Tú mandas, nene

yo solo quiero ser tuyo

Los secretos que guardo en mi corazón

son más difíciles de ocultar de lo que pensé

Quizás solo quiera ser tuyo

quiero ser tuyo

quiero ser tuyo

quiero ser tuyo


Los ojos esmeraldas de Yuri viajaron por toda la habitación. Por una quinta maldita vez arregló las cobijas de forma que quedaran desordenadas en la cama, pero sin perder el toque elegante alrededor de su esbelta figura.

Estaba recostado en la espaciosa cama. Su piel clara y suave estaba ligeramente cubierta por un babydoll carmesí demasiado corto que, al estar tal posición y con las piernas flexionas, dejaba a la vista la pequeña lencería del mismo tono mientras sus curvas se remarcaban bajo la tela semitransparente. Tenía los brazos sobre su cabeza, acariciando su cabello despacio, de forma desinteresada pero atrayente. Su silueta, con la ligera luz del alumbrado que se colaba por las cortinas, le daba un toque sensual, pero demasiado puro con esos rosados labios y su semblante aparentemente calmo, sus adorables ojos verdes abiertos de par en par y sus largas pestañas cayendo de forma pausada en cada pestañeo.

Tocó su vientre con la palma de su diestra, arreglando (por décima vez) su vestimenta para que sus puntos a favor se destacaran y sus caderas se marcaran más.

Juntó sus piernas frotándolas por el pequeño frío que sintió. Cuando pasó, volvió a dejarlas en su lugar, ligeramente abiertas.

Se veía puro, pero por dentro apretaba la mandíbula y estaba sumamente molesto.

Había estado esperando por dos jodidas horas así.

Mientras bailaban los segundos (que él sentía como milenios) se sentía más confiado en que aquello no funcionaría. Eso le frustraba más, pero no quería aceptar nada antes de tiempo.

Cuando sintió el portazo de la puerta del hogar, su estómago se revolvió. Intentó relajarse cerrando los ojos, pero fácilmente sintió que su cara se volvía roja y su respiración iba en aumento.

Demoró un poco, pero cuando el picaporte de la habitación resonó despacio, sintió que le volteaban el mundo. Sin embargo, se mantuvo en silencio... y aguardó.

Escuchó cuando el hombre entró y suspiró cansado. Caminó hasta -supuso él- su clóset y abrió un par de cajones mientras se escuchaba el sonido de las telas. Tragó en seco, de pronto fantaseando con las fuertes manos de daddy quitándose su saco y desanudando su corbata. Brazos fuertes y firmes, mirada de cazador. Sintió su entrepierna dar un tirón, ansioso mientras los pasos se acercaban a la cama.

— Vete, Yuri. Estoy cansado.

No...

Apretó sus ojos aún más fuerte y deseó que su fantasía no terminara de forma tan fatídica, pero mientras más pasaban los segundos, menos habían señas de que su jefe estuviera bromeando con sus palabras.

Tuvo que abrir los ojos y caer de lleno a la realidad: no había funcionado... otra vez.

Miró al hombre y le sonrió de la forma más inocente que pudo. Rodó despacio y quedó de estómago a la cama, su rostro de muñeca apoyado en la palma de su mano.

— Pensé que estarías cansado. Que querrías algún tipo de distracción para relajar las tensiones.

Otabek Altin lo miraba tan estoico como siempre; con el cabello desarreglado y la camisa desarreglada. En esos labios carnosos no había más que una línea recta, al parecer, no estaba para nada de humor. Sus ojos no mostraban deseo, más bien, aburrimiento y cansancio.

Aún así, Yuri recurrió a su última arma. Se removió quedando de lado, acarició su muslo mirándolo fijamente a través de la luz apagada, subiendo delicadamente la tela dejando a la vista parte de su cadera y ombligo. Mordió su dedo mirándolo con las pupilas dilatadas.

