TOM
Capítulo 1: Patsy-Boo, Apofis y Anna
Obviamente, sería una mentira. Si nació bueno, y se pudrió, fue antes de conocerlo yo, antes de empezar el colegio, antes de que nadie lo pudiera salvar. Pero fue amado, y mucho, y tuvo una familia perfecta una vez. Sólo sé que no debió ser suficiente.
La pequeña sabía demasiado. A Tom le picaba la nariz, con esa sensación desagradable, al final del tabique, que no dejaba de acompañarlo últimamente. Le había pasado siempre, que él recordase, cada vez que el peligro se acercaba.
La había sentido, por ejemplo, antes de que trajeran a Marcus, cuando sólo tenía cuatro años y aún no sabía muy bien de qué iba la vida. El chico tenía tres años más que él e incluso ahora, que ya había cumplido los diecisiete y, por tanto, pronto se iría, Tom sabía que lo mejor era pasar lo más desapercibido posible cuando él estaba en casa. No era sólo que fuera estúpido y supliera su falta de inteligencia con músculos: además, sabía que Tom no lo era, y lo odiaba por ello. Para empeorar aún más las cosas, las pequeñas venganzas que Tom se había cobrado, a costa de su reciente aprendizaje, sólo habían agrandado los roces entre los dos.
Marcus, por cierto, estaba íntimamente ligado a ese picor de nariz. La pequeña Nidhogg, aunque sólo lo había visto un par de veces, también lo odiaba con pasión, pero a ella, claro, no le picaba la nariz.
Esta vez, estaba claro, era la pequeña Patsy-Boo, la niñita tonta del hogar. Era rubita y con los ojos azules, inocentes, pero era odiosa desde el primer rizo hasta la última uñita minúscula. Todo el mundo la adoraba, todo el mundo la mimaba, y probablemente no duraría demasiado allí, mientras que él tendría que soportar cada uno de los horribles días que le quedaban hasta los dieciocho en ese lugar.
Patsy-Boo, que en realidad se llamaba Patsy y a quién sólo él, y sólo con Nidgey, añadía el sobrenombre, que una vez había usado para hacerla rabiar, con tanto éxito que se lo habían prohibido, había estado toqueteando sus cosas. Era una maldita metomentodo, esa niña, sin ningún concepto de la intimidad, sin miedo a perder la nariz si la metía en asuntos ajenos. Había estado revolviendo su habitación, de un lado a otro, buscando caramelos, según había dicho cuando él la había encontrado con las manos en la masa, y había visto cosas demasiado importantes como para que escapara sin escarmiento. Había, le explicó Nidgey después, registrado su maletín de ingredientes, haciendo comentarios divertidos al encontrar, por ejemplo, las hadas disecadas, y no había dejado de reír, con un tono burlón, mientras repasaba los títulos de sus libros. ¿Había visto el diario robado? Y tanto, respondía la hermosa dama, mirándolo lateralmente con un solo ojo, y había estado leyéndolo un rato, hasta que le pareció demasiado aburrido.
- La hubiera mordido - añadió ella, enroscándose sobre sí misma - pero te empeñas en mantenerme inocua.
Una parte de él desearía tener el coraje de dejar a Nidgey suelta una noche, y que mordiera los rechonchos deditos de esa estúpida, que la hiciera sangrar, que purgara su atrevimiento. ¡¡Tocar el libro sagrado, ella!! Era una desfachatez que se hubiera atrevido a acercarse. ¡Y considerarlo aburrido! La rabia le cegó unos instantes y tuvo que recostarse en una pared para recuperar el aliento. Por si fuera poco saber que una niñita muggle había profanado el libro que habían mantenido durante generaciones, ¡por si fuera poco!, ahora tenía que temer una inspección sorpresa, delatado por ella, con todo lo que representaba. O se deshacía de todas sus cosas, que tanto le había costado reunir, o se arriesgaba a un castigo ejemplar. Estaba prohibido llevar ese tipo de cosas a casa, y usarlas era inimaginable. Habilitaban una habitación especial, durante dos días, para que pudiera hacer los deberes, pero era toda su concesión: si quería ser raro, tendría que serlo sólo durante los meses de colegio.
¿Dónde esconder tantas cosas? Había visitado Knockturn sólo cuatro días antes, y decir que estaba cargado de materiales ilegales era sólo una subestimación. Su baúl estaba lleno de botes de ingredientes, su armario escondía tres pilas enormes de libros de magia negra y bajo unas maderas sueltas había embutido las pociones que tenía a medio hacer. No podía hacer magia para mantenerlos lejos de sus cosas, y no podía resignarse a tirarlas. En el fondo, sólo le quedaba una opción.
Esa estúpida sabía demasiado, y él tendría que hacer algo al respecto. Así de simple. Cogerla a solas, enseñarle su varita y amenazarla con un maleficio que llenara sus rollizas mejillas de pústulas imborrables. Retorcerle el brazo, hacerla sufrir y prometerle una muerte dolorosa, atacarla cuando estuviera sola, para que nunca hablara. La manipulación por amenazas siempre daba resultado en personas tan débiles y, por otra parte, podría asegurarle, con el corazón en la mano, que no eran amenazas vacías. Oh, no. ¡¡Por Circe que no!!
Se lo haría pagar, y disfrutaría con ello. Ella era una niñita tonta y entrometida, pero pronto aprendería lo que duele salir escaldada. De hecho, no tenían por qué ser sólo amenazas, no tenían por qué no quedar ahí... A una de las pociones sólo le quedaban dos días para estar lista y, después de todo, ella no necesitaría demasiado el dedo meñique de la mano izquierda, mientras que sería un recuerdo perfecto.
Perfecto. Perfecto.
Sólo perdonó a una persona, a su igual. Y, oh, no, no era yo.
Tres días después, Patsy-Boo no se acercaba a él. Ni siquiera lo miraba, y temía tanto quedarse sola con él que la barbilla le temblaba. Eso era respeto. Cuando él entraba en la habitación, la niña se frotaba la mano casi espasmódicamente, tartamudeaba incoherentemente y se excusaba para desaparecer.
Un placer.
