Once
Jasper entró en la habitación de Alice mucho después de haber oído cómo el coche se alejaba de la casa.
Le resultaba curioso pensar en aquel sitio como en la habitación de Alice, cuando para él antes siempre había sido la habitación de la condesa. Como si hubiera tratado de distanciarla del título. De él. No le cabía ninguna duda de que así había sido.
No le gustaba que hubiera dejado tantas cosas suyas ahí. La mayoría, de hecho. Se preguntó enfadado si habría dejado el vestido sobre la cama y la mayoría de la ropa en el vestidor para atormentarle con su ausencia. Agarró el vestido color vino que estaba sobre la colcha y se lo llevó a la nariz para captar el delicado aroma de la tela. El enfado se le fue tan rápidamente como había venido.
Sabía que con el tiempo todo se borraría. El aroma. El recuerdo. Alice.
Se acercó a los ventanales que daban a los jardines de la mansión. Desde allí podían verse los nuevos muros que se alzaban sobre las ruinas de la calcinada ala este. Aunque fuera estaba oscuro y no había luna, imaginó que podía ver los detalles de las vigas que los obreros habían empezado a colocar. Todo empezaba a cobrar forma como él había planeado. La mansión Whitlock volvería a ser pronto un todo. Pero no tenía tan claro que a él fuera a sucederle lo mismo.
Se giró sin poder contener un suspiro y miró hacia el cuadro que dominaba la pared del fondo del elegante dormitorio. Era el retrato de una mujer de cabello largo y oscuro y ojos profundos y misteriosos que miraba desde el lienzo con expresión seria. Seguramente era atractiva, pensó. Incluso guapa. Si hacía un esfuerzo podía ver el cuadro y ver únicamente a la joven que existía cuando se encargó el cuadro. No tendría más de veinte años, pensó. En aquella mirada pausada no se adivinaba lo que le deparaba el futuro. Ni tampoco había rastro del monstruo que llevaba dentro.
–Estas paredes están llenas de parientes tuyos –le había dicho Alice con aquel tono burlón suyo tumbada sobre su pecho, con el pelo castaño revuelto y saciada tras uno de sus apasionados encuentros–. Es como vivir en medio de una reunión familiar constante. ¿Cómo lo aguantas?
–Creo que no he prestado atención a los cuadros de esta casa desde hace años –reconoció él–. Forman parte del legado de la mansión Whitlock. Transcurrido un tiempo se funden con la pared.
Pero al decirlo deslizó la mirada por la habitación de la condesa y se topó con un cuadro que nunca había sido capaz de ignorar ni de quitar de su lugar, a pesar de haberse dicho que quería hacerlo.
–¿Quién es? –había preguntado Alice.
Jasper se preguntó qué vería ella al mirar aquel retrato. Sin duda no lo que veía él, de eso estaba seguro. Alice no tenía manera de saber la verdad. No había señal de quién era ella en aquellas facciones pintadas. Le sorprendió descubrir que una parte de él quería mentir al respecto, quería negar la relación como si eso pudiera borrar también el dolor. Pero por alguna razón no mintió.
–Es mi madre –dijo finalmente cuando el momento se prolongó demasiado.
Alice giró sus inteligentes ojos azules hacia él y le miró como si pudiera leer en su corazón. Como si pudiera ver lo que Jasper había enterrado en su interior durante muchos años.
–Debiste quererla mucho –murmuró ella.
Entonces Jasper la besó lenta y deliberadamente, reavivando el fuego que había entre ellos. Porque lo último que deseaba era hablar de su madre. Al menos no con Alice, que sin duda entendería demasiado bien las cosas que él no quería decir. Que sin duda vería con demasiada claridad toda la amargura que llevaba dentro tantos años después.
