- Prólogo y dedicatoria -
Hay personas que poseen la suerte de tener una sensibilidad fuera de lo común. Personas que son capaces de percibir lo que les rodea más allá de lo que sus sentidos pueden captar y que permite que las emociones les atrapen por completo.
A veces se asocia esta mayor sensibilidad con un término que se llama sinestesia. Y a veces, también, las personas que poseen este rasgo que yo considero una bendición, se sienten tan diferentes a los demás que no saben cómo encajar en el mundo.
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El color de las emociones
Capítulo I
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"¿Cómo puede analizar la vida aquel que no tiene el corazón repleto de ésta? ¿Cómo puede conocer las pasiones, y los deseos, y los movimientos del alma, aquel que no tenga un alma atormentada?"
- Fernando González Ochoa -
Marron oía las gotas de lluvia golpeando implacablemente los ventanales de su estudio. La noche teñía de oscuro desde hacía horas ya el paisaje urbano y a través de los cristales empañados poco era lo que podía vislumbrarse. Pero, aún así, no dejaba de dirigir miradas ansiosas al exterior.
Llevaba un buen rato dando vueltas y vueltas en su taller, dando una pincelada por aquí, ultimando algún detalle por allá, y terminando de colocar las pinturas que poseía en el orden que consideraba más adecuado para mostrarlas a alguien que no las hubiera visto nunca, no esas precisamente. Pero donde fuera que las colocara no se sentía satisfecha.
Suspiró. Esa tarde había prometido a dos de las personas más especiales de su vida que les enseñaría en primicia las obras de arte a las que se había dedicado los dos últimos años.
No se habían reunido en todo ese tiempo, ni siquiera para tomar un café. La adultez complicó sobremanera hallar momentos para pasar juntos y las profesiones de cada uno les habían ido alejando. Y por si esto fuera poco, Marron se trasladó a South Capital para volcarse en su carrera artística junto a su mentor, el Maestro Kuraki, dos años atrás.
Pero ellos tres habían sido piezas de un mismo rompecabezas prácticamente desde el momento en que vinieron al mundo, siempre juntos a pesar de ser tan diferentes entre sí. De modo que en el momento en que Marron restableció el contacto por teléfono con Trunks, al regresar a West Capital, la conversación fluyó como si jamás se hubiera ido.
Marron sacudió sus manos y dio un último repaso al estado de su estudio. Asintió levemente, y rehizo la trenza a un costado de la cabeza que, a esas horas y después de tanto movimiento, estaba casi desecha del todo. Y entonces escuchó el sonido del timbre.
Sus tacones bajos repicaron con fuerza cuando caminó deprisa y nerviosa por la tarima flotante hacia la entrada del estudio: un portalón de hierro macizo que se abría hacia afuera mediante una barra metálica, como las puertas de emergencia. La estructura y los acabados de aquel edificio tan austero eran propios de un ambiente más industrial que del que podía esperarse para que una artista de la sensibilidad de Marron se inspirara, al menos eso era lo que habría pensado cualquiera al entrar en aquel taller; pero a Marron le gustaba el blanco en las paredes, el gris en el suelo y la luz natural entrando a raudales por los enormes ventanales con los que sí contaba el edificio.
Empujó la puerta pulsando la barra y sonrió.
—¡Hola Trunks! —exclamó, no bien hubo abierto del todo.
—¡Marron! —respondió él, sonriendo de aquella forma suya, de medio lado y con el ceño fruncido. Cuando besó su mejilla Marron notó el leve aroma a cigarrillos. Aún conservaba aquel maldito vicio. Y aún se cortaba el cabello del mismo modo—. ¡Estás igual de bonita! —añadió, junto a una ligera caricia en el pómulo.
Sus manos eran suaves y ella sonrió ampliamente, contemplando la belleza eterna de su rostro. Pero cuando se apartó para abrirle paso hacia el interior del estudio no halló tras él a la tercera parte del rompecabezas que formaron de niños. En lugar de Goten, había una mujer de sobras conocida por ella, morena, con rasgos norteños y unos preciosos ojos rasgados y perfectamente delineados.