¿Qué había conseguido ella a cambio de dejarlo en paz para siempre? Oh, nada que los médicos pudieran dictaminar, pero algo que le haría recordarlo siempre. A veces sólo sería un cosquilleo, a veces un dolor suave. Otras, a merced de él, un dolor punzante e insoportable, acompañado por la violenta ilusión de ver el dedo lleno de llagas. Sólo una ilusión, pero eso ella no lo sabía, y, mientras que los médicos la tomarían por loca, él podría mantenerla alejada con sólo un movimiento amenazante de un dedo.
¿Había sido necesario? Bah, qué importaba eso ahora. Probablemente no, y probablemente había sido excesivo el castigo a la chiquilla, que había crecido sin que nadie la regañara por nada y que, por tanto, tampoco tenía criterio del bien y del mal. Si se había sobrepasado, cosa que dudaba, había sido merecido, aunque ella ignorara por qué. El diario S era algo que no se tocaba, y menos con sucias manos muggle. Todas y cada una de las páginas de ese libro eran sagradas, memorables, inaccesibles para alguien como ellos. Él estaba por encima de todos ellos. Él estaba por encima de todos, y sólo él podía leerlas, y escribir nuevas. Sólo él, hasta que pasara el relevo.
Se había recreado en su venganza, y ni siquiera imaginaba por qué eso debería de ser motivo de vergüenza. Siempre disfrutaba con un castigo, siempre disfrutaba impartiendo justicia, y no le parecía malvado hacerlo. O quizás un poco malvado sí, pero también se regocijaba en ser malvado.
Se consideraba incluso por encima del bien y del mal.
Casi oía una cita de su antepasado, una de las primeras del libro. "No te preguntes si los medios son lícitos o ilícitos, si debes hacerlo o si no. Tan sólo pregúntate: ¿Cuánto deseo hacerlo? ¿Cuánto lo quiero? Porque sólo tu voluntad basta, sólo tu decisión, sólo tu empeño. Pero, si lo haces, hazlo hasta el final, y no te arrepientas. Nunca te arrepientas."
Esa era su vida. El viejo patriarca hechizándolo la noche señalada, explicándole su historia, su ascendencia, su escogido linaje. Hablándole de su abuelo, de su bisabuela, de todos los magos y las brujas fuertes que habían llegado hasta él a través de sus hijos. Los himnos de la familia, los valores, las metas; todos hechos ya suyos, a esas alturas: individualismo maquiavélico y falta de escrúpulos, falta de respeto por las normas y un odio atroz hacia el patetismo, especialmente muggle.
Vamos, no le costó demasiado subscribirse a lo que representaba su familia, sobre todo teniendo en cuenta que ya lo sentía así antes de saber que existían.
Sin remordimientos, pues, por el invisible castigo. Sólo contaba cómo de efectivo acabaría siendo, y si la niña aprendería de sus errores. No la consideraba lo suficientemente inteligente como para hacerlo, pero, quizás, al tercer o cuarto correctivo conseguiría que lo dejara en paz.
Si había una cosa que lo apenaba al respecto, sólo una, era el día en que lo había hecho. Sí, lo protegería de soplos inconvenientes y de inspecciones delatadoras, y, en ese sentido, se había hecho completamente necesario. La sonrisa pícara de la chiquilla, sólo unas horas antes de notar cómo su dedito se quemaba y la piel se retorcía alrededor de la úlcera, cuando él había cogido la última cucharada de mermelada, que ella reclamaba después para sí, había puesto de manifiesto que no podía permitirse dudar en esos instantes. Sólo rogaría que hubiera sido dos semanas antes, ¡dos semanas!, y no el día antes de volver a Hogwarts. Un castigo necesitaba un seguimiento: ¡sería horrible que la muy tonta lo hubiera olvidado para cuando él volviera, al año siguiente, y tuviera que empezar de nuevo!
Pero, bueno, lo cierto era que se alegraba mucho de volver al colegio. Odiaba su vida en el orfanato, odiaba vivir entre apestosos e ignorantes muggles, que intentaban aprovecharse de él de todas las maneras posibles, mientras que, a la vez, lo aborrecían por cómo era, y se reían de él a sus espaldas. "Claro que sí", se decían, "un brujo, capaz de hacer volar cosas por los aires. Qué oportuno que no le dejen hacer magia fuera del colegio. Qué oportuno que deba mantenerlo en secreto. ¡Chalados!"
Pero en una cosa sí tenían razón. Era demasiado oportuno, aunque su palabra sería más frustrante o cruel, que no pudiera hacer magia fuera del colegio. No podérselo demostrar, ni para bien ni para mal, hasta que alcanzara la mayoría de edad era algo que lo repateaba. Y no porque quisiera demostrárselo, no. Sencillamente, odiaba no poder usar su magia. Lo... aturdía.
Con el tiempo aprendería que era mucho más que guapo, y, con más tiempo, que también era mucho menos. Lástima que no aprendiera jamás a mantener mis rodillas fuertes.
Hogwarts era dulce. Diez meses lejos de muggles, lejos de entrometidos, con acceso libre a su magia: todo un sueño. Así sería su vida cuando aquello acabara, se prometía; así y mucho mejor. Dejaría el orfelinato, compraría una casita en algún pueblecito alejado de los muggles y se dedicaría a aprender cosas nuevas, sobre magia blanca y negra, sobre hechizos y pociones, hasta que encontrara la manera de hacer su nombre inmortal. O incluso hacerse inmortal a sí mismo. Había sido su sueño desde pequeño, la respuesta rebelde a cuando deseaba morirse para que todos los que lo trataban mal, que eran muchos, en el orfanato, se arrepintieran de no haber cuidado más al pequeño Tommy, que tan rápidamente se había ido de su lado. Él iba más allá, y les desafiaba deseando ser inmortal, no morir jamás, e ir al funeral de cada uno de ellos, para demostrarles que, a modo póstumo, los había ganado definitivamente. Deseos estúpidos de un niño, quizás, pero, indudablemente, ser inmortal sería algo grande, algo que llevaría a los de su linaje al más puro poder: la vida eterna. ¿Por qué conformarse con un libro de memorias como legado, si se podía compartir un elixir de eterna juventud? ¿Por qué no dejar ese brebaje como herencia, y compartir el mundo con sus descendientes, desde un trono eterno?
