijo a Francis que esperaba verlo de nuevo por su tienda.
Arthur y Scott se fueron con dos camisetas, dos pantalones, un par de zapatos nuevos y un chaleco para cada uno. Ya habría tiempo para comprarles más. Cuando llegaron a casa, Scott saludó a Alice y le agradeció. Arthur le mostraba entusiasmado su ropa nueva a su tía. Francis parecía conmoverse cada día más con los niños. Alice lo notó, y frunció el ceño, preocupada.
Alice preparaba la cena. Francis debía estar por volver de la oficina y seguro llegaría con hambre. Era una suerte que su marido haya sido francés y con tanto talento para la cocina, de lo contrario, ella hubiera continuado siendo un desastre, tal como lo era cuando era soltera y debía cuidar a sus hermanos pequeños luego de que su madre muriera tan joven. Cuando Francis llegó, no besó su mejilla a modo de saludo; la miró preocupado desde la sala de estar y le dijo con tono sombrío:
—Prende la radio, querida.
Lo que siguió fue la noticia de un nuevo bombardeo a Londres y el primer bombardeo a Birmingham. Alice se tapó la boca por el espanto. Pensó en los cuerpos de su hermano y su cuñada, lamentándose por no poder darles una sepultura digna. De seguro estaban en una fosa común o algo peor. Quizá ni siquiera los han encontrado aún.
Francis la abrazó. Enredó sus dedos en las hebras largas de Alice y acarició su nuca. Pese a que la radio estaba a un volumen bajo para que los niños no escucharan, un ruidito proveniente de la escalera llamó su atención.
Francis y Alice fueron hasta allí. Era Arthur.
—Lo siento, pequeño…—Le dijo Francis.
Scott apareció detrás de él, luego. A pesar de percibir una frialdad extraña y un aroma muy sutil a vino, los adultos los abrazaron sentidamente, como quien cuenta los minutos antes de morir.
Arthur no se detuvo a pensar en eso. Scott sí, y le aterró.
Luego de cenar, Scott y Arthur fueron a bañarse, lavarse los dientes y ponerse su pijama nuevo que Francis les había traído. A Arthur, uno de dinosaurios. A Scott, uno del monstruo del lago Ness que encontró casi por casualidad. Una vez solos, los adultos se miraron. Dejaron caer la sonrisa inestable y que tan pesada se les hacía a esas alturas para mostrar lo único que sentían esos últimos días: preocupación. Una profunda y aterradora.
Alice y Francis sabían que la situación era crítica. Los bombardeos no cesaban y los víveres se hacían cada vez más escasos. Sentados a la mesa, tomaron sus manos y Francis, evitando por todos los medios llorar, habló con su esposa.
—En el periódico dijeron que están evacuando a los niños a Edimburgo.
Ella desvió la mirada hacia las manos de su esposo. Cerró los ojos en un parpadeo que a Francis se le hizo eterno y doloroso.
—Francis, escúchame—Dijo ella con toda la calma que fue capaz de juntar en su inquieto corazón—. Apenas llegue la orden, Scott y Arthur se irán en ese tren.
—¿Quieres abandonar a tus sobrinos? —Le reprochó. Sus ojos azules, seductores siempre, se tornaron demandantes de pronto. Alice frunció el ceño.
—Claro que no. Adoro a esos niños tanto como tú. Te consta—y se le quiebra la voz, porque nadie está seguro en el Reino Unido ni en ninguna parte de Europa mientras Alemania aseche todo a su alrededor—. El problema aquí, Francis, es que cualquier día bombardearán Liverpool también y ahí sí que no podremos hacer nada por ellos.
—Estamos a varios kilómetros de la ciudad. No llegarán aquí.
—Lo mismo pensé yo del lugar en donde vivía Agnus y Eleanor, y mira lo que les sucedió. Es un milagro que esos chicos estén vivos.
Francis contrajo su rostro en una mueca de dolor.
—Vámonos con ellos—Concluyó, sin ninguna lógica.
—Querido…—Alice, ante la disparatada idea de su esposo, apretó su mano, frunció sus labios y trató de hacerlo entrar en razón—No podemos. Estamos haciendo todo cuanto se nos es posible por ellos. Estarán seguros allí, son fuertes. Más fuertes de lo que crees.
Francis dejó caer su mirada azul. Los mechones rubios, con unas cuantas canas entremedio, resbalaron tristemente. Alice tenía razón. Los niños debían irse, y mientras más pronto, mejor.