—Hola, Mai —se forzó a sonreír y trató que su alegría sonara convincente.
Mai entró sonriendo, sincera. Se paró delante de Marron y le dio un abrazo tímido. Mai no era muy hábil para los saludos y las despedidas. Pero Marron respondió a aquel abrazo con otro igual de sincero y suave.
—Cuando Trunks me dijo que nos habías invitado a ver una previa de tu exposición casi no podía creerlo. ¡Llevo mucho tiempo queriendo ver tus pinturas, Marron!
La rubia rió levemente y dejó caer la mirada al suelo. A su timidez habitual, esta vez debía sumar la decepción. Sí, había invitado a Trunks y a Goten pero había pasado por alto que el tándem que Trunks formaba con Mai era ya inseparable. La distancia había emborronado los recuerdos que a Marron le eran dañinos.
Ella estaba convencida de que iba a pasar aquella tarde junto a sus dos amigos de la infancia, como en los viejos tiempos. Lo que quería mostrarles era, a su parecer, demasiado íntimo como para compartirlo con alguien más. Además no había hablado de ello con nadie, nunca, ni siquiera con el Maestro Kuraki. Pero ahora que la situación había cambiado le parecía grosero mantener a Mai aparte.
A fin de cuentas, era la prometida de Trunks.
—¿Dónde está Goten? Pensé que vendría contigo… con vosotros —se animó a preguntar finalmente.
Trunks frunció el ceño levemente y suspiró mientras ayudaba a Mai a desprenderse de la mojada gabardina impermeable de corte militar.
—Goten me llamó hace un rato. Creía que podría venir pero el trabajo en la granja se alargó hasta tarde. En Paoz hay una tormenta aún peor que ésta y necesitan todas las manos posibles. Ya sabes cómo es Goten.
—Sí, ya lo sé —respondió ella, forzando una sonrisa.
De todas las personas que habitaban el mundo de Marron, Goten era la más altruista y generosa, y si Marron hubiera podido definir su carácter con una palabra no tenía dudas de que la que más se adecuaba era: bondad. Si su presencia en la granja de su familia era necesaria entonces era lógico e indiscutible que Goten hubiera optado por quedarse. El muchacho había vivido durante toda su infancia viendo a su padre rezongar sobre el trabajo del campo y escabullirse contínuamente para entrenar, mientras su madre se encargaba de todo y hacía lo máximo que podía. Y por eso, aunque era muy duro y sacrificado, Goten se había entregado al trabajo de cultivar la tierra desde el día que decidió que no servía para estudiar como Gohan.
Habían pasado casi cinco años desde que tomó las riendas de la granja de la familia con la ayuda aleatoria de su padre, que iba y venía de la aldea de su discípulo, Oob. Y gracias a su tesón y a su sentido de la responsabilidad había logrado que los beneficios aumentaran los últimos años.
Pero aún conociéndole como le conocía Marron deseaba egoístamente que le hubiera concedido un ratito aquella tarde para compartir con él aquel secreto. «Podría haberme llamado él...», pensó.
Y en lugar de él y Trunks entrando en su estudio, estaba Mai caminando junto al Briefs. Y el ambiente no podía ser más incómodo.
Marron encendió las luces y les guió por los pasillos hasta llegar al estudio de trabajo propiamente dicho, la estancia donde Marron pintaba.
El aroma a óleo fresco les envolvió en cuanto abrió la puerta.
—Adelante. Podéis mirar cuanto queráis, están todos apoyados en la pared… Perdonad el desorden —se disculpó, antes de retirar del suelo unos trapos raídos y una paleta de pintor que previamente había pasado por alto.
—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos —dijo Mai, mientras Marron regresaba a su lado.
La rubia asintió evitando mirarla directamente.
—Sí… El "stage" en South Capital duró más tiempo del que esperaba —admitió.
—Ese sensei tuyo te ha acaparado durante un año y medio, Marron. ¡Eso es explotación! —gruñó Trunks, en tono de broma.
