Tras el rostro de Mors, Arianne observa a Jon Nieve. El Lord Comandante es varios años más joven que Arianne y no parece haber aprendido sobre diplomacia ni una vez en su vida.
Es muy diferente a cómo gobierna el padre de Arianne, porque Jon Nieve es tan egoísta como arrogante. Cada decisión disgusta más a los miembros de la Guardia (Mors no es uno de ellos todavía) a pesar de que la mirada del autoproclamado Rey Stannis se mira orgullosa, como si fuera un padre asegurándole a su hijo que lo que hace está bien.
«No estés celosa, Arianne. Tuviste madre y padre, y el Lord Comandante sólo tuvo la mitad de uno de ellos.»
La compasión que siente por el joven Nieve no le permite cegarse a las intrigas que se cuecen alrededor de él. Ha escuchado muchos rumores distintos sobre el hombre, y Daemon le ha contado algunos más que ha escuchado de los labios de Seda mientras los dos juegan a conocerse.
— Dicen que es un traidor. Que se acostó con una salvaje y se enamoró de ella. Ahora es más uno de ellos que un Lord Comandante —le dice Daemon en una de las noches que pasa con ella y no con Seda. A Arianne no le molesta compartir—. Arianne, Lord Nieve no sabe gobernar.
Arianne no se preocupa mucho por ello. Al día siguiente dirán sus juramentos en el pequeño Septo de Castillo Negro y es en lo único que puede pensar. En eso y en que hace frío, pero no puede quejarse de la vida que eligió.
«Volvería a hacerlo.»
Intenta convencerse de que todo estará bien mientras abraza a Daemon e intenta calentar sus pies contra los suyos. Los dos pares de calcetas de lana y las gruesas pieles que los cubren no parecen darle calor. Arianne extraña el sol de Dorne y la arena caliente bajo sus pies. Extraña la suavidad de los delgados vestidos de seda contra su piel.
«No tengo derecho a extrañar nada de Dorne. Esa tierra nunca fue mía por más que así lo creí. La esperanza que mantuve hubiese sido mi perdición.»
Se duerme y se despierta con frío.
Recita sus juramentos sin alterarse. Enuncia cada palabra con firmeza, con certeza de que hace lo correcto. Le preocupa que algún día se arrepienta. Quizá simplemente porque verá a una madre con sus hijos, o tal vez porque compartirá el destino de Danny Flint. No quiere pensar en ello, pero la verdad es que la probabilidad de que la descubran es muy grande, y si lo hacen no servirá de nada que haya dicho el juramento.
Aún así lo jura con honestidad y con total intención de cumplirlo.
«Mírame, Doran Martell. Yo sí cumplo mis juramentos.»
Daemon está a su lado, como lo ha estado por tantos años. Intenta pensar cómo habría sido un matrimonio con él, en que ella se quitara su capa naranja y roja para dejarla en el suelo mientras lo besa, sellando su amor y su unión ante los ojos de sus amigos. Éste juramento es muy distinto, pero Arianne se consuela sabiendo que incluso si no hubiese venido al Muro, jamás se habría podido casar con él.
«Tal vez algún viejo Lord al fin me hubiese tenido, y lo habría tolerado.»
En cambio, Arianne era Mors y sus juramentos eran al Muro y a la Guardia.
«Soy la espada que brilla en la oscuridad.»
Con el tiempo, la separan de Daemon. No sólo les dan dos habitaciones separadas, sino que también van a dos órdenes distintas. Mors prueba saber sus letras y sus números, y de inmediato es asignado a apoyar al Maestre Aemon y a Samwell Tarly en la torre del Maestre. Lo gracioso, es que le hace recordar a Sarella y se pregunta cómo estarán sus primas.
Daemon es asignado a los exploradores, pero también anda de orden en orden, apoyando en todo lo posible. A Arianne le alegra saber que, si bien se ven pocas veces durante los días, Daemon está ahí.
Arianne es buena en su trabajo. Asiente y con diligencia escribe lo que el Maestre le dicta, o transcribe cosas de un libro a otro, según se le ordene.
Pasa sus días en la oscuridad de la torre, aunque a veces baja al comedor por su porción de pan y el caldo extraño e insípido que la hace extrañar los condimentados platillos que se sirven en Lanza de Sol todas las noches durante los banquetes nocturnos.
La mayoría del tiempo, intenta olvidar eso conversando con Sam Tarly, que no necesita mucho para hablar sin parar de todas las cosas que le parecen asombrosas. A veces se queda callado en la mitad de una conversación y anota algo de prisa en algún pedazo de pergamino que siempre parece tener a la mano. Otras veces tartamudea tanto y habla con tanta timidez que Arianne sabe que en su pasado hay cosas inquietantes.
— ¿Así que ahora Gilly está aquí, en el Muro? —Mors pregunta, curioso por saber que hay una chica en el Muro. Sam le ha estado contando sobre ella por los últimos veinte minutos.
— Sí, pero mis hermanos no quieren que esté aquí. Ella ayuda, claro. Sí, ella ayuda en la cocina y remendando ropa, pero el Muro no es lugar para mujeres. No es que las mujeres no valgan lo mismo que los hombres, pero así piensan aquí. Jon no, Jon es diferente.
Samwell habla de Gilly y de Jon con la misma voz de admiración y Arianne quisiera conocerlos más a ambos. A Gilly jamás la ha visto; será porque se pasa el día cuidando a su hijo. A Jon lo conoce como el Lord Comandante, y tal vez jamás lo conocerá de la misma forma que lo hace Sam: como a un amigo.
A Gilly sí la puede buscar, pero no lo hará pronto porque hay otras cosas que hacer: cartas qué enviar y documentos que leer para el Maestre.
Aemon Targaryen, Arianne decide, es una gran persona. Casi siempre deja que Sam sea quien hable y sonríe, contento de tener compañía, seguramente. El poco cabello que le queda es blanco como luz de luna y seguramente siempre lo ha sido. Sus ojos también se han enblanquecido con nubes de ceguera. Arianne lo compadece. El último dragón (bueno, también está Daenerys Targaryen, en Essos, muy lejos de su tataratío) y está en el fin del mundo.
A veces Mors se queda sólo con el viejo y él le cuenta de la Guardia en mejores momentos, o de aventuras que tuvo en su infancia con sus hermanos. El Rey Aegon V aparece mucho en sus comentarios y Mors puede ver que el viejo Maestre amaba a su hermano lo suficiente para hacerse a un lado y que Aegon tuviera la corona, el trono, el poder.
Aemon Targaryen cedió su lugar en la sucesión y ahora está en el Muro. A Arianne le quitaron su lugar y ahora está en el Muro. No es necesario que nadie le señale la ironía: Arianne la aprecia por lo que es.
De vez en cuando le ayuda también al Rey Stannis y poco a poco se da cuenta que también es un hombre parecido a Doran. Los dos son serios. Ninguno ríe. Pero mientras que Doran sacrifica a Dorne por sus deseos personales, Stannis sacrifica sus deseos personales por Poniente.
De otra forma, no estaría aquí en el extremo más inhóspito del mundo, sino en Rocadragón o las Tierras de las Tormentas, pensando cómo tomar el Trono de Hierro. Eso podría convertirlo en un buen Rey, mas no quiere decir que Arianne gusta de ver a la Mujer Roja quemar a los oponentes de Stannis, y se aterra al ver cómo el hombre llamado Mance Rayder, Rey–Más–Allá–Del–Muro, se quema y pierde la dignidad por el capricho de un Rey.
Mors no habla y no se queja, pero muchos de la Guardia sí lo hacen. Los fanáticos de R'hllor y de la Mujer Roja inician pleitos y discusiones con salvajes (con el pueblo libre, se recuerda), con la Guardia, y con cualquier no-creyente. Son personas que le quitan credibilidad a Stannis como Rey, personas que causaran dísputas a donde vayan, y personas que jamás comprenderán que el mundo no es de un sólo dios pintado de rojo.
Stannis no parece convencido de todo lo que la Mujer Roja dice, pero aún así hace lo que ella le pide. Mors nota que ella usa trucos de mujer para convencer a Stannis y eso le quita puntos al hombre. Mors siempre ha sabido que los hombres que frenan sus impulsos un día no los podrán detener, y Stannis pagará con su campaña para ser Rey, porque nadie cuerdo seguirá a un hombre que se deja llevar por lo que una seductora susurra en su oído.
Arianne se aleja lo más posible, porque la mirada de la Mujer Roja es inquietante y conocedora.
Uno de tantos días, Mors es convocado por el Lord Comandante.
El joven se mira demacrado y Mors piensa que es más que sólo hambre, más que sólo frío. El cansancio de sus ojos habla más que el resto de su expresión. Nuevamente, Mors siente compasión por él.
— Has estado ayudando al Maestre y a Samwell Tarly, ¿correcto?
Mors asiente y el Lord Comandante imita el gesto.
— Pronto se irán a la Ciudadela y necesito a alguien que se haga responsable de los deberes del Maestre. Ambos han hablado bien de ti, y Seda también lo ha hecho. Yo no te conozco, pero confío en ellos así que seguiré su recomendación.
