Hola sí cómo están. Cof. Hoy es el primero de enero, espero hayan tenido una genial fiesta de año nuevo y si es que no fue así, no se preocupen, siempre tienen otro año para celebrar.
Lo sé, fue una pésima broma.
En fin, este es un nuevo fic que estoy creando y bueno, qué se le va a hacer. Cuando la inspiración viene, hay que recibirla con las piernas digo puertas abiertas. Cof. Ojalá les interese este... ¿prólogo? Sí, es un prólogo. Ok. Sí. Ojalá les interese. Mucho loff para todas ustedes, recuerden que hay un zorro en las sombras y ésa soy yo.
Primer encuentro.
28 de agosto.
Está echado cómodamente sobre la hamaca que ha colocado hace pocos días en su jardín trasero. Sus manos balancean con un equilibrio impecable una lata de cerveza medio vacía y su teléfono celular. Años de derramarse la cerveza en la ropa y que el móvil le golpee la cara han dado sus resultados. Ahora ya no sólo es un flojo que se recuesta sobre la hamaca de su casa. Se ha vuelto todo un maestro en la armonía alcohol-tecnología.
No es que sirva para algo, pero quiere creer que sí.
Está pensando en que debería cambiar los azulejos del baño lo más pronto posible, ya que la semana pasada una sección entera se soltó de la pared y se rompió en el suelo, cuando el ruido de un camión llega a sus oídos como un murmullo constante. Evalúa la posibilidad de que sea un transporte de maderos o metales, cuando el ruido se detiene cerca de la casa. Quizá podría tomar ese inusual evento y convertirlo en una historia para su página de Facebook. Toma un sorbo de cerveza que le amarga la lengua y enfría la garganta, y el barullo de un grupo de hombres se escucha a la distancia.
–¡Goyle, maldito imbécil! ¡No sirves ni para llevar un par de muebles! –gritonea uno a otro, sonando sumamente enfadado. Que se escuche tan fácilmente a pesar de que Harry y él están separados por varios metros, es una prueba de que el hombre debe tener un buen par de pulmones y unas cuerdas vocales impresionantes.
Bebe otro sorbo de su lata y se levanta guardándose el móvil en el bolsillo trasero de sus vaqueros. Con la cerveza en la mano entra a la casa por la puerta del jardín, que hace un curioso sonido parecido a un chirrido. Los goznes deben estar oxidados¸ piensa. Sube al segundo piso lentamente y entra a su habitación, que tiene una excelente vista de la calle. La enorme ventana está abierta de par en par, y la cortina está corrida. Se pregunta cuándo hizo eso.
Hay un enorme camión de mudanzas estacionado en la casa de al lado, donde antes vivía la Sra. Figg y sus ejércitos de gatos. El camión tiene las puertas metálicas de par en par, y de él, hombres uniformados de azul acarrean diversos muebles y decoraciones. Harry admira en silencio el bonito sofá de cuero negro. Le gustaría tener uno así.
Repentinamente un automóvil se estaciona por delante del camión y Harry silba, contemplando el increíble coche que luce impecable. Los neumáticos parecen nuevos y la carrocería brilla de lo limpia que está. Es un modelo nuevo y a simple vista se sabe que es carísimo. De seguro al dueño debe haberle costado un buen montón de libras. Su mismo auto, que ni siquiera fue comprado nuevo, le costó dos años de hamburguesas del McDonalds y latas de atún compradas en la tienda de la esquina del barrio como cena.
Madame Rosmerta vende las mejores latas de atún de todo el país, pero dos años eran dos años y diarreas eran diarreas.
La persona que baja del auto, cerrando fuerte la puerta del lado del conductor, le hace escupir inevitablemente un chorro de cerveza y provoca un repentino apretón en sus pantalones. El dueño del coche tiene pinta de gerente empresarial, pero de esos que te encontrarías en un vídeo porno de buenísima calidad en Brazzers. El hombre es todo un adonis en un traje de dos piezas que se le ajusta en todos los lugares apropiados y Harry piensa que con gusto sería el secretario cachondo de aquel vídeo.
La lata se queda sin alcohol y Harry frunce el ceño. Madame Rosmerta vende buen atún, pero su licor es mierda con todas sus letras. Lo único bueno que tiene es que las promociones de los viernes por la noche le permiten no gastar de más y preocuparse de cosas más importantes, como cuidar su nevera.
Al que no le preocupaba su nevera era al viejo Aberforth Dumbledore, el mesero del Cabeza de Puerco. Ese hombre tiene la creencia de que su alcohol era el mejor en Europa porque sus precios estaban por las nubes, y según Mundungus, el vagabundo del barrio, seguirían subiendo. Sinceramente, Harry a veces quiere reventarle uno de sus mugrientos vasos en la cabeza a Dumbledore.
El gerente caliente se ha quitado las gafas de sol mientras Harry divaga sobre los altos precios del licor de Dumbledore, y ha dirigido sus ojos a los trabajadores, observando con irritación mal disimulada. No dice nada y se limita a mirar críticamente el trato que le dan a sus cacharros.
Harry opina que no debería de quejarse siquiera. Cuando él se mudó, el grupo de idiotas que le habían ayudado con todo el traslado le habían roto el aparador de la cocina y ni le habían devuelto el dinero de la compra como compensación. Los muebles del gerente caliente están siendo tratados como trastos de la realeza en comparación.
Mira su lata, ahora vacía, y la lanza al aire. Si la tira al cubo de la basura en la cocina, su madre notará que ha estado bebiendo y le regañará como siempre hace cuando encuentra alcohol en casa.
Su mala suerte le juega chueco y hace que la lata impacte contra el parabrisas del coche del gerente caliente, con tanta fuerza que rompe el vidrio con un sonoro "¡Crash!" y rebota en el asiento del copiloto. Harry boquea, y algo en su cabeza le obliga a darse la vuelta para entrar a casa y esconderse por los próximos, quizá, cinco años.
Y mientras Harry hace una retirada cobarde con dirección a las profundidades de su hogar, los gritos de indignación del gerente caliente revientan los tímpanos de los trabajadores de mudanzas.