Scott había adquirido la costumbre, luego de desempeñarse como ayudante de jardinería de su tío Francis, de ayudar también a su tía Alice en algunos quehaceres cotidianos. Ayudaba a lavar la loza y guardarla en la alacena, tender su cama luego de que se levantaba en las mañanas, y en los últimos días se ofrecía para ir al mercado a buscar pan fresco, frutas y verduras. Iba en bicicleta, una que tenía guardada Francis en la cochera y de la que nunca pudo deshacerse. Menos mal, pensó Scott, pues de lo contrario el mayor de los niños Kirkland no hubiera podido encontrar alguna forma de pura entretención.
Sin embargo, el breve entusiasmo con el que Scott regresaba a casa se vio esfumado en un instante. Uno que recordaba muy bien, que conocía a fondo y que horribles cosas le hacía recordar. El sonido de la alarma, el mismo del de Londres, sonaba ahora en Liverpool. Los aviones alemanes sobrevolaban otra vez su vida tranquila y sus moribundas esperanzas de sobrevivir y empezar de nuevo.
Pedaleó lo más rápido que pudo hasta casa. El camino de adoquines jamás se le había hecho tan largo como en ese momento. Una, dos, tres explosiones detrás de él. Una, dos explosiones delante. Una nube de polvo se levantó, un viento fuertísimo lo hace caer de la bicicleta y olvidarse de la bolsa de pan que tía Alice le había pedido traer. Cerró los ojos y se cubrió la cara evitando llorar. No podía llorar. Lo que debía hacer era ir rápidamente a casa y ver con sus propios ojos de que todo estaba bien, que nada les iba a pasar a tía Alice, tío Francis ni a Arthur.
Se levantó del suelo y tomó otra vez su bicicleta, pedaleando lo más rápido que pudo. Cuando llegó, se encontró con la mitad de la casa hecha escombros. Aún la estructura podía sostenerse, pero no por mucho tiempo más así que debía actuar rápido.
Corrió hasta dentro llamando a su tía, a su tío Francis, pero ninguno respondió. Al acercarse a la cocina, tía Alice estaba en el suelo, con su cabello largo empapado de sangre, igual que su vestido azul y su delantal blanco. Sus anteojos estaban rotos, su rostro fino y femenino estaba petrificado para siempre en el horror. Francis estaba junto a ella, tenían sus manos unidas. El pecho del hombre perforado por una viga.
Scott tragó saliva como pudo, intentando hacer bajar el nudo que se le formó en la garganta y las ganas de vomitar por la impresión y la angustia. La estructura se derrumbaba de apoco, igual que la poca belleza que le iba quedando al mundo.
—¡Arthur! —Lo llamó, como hacía meses lo había hecho, cuando fue su casa la que se derrumbaba. Mientras lo buscaba, escuchó un pequeño llanto venido de la sala, un rincón en el que estaba a punto de caer uno de los muebles más grandes y pesados de la casa.
Caminó hasta allí. Arthur estaba sentado en el piso, con el mueble casi encima de él. Abrazaba sus rodillas como si fuera lo único a lo que pudiera aferrarse. Ya no estaba mamá, papá, ni tía Alice ni tío Francis. No les quedaba nada.
Arthur lo miró hacia arriba y estalló en un llanto agudo. Scott tomó su mano, y tratando de no conmoverse demasiado, de no estrujarse más los sesos con semejante escenario, sacó a su hermano de la casa y lo abrazó.
Permaneció así con él durante varios minutos, por lo menos hasta que los bombardeos dejaron de escucharse y los aviones alemanes se alejaban hacia el sur. No se dio cuenta de cuándo fue que Arthur había dejado de llorar.
Scott volvió a la casa rápidamente a buscar el peluche de su hermano, toda la ropa que fue capaz de sacar, la comida de la cocina evitando mirar los cuerpos de sus tíos y una manta azul de franela. Les haría falta en las noches de frío y abandono, que se aproximaban como un monstruo silencioso, listo para engullirlos en la permanente oscuridad.
...
Nota de la autora:
¡Hola de nuevo!
Este fic lo tenía escrito hace harto tiempo ya y ahora recién viene a ver la luz. La idea se me ocurrió cuando vi una imagen en Tumblr (si no me equivoco) de que cuando Inglaterra era pequeño y lloraba, el único que lo lograba calmar era su hermano mayor Escocia, y la idea me encantó. Así que he aquí.
Este fic será un two-shot, así que la siguiente entrega será la última también. Evidentemente, no habrá ScotEng como pareja.
Como dato histórico, los bombardeos alemanes al Reino Unido fue una operación llamada Blitz, y fueron entre 1940 y 1941. Londres, Liverpool, Birminghan y otras ciudades inglesas sufrieron atacadas. Heinkel He 111 es el modelo de avión alemán utilizado en los bombardeos. Sin embargo, lo de la evacuación a Edimburgo me lo inventé, eso sí.
¡Gracias por leer!
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