EL TALISMÁN


VII


«Rise one more time»


Al ascender por la rampa y pisar una vez más la cubierta del navío, el amor que lo embarga, que siente en profundidad hacia los mares, las olas y los misterios de la oscuridad, se le hace insustancial como la arena blanca de la playa, seco, desértico; una cruel ironía. El barco se aleja de la costa apartándole de Antonio, y todo cuanto pretende dejar atrás le aplasta la memoria y el corazón.

Aún logra verlo desde la popa y ya lo extraña incluso más de lo que lo extrañó la primera vez. Dando media vuelta, vuelve a embarcarse en el vacío inmenso que la proa le proyecta; el horizonte azul interminable.

Arthur necesita respirar profundamente antes de tomar el timón. El viento está de su parte, las velas están extendidas en los mástiles y su sentido común le exige concentrarse en un futuro próximo. La carta de perdón de la reina aún la trae consigo y, cuando vuelva a Inglaterra, deberá dar muchas explicaciones.

Le toma varios días tocar puerto en Europa, siendo las horas eternas en sus manos y su piel. Extraña a Antonio como nunca antes, y el tiempo se le deshace entre sus dedos al ritmo de un condenado a muerte camino a la horca. Eterno, imparable, despiadado, el preciso para pensar en una excusa y continuar sobreviviendo.

Arthur siempre ha ido un hombre solitario. Enamorarse jamás estuvo en sus planes porque conocía las acciones del amor como un experto amante, o eso creía firmemente. ¿Antonio sentiría lo mismo por él?

Cuando divisa Inglaterra a lo lejos, con sus ruidos de acero y mar furioso, abandona el barco pretendiendo que jamás hizo nada malo. Los Chaquetas Rojas aún lo miran con recelo, sin creerse que un pobre diablo como él, criminal, ladrón e indiferente, pudiera ahora dar órdenes desde una autoridad jurídica como el capitán de la Marina Real. Sorprendentemente nadie sospecha de él respecto a la liberación de Antonio, aunque no dudó en justiciar la ausencia del español delante de la reina cuando ésta se lo preguntó.

—No volverá a surcar los mares de Inglaterra jamás, Su Majestad— respondió Arthur, disimulando lo mejor que pudo.

Isabel se lo creyó sin insistir en hacer preguntas.

El inglés podía ser un excelente actor, un falsificador de primera, pero cuando el objeto de sus deseos se le manifiesta hecho carne delante, pese a lo inalcanzable que parezca a momentos, hace todo lo posible por parecer un caballero. Antonio estaría bien lejos de él, y Arthur estaría bien lejos de Antonio, al menos de momento.

Isabel demandó a su capitán de marina iniciar las campañas comerciales con las Indias. Parecía aún ensimismada en sacarle ronchas a Su Majestad Felipe. Ofrecía a las colonias españolas productos de mejor calidad a un precio mucho menor, con menos tiempo de espera y con gran probabilidad de hacer renombre en el resto del mundo. Arthur tomó el decreto y lo hizo cumplir tal y como la reina demandó.

El comercio marítimo inglés alcanzó su auge en menos de lo que cualquier imperio europeo se hubiera esperado. El rubio conocía el Atlántico como nadie, surcaba los mares orientales en busca de tesoros perdidos desde que era casi un crío, y los peligros del mar y de la tierra jamás lograron verle el miedo manifestado en el rostro.

Vagó por el mundo entero hasta que se hartó, entre mares azules y claros, arenas blancas y negras, y deambuló por muchas pieles intentando ignorar su latente necesidad. Extrañaba a Antonio, lo extrañaba cuando comerciaba en Oriente, cuando pisaba tierra en China y las islas de Japón, cuando su espada rozó cuellos de samuráis y guardianes de emperadores. Ni tener todos los océanos a sus pies se comparaba con tocar su piel morena, sentirlo escurrir entre sus recuerdos al tocar sus cicatrices del pasado. Antonio había sabido encontrar la sensibilidad en su corazón tanto como en sus sensaciones, y eso fue tan nuevo y desconocido para él como la caricia de una madre o un gesto amable y desinteresado.

Pero luego de un tiempo, estar lejos de Antonio, de España, y de los galeones hispanos que tanto le recordaban, lo hartó casi por una cuestión de tiempo. Habían pasado meses desde que dejó a Antonio en el Caribe fingiendo ser un hombre libre, y su ocupación como bailarín sin dudas lo ayudaría a conseguir el trozo de pan y el sorbo de agua necesarios para sobrevivir. La derrota de la Gran Armada había sido desastrosa para él como capitán de la Marina Real Española, para el rey Felipe, para sus propósitos en Europa en general, aunque en las Américas no se vio una situación tan desastrosa. La Conquista avanzaba hacia el sur a paso lento y, en el norte, el oro azteca resultó fundamental en un sistema económico tan arcaico como el mercantilismo.