Marron rió, y Trunks se acercó hasta ella y se inclinó hasta que su boca estuvo junto a su oreja.
—Ríes exactamente igual… —dijo, en un susurro que sólo fue audible para ellos dos.
Marron borró gradualmente la sonrisa. Se sintió incapaz de apartar la vista del azul de sus ojos y desposeída de la fuerza suficiente para mantenerse en pie. Pero entonces la preciosa sonrisa de él se dirigió hacia Mai.
—La risa de Marron parece el sonido de unas campanillas. Siempre ha reído igual, desde niña. ¡Ji ji ji ji! —la imitó.
Mai sonrió y continuó paseando la mirada por la estancia, sin hacerle demasiado caso a la broma bienintencionada de Trunks.
Pero Marron se quedó inmóvil. Era cierto. Seguía siendo igual, la misma niña. Así la había visto siempre él y así la vería siempre. Infantil, adorable… Jamás mujer, jamás deseable.
Suspiró y se forzó a reaccionar. Depositó la paleta de pintor sobre un tablero repleto de pastillas de acuarela y los miró furtivamente. La pareja paseaba lentamente, admirando las pinturas de Marron, comentando entre ellos, de vez en cuando, alguna frase gentil y tomándose de la mano.
Eran perfectos. A pesar de todas las excentricidades que caracterizaban a Mai y del fuerte carácter del que hacía gala, sobretodo con Trunks; a pesar de las continuas travesuras de él y comentarios desprovistos de vergüenza pronunciados con toda la intención de provocarle a Mai un terrible bochorno, nada borraba el aura de perfección que irradiaban. Podía verla en todos los gestos. En los tímidos roces de hombros, en las miradas duras y ceñudas de ella a él, en las sonrisas maliciosas de él a ella y los ojos de ambos observándose, idolatrándose.
Una leve sensación de déjà vu la azotó. A Marron le parecía estar contemplándolos durante sus primeros meses de noviazgo, cuando la relación de ambos se hacía fuerte. Y recordó aquel beso del que fue testigo.
Por aquel entonces Marron estaba en sus diecisiete y Mai había regresado después de pasar algunos años recorriendo el mundo en compañía de su inseparable banda: Pilaf y Shu. La rubia nunca supo qué llevó a Mai a regresar, tan sólo era consciente de que cuando reapareció en la Corporación su propio corazón comenzó a resquebrajarse.
No era que Mai le cayera mal; sabía que la morena no intervino en la decisión final de Trunks de lanzarse a pedirle una cita. Ella no se interpuso entre Marron y Trunks porque, realmente, jamás hubo relación en la que interponerse: Marron nunca tuvo el valor de confesarle que le amaba desde que era una niña y él no mostró nunca por ella un interés diferente al amistoso. Eran tan diferentes y ella le sentía tan lejano, que jamás pensó siquiera en esa posibilidad.
Las cosas pasaron porque tenían que pasar. Y cuando las puertas al amor junto a él se cerraron para siempre Marron se resignó.
Pero, pese a esa resignación, Marron aún conservaba el pesar. Por las noches, cuando la nostalgia golpeaba fuerte, aún le atormentaban esos dos ojos azules, los únicos con los que había soñado en su vida. Aún se dejaba llevar por la melancolía porque la huella que Trunks había dejado en ella era complicada de borrar.
—¿Y aquél?
Marron salió de su ensimismamiento al ver que el dedo de Mai señalaba un lienzo enorme sobre un caballete y cubierto con una lona opaca.
—Ese… está aún sin terminar… Bueno, ¿qué… Qué os parece? —dijo Marron, una vez acabado el tour junto a la hilera de pinturas expuestas de forma desprolija.
Se hallaban delante del penúltimo lienzo, el que Marron consideraba su obra más potente: el mar embravecido, oscuro; el cielo tormentoso, gris; la espuma de las violentas olas salpicando por doquier y un barco velero escorado en la superficie y acuchillando el mar con su proa, implacable.
