Este fic es un regalo para la querídisima Lex Snape, quien me dio libre albedrío para hacer lo que yo quisiera siempre y cuando fuera un Lucius/Regulus donde respetara su diferencia de edad. Y como su zorro favorito siempre cumple sus promesas, aquí tienen el primer capítulo de esta historia.

Disclaimer: Hp no me pertenece porque soy un zorrito pobre con más sueños que dinero en el bolsillo. Yo sólo los tomo para jugar porque soy una bebé.

Summary: Todo empezó aquella noche, en medio de vestidos elegantes y peinados de mujer. Cuando sus ojos se encontraron con la mirada hambrienta de Lucius Malfoy, Regulus jamás volvió a ser el mismo.

Advertencias: Amor unilateral, porque soy así de mala y sufrida. Y nada más que eso excepto un poquito de drama.

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Un baile.

Una copa.

Una mirada.

Y una ilusión rota.

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Contrario a lo que se podría esperar de un niño de siete años, a Regulus le gustaban los bailes, el vals y la música. El amor que sentía por los bailes se atenuaba cuando debía ponerse de pie junto a su madre y hermano frente a todo el salón, y desaparecía como humo cuando tenía la obligación de invitar cortésmente a una niña a danzar con él. Que no se dijera que no lo hacía. Era su deber bailar al menos una pieza de vals con toda persona del sexo femenino que estuviera presente en la tertulia. Eso no le quitaba lo molesto, sin embargo. Al menos Sirius y él siempre podían escaparse a la cocina para robar dulces y atiborrarse de ellos en los rincones, escondidos detrás de los percheros con pesados abrigos de piel y terciopelo, tratando que los elfos o algún invitado no los escuchara susurrar conspiraciones e insultos hacia los ridículos sombreros o los magos más estúpidos de la fiesta.

Alisó los pliegues de su elegante túnica confeccionada a la medida y ajustó su pajarita, que le irritaba el cuello de lo apretada que estaba. Infló el pecho como un pavo real y se miró atentamente en el espejo, deteniéndose en lo delgados que eran sus hombros y lo diminutas que lucían sus manos. Torció la boca. Sirius siempre decía que era un debilucho, y que cuando él había tenido siete años, no había sido tan pequeño. Normalmente Regulus ignoraba a Sirius cuando decía estas cosas, pero cuando observaba su reflejo, algo dentro de él le daba la razón a su hermano mayor.

Cuando el enorme y antiguo reloj colgado en la pared de su fría habitación marcó las siete y media exactas Regulus abrió la puerta de su cuarto al mismo tiempo que Sirius, y ambos caminaron con la misma expresión en el rostro hasta llegar al borde de la escalera, donde se miraron de reojo, gris y gris encontrándose en mutuo acuerdo de hermandad. Sirius levantó una ceja. Regulus arrugó la nariz. Y ambos estiraron los labios y comenzaron a reír, dos niños inmaduros soltando las últimas carcajadas auténticas antes de entrar a un nido de arpías y serpientes con máscaras de perfección, nido donde fingirían ser los herederos perfectos de una familia donde sus miembros se despreciaban entre sí.

—¿Crees que mamá venga a arrastrarnos a la fiesta? —preguntó Sirius, calmándose, las delgadas cejas negruzcas frunciéndose y provocando que la piel de su corta frente cubierta de rizos se arrugara. Regulus guardó silencio y respiró el aire ligeramente húmedo de Grimmauld Place, pensando en lo que podría responder, mientras el ligero eco de la música clásica en el salón de bailes paseaba por sus oídos.

—No lo creo —dijo finalmente—. No sería capaz de hacerlo frente a tanta gente, ¿verdad?

Sirius no respondió. Se quedó mirando la escalera de la casa, fijando sus pupilas en los oscuros escalones de madera. Quería decir que sí, que mamá sería capaz de hacer eso y mucho más, porque era una mujer sin escrúpulos que no temía a nada siempre y cuando no hubiera gente presente para observar a la verdadera Walburga Black. Pero calló. Y es curioso, porque de ahí en adelante jamás callaría lo que pensaba, nunca se detendría en expresar su opinión. Sirius aprendió que jamás debía guardarse las cosas y permitir que se marchitaran en su interior, junto a su resentimiento y rencor.

Regulus jamás aprendió eso hasta cuando ya fue demasiado tarde para solucionar todo.

—Creo que ya deberíamos bajar —fue lo único que dijo, y Regulus asintió lentamente, apoyando la idea.

Ambos respiraron hondo y levantaron el mentón, la respingada nariz que los distinguía como la aristocracia mágica alzada en el aire en ínfulas de arrogancia y egocentrismo perfectamente ensayado, y bajaron por la escalera. Sus manos resbalaban por el ornamentado barandal decorado con serpientes y escudos hasta que tocaron el piso de baldosas en el salón. La música los abrumó y más aún la vista de aquellos señores con sus esposas girando al ritmo del vals, enfundadas en pomposos vestidos a la última moda de la época, sus brillantes cabelleras peinadas y adornadas con cuantiosos broches y diversas alhajas de oro y cristal.

En el centro de todo un joven Lucius Malfoy era rodeado por numerosas jovencitas casaderas en busca de un marido al cual atrapar, sus manos pálidas balanceando con impecable gracia una copa de vino blanco que lucía correcta aun cuando el rubio sangre pura había cumplido sus catorce años hace relativamente poco tiempo.