Le quedaban muchas cosas por conocer antes de acercarse ni remotamente a esa fórmula, pero había oído rumores sobre un pueblecito de los aledaños de Tirana en los que una fuente contaminada había doblado la vida de unos atónitos muggles siglos antes. Sin contar que un tío suyo, nacido más de quinientos años antes, nombrado en el diario pero del cual no se había vuelto a saber nada, había desaparecido mientras viajaba por centroeuropa, muy probablemente mientras visitaba la capital albanesa. ¿Casualidad? Muy probablemente, pero, para ser sinceros, Tirana era una visita obligada de cualquier aspirante a nigromante, con misterio añadido o no. Viajaría allí, y estudiaría in situ la vida de Sir Grindelwald, seguiría sus pasos y ganaría un nombre, hasta que estuviera preparado para unirse a sus filas. Aunque, para ser sincero, no era ser un secuaz del brujo lo que él ambicionaba, sino ser su sucesor, superándolo, mejorándolo, convirtiéndose siempre en más. Lord Voldemort, el brujo oscuro al que todos temían. Lord Voldemort, aquél que ni siquiera podían mencionar.
Tuvo que sonreír para sí, notando lo ridículo del pensamiento. Él era un Slytherin, él estaba por encima de los demás: no le debería importar la fama. Le sería útil, por supuesto, y por eso la utilizaría a su favor, llegado el momento, pero no se dejaría cegar por ella. Lord Voldemort, inmortal. Lord Voldemort, amo y señor del mundo. Era casi vertiginoso darse cuenta de que era a él mismo a quién veía en la cima del mundo, y no a otro cualquiera, otro fanático Lord a quién todos querrían seguir. Era él, él mismo, y a su alrededor se extendería la pureza, ensalzándolo y alejándolo de los muggles. Las semillas de odio estaban en los corazones de sus compañeros de casa: todos despreciaban a los sangre sucia, todos coincidían en que debían de aislarlos del mundo mágico, al cual no pertenecían por herencia, y sólo necesitaban un buen líder para constituir un ejército sin igual. Se uniría a las filas de Grindelwald, pero sólo para aprovechar su ambiente, en el cuales sus ideas caerían y germinarían, como en un suelo fecundo. Iría al lejano Señor de las Artes Oscuras, se presentaría como un aprendiz, y, en su declive, que Tom sabía cercano, tomaría las riendas como un jefe competente y decidido, y, con él, los sueños de Slytherin se convertirían en hechos.
Y él conseguiría lo que quería: el poder y, más tarde, la inmortalidad.
¿Le importaban, a él, los odios a los sangre sucia que tanto apasionaban a sus compañeros? Con el corazón en la mano, tenía que admitir que no. Que todos ellos los odiaran era normal: se sentían intimidados por su mera existencia. El hecho de ser sangre pura no te convertía en una lumbrera, y, con frecuencia, los hijos de brujos con tradición mágica se permitían holgazanear y demorarse en las tareas, seguros de saber hacer con los ojos cerrados lo que llevaban presenciando desde pequeños, y convencidos, además, de que su mero apellido sería suficiente para llevarlos a donde ellos no llegaran, cosa que, en general, era cierta, y acababan siendo superados humillantemente por los de ascendencia inferior, que, debido quizás a su profundo desconocimiento de la magia, se aplicaban a sus lecciones con más ahínco que ellos. Los sangre sucia, lisa y llanamente, amenazaban constantemente con humillar a los snobs hijos de papás magos.
Él, cuando fuera su comandante, sencillamente transigiría. Lo había pensado muchas veces, y, de hecho, era lo que ya entonces hacía, incluso en la escuela. Los chicos necesitaban divertirse, y era siempre a costa de Gryffindors y sangre sucia, y él toleraba la diversión, sin participar activamente, porque había descubierto que era la mejor manera de establecer deudas inexplícitas, que le resultaban muy útiles cuando necesitaba algo. A veces, incluso los alentaba, les daba ideas, les confesaba secretos ajenos para instarlos a sus travesuras, que acababan debiéndole, y agradeciéndole. Era su manera de hacerse popular, concediéndoles su diversión mientras conseguía lo que necesitaba, y, sorprendentemente, el círculo de sus amistades cada vez era más numeroso y, a la vez, más estrecho.
Pero él no los odiaba como ellos. No, no, como ellos, no. Sí como su antepasado, Salazar, sí como su abuelo, muerto antes de que su madre se casara. (Se casara. ¡Aún le retorcía el estómago sólo de pensarlo!), sí como lo que era: un mago abandonado entre asquerosos y repugnantes muggles, que lo habían explotado año tras año, que lo habían apartado y aislado, con malas maneras, que habían rechazado todo lo que en él era diferente, sin ser culpa suya pero que, por mucho que lo intentara, no podía evitar. Un mago rechazado por su propio padre, echado de casa con su madre, cuando ella aún estaba embarazada, cuando ella, enamorada, ¡¡enamorada de un muggle, por favor, ¿se podía cometer error más grave?!!, lo cargó con un nombre que odiaba, que maldecía, que había jurado borrar de la faz de la tierra. ¡!Oh, patéticos y tediosos muggles, siempre arrastrándose entre el barro, siempre limitados e incapaces de admitir su limitación!! Odiaban por definición todo aquello que era diferente, y habían destrozado la infancia de Tom sólo porque él demostraba poder hacer cosas que, según su concepción del mundo, eran imposibles. ¡Loco, lo habían llamado! ¡Loco y fantasioso, por creerse capaz de romper cosas sólo enfadándose! Pues ahora, ¡que se retorcieran, al verle loco de verdad! Era un loco, un loco como todos los Slytherins, locos capaces de cualquier cosa con tal de conseguir su meta. Loco, según sus nociones de estúpido cristianismo piadoso, de la ley del más débil, de ir contra natura protegiendo aquellos que deberían morir por su inadaptación, su debilidad, su pobreza. ¡Loco, cerebro reblandecido, como Nietzsche, como su Zaratustra! ¡Loco, y jamás tan cuerdo!