Ahora, a solas, se quedó de pie frente al mismo retrato y lo miró fijamente, como si buscara alguna señal en él. Se fijó en el parecido de familia. Tenía los mismos ojos oscuros que ella, las cejas altas, el color del pelo. Peter tenía la misma forma ovalada del rostro y el tono blanco de piel, mientras que Jasper había heredado la complexión fuerte y el tono más oscuro de su padre.
Pero lo más importante de todo: Peter compartía el alcoholismo de su madre.
Peter tenía nueve años más que él, y lo había alentado y perpetuado. O tal vez fuera su madre quien le había animado a unirse a ella en aquel largo y terrible camino. ¿Qué más daba, si ambos habían terminado del mismo modo innoble?
–Yo quería quererla –dijo Jasper en voz alta en la silenciosa habitación, dirigiéndose al recuerdo de Alice–. Pero no podía.
Sintió entonces una ola que chocó contra él y lo catapultó hacia
un torbellino emocional. No podía respirar. No podía luchar. Las terribles imágenes de su infancia se sucedieron en cascada dentro de su mente una detrás de otra, todas las burlas, las mofas, los insultos. Las largas noches que había pasado solo, acurrucado en la biblioteca de su abuelo, escuchando el bullicio en algún otro lugar de la casa y confiando en que aquella noche pudiera escapar sano y salvo. Se vio a sí mismo a los catorce años rogándole a su hermano que no bebiera con su madre y escuchó la burla de Peter. Les vio a los dos en el despacho de su padre mucho después de que el conde hubiera muerto, balanceándose mientras bebían su veneno y maquinaban. Siempre estaban maquinando. Se alimentaban el rencor y la maldad el uno al otro. Y sin la presencia del conde para contenerles, entraron juntos en una espiral de oscuridad.
Cuando Jasper cumplió dieciséis años escapó desesperadamente de allí. Les odiaba a los dos por igual y con todo su corazón. Pero no tanto como ellos le odiaban a él. Cuando se hizo adulto pudo mirar hacia atrás y se dijo que la influencia de Peter había evitado cualquier atisbo de afecto maternal. Pero sabía que no era del todo cierto. Su madre se había enamorado tan profundamente de su primer hijo que no le quedó nada más para compartir, nada que entregarle al segundo. Tendría que haber tenido solo uno.
Se reía de sus cicatrices, recordó Jasper mientras las imágenes del terrible periodo de recuperación tras la explosión se apoderaban de él. Jasper estaba hundido entonces por todo lo que había perdido: sus amigos, su rostro, la vida que quería llevar lejos de su familia... y su madre y Peter se divertían llamándole cosas horribles: Cuasimodo, monstruo de Frankestein... ¡Cómo se reían! ¡Cuánto disfrutaban de su agudo ingenio! Entonces Jasper tenía veinticinco años y no podía imaginarse una vida lejos del ejército, sin sus amigos, ni mucho menos con el rostro destrozado.
Le dijeron que era un monstruo. Y él les creyó. Seguía creyéndoles.
Jasper se movió sin saber lo que hacía. Alzó las manos, agarró el cuadro con su pesado marco y lo descolgó de la pared. Ya era suficiente. No tenía que mirarla ni a ella ni a lo que veía reflejado en ella de Peter. No tenía que seguir allí colgada recordándole que la persona que más tendría que haberle querido en el mundo no había sido capaz de quererle ni lo más mínimo.
Ya era suficiente.
Se acercó a la chimenea que estaba en la pared opuesta y, sin
pensar en lo que hacía, rompió el cuadro sobre la rodilla soltando un grito en voz alta cuando se partió. Pensó que tendría que haber hecho aquello muchos años atrás. Y luego lo lanzó al fuego y observó cómo se quemaba.
Fue como si se rompiera el hechizo. Sintió que le pesaba el pecho, como si hubiera estado corriendo por la montaña. Pensó en la cálida y dulce boca de Alice cuando le exploraba las cicatrices de la cara y del torso, besándolas y acariciándolas hasta que Jasper llegó a pensar que se las había curado con su cariño.