Por eso Arthur fue el primero en embarcarse hacia los galeones españoles que surcaban el Atlántico hacia las Indias y viceversa, porque a Isabel le encantaba ver a Felipe arder en ira. Arthur cumplió con los caprichos de su reina tanto como pudo, pero fue cosa de tiempo para que aquello también lo hartara; los galeones españoles eran como monstruos marinos, y los barcos ingleses, más veloces que pesados, difícilmente lograban hacerle pelea a navíos tan grandes.

Sin embargo, el auge del comercio marítimo inglés era innegable. Inglaterra se consolidó como el mayor poseedor de colonias en África y hasta en el lejano Oriente gracias a las expediciones de Arthur y su tripulación como corsarios ingleses. Isabel estaba feliz con el resultado porque Inglaterra crecía y España se deprimía más y más. Arthur, en cambio, pretendía fingir la misma alegría que su reina mientras su mente y corazón no hacían otra cosa más que evocar a Antonio.

Ya ni siquiera el ron o el whisky lograba satisfacerlo. Ni la mujer más bella o los barcos más veloces. Contaba los días desde que se había alejado de él por su seguridad, y sabía que era feliz bailando o trabajando en los puertos del Caribe.

Mas él. Sí, él.

¿Hasta cuándo sentiría las velas de su corazón haciéndolo navegar hacia su talismán?

.

Antonio vio el navío de Arthur desaparecer tras el horizonte, junto al alba y la brisa. No pudo evitar esbozar una sonrisa, porque el sabor a mar de los labios del inglés aún estaba manifiestoen su propia boca, contradictoriamente más dulce que salado.

Arthur bien pudo haberlo dejado morir, incluso como venganza por él haberlo utilizado y luego pretender desaparecer de su vida dejándolo inmerso en la desesperación, la decepción y la traición absoluta. Pudo haberse olvidado de él y dejarlo morir en la horca en una plaza pública de Londres, olvidado de su tripulación, su rey, las colonias o incluso su título como capitán de marina. En lugar de todo eso, arriesgó su pellejo y mucho más en sacarlo de allí, atravesar el océano Atlántico y dejarlo en el lugar que, por el momento, era el más seguro para él. Por supuesto no iba a extrañarle que las malas lenguas dijeran en Londres que Arthur ayudó a un prisionero de la Corona a fugarse, escapando así del castigo capital dado a los traidores, invasores de Inglaterra: la muerte súbita.

Antonio no dejaría jamás de agradecerle a Arthur esa segunda oportunidad que le dio para vivir.

En el tiempo estando allí en el Caribe se desempeñó como marinero comerciante entre las islas, y con los meses pasando entre los bailes, las tabernas, el calor de las Américas y los productos venidos de los galeones españoles, su fama fue mutando desde ser el temible capitán de la Gran Armada a ser un marinero de agua dulce que no pasaba de las bahías y archipiélagos de las aguas cristalinas. Tampoco le importaba mucho, si esa era la única condición que debía cumplir para seguir vivo.

Continuó trabajando en la taberna de Govert, el holandés malas pulgas que contaba sus monedas de oro todos los días detrás de una misteriosa barra. Dormía durante todo el día y en la noche se convertía en el atractivo principal entre marineros y mujeres de mala vida. Tampoco dejaba pasar la oportunidad de cortejar alguna mujer sola y pudiente, muchas esposas de criollos o incluso peninsulares, señoras de hacendados o burgueses del mundo anglosajón, que sin duda gozarían de su compañía exclusiva. No era complicado para ellas conseguir un lugar alejado y solitario, tener a Antonio en exclusividad y luego alejarse de él para ir contando por allí con sus amigas más íntimas que había compartido una noche con ese misterioso bailarín.

Pero Antonio extrañaba a Arthur, su carácter recio, curtido, impenetrable. Amó de él lo mucho que llegó a calar en su alma misma, como una flecha irrefrenable. Deseaba volver a verlo, como si añorara un pasado tan remoto como inalcanzable, llegar al lugar en donde lo conoció y volver a calar en él de la manera más fehaciente, con el ímpetu de un amante.

Tal vez, pensó Antonio, no había sido él el hechicero después de todo, sino el hechizado.

.