Odiaba a los muggles. Los odiaba, odiaba todo cuánto había visto de ellos y creía sinceramente que no era injusto al hacerlo. El orfanato no había sido más que tortura, hasta los once años, y sólo habían empeorado sus befas cuando había recibido la carta que lo cualificaba oficialmente de chiflado, que le había llegado, para más inri, ¡vía lechuza! Si antes tenía que aguantar a diario las palizas de Marcus, las burlas de las cocineras y los desplantes del director, que siempre encontraba cómo criticar duramente su trabajo, por mucho que se esforzara, a partir de aquella carta la tensión subió varios órdenes de magnitud, y todos los chicos del orfanato, que antes se mostraban pasivos ante él, se creyeron en derecho a despreciarle descaradamente, y a bromear sobre su cordura.
Y sólo una vez, sólo una, había acudido a su padre, en busca de ayuda, cuando ya lo creía todo perdido. Sólo una vez... pero había jurado que sus palabras le costarían la vida. Había sido dos veranos antes, cuando había pensado que la crisis había llegado a un punto crítico, y su padre no sólo no había querido ayudarle sino que se había burlado de su madre, asegurando que era imposible que un engendro como él fuera hijo suyo, y que seguro que ella había usado magia negra para concebirlo, en alguna de sus orgías satánicas, con la intención de recuperarlo. Que ya había usado magia negra con él una vez, para conseguir casarse, y que repudiaba todo aquello que tuviera que ver con ella.
Tom sacudió la cabeza, intentando borrar el recuerdo de su mente. Recordaba cada gesto, cada palabra, cada mirada de odio que le había dirigido la única familia que tenía en el mundo, y la rabia lo corroía. Pero estaba a punto de llegar a la estación y, como cada año, pretendía hacer de Hogwarts su paraíso sin muggles. Con hijos de muggles, de acuerdo, y los odiaba tanto como a sus padres porque casi todos ellos hablaban y se comportaban como si nada cambiara en sus vidas, respecto a las de sus padres, por el hecho de tener magia. Eran muggles, a todos los efectos, y perturbaban su reducto de paz.
El coche del director giró una última esquina y King's Cross apareció ante ellos. En cuanto el coche paró, delante de una de las puertas de la estación, Tom se despidió muy educadamente, salió del coche y sacó su baúl del maletero. El director ni siquiera se molestó en bajarse para ayudarlo; lo había hecho los primeros dos años pero, desde que Tom había demostrado ser capaz de valerse solo, ni siquiera se entretenía a mirar para comprobar que el chico estuviera bien. Que no era que él deseara su ayuda, igualmente: su equipaje era demasiado importante para dejar que nadie lo tocara. Además, lo había encantado en primero para que no pesara más de lo que él podía cargar, por lleno que estuviese, y el director tampoco era necesario.
En sólo unos minutos cruzaba la puerta y entraba en la estación, abarrotada, como de costumbre, por un enjambre de muggles. Ni siquiera les prestó atención y, billete en mano, empujó el carrito en que había dejado su baúl hasta los andenes nueve y diez. Una familia, evidentemente pura sangre, con un chico de once años y una chica de unos nueve, cruzaba entonces la pasarela hasta el andén de Hogwarts, sin molestarse ni siquiera a comprobar que ningún muggle los viera, y sin dejar de murmurarle frases sobrias a su hijo, un recién llegado al colegio, con últimas instrucciones antes de su gran debut.
- Escríbenos tan pronto como estés en Slytherin - le decía el padre, con voz autoritaria. - La pequeña Le Fay cuidará de ti.
La pequeña Le Fay, repitió mentalmente Tom. La pequeña de cuatro hermanos, pero no pequeña en absoluto: ese sería, si mal no recordaba, su último año en Hogwarts. Anna Le Fay, la prefecta de Slytherin durante los dos últimos años, la mejor estudiante de su curso y la hija de una de las casas más importantes de la alta aristocracia. Si ese chico tenía que ser cuidado por la menor de los Le Fay, no cabía duda alguna de que él no era menos importante que la familia de ella. Se fijó en los padres un segundo, tomando una nota mental de cada uno de ellos, y luego observó el uniforme del chico, de la mejor calidad, confeccionado a medida por Madame Melkin, sin duda. Otro pequeño talento al que descubrir en los próximos meses.
Cuando la familia cruzó el muro, Tom se apresuró a hacer lo propio, y entró rápidamente en un compartimiento vacío, seguro, por experiencia propia, que cualquier vacilación a la hora de dirigirte a un vagón equivalía a tener que compartir sillón. Y, con sus verdaderas vacaciones a punto de comenzar, esas vacaciones lejos de muggles que tanto se merecía, lo único que le apetecía era disfrutar de paz y silencio en su departamento, leyendo algún buen libro.
Entró, pues, y se sentó en el primero que vio libre, justo a la derecha de la entrada. En el de al lado ya había tres alumnas de primero, que comentaban excitadas lo nerviosas que estaban, y las escuchó unos minutos, reviviendo el miedo y la agitación de su primer viaje en ese tren, hasta que Nidgey llamó su atención para que le diera algo de comer, y, después de cumplir los deseos de su dama, que, aunque nunca la criticaría, cada día parecía tener más apetito, tomó el libro de pociones que había comprado para ese curso y se puso a hojearlo, tomando nota de las variaciones de las pociones descritas que podría hacer durante el curso que estaba a punto de empezar para profundizar en sus conocimientos.
Una vez muerta, asesinada por error por Tom, no dejó de perseguir a Olive hasta que ella hizo que decretaran su reclusión. Ni siquiera pensó en sus padres, en su familia, en lo que le gustaba a ella de verdad, en lugar de dedicarse a la venganza. De alguna manera, nos enseñó una lección de terquedad y constancia; creo que jamás podría igualarla. Pero, a la vez, fue una criatura tan desgraciada en vida que se convirtió en fantasma casi sin darse cuenta. Igual que el profesor Binns. Igual que el Barón.
Siempre me han compadecido sus vidas: tanto sufrimiento, tanto odio, tanta apatía. Y eso, mi amor, también va por ti.
Llegaron al castillo, como cada año, cuando caía la noche. El tren aminoró la marcha gradualmente, y él esperó sentado hasta que se paró del todo. Había cambiado su jersey muggle por el del uniforme una media hora antes, y su capa estaba en el asiento de al lado, preparada para ponérsela justo antes de salir. Por lo demás, su equipaje estaba preparado, en perfectas condiciones, para ser llevado a su habitación, los libros que había leído durante el trayecto devueltos a su sitio. Nidgey, desde su pequeño hogar, sobre el baúl, lo observaba, con una placidez casi burlona, mientras él revisaba otra vez sus efectos, asegurándose de no dejarse nada ni de haber puesto cosas frágiles en lugares peligrosos.
- Te esperaré en la habitación - siseó ella cuando él se levantó, decidido por fin a salir. - Buena suerte con los pequeñajos, prefecto.
Él asintió, sonriendo lacónicamente a la serpiente, pero sin responderle oralmente. Era muy peligroso demostrar quién era él mientras aún estaba en el colegio, y, aunque las niñas que habían estado en el compartimiento de al lado ya habían bajado minutos antes, tan pronto como las puertas se habían abierto, ansiosas por ver el castillo de cerca, nunca se sabía cuando lo podían estar escuchando a uno.
Era su primer año como prefecto. Como mejor estudiante de cuarto, nadie había dudado que sería nombrado prefecto en quinto, pero él tenía que reconocer haberse sorprendido cuando le llegó la carta con la insignia. Se la había esperado, por supuesto, y no podía decir que fuera inmerecida, pero muchos otros Slytherins, de familias mucho más poderosas e influyentes, habían prometido hacer todo lo posible para conseguir la insignia que acompañaba a muchísimos privilegios de prefecto. Dippet bien podía haber decidido escuchar a los padres de los otros, e ignorar las cualidades.
Además, a medida que había ido avanzando el verano, y que por fin descifraba el misterio del diario S, la asignación de los cargos de prefectos desapareció de su mente y, si no hubiera llegado la carta con la insignia, ni siquiera se hubiera acordado de que él era un candidato al puesto. Después de todo, los asuntos del colegio no se podían ni comparar a los secretos familiares que estaba desentrañando, gracias al diario, y la sola idea del poder que conseguiría con él hacía que el gobierno de Hogwarts pareciera una minucia.
La Cámara de los Secretos. La Cámara del Secreto, la Cámara de Slytherin, la guarida de la bestia que sólo él podría controlar. Apofis, el gran Apofis, abandonado solo en esa inmensa gruta, esperando que alguien como él lo guiara. La herencia de su antepasado, directamente hasta él a través de los siglos. Y él, por fin, un heredero capaz de abrir la cámara.
Apofis tenía que ser, con toda seguridad, un basilisco enorme, a esas alturas. Tom sabía prácticamente de memoria la descripción de la creación de Apofis, por obra y gracia de Salazar Slytherin: cómo había conseguido el huevo de gallo, lo había cuidado durante meses, hasta encontrar un sapo que lo cuidara, y cómo había roto el cascarón y había salido, no más grande de lo que era Nidgey cuando Tom la rescató de un nido de lechuza, para convertirse, en sólo dos meses, en una enorme serpiente de ojos amarillos con las dimensiones de una boa constrictor joven. ¿Cómo predecir su tamaño, después de tantos años de soledad y de ratas? Poco después de nacer, Salazar le había dado el nombre de Apofis, por el que sería conocido entre aquellos que le fueran fieles, lo había envuelto en un paño húmedo y lo había llevado a la habitación secreta, donde, tres veces al día, él acudía para alimentarlo con ratas vivas, que pronto aprendió a cazar. Cuando el reptil demostró poderse valer por sí mismo, Salazar lo abandonó y cerró la cámara tras él, justo antes de abandonar el colegio para siempre, con la promesa de que, algún día, su heredero lo liberaría e impartiría justicia entre aquellos que se habían opuesto a él.
¿Debería hacerlo en seguida? Tom intentaba imaginar cómo sería la habitación que encerraba al reptil y la curiosidad le aceleraba el pulso. Sí, tendría que ir pronto, tendría que visitar pronto la sala, o no podría descansar tranquilo. Dudaba más respecto a cumplir la venganza de su antepasado, pero estaba claro que iría a ver la Cámara de los Secretos tan pronto como sus deberes de prefecto se lo permitieran. Era lo menos que se debía, después de cuatro años de intensa investigación al respecto, descifrando todos y cada uno de los acertijos que escondía el diario.
El problema era que no quería atraer la atención hacia sí mismo. Si hacía algo por liberar el basilisco, tendría que hacerlo bien, para que nadie lo pudiera relacionar en el mismo. No podía permitirse el lujo de ser un sospechoso de asesinato. Era ambicioso, en muchos sentidos, y sabía que una publicidad como ésa le cerraría muchas de las puertas que ansiaba cruzar. Sin contar que, si lo mandaban a Azkaban, darían al traste con todos sus planes. Así pues, visitaría a Apofis, buscaría el momento oportuno y, si se terciaba, lo liberaría de su prisión. Se lo tomaría como un reto: encontrar la coartada perfecta, tener un plan maestro. Y, hasta que lo tuviera, se resignaría a la paciencia.
Yo tenía sólo once años, por aquél entonces, y ese preciso día tenía un trabajo de historia por hacer, así que me pasé toda la tarde en la sala común, trabajando. No me fijé cuándo salía o entraba Tom, así que ni siquiera hubiera podido decir si estaba o no en su habitación cuando todo pasó, si me lo hubieran preguntado. Cuando acabé, me fui a la cama y dormí hasta que, a eso de las tres de la madrugada, picó una chica de segundo a nuestra puerta, para avisarnos de lo que había pasado. Myrtle había desaparecido aquella tarde y había aparecido, de repente, en la sala común de Hufflepuff, su residencia, ¡convertida en fantasma! Los prefectos nos estaban reuniendo en las residencias a todos para asegurarse de que no faltara nadie, y todos teníamos que ir a la sala común para pasar lista. El heredero de Slytherin había vuelto, y se temía por la vida de todos los alumnos.
Creo que jamás olvidaré aquella noche. Estábamos todos nerviosos, los más pequeños por miedo, los mayores por satisfacción. Ahora pienso que, probablemente, el noventa por ciento de los que me rodeaban, en aquella mazmorra que llamábamos residencia, debían de haber esperado toda su vida, y las vidas de sus padres, y las de sus abuelos, que algo así pasara. Comentaban, excitados, que la habían encontrado muerta en uno de los lavabos del segundo piso, el que estaba cerca de la biblioteca, y yo me horroricé: había estado en esos lavabos decenas de veces. Ella lloraba, porque había vuelto a reñir con Hornby, y, de repente, había visto un par de ojos amarillos. Antes de darse cuenta, era un fantasma.
Era una sangre sucia, comentaban en murmullos aún más bajos, temiendo la reprimenda, quizás, de algún prefecto, aunque era dudosamente necesario. Hija de muggles, ni siquiera podría ir a vivir con sus padres, si el ministerio no lo autorizaba. Sangre sucia, la víctima ideal del heredero, se decían unos a otros con orgullo.
¿Y Tom? No puedo decir que lo recuerde. Debía de estar atareado, como todos los prefectos, controlando el caos que reinaba esa madrugada. Tengo imágenes confusas de él, hablando con Anna, la directora de los prefectos de las cuatro residencias, para ponerse de acuerdo en las acciones a llevar a cabo, pero podrían no ser más que imaginaciones mías, recuerdos inventados para suplir el paso del tiempo.
También creo recordarlo pensativo, sentado en el sofá, encargado de vigilar que nadie saliera de la sala común, cuando ya nos habían autorizado a subir a dormir, de nuevo, pero tampoco estoy segura.
Y, cuando denunció a Hagrid, aquella misma semana, porque Dippet le había dicho que cerrarían la escuela si no se encontraba al responsable, ni siquiera nos enteramos de que había sido él quién lo había resuelto. Supimos, claro, que Rubeus había sido expulsado, porque fue casi un escándalo, y, unas semanas después, alguien notó que había una placa nueva en la sala de trofeos, concedida a Tom por méritos especiales, pero nunca nos explicaron por qué, y todos coincidimos que debía de ser por su gran papel como prefecto durante la crisis, o por sus inmejorables expedientes académicos. Me figuro que todos sospechamos ya entonces la heroicidad de nuestro prefecto, pero callamos, por discreción. Yo, por lo menos, nunca dudé que esa placa se debía a haber descubierto a Rubeus, y lo admiré por ello. Era una niña, y no sabía nada del mundo.
Rubeus iba a tercero, entonces, y tardó algunos años en volver a Hogwarts como guardabosques, los mismos que duró Dippet como director. Para entonces, claro, Tom ya no estaba, ni nadie que le pudiera recordar lo que se decía que había hecho, y Dumbledore, que sospechó de Tom desde el primer día, lo recibió con los brazos abiertos.
Tom nunca volvió a intentar acercarse a la Cámara de los Secretos, que se supiera. A partir de aquel fiasco, que estuvo a punto de descubrirlo, se volvió aún más prudente, y pasó por su presencia en nuestra escuela con pies de plomo. Si, a escondidas, volvió a la guarida, lo ignoro. Sé que el baño estaba clausurado y muy vigilado desde que se encontró el cuerpo de Myrtle en él, así que, supongo, no debía de poder volver a ella durante años. Con nosotros era el mismo: educado, cordial, encantador y atractivo, dispuesto a ayudar con una lección que se te atravesara y bastante reservado en cuanto a su intimidad. Era, para todas, el chico perfecto, y yo me enamoré, de esa manera infantil y loca que sólo puedes vivir a los doce años, de todo lo que representaba. Caí a sus pies, deslumbrada por su sonrisa. Y él lo supo desde el primer momento.
Myrtle, Myrtle, Myrtle. ¡¡Odiaba a esa entrometida!!
Nidhogg lo llamó con un susurro sostenido, y él entendió que estaba molesta con él, por el tono con que lo hizo. Había estado ocupado durante días, antes con la Cámara y ahora con las tareas de prefecto, y Nidgey, que no era buena perdedora, bufaba de celos. Sabía, por experiencia, que tendría que mostrarse más afectuoso y pacificador que de costumbre. Odiaba cuando esa tonta se ponía así, sobre todo porque no le daba razones para estarlo y porque, ¡caray, sólo era una serpiente!
- ¿Sí? - respondió, solícito, en contra de su mutismo habitual a que se obligaba entre los muros del colegio.
- Tengo hambre - explicó el reptil.
Él asintió rápidamente y la alimentó, sin dejar de sonreírle.
- Estás creciendo - comentó, mientras ella devoraba un trozo de carne.
- Claro - espetó ella, ofendida. - ¿No creerás que sólo crece Apofis, verdad?
Él sacudió la cabeza, cerrando los ojos con resignación. O sea que era eso, aún seguía con lo del basilisco. Nidgey no sabía compartir, y le había sentado fatal ver que él dedicaba parte de su atención a otro ofidio.
- Serás preciosa, cuando acabes de cambiar la piel - siguió halagándola él, acariciándole el lomo con la mano. - Ya eres preciosa ahora.
- ¿Con esta pinta? - se burló ella. - ¡Oh, vamos, si parece que me estoy cayendo a pedazos...!
Tom sacudió la cabeza suavemente y la ayudó a deshacerse de unos centímetros más de piel.
- Me gusta el color que te está quedando, esta vez - murmuró.
- Sí. Es como más marrón, ¿verdad? ¿Te gusta? ¿De verdad?
Tom asintió y la volvió a acariciar. Nidgey no sabía distinguir los colores pero, a la vez, era horriblemente coqueta, y le encantaba saber, de memoria, cómo era su piel, y si los colores quedaban bien juntos. Se habían pasado horas hablando sobre los colores, siempre inquiriéndole sobre combinaciones de colores, para memorizar los que pegaban y los que no, y comentando las pigmentaciones, sutilmente diferentes, que había tenido ya la serpiente, de las cuales ella se acordaba de memoria con una precisión exasperante.
- Supongo - dijo ella, al cabo de unos instantes - que volverás a ver a Apofis.
El suspiró, harto. Apofis era estúpido, era el ser más estúpido y cabezota que había conocido jamás. Su conversación era aburrida, su cerebro minúsculo, y hacerle razonar era casi imposible. Era un esclavo perfecto, sí, pero él esperaba algo más de una criatura tan mítica, y hubiera preferido, mil veces, que hubiera sido tan celoso y cargante como Nidgey si, a cambio, tenía la mitad de su ingenio. ¡Él ansiaba un igual, alguien con quién comparar puntos de vista! Esperaba encontrar a un gran filósofo, a un gran pensante, puesto que había pasado mil años solo, y esperaba aprender mucho de él. ¡Y, en cambio, Slytherin dejó en la Cámara de los Secretos al retrasado mental de las serpientes! Desgarrar, desgarrar. Déjame matar. ¡¡Pelma!!