La mansión estaba muy vacía. Él estaba muy vacío. ¿Era ese el legado familiar de los Hale? ¿Se pudriría en aquel lugar? Tanto su madre como Peter habían muerto allí, amargados, solos y completamente alcoholizados. ¿Sería ese también su futuro?
¿Reconstruiría dolorosamente la mansión para que fuera el mausoleo perfecto en el que se convertiría lentamente en polvo?
Ya estaba hecho de piedra, pensó con amargura mirando cómo el lienzo se ennegrecía y se retorcía. Tal vez ni siquiera se diera cuenta de su propio y lento declive.
Alice le había dicho que era como si ya estuviera muerto, porque parecía uno de sus fantasmas.
Y entonces lo entendió. Le atravesó como un rayo de luz, como su sonrisa, quemándole vivo desde dentro. Haciéndole caer en la cuenta de la clase de vida que estaba llevando allí y de lo que implicaba. En lo que se convertiría si seguía así. Si seguía escuchando las burlas alcoholizadas de los fantasmas en lugar de a la mujer de carne y hueso que se había atrevido a detenerse en él. Y a verle. A verle de verdad.
No podía reparar el pasado, solo podía restaurar el ala destruida de una antigua mansión. No podía construir una infancia feliz al lado de una madre cariñosa. No podía convertir aquella casa en algo perfecto para demostrarle a su familia ya desparecida que era digno del amor que ellos le habían negado.
Finalmente lo vio claro.
Había sido un fantasma durante la mayor parte de su vida y Alice era la única persona que le había visto de verdad. Que le había visto entero.
Y la había echado.
Necesitó la mayor parte de la larga noche en aquella incómoda y
helada aldea y tres trenes distintos para llegar a Glasgow. Hasta el momento, pensó Alice mientras se tomaba un merecido café caliente en la bulliciosa estación central de tren, la supervivencia no estaba yendo demasiado bien. Llevaba horas sintiendo frío, incomodidad y sueño. El regreso a la civilización en la hora punta de Glasgow había sido abrumador. Esperaba sentirse a salvo, lejos por fin de tanta gloriosa naturaleza. Esperaba sentirse en casa cuando pisara Glasgow. Pero echaba de menos la quietud de la mansión Whitlock. Echaba de menos la desolada belleza del lago y las lejanas montañas. Echaba de menos el aire limpio y fresco de las frías mañanas.
Le echaba de menos a él.
Dio un primer y largo sorbo al café y estuvo a punto de echarse a llorar cuando se llenó la boca con su insípido sabor, tan distinto a la mezcla personal de Jasper. Pero se lo bebió de todas formas, furiosa consigo misma. Había vivido veintiocho años sin Jasper y sin su maldito café perfecto, solo había pasado una temporada a su lado. Se las apañaría sin ambos. Lo haría.
Alice hizo un esfuerzo por recomponerse, se secó con impaciencia los húmedos ojos y se dirigió hacia el enorme vestíbulo en busca del siguiente tren a Londres. No había pensado qué haría una vez allí. Tenía tiempo para hacerlo en el tren. Solo sabía que tenía que salir de Escocia. Tenía que distanciarse lo más posible de Jasper. La lluvia caía con fuerza sobre el famoso techo de cristal de la estación. Apuró el café y se dirigió hacia el andén que le correspondía.
Primero atisbó a verle en la distancia, a medio camino del andén. Una figura alta, oscura y vestida de negro situada en el centro, muy quieta mientras hordas de viajeros se movían apresuradamente a su alrededor. Algunos le miraban de reojo para ver más de cerca sus cicatrices. Alice tardó más tiempo del necesario en aceptar que Jasper estaba allí, firme y silencioso. Esperando.
Esperándola a ella.
El estómago le dio un vuelco.