—¡Son preciosos, Marron! —dijo Mai, extasiada ante la pintura de aquel barco—. ¡Éste es mi favorito! En el castillo teníamos pinturas de marinas como ésta… —murmuró para sí. Luego volteó de repente y encaró a Marron—. ¿Venderán réplicas en láminas durante la exposición? ¡Me encantaría tener una tuya colgada en casa!
—Ehh… Creo que sí, venderán réplicas —dijo Marron, con una sonrisa tímida—. Gracias.
—¡No tienes por qué darlas! Trunks, ¿verdad que tendremos una lámina de Marron en casa?
Trunks, que había permanecido ajeno a lo que ambas conversaban, regresó de su fascinación y miró a Mai.
—¿No te parece muy azul?
La sangre se drenó del cuerpo de Marron. Abrió la boca para decir algo, pero la duda la invadió y la cerró rápidamente. Sus manos apretujaban aún el trapo de pintor, raído y manchado, mientras Trunks paseaba de nuevo frente a las demás pinturas.
—Marron, ¿te gusta el azul verdad? —insistió Trunks, los ojos claros entornados de nuevo delante del cuadro del barco.
«¿Si me gusta el...?»
La rubia miró las pinturas. Era lógico que eso hubiera llamado su atención, era un detalle fácilmente detectable. Pero no era por preferencias precisamente que usara ese color.
—Escoger una paleta de colores no tiene mucho que ver con los gustos —aclaró la rubia—. Al menos no en mi caso.
—¿No? —musitó él— ¿Entonces por qué lo usas tanto?
Volteó y clavó sus dos ojos azul mar sobre los celestes de Marron. Siempre había hecho igual, sin darse cuenta dirigía esa mirada empoderada hacia cualquiera: hacia Goten, hacia Mai, hacia Marron; pero ella se acobardaba, retrocedía.
¿Por qué usaba tanto el azul? La pregunta resonó una y otra vez en su mente. ¿Eso le preguntaba el poseedor de los ojos más azules del mundo en el que Marron habitaba? ¿Por qué era el azul el color que predominaba en todas las obras de arte de Jinzo?
¿En serio quería saberlo?
Ella jugueteó de nuevo con el borde de aquel trapo ruinoso, miró al suelo y, tras titubear un instante, alzó la vista. ¿Cómo podía explicarle la magnitud de algo así? ¿Cómo a él?
—Eh… ¿Has oído hablar de la sinestesia? —murmuró la rubia.
Esa palabra atrajo la atención de Mai, quien aún soñaba despierta delante de la pintura del barco.
—Eso es una pseudociencia, ¿no? —aventuró Trunks.
Pero al hacerlo miró a Mai en lugar de a Marron. Y los labios de Jinzo se abrieron para adelantarse a la respuesta de la morena.
—Bueno, hay quien ve olores o siente las formas geométricas que mira —explicó rápidamente, encogiéndose de hombros.
Y por el rabillo del ojo vio a Mai asentir con convicción.
—Sí, sé de lo que hablas. Yo siempre he visto caras en los frontales de los coches —espetó.
Marron apartó algunos mechones lacios que acababan de escapar de su trenza y los colocó detrás de las orejas. No. Eso no era exactamente a lo que se refería…
—Bueno, tienes mucha imaginación si te ocurre eso —admitió, gentil—, pero la sinestesia no trata exactamente de…
—¿Qué dices, Mai? —la interrumpió Trunks. Al príncipe le había sorprendido la confesión de su novia tanto como a la misma Marron. La morena frunció el ceño y comenzó a hacer gestos con las manos.
—Los faros son los ojos y la rejilla del radiador es la boca —explicó, seria—. ¿El modelo nuevo que diseñaste? ¡Ese tiene cara de enfadado!
Trunks rió, sus ojos chispearon y el rostro de Marron se ensombreció.
Había presenciado el momento exacto en que sus cuadros habían dejado de existir para él.
Y a partir de aquel instante y durante el resto de la tarde, la conversación siguió por derroteros dispares y la oportunidad de Marron de explicarle a Trunks el motivo que la había empujado a reunirse con sus amigos después de no verse en dos años se difuminó como el humo al igual que la de confesarle el porqué de tanto azul.