- Nah, Nidgey - dijo, cansado. - Ahora estará muy vigilado y, la verdad, no me puedo arriesgar. Además, él ha esperado años a que llegara alguien, y hasta ahora no le ha importado. No creo que me eche mucho de menos.
No, en absoluto, pero sabía que no podía explicárselo a Nidgey, que era una cotilla como pocas. No era que tuviera nadie a quien contárselo, en el colegio, pero Nidgey se acordaría durante años y se aseguraría de criticar a Apofis con cada una de las serpientes con que se encontrara. Sin contar que se lo estaría recordando continuamente. Por eso era mejor callar que Apofis ni siquiera había notado que había estado solo durante mil años, ni que, al verlo entrar, lo había llamado Salazar. 'Zzsar, de hecho, porque ni siquiera sabía pronunciar bien.
'Zzsar. Qué irónico. Cinco años para descifrar adónde estaba la Cámara, pero ni un comentario sobre la estupidez de los basiliscos. Debía de ser la mezcla de sangres. Debía de ser característico de la especie.
Y él, que esperaba un erudito.
¡No, claro que no volvería! Lo dejaría más fácil, para que su heredero pudiera cumplir, si así lo quería, la ansiada venganza, y le avisaría con antelación, sobre todo, de que Apofis sólo servía para seguir órdenes. Esperaba que su hijo valorara tanto como él la iniciativa de los subalternos, pero que también supiera perdonar mejor la ineptitud. Quizás él podría aguantar a Apofis lo suficiente como para limpiar Hogwarts de sangre sucia. Quizás a él le importara lo suficiente como para hacerlo. A Tom, en cambio, todo eso le daba igual. Él odiaba a los muggles, y muggles no había en Hogwarts. Y odiaba, de rebote, a los sangre sucia, porque le recordaban la realidad externa a la escuela. Era sólo que era fácil ignorarlos. Vivía en Slytherin, hablaba sólo con gente escogida y se relacionaba poco en clase: no necesitaba más para tener una vida completamente limpia de hijos de muggles.
A ver cómo salía su hijo.
Y, como si hubiera leído su pensamiento, Anna asomó la cabeza tras la puerta de la habitación de los chicos de quinto.
- Tom - lo llamó, suavemente, y él se giró para saludarla con una sonrisa de compromiso.
- Hola - le dijo, y ella entendió que podía entrar.
- Hola - repitió la chica, y se acercó a donde estaba él. - ¿Dando de comer a Nid?
El chico asintió y movió la cabeza en dirección a la puerta que ella acababa de cruzar.
- ¿Pasa algo? ¿Nos llaman?
La chica sacudió la cabeza y suspiró suavemente.
- Venía a ver lo que hacías - se explicó. - Me han dicho que estabas aquí, solo, y he venido a hacerte compañía.
Hablando de estúpidos, se dijo Tom con hastío. Anna Le Fay, la perfecta prefecta Anna, intentando ligar con él. Si no lo enfureciera, se sentiría incluso halagado.
¿Por qué él? Él no esperaba encontrar amor en su vida, pero, con mucho, esperaba encontrar alguien mejor que Anna. Que, ¡de acuerdo!, era todo un honor ser cortejado por alguien tan increíblemente importante como ella, y más cuando, según todos decían, la chica tenía ya ofertas suculentas de matrimonio.
Si no lo valorara sólo porque había descubierto a Hagrid, a Tom incluso podría llegar a gustarle que lo hiciera.
No, pero, en serio, Anna era estúpida. Para ser tan inteligente, no tenía ni una sola idea propia en la cabeza. Tenía tres hermanos mayores, y suponía que, a parte de consentirla más allá de cualquier razón, habían sido ellos los que habían llenado su cabeza de ideas preconcebidas, prejuicios y juicios de valor que ella repetía hasta la saciedad. Cuando se diera cuenta de sus errores, sería una mujer tremendamente desgraciada, y no sería él quién la acompañaría en ese camino.
Además, que no. Anna era demasiado importante; si hablaran de empezar una relación, la familia de ella se opondría fuertemente. ¡Y ella ni siquiera le gustaba! No se podía permitir una novia como ella: si jamás llegaba a ser algo en la vida, todos dirían que fue con la ayuda de la familia de su esposa. Su orgullo no lo soportaría.
Pero ella, en cambio, erre que erre. Creaba momentos para hablar con él, buscaba su compañía y se insinuaba de manera más que evidente. Como él no reaccionaba, ella insistía hasta que él, sin poder soportarla más, se disculpaba discretamente y se aislaba en su habitación.
Y todo por haber descubierto a Hagrid.
Pero, claro, ¿cómo esperaba tener un hijo? Tendría que casarse, y para eso hacía falta una chica enamorada de él. ¿Por qué no Anna? Si tampoco esperaba amar a otra, ¿por qué no comprometerse en quinto, casarse después de séptimo y tener un hijo para cuando tuviera veinte años? ¡¿O qué planes tenía en la vida?!
Nidgey suspiró y se enrolló sobre sí misma.
- Si no te interesa la chica, deberías decírselo - la oyó quejarse. - Aunque no es como si te pidiera matrimonio: sólo te demuestra que te admira, y eso, viniendo de alguien como ella, que siempre ha estado por encima de todos, por su clase, no es despreciable.
Tom miró a la chica, sopesando las palabras de Nidgey, y suspiró también antes de dejarse caer sobre la cama.
- ¿Cómo va todo, Anna? - le preguntó, finalmente.
- Bien - respondió ella, con una sonrisa. - He estado hablando con Dippet sobre las medidas de seguridad.