Tendría que haberse dado la vuelta y salir corriendo. Es lo que hubiera hecho alguien con un mínimo de orgullo, pero Alice no parecía capaz de contener la vena masoquista que la llevó a seguir avanzando hacia él. Deseaba que su presencia allí significara algo. Quería cosas que prefería no nombrar. Para vergüenza suya, seguía queriéndole a él.
–¿Has venido a recoger al objeto de propiedad? –le preguntó con frialdad–. ¿A tu yegua de cría que ni siquiera llega a serlo? Porque
he dejado el puesto. Tendrás que comprarte otra –se detuvo frente a él y echó hacia atrás la cabeza para poder mirarle a los ojos. No pudo leer nada en aquel gris frío. No sabía tampoco qué quería ver. Se recolocó la bolsa al hombro, sintiéndose sorprendentemente tímida. Extraña.
Jasper extendió la mano y le acarició las ojeras apretando los labios. Alice no quería sentir nada cuando la tocó. Quería superar la devastadora adicción a él tras las cosas tan terribles que le había dicho. Pero para su desesperación y rabia, le bailaba el mismo fuego en el vientre.
–Lo siento –dijo Jasper sencillamente.
Aquello era demasiado. No podía procesarlo.
Le apartó la mano e hizo un esfuerzo por recuperar el control. Se sentía perdida. Los viajeros se movían a su alrededor con prisa, pero ella solo podía concentrarse en Jasper y en las sensaciones que estaba experimentando. Era como si se le estuvieran aflojando todos los tornillos y corriera el peligro de venirse abajo.
Y entonces no sintió nada más que una ira cegadora. Todo lo que Jasper le había dicho, todo lo que había hecho volvió a ella y dejó de estar paralizada. Dejó de preocuparse por perderle porque ya le había perdido.
Lo que significaba que ya no le quedaba nada que perder.
–¡No puedes aparecer en un andén de tren y disculparte! –le espetó con rabia contenida–. ¿Crees que eso lo borra todo? ¿Crees que eso cambia…?
–Alice.
Solo dijo su nombre con aquel tono mágico suyo. No tendría que haberla afectado. No tendría que haberle importado. Tendría que odiarle por las cosas tan horribles que le había dicho. Pero no podía, y se odió a sí misma por ello.
–Y por cierto, ha sido mi madre –le dijo con la voz entrecortada por las lágrimas–. Fue mi madre la que contrajo la deuda. Utilizó mi nombre para obtener una tarjeta de crédito. La deuda era suya, pero yo sabía que no iba a pagarla. No tiene dinero y, aunque lo tuviera, sufre de una amnesia muy conveniente en lo que se refiere a pagar.
¿Qué se supone que podía hacer yo?
–Te creo –murmuró Jasper.
–¿Merecía las cosas que me has dicho? –inquirió ella furiosa–.
¿Merecía que me insultaras como lo has hecho?
Jasper avanzó como si quisiera ponerle las manos en los
antebrazos para tranquilizarla pero ella se apartó.
–¡No me toques! –exclamó–. Eso ya no va a funcionar. Le preocupaba que funcionara demasiado bien.
–Escúchame –le pidió él.
Aquel era el Jasper que ella conocía, autoritario y exigente, con los labios apretados en una línea de granito. Se dijo que aquello la enfurecía todavía más.
–No quiero escucharte –respondió–. Lo único que he hecho durante estas semanas ha sido escucharte. Podrías escucharme tú a mí para variar. Voy a volver a Londres. No quiero saber nada de ti. Ni siquiera quiero tu dinero. No sé cómo pero conseguiré pagarte esas cincuenta mil libras –apretó los labios–. Después de todo, como tú has señalado tan amablemente, siempre podré sacar dinero de la prostitución, ¿verdad?
Jasper no contestó. El tren que estaba parado a su lado se puso en marcha y abandonó la estación. Alice se lo quedó mirando fijamente sintiendo cómo la ira le recorría las venas. Tenía ganas de llorar y se sentía perdida. El tren que se estaba yendo era su última oportunidad, aunque en el fondo sabía que habría más trenes. Siempre los había.