No había notado que Otabek traía algo en la mano sino hasta que se lo tiró a la cara: era un abrigo. Acto seguido, el hombre se acostó a su lado sin retrocesos y dándole la espalda, decidido a descansar sin hacerle el mayor caso a otra de sus estupideces.

Yuri se quedó estático. Definitivamente había fallado. Y en su cabeza no lograba concebir que Otabek lo había rechazado por, por, por... ¡por casi por millonésima vez!, maldita sea, ese estúpido ¿qué mierda se creía? ¿el hombre más codiciado del año? ¡ni siquiera era tan alto!

La belleza rusa frunció sus cejas, enfadadísimo. Encima se acostaba a su lado sin siquiera considerar mirarlo estando así: en bandeja de plata, no ¡de oro! ¡bandeja de oro para él!

— ¡Ahh, eres un imbécil, Otabek! — chilló furioso, dándole un par de golpes en el hombro.

Altin solo soltó un gruñido e ignoró sus ataques de gato furioso.

Yuri se puso rojo y, maldiciendo entre dientes, salió de la cama mientras lo pisaba descalzo, recibiendo un quejido por parte del pobre Otabek.

Este último le llamó antes de que diera un portazo bestial.

— Ah, Yuri. No sé cómo demonios lograste entrar a mi casa e ignoraré de dónde conseguiste una copia de mis llaves, pero más te vale dejarla sobre la mesa antes de irte. Dejaste tus cosas en la sala.

Y de esa forma, lo despachó.

— Jódete.

El rubio se volteó furioso y le tiró la llave en la cara, saliendo a grandes zancadas fuertes y pesadas hacia la sala, tomando su abrigo, calzado y demás pertenencias.

Se sintió un poco idiota, Otabek apenas entrar ya sabía que él lo estaba esperando, se había delatado solo dejando sus cosas ahí.

Soltó otro bufido mientras tomaba su cabello en una cola.

Mierda, ¡qué rabia!

— ¡Eres un imbécil!

Fue lo último que gritó, sin saber bien a quién rayos se lo decía; si a Otabek o a él mismo...

Quizá el término aplicaba a ambos.

..::..

Si los clientes preguntaban cuál es el pasatiempo favorito de Yuri Plisetsky, él definitivamente diría algo banal como jugar con su gata, ver películas en Netflix mientras come todas las golosinas del mundo o simplemente pasar tiempo con hombres interesantes; todo con esos ojos verdes traviesos y seductores que los hacían caer. Si preguntaban su rutina, de seguro mencionaría algo como su skincare de la mañana, ir al colegio a educar su mente porque baby era más que una cara bonita, hacer ejercicios por la tarde y quizá conocer su cuerpo más a fondo mientras se daba un baño de espuma.

Asquerosos viejos verdes. Siempre tan babosamente predecibles.

— ¿Mi persona favorita? — cruzaría las piernas al ser interrogado, subiría y bajaría los hombros con aparente timidez — usted, por supuesto — mencionaría con voz melosa.

Pero Yuri jamás podría decir a la gente ordinaria de su mundo que desde hace casi cuatro años su tiempo era volcado en intentar ir detrás de un hombre mayor que él por diez años. Nunca diría que tras el colegio -y por las noches- trabaja de acompañante una agencia de babys en el distrito más acomodado de Moscú, donde la paga por semana supera el sueldo mínimo de un empleado común y muchas veces las propinas se entregaban como lujosos regalos personales.

Yuri Plisetsky jamás admitiría (no a cualquiera) que ha amado desde los catorce a un hombre mucho mayor que él, rico, camarada de la bratvá, su jefe, sudaddy y exquisita obra kazaja que nunca en su vida le ha correspondido.

— ¿Tienes apartamento cerca?

El rubio en el regazo del hombre rio, se colgó de su cuello y negó.

— Lo siento, daddy, no estoy a la venta todavía, soy menor de edad. Aún aprendo el oficio.

— ¿En serio? eso es una real pena, chico...