Al verles tan joviales le pareció violento y fuera de lugar sacar a relucir algo así. No era un pensamiento feliz, precisamente. No era que deseara, simplemente, compartir su obra con ellos. No, había otro motivo detrás.
Ella les necesitaba, le hacía falta recomponer el rompecabezas esa noche. Quería su apoyo.
Pero Goten no estaba. Y al ver a Trunks y Mai interactuando, compartiendo ese vínculo tan fuerte incluso en medio de un tema de conversación tan raro como el de las caras en los coches, fue que se dio cuenta de que no, no podía confesar su inseguridad.
No a ellos, no a los enamorados felices.
No podía explicarles que tenía miedo de mostrar su arte a los demás, de ponerles nombre a esas pinturas porque lo sentía igual que clasificar sus terrores y abrir una ventana a su propia alma, y pensar en mostrarla la avergonzaba porque ella misma la percibía vacía.
Explicar que creía que esa exposición que se inauguraba en menos de un mes no estaba bien porque algo importante y desconocido faltaba, a pesar de que su sensei le asegurara que no era así, le aterraba.
No podía explicarles que sentía tanto pánico que había estado a punto de cancelar esa exposición, la primera de su vida, dos veces. Y si al final lo hacía probablemente no tendría más oportunidades. Nunca más.
Había creído que confesar sus temores a Trunks y Goten le otorgaría la fuerza, la seguridad que le faltaba. Pero el rompecabezas que formaron de niños y de adolescentes ya no encajaba. Trunks estaba ya en un estadio diferente de su vida en el que, claramente, Marron no existía. Y Goten ni siquiera estaba presente.
Y ahora, admitir sus miedos ante esas dos personas que se complementaban hasta aquellos extremos y que no parecían poseer inseguridades, era demasiado vergonzante.
—No importa… —suspiró para sí, cuando la gruesa puerta de metal se cerró tras rechazar la invitación a cenar que le ofreció la pareja y despedirse de ellos con otro abrazo.
Regresó a la sala de trabajo y destapó el último cuadro de su colección, aquel que aún se hallaba en fase de boceto y que había decidido mantener cubierto por no estar acabado. El esqueleto, los entresijos de la obra del artista donde éste ocultaba sus secretos más inconfesables quedaron al descubierto.
Desde allí le miró la figura alámbrica aún de una mujer arrodillada en el suelo, postrada en actitud de sufrimiento.
Agarró el carboncillo y se dispuso a tirar unas cuantas líneas más, para probar si alguna de ellas le inspiraba algo diferente. Pero pronto abandonó el intento.
"Ya no puedo más", parecía transmitirle la mujer de su lienzo con aquella mirada y aquel gesto tan al borde de su propia resistencia, de alcanzar los límites que su ser era capaz de aguantar antes de partirse en dos.
Miró el resto de sus pinturas. Eran todas iguales: líneas lánguidas a pesar de la potencia de lo que en ellas había representado. Líneas tristes, decadentes, sin nombre. Vacías: así le parecían. Igual que ella misma.
«¿Por qué?», repitió en su mente, frustrada. Rascó violentamente su cabeza y la trenza se enmarañó sin remedio.
Si al menos Trunks hubiera ido solo, si hubiera podido explicárselo a él, a su amigo de la infancia, y oír en la intimidad su humilde opinión para cargarse un poco de aquella energía que derrochaba. La de él, su amor inconfesable, el hombre que más peso había tenido en su vida y aún seguía teniendo.
Él, la razón principal por la que el azul predominaba en todas sus obras.
Cubrió el boceto y lavó sus manos. Recogió sus enseres y se cambió de ropa.
Y más desanimada que nunca, Marron abandonó su estudio de pintura con una nube de pensamientos encontrados y una inseguridad creciente con cada paso que daba en la calle húmeda y tan desierta como su mismo ser.
Dragon Ball © Akira Toriyama