Pero quería estar lejos de él. De Escocia. De las mansiones de campo y de las casas de estilo georgiano del centro de Londres, de los condes, las condesas y sus largas semanas de insultantes contratos. De aquellos últimos meses de su vida, de aquella locura que nunca tendría que haberse hecho realidad, aquel matrimonio. Quería fingir que nada de todo aquello había pasado. Que no la había afectado.
Quería estar subida en aquel tren.
–Esto es inútil –murmuró girándose sobre los talones para dirigirse hacia el interior de la estación. No tenía ningún destino particular en mente, solo quería alejarse de él para poder aclararse las ideas. Para poder pensar.
–Te amo –dijo Jasper.
No lo gritó. Se limitó a decirlo, pero aun así la atravesó como una bala. Alice se detuvo en seco, sin ser apenas consciente de que el andén estaba ya vacío. No quedaba nadie para verla sangrar.
El corazón le latió con fuerza. Algo feo y poderoso se apoderó de ella, algo que no podía contener ni esconder. Se giró para mirarle. Aquellos ojos fríos, aquella cara oscura y estropeada. Cuánto le amaba, a su pesar. Y nunca podría perdonarle por eso. Nunca.
–Serías capaz de decir cualquier cosa, ¿verdad? –le espetó con
voz temblorosa. Le pareció que estaba llorando otra vez porque empezó a verle borroso. Pero ya no le importaba–. Dirías cualquier mentira que tuvieras que decir. Lo único que te importa es tu casa y tener herederos que la llenen. No podrías amarme ni aunque tu vida dependiera de ello. No sabrías ni por dónde empezar.
–¿Y si mi vida depende de ello? –le preguntó Jasper con urgencia y con un brillo extraño en la mirada.
–¿Sabes lo duro que me resultó decirte que te amaba? –inquirió Alice–. Lloré, Jasper. Y yo nunca lloro. Lo único que me prometí a mí misma fue que nunca me enamoraría, que nunca le daría a nadie tanto poder sobre mí.
–Alice –murmuró en voz baja–, ¿no lo entiendes? Lo único que he tenido siempre han sido esos fantasmas, ese veneno. Tú también me dabas miedo.
Ella no quería entenderlo. Quería desaparecer. Quería que las cosas volvieran a ser sencillas. Quería estar en cualquier parte menos en aquel momento de sinceridad. En cualquier parte menos cerca de aquel hombre, la única persona del mundo que la había visto al desnudo. Sin máscaras. Sin palabras bonitas.
No podía soportarlo.
–Vete al diablo –le espetó.
Se dio la vuelta otra vez, asustada, y echó a correr. En algún momento se la cayó la bolsa del hombro, pero no le importó. Pasó entre la gente que estaba en el vestíbulo de la estación a toda prisa, como si su vida dependiera de ello. Y sabía a ciencia cierta que así era.
Atravesó las grandes puertas de la estación y salió a la calle. Solo entonces se detuvo. La lluvia que caía con fuerza la empapó mientras ella jadeaba para recuperar el aliento. No supo por qué, pero no le sorprendió ver a Jasper a su lado sosteniendo su bolsa sin jadear lo más mínimo.
–Corre todo lo que quieras –le dijo mirándola con intensidad–. Hazlo si crees que debes hacerlo. No importa. Siempre te encontraré.
–¡Tú no quieres encontrarme! –exclamó Alice con incredulidad–. ¿Por qué no te buscas a otra?
–Es a ti a quien quiero –afirmó él implacable. Seguro de sí mismo–. Me casé contigo.
–No puedo hacer esto –murmuró ella. Sus lágrimas se mezclaron con la lluvia, pero no le importó–. No tendría que haberme acercado a ti…
–Pero lo hiciste –aseguró Jasper–. Y aquí estamos ahora.