Regulus nunca había visto a Lucius Malfoy en persona. Sabía de la boca de su madre que Malfoy era el perfecto heredero de una familia que se diera a respetar, sabía que era lo suficientemente educado, lo bastante inteligente y elocuente a las medidas justas para ser un mago con un futuro brillante por delante. Regulus sabía cosas de él, pero nunca había sospechado siquiera en sus más perfectas expectativas que Lucius Malfoy luciera tan maravilloso. Y cuando aquella mirada de plata insaciable se dirigió hacia él, Regulus, por primera vez en sus inocentes siete años, se sintió indefenso.

—¿Regulus? —la voz de Sirius sonó distante, un ruido inaudible en su mundo perfecto donde Malfoy se acercaba a él a paso raudo y le ofrecía beber de su copa, olvidando su escasa edad y que si mamá lo viera probando alcohol pondría el grito en el cielo y lo tomaría de las orejas para encerrarlo en su habitación— ¡Regulus!

Regulus parpadeó y centró su atención en su hermano mayor, quien le miraba confundido, quizá preguntándose qué había sucedido y por qué se había quedado rígido al pie de la escalera. Regulus apretó los labios e infló los mofletes, enfadado con Sirius por distraerlo de su fantasía.

—¿Qué quieres? —susurró furiosamente, arreglándose las mangas de su túnica— ¡Estoy ocupado!

—¿Por qué estabas mirando a Malfoy?

—Todos están mirando a Malfoy, Sirius —se justificó, y Sirius entrecerró los ojos sospechosamente, un sabor agrio subiéndole por la garganta.

—No como lo estabas haciendo tú.

—¿Cómo lo estaba mirando? ¡Tengo siete años!

—¡Los niños de siete años no deberían mirar así!

—Soy demasiado pequeño para discutir esto. Adiós.

Y en un revoloteo dramático, el pequeño Regulus levantó la picuda nariz y se giró, decidido a intentar charlar con alguno de los otros niños que habían asistido al baile y se agrupaban como corderos asustados de los lobos en las esquinas del salón, escapando de los ojos de los adultos que charlaban en medio de risas hipócritas y halagos falsos. Resistió el impulso de rodar los ojos con exasperación. ¿Es que acaso él era la única persona medianamente inteligente en aquella fiesta?

Los varones hablaban de Quidditch y del último partido donde los Chudley Cannons habían perdido espectacularmente contra el Puddlemere United, y además habían terminado con un cazador herido en la cabeza por una bludger lanzada viciosamente por un golpeador del United que había sido suspendido por el resto de la liga. Rehusándose a escuchar los escabrosos detalles de la lesión por la boca del primogénito de los Goyle, quien balbuceaba un medio y se reía estúpidamente en el otro medio de su historia, se acercó a las muchachas.

No le fue muy bien en su cruzada. Las chicas soltaban risitas mientras hablaban emocionadamente de sus vestidos y el último atuendo de Celestina Warbeck, además de pestañear exageradamente cuando algún muchacho buen mozo se acercaba a una distancia de dos metros a la redonda.

—¿Habéis visto a Lucius Malfoy? —chilló una, y Regulus se quedó tieso en su lugar, mordiéndose la boca por la ansiedad— ¡Luce fantástico! Cómo me encantaría casarme con él...

Una ola de suspiros sacudió al grupo de féminas, quienes, embelesadas, dedicaban miradas de eterno amor al heredero Malfoy detrás de sus pestañas embadurnadas de rímel, alisando sus cabellos con las manos enguantadas en seda y encaje. Estúpidas, pensó Regulus con rabia, él jamás se fijaría en una de ustedes.

¿Y lo haría en ti?, se mofó una voz en su cabeza, y Regulus hizo oídos sordos a lo evidente.

—Mis padres dicen que es muy probable que firmen un contrato de matrimonio para mí —habló una de repente, ufana. Regulus supo de inmediato quién era. Narcissa, una de sus primas—. Supongo que podéis adivinar, queridas, con quién me casaré en un futuro próximo.

—¿Con Lucius?

—¡No puedo creerlo!

—¡Eres tan suertuda!

—Lucius y yo hemos tenido un par de citas. Ambos estamos interesados el uno por el otro. Además, mi futuro marido será un prefecto el próximo año —presumió ella, desatando nuevamente la emoción en el corro de chicas.

Regulus apretó los dientes, conteniendo las ganas de negar todo lo que había salido de los labios pintados de carmín de su prima Narcissa, pero hasta él sabía que eso era cierto. Toda la familia Black sabía que sería más que beneficioso que una de las tres hermanas se casara con Malfoy, para unir a ambas nobles estirpes y hacer de su sangre aún más pura en un hijo que llevaría el apellido del rubio. Narcissa era la candidata más adecuada para aquel matrimonio. Bellatrix ya estaba prometida a Rodolphus Lestrange, y Andrómeda estaba destinada a casarse con algún otro sangre pura que Regulus desconocía. Y todo para mantener a la rubia Black disponible para Malfoy.

Aún si Regulus hubiera nacido como una mujer, cosa que no habría importado porque el que tenía el derecho natural de ser heredero de la fortuna Black era Sirius, no habría tenido la más mínima oportunidad de haberse acercado a Lucius Malfoy. Sus siete años de diferencia eran demasiado. Dos o tres quizá no habrían supuesto gran impedimento, pero ¿siete?

Eso era tan imposible como que los Chudley Cannons ganaran la liga el próximo año, o las siguientes dos décadas.

Hay cosas que, simplemente, no están destinadas a suceder.

—¿Regulus? —Andrómeda había aparecido de repente a su lado, su macabro parecido a Bellatrix asustando al pequeño— ¿Estás bien?

—Sí. Todo está bien.