Desde Oriente hasta Occidente, hacia las costas de Inglaterra, viajaba el Queen Elizabeth hasta tocar tierra. A su vez, bajaba del navío el capitán Arthur Kirkland, corsario de la reina y fiel sirviente de Su Majestad. Sus pies, erráticos, se movieron por inercia hacia el interior del reino, alejándose de la costa tanto como podía. Se retiró el sombrero luego de frotar su cara con ambas manos, tan curtidas por la sal y la brisa marina. Sentía su piel dura, como cuero de animal; se preguntó si el corazón ya lo tendría tan curtido como podía verse en su mirada incompleta y su propio cuerpo desde afuera. Con la sed subiéndole por la garganta y el sonido de sus botas chocando de lleno contra los caminos de adoquines y entre las miradas envidiosas de los Chaquetas Rojas, continuó sin rumbo hacia las tabernas. El Black Rose estaba abierto, iluminado y con alboroto, y cuando Arthur entró, el escándalo fue mayor. Hubo risas y alcohol a montones, Arthur pidió una jarra de ron y la bebió de golpe, notando que ya no tenía el mismo soporte al alcohol de hace cinco años atrás. Ahora, con el cuerpo más maduro por el mar y la experiencia que anidaba en su verde mirar, no dudaba en que era cosa de tiempo para que el cansancio se le viniera encima como un castigo inevitable, un destino del que no podría huir jamás ni aunque permaneciera eternamente al otro lado del mundo, junto a emperadores y mujeres de hermosos ojos rasgados.

Todo entre risas y alcohol, sin pensar que exactamente tres horas antes que él, un barco venido del Caribe tocó puerto también.

Antonio había bajado del Santa Ana, mismo barco que destrozó las esperanzas de Arthur en tener a su talismán sólo para él, y se filtraba escurridizo como una figura inalcanzable entre las tabernas, buscando a su dueño. Sabía que lo encontraría por fin en Londres después de cinco años habiéndose escondido entre las arenas blancas de las Américas y los comercios de cebo y cuero desde España a las colonias. Sabía que en el Black Rose lo encontraría, y nadie fue capaz de reconocerlo como el capitán de la Marina Real de Su Majestad Felipe. Como tantas otras veces su aparición resultó ser una novedad para quienes paseaban en el puerto, descansando en tierra para luego volver al mar.

Arthur lo vio entre la gente, y pensó que no era más que un dulce espectro que se reía de él, porque Antonio sonreía radiante al agitar su cabello marrón colgando en su espalda, al mirar sus ojos verdes, aniñados, felices, y cuando lo vio salir a la pista Arthur se congeló en el acto y se aisló de todo cuanto pudo, mirándolo sólo a él. Su movimiento ondulante, su mirada verde, su piel morena, tan llena de experiencias marinas como la suya propia. El inglés necesitó ponerse de pie y mirarlo más de cerca, porque no podía creerse ni en broma que su talismán regresaba a él, a sus manos, donde menos esperó volver a encontrarlo. Siempre estuvo en su corazón regresar al Caribe para verlo, estar con él y luego volver a desaparecer, pero no que lo buscara y lo hubiera necesitado.

Cuando Antonio giró sobre sí mismo, se arrodilló delante de Arthur quien, desde primera fila, lo amaba a la distancia, al recuerdo silencioso entre lágrimas y sonrisas incrédulas. Al alzar la mirada, Antonio le sonrió sin socarronería ni burla, tampoco con superioridad. Todo lo que pudo hacer después de cinco años separados, fue ponerse de pie nuevamente ante la expectación de su público y la de su único dueño, para tomar su mano y besarle el dorso como hace un amante sincero, que expresa ya no sus sentimientos, sino su corazón.

Mucho había pensado Arthur que Antonio lo había utilizado como un producto desechable, lo había llegado a odiar por jugar con él y pretender desaparecer, como si por haberle calado tan hondo hubiera podido obtener una victoria militar. Arthur no era más que un canal de dominación hacia Inglaterra de parte de España y pensarlo así lo ponía furioso. Sin embargo, luego se dio cuenta de que Antonio y él sí habían compartido algo diferente, impredecible, de lo que jamás imaginó obtener un amor indestructible y eterno. Ahora que vuelve a tenerlo en frente lo confirma y lo plantea para no olvidarlo nunca más.

Eso quedaba para él de allí en adelante, y no pretendía huir de su destino.

—Mucho gusto— dijo Antonio por fin, sonriéndole como un cómplice, y Arthur juró no volver a dejarlo ir. No ahora, que el tiempo había pasado tan lento e inservible—, capitán Arthur Kirkland.


~ F I N ~