Mors asiente de nuevo. Siente un nudo en la garganta: lleva escasas semanas en el Muro y ya se le ha reconocido por su trabajo y diligencia. Se le están dando responsabilidades, y Mors se siente orgulloso.
— ¿Cuáles serán exactamente mis deberes?
El Lord Comandante sonríe al escuchar su pregunta.
— Veo que sabes que no será fácil. Pues bien, estarás encargado de la correspondencia primordialmente. ¿Sabes tratar heridas?
Mors negó con la cabeza. Jamás ha tenido la necesidad de aprender, siempre con Maestres y sirvientes que trataran a los heridos en Lanza de Sol.
— Aprenderás. Lo básico al menos —el Lord Comandante sonríe de lado. Mors nota por primera vez cómo en su rostro se estiran cicatrices blanquecinas. El cuervo posado en el respaldo de la silla, grazna—. Espero que te gusten los cuervos.
Mors no puede decir que le gustan, pero intentará hacer lo mejor posible.
— ¿Es todo?
El Comandante lo mira por unos segundos y suspira.
— Ser Maestre significa mucho más. Tendrías que monitorear las estrellas y los vientos, medir los días y las noches. No espero que lo hagas. Los cuervos, heridas básicas y escribir cartas es lo que harás.
Mors piensa que suena de maravilla, pues le permitirá estar más alejado del resto de los hermanos.
— Agradece que no hay mujeres —dice el Lord Comandante sin ver a Mors, buscando entre los papeles de su escritorio alguno en particular—. Así no tendrás que preocuparte de partos.
— Está Gilly —dice Mors, nervioso—. Y las mujeres del acero.
— Ellas tienen sus parteras. En general, los del pueblo libre buscarán sus propios sanadores. No te preocupes por ellos.
Mors asiente.
— No te preguntaré si podrás con la carga. Es algo que debe hacerse y aparte de Samwell o yo mismo, eres el más preparado. Sabes leer y escribir, y has demostrado usar la cabeza. Es un honor, pero todo honor carga responsabilidades.
Eso Mors lo sabe bien, y le gusta. Huyó de Dorne porque no confiaban en Arianne, porque la hacían a un lado y no le dejaban demostrar su capacidad. Aquí, todo era diferente.
— Lo haré bien, Lord Comandante.
El joven Jon Nieve miró fijamente a Mors, que para entonces ya hubo notado que el Lord Comandante, aunque elocuente en ocasiones, era taciturno e inclinado a los silencios pesados y fuertes. Alguna vez, Arianne llega a escuchar de su tío Oberyn que los norteños, más aún los Stark, son fríos como el mismo Muro. A pesar de que el Lord Comandante es serio, e incluso algo melancólico, Mors no lo considera frío.
Un líder debe ser frío y calculador, pero compasivo al mismo tiempo. Mors piensa que el Lord Comandante es más compasivo que calculador, de esos que confían en las personas siguiendo instintos y no razón.
«Sería un buen líder en Dorne. No sé si le sirva en el Muro...»
Pero el Lord Comandante conoce mejor el Muro que Mors, y si se ha alzado a la más elevada posición disponible en un par de años, es porque sus hermanos le reconocen como una buena persona y más que nada un buen líder.
— Hay una cosa más. Dos en realidad —dice Jon Nieve.
— ¿En qué puedo servirle, Lord Comandante?
— El Maestre Aemon y Samwell Tarly han sido consejeros que no se callan porque soy el Lord Comandante. Me apoyan en lo que planeo o me dicen en qué me equivoco. Espero lo mismo de ti, Mors. Sam habla bien de ti. Te ha llamado alguien con sentido común, y no es poco viniendo de él. Tampoco espero que te conviertas en un hombre que repite lo que cree que quiero escuchar. Di lo que piensas.
— Entendido, Lord Comandante.
Mors sale de la oficina del Lord Comandante poco después. Camina tranquilo y sereno, observando cómo los carpinteros y constructores discuten la mejor manera de reparar tal o cual cosa. Pero al llegar a su habitación, que sigue helada como el mismo invierno, Arianne brinca de alegría y se avienta sobre su cama.
Hay muchas cosas que hacer ahora. Cartas, cuervos, números qué manejar, un Castillo que hacer funcionar... Le encanta.
La responsabilidad que Doran le niega al hacer de Quentyn un heredero en todo menos en nombre, se convierte en cenizas volando en el viento helado. Mors será un buen suplente de Maestre, un buen consejero para el Lord Comandante. De eso, Arianne está segura.