Eso debía ser, pensó Tom de repente. No soportaba a Anna, ni que se le insinuase, por la falta de liderazgo. Era una jefa patética, que no sabía tratar a sus subordinados y que tenía poca conciencia de lo que era adecuado, y lo que no, en situaciones de crisis. ¡Vamos, si Tom, un prefecto acabado de nombrar, había tenido que tomar el mando, cuando ella se había quedado muda por lo que caía sobre sus hombros! Era una chica preciosa, lista y con un gran sentido del saber estar, pero eso era todo: una concha vacía. Era buena en los estudios, pero jamás profundizaba en temas que no fueran estrictamente académicos; era genial en sociedad, pero jamás tenía una conversación interesante. No tenía inquietudes, no tenía interés por el mundo, más allá de lo que constituía su mundo. Y, de repente, Tom se sintió sin ningunas ganas de convertirse en parte de su mundo. ¿Cruel? Si lo era, lo sentía, pero no lo podía evitar: Anna no le gustaba, para nada. Además, se iría el año siguiente, y no la volvería a ver; ¿por qué complicar la vida de los dos? No, no, no se sometería a lo que ella quería. Ella le admiraba, pero él a ella no, y no podía fingir que era al contrario.
Fuera como fuera, no estaba preparado para una relación, ni remotamente, y con eso le bastaba para saber que no podía empezar nada con Anna. Se casaría y tendría el heredero, pero sólo después de haber recorrido el mundo, sólo después de haber aprendido lo suficiente, sólo cuando tuviera algo que ofrecer al pequeño. Cuando éste fuera el hijo de Lord Voldemort, y no el del bastardo Tom M. Riddle, hijo de un muggle que lo abandonó antes de nacer y lo condenó a pudrirse en un orfanato.
Todo esperaría, mientras se dedicaba a instruirse, y, entonces, y sólo entonces, se dedicaría a construir una familia. Pero antes tenía que ser poderoso. Sabio.
Y, por cierto, que se estaba demostrando muy indeciso, en esa situación. Estaba siendo incoherente, dejándose llevar por lo que sentía (No me gusta Anna y no quiero que lleguemos a ser más que compañeros) e intentándolo racionalizar a posteriori, mientras que los objetivos de su vida lo empujaban en el sentido contrario. ¿Qué tenía que hacer, ceder a la chica para estar más cerca del hijo que deseaba tener de mayor? Todo su cuerpo se rebelaba ante el pensamiento: sexo, una noche, puntual y sin compromisos, sería algo que no dudaría con Anna, pero un hijo, un compromiso, unos años, aunque fueren pocos, juntos, se le antojaba insoportable. No le gustaba Anna y, aunque no sabía decir por qué, se ceñiría a sus impulsos. Habría tiempo para un hijo cuando creciera. Y habría otras mujeres.
Además, había otra cosa que le daba rabia de Anna: que hubiera creído que él había descubierto a Hagrid, y que hubiera creído que alguien como Hagrid sería capaz de abrir la Cámara. Era una convicción general, y él era el único responsable de haberla empezado, pero, por mucho que le conviniera, lo torturaba. ¡¿Todos eran tan estúpidos?! ¿No había nadie, ¡nadie!, capaz de ver la incoherencia?!
Oh, sí, había una persona, pero no era apta ni para sexo ni para engendrar, ni ganas tenía Tom de que fuera al contrario: el profesor Dumbledore. Sólo por dudar de él, sólo por apoyar a Hagrid, Tom lo respetaba y, casi, lo admiraba. También lo odiaba, sí, pero, al menos, tenía un adversario digno.
Y es que la lucha, y el posterior triunfo, no importan si antes de empezar ya sabes que ganarás. No, al menos, para los que, como él, amaban el reto.
Al principio no le daba demasiada importancia al hecho de hablar con él; sólo era un monitor más, un alumno de quinto más, nada del otro mundo. Lo encontraba, claro, muy atractivo, y me sentía nerviosa cada vez que nos cruzábamos, con esa vergüenza incomprensible de los doce años, pero no me fijaba si hablábamos mucho o poco, si teníamos conversaciones interesantes o si tan sólo llenábamos el tiempo de banalidades. Desde el principio supe su nombre, y él el mío, pero tampoco era nada del otro mundo: siempre tuvo una memoria prodigiosa, y tardaba unos pocos minutos en memorizar los nombres de todos los nuevos alumnos de nuestra residencia. Recuerdo que me sorprendió, cuando empezó segundo, porque, ya la primera vez que se dirigió a los recién llegados, en el comedor, para acompañarlos a la residencia, después de la ceremonia de selección y la primera cena, llamó a algunos por su nombre, sólo de haber escuchado cómo Dumbledore los llamaba. Debí mirarlo con una expresión que delataba mi asombro, porque rió suavemente al verme y me guiñó el ojo.
Es curioso que todavía me acuerde hoy, tantos años después. Supongo que reviví aquel guiño muchas veces, en la soledad de mi cuarto, con el estómago revuelto de deseos de volverlo a ver. Pero es que Tom era muy, muy guapo. Creo que ni él sabía cuánto, por mucho que se diera cuenta de que todas estábamos como locas con él. Se aprovechaba, sí, usando una sonrisa para conseguir lo que necesitaba, pero dudo que supiera por qué era tan magnético. Y no era sólo su aspecto. Es que Tom, por irónico que pueda parecer, siempre pareció un niño bueno. Formal, educado, siempre sabía estar en el lugar que le tocaba, y lo hacía magníficamente, pero, y creo que con eso nos ganaba a todas, con un deje de misterio y de tristeza que nunca borraba del todo. Imagino que se le quedó en la mirada después de una infancia tan horrible como la que pasó. Y, a posteriori, creo que eso era lo único real que había en su persona: esa melancolía.
En eso, y cómo me odio por pensarlo, ¡cómo me odio por atreverme, ni siquiera, a comparar!, en eso me recuerda a Remus.
Nota: Me ha costado mucho arreglar el formato de Word para que se entendiera algo, ya que Fanfiction.net ignora la mayoría de etiquetas HTML que de verdad son útiles. Por tanto, sé quizás que es difícil ver cuándo es una voz o la otra, y lo más que he podido hacer es poner reglas horizontales para separar. Lo siento, pero no sé qué más hacer. Si te gusta el fic, creo que lo mejor es que intentes seguirlo desde mi página web, , donde uso que marcan cambios de color y de indentación, aparte de la cursiva. ¡Gracias!