El hombre afianzó el agarre a la sutil cintura desnuda de Yuri, mirando con una mezcla de deseo y lástima el abdomen expuesto y el pecho cubierto por un crop-top de encaje blanco.

Yuri tragó cuando la mano bajó a su trasero, sobando con un poco de rudeza sus muslos cubiertos por un diminuto short. Miró al hombre y le sonrió con algo de timidez, hundiéndose en su cuello ante la mirada lascivia del tipo del que ni siquiera recordaba su nombre.

Sabía que tenía buen gusto al vestir, la mayoría de allí lo tenían. El aire a muñeca, cubrir solo lo necesario de piel como para dejar a la imaginación algo delicioso y el juego de miradas inocentes era un arte que se debía aprender con anterioridad para poder ingresar a esa agencia.

Yuri no dudaba que cada vez que se paseaba por entre los sillones, mesas y pasillos de esa gran sala roja, los hombres volteaban a verle el trasero. Así también sucedía con todos sus demás compañeros.

Ciertamente era que él, al tener todavía diecisiete, ejercía solo como acompañante hasta que el cliente decidiera irse a casa con otro chico mayor de edad o simplemente irse solo. Por un tiempo había bailado en los tubos de pole dance del lugar, pero más pronto que tarde se aburrió porque terminaba todo sudado y aunque le gustaba el ejercicio, no le gustaba sudar siendo el centro de atención. Quizá a sus demás compañeros les gustaba y, por supuesto, a los hombres del lugar también, pero a él no, así que lo dejó.

Por lo que en ese momento solo acompañaba hasta sus dieciocho años, cuando el verdadero trabajo comenzaba.

Suspiró ante ese pensamiento. E hizo una mueca por los manoseos. Suficiente.

Daddy, déjame llenar tu vaso — dijo posando sus finos dedos sobre la mano del hombre que sostenía el objeto vacío.

Cuando lo recibió, se paró del regazo del tipo prometiendo volver luego.

Unos pasos más lejos bastaron para que su rostro tomara su expresión natural: molesta y asqueada. Mucho más cuando en la barra se encontró con Otabek que lo saludó con un pequeño asentimiento.

Jodido bastardo. Encima acompañado de una baby colgada de su brazo.

Asco.

Yuri soltó un quejido frustrado y dejó con fuerza el vaso sobre la mesa.

— Llena esto con whiskey — fue la abrupta orden del rubio malas pulgas.

Leo, el bartender, tomó amablemente el vaso.

— Podrías... no lo sé, Yuri... tirarme un beso o algo, un "por favor" o siquiera un intento de sonrisa — se burló el chico. Ya bien todos en el trabajo conocían las dobles caras de Yuri; tan coqueta y todo amores con la clientela y jodidamente rabiosa y huraña con sus compañeros de trabajo.

— ¿Vas a servir el maldito vaso sí o no? — se cruzó de brazos y vio de soslayo que Otabek volteaba hacia ellos con curiosidad. El chiquillo sintió su estómago hormiguear, pero estaba lo suficientemente molesto.

Leo sonrió apretando los labios y miró divertido a Otabek. Sacó una botella y dejó que el líquido comenzara a caer en el vaso vacío.

— La noche estuvo aburrida para ustedes, comprendo — dijo con voz baja, pero entretenida.

Yuri notó la sonrisa divertida que Otabek intentaba cubrir con el vaso que llevaba a sus labios. Quería matarlo.

— La tercera década le está pegando a tu amiguito — dijo ponzoñoso a Leo, refiriéndose claramente a Otabek — la próxima Navidad regálale un par de pastillas azules.

Leo soltó una carcajada y la chica al lado de su jefe soltó una risita, pero se tapó la boca de inmediato por ello.

Otabek vio de mala forma a Yuri y este simplemente tomó el vaso de whiskey, le levantó el dedo de en medio y se fue contoneando las caderas pisando enojado mientras su cabellos jugueteