Capítulo 1

¡Hola a todxs!

Algunos ya sabreis que este fanfic fue publicado hace un par de años y que hace relativamente poco lo borré y colgué una nota explicando que iba a rehacerlo. Para los que no lo sepan, mi intención era volver a escribir la misma historia, con algunas variaciones, pero partiendo del mismo hilo conductor de la primera. Han cambiado muchas cosas, practicamente lo he vuelto a escribir casi de 0. He corregido muchos errores que he ido encontrando, tanto en la forma de escribir como en la historia en si.

Esta historia es un alternative universe, y de momento no tengo muy claro como incorporar lo que ha pasado en el The rise of Skywalker. Y ya que estamos, ¿qué os ha parecido el Episodio IX? Yo aun no sé muy bien que pensar y casi ya hace un mes que vi la película.

No me entretengo más, os dejo aquí el primer capítulo...

¡Disfrutad!


Después de otro agotador día de trabajo, Rey llegaba a su casa con la esperanza de encontrar descanso para su fatiga. Caminaba apresurada por la ciudad mientras el atardecer daba paso al crepúsculo y, mientras las últimas luces del día se colaban entre los edificios, creando largas sombras en el asfalto por donde Rey caminaba ensimismada. Los días habían empezado a ser más largos, y las últimas luces de aquel día de principios de verano parecían no querer extinguirse nunca. Rey saboreaba con deleite aquel espectáculo de claros oscuros anaranjados, azul y violeta, de grandes edificios colindantes y de enormes cristaleras que reflejaban esa dorada luz de la última hora de la tarde.

Pasó por delante del orfanato antes de llegar casa. Hacía menos de un mes que había salido de allí y aún tenía la sensación, cuando acababa de trabajar, que debía volver a toda prisa. Era como si sus pasos la llevaran hasta allí por la inercia natural de las cosas. Observó la fachada con seriedad esperando un atisbo de algo, de algún recuerdo que la atara de alguna manera a su pasado. No lo encontró. Observa aquella fachada, aquella puerta por la que había salido y entrado cada día desde que tenía uso de razón, pero no sintió nada, ni lo más mínimo. Aquello despertó en su interior algo de esperanza, una luz que emanó de su interior que prometía un futuro lejos de todo aquello.

Después de cumplir los dieciocho y ahorrar lo suficiente como para poder vivir por su cuenta, se marchó. Trabajó muy duro desde los dieciséis años con tal de poder salir de allí en cuanto cumpliera la mayoría de edad. Y así fue. Encontró un piso en las afueras de la ciudad con un alquiler razonable, una habitación y todo lo poco que necesitaba. Se instaló sin pensárselo dos veces y —con una mochila y una caja de cartón llena de sus cosas— salió por la puerta del orfanato y entró por la de su nuevo apartamento de alquiler. Toda su vida cabía en aquella mochila y una caja de cartón. Ahora ya nada la retenía. Siempre había vivido allí y, sin embargo, aquella nunca había sido su casa. Se había sentido una intrusa la mayor parte de su vida, siempre esperando a que alguien viniera a buscarla para llevarla a otro lugar. Soñaba todas las noches que alguien vendría a por ella a la mañana siguiente, que unos padres la reclamarían como suya y la llevarían en coche a una casa con jardín y porche y grandes ventanas y un gran salón y un perro que correteara por allí y sin niños, donde sólo estuviera ella y aquellos padres que la querrían. Aquello era lo que Rey solía soñar, cuando la realidad parece solo cosa de otro mundo, de un mundo lejos del imaginario infantil, donde las puertas se abren a los sueños y, dejándonos atravesar por ellos, vivimos una mentira que nosotros mismos hemos creado sin saberlo. Rey logró entenderlo mucho después y todo aquello, aquellos sueños frustrados, fueron el detonante final para que reuniera el valor suficiente y se marchara, esta vez, por su propio pie.

Allí estaba de pie frente a su nuevo apartamento. Cuando llegó el cielo ya se había oscurecido del todo y desde la ventana podía verse la ciudad a los lejos, alumbrada solo por aquellas luces que le otorgan vida a la noche. Se movió con agilidad por la estancia y cogió el caballete y un lienzo en blanco, sus pinturas y una silla. Se acomodó frente al balcón y empezó a pintar. Pintó aquella noche de verano desde lo alto de su apartamento de las afueras, pintó las luces, los rascacielos, las casas bajas de los alrededores, pintó el cielo y su profunda oscuridad. Y, después de todo un día agotador de trabajo y pesadumbre, se sintió libre. Dejó que su mano arrastrara con maestría el pincel sobre el lienzo, se dejó llevar por su inercia y creo su propia realidad en aquel trozo de tela blanco. Allí, en aquel rincón del mundo, Rey era libre.

Al día siguiente volvería a madrugar y volvería a encaminarse a la ciudad, pasaría por delante del orfanato hasta llegar a ese bar de mala muerte en el que trabaja desde bien joven, y allí consumiría su día hasta que volviera a oscurecerse el cielo y pudiera volver a casa, y caminando pasaría de nuevo por el orfanato —donde se quedaría mirando su fachada durante unos segundos— para caminar de nuevo hasta casa, subir a su piso, abrir la ventana del balcón, coger un lienzo en blanco y pintar algo nuevo.

Y eso haría Rey mañana y pasado mañana, y el día después a ese y el de después también.