–¡Es culpa tuya! –le acusó ella–. Fue una idea absurda –sacudió la cabeza–. No quería que pasara nada de esto.
–Sin embargo, yo no lamento ni un solo instante –reconoció Jasper con un suspiro–. No quiero seguir siendo un fantasma.
Alice se giró hacia él y le escudriñó el rostro en busca de algo que no estaba segura de ser capaz de reconocer. La ira la abandonó de pronto, junto con el deseo instintivo de correr, y no tuvo muy claro qué le quedó. No podía apartar la vista de Jasper mientras la lluvia los empapaba.
–He estado solo toda mi vida –murmuró él con un gruñido–. Perdí a mi padre siendo muy pequeño. Mi madre y mi hermano fueron muy crueles conmigo. Los únicos amigos que he tenido estaban en el ejército y todos murieron en aquella explosión –apretó los labios–. Yo sobreviví, pero quedé lleno de cicatrices. De pronto fue como si mi apariencia exterior se correspondiera con lo que siempre creí que tenía dentro.
Jasper apartó la vista un instante como si estuviera luchando contra algo y luego volvió a mirarla. Parecía furioso, pero Alice se dio cuenta de que no iba con ella. Tal vez nada de todo aquello tuviera que ver con ella.
–Mi madre solo me decía que me quería de broma –continuó Jasper–. Le parecía muy divertido que me lo creyera, aunque solo fuera por un instante.
–Jasper… –murmuró ella sintiendo un nudo en la garganta. El corazón le dio un vuelco dentro del pecho y algo cambió en su interior. El miedo se fue, el dolor pareció remitir y lo único que quedó fue aquella vieja sensación, la necesidad de protegerle de alguna forma de su propio pasado.
–No sé por qué me quieres –dijo Jasper–. No sé si lo he estropeado todo. Lo único que he visto siempre en mí son las cicatrices, mucho antes de que aparecieran en mi rostro. Cicatrices horribles y paralizantes que me impiden estar en compañía de los demás. No sé por qué te acercaste a mí, y no se me ocurre una sola razón por la que quieras quedarte.
Alice no podía hablar. Jasper alzó una mano con cautela y, al ver que ella no se apartaba, se la puso en la mejilla, inclinándose como si la lluvia que caía sobre ellos fuera una especie de Benjamindición. Como si les envolviera en un abrazo y se llevara las palabras duras, todo el dolor. El pasado. A sus familias. Todas las mascaras y las armaduras.
Haciendo sitio en cierto modo para lo que pudiera llegar a continuación. Haciendo espacio para su extraño matrimonio, haciendo que pareciera nuevo.
–Lo único que sé es que tú eres la luz del sol para mí –afirmó Jasper mirándola con sus ojos plateados–. Haces que quiera salir de la oscuridad, Alice. Me haces creer que puedo lograrlo.
Alice sintió una peligrosa chispa de esperanza, pero esa vez la dejó brillar. Sintió cómo se transformaba en fuego y ardía con potencia.
Y ella lo permitió.
–Puedes –susurró, abrumada por el calor de aquella esperanza. Estaba perdida de nuevo, pero esa vez con Jasper. En Jasper. Aquel
era su sitio, donde iba a quedarse. Sin mascaras. Sin cicatrices. Solo ellos. Entonces sonrió de corazón y Jasper la imitó.
–Soy escéptico –susurró él.
Y Alice sintió el dolor en su voz, el miedo. El monstruo que Jasper creía ser. Le dolió el corazón, pero se concentró en el brillo de esperanza parecido al suyo que podía ver su mirada gris, y supo que todo saldría bien. Juntos podrían hacer que aquello funcionara.
–Yo no –afirmó girando la cara en su palma y besándole la mano. Amándole, pura y simplemente. Para siempre. Sonrió todavía más–. Te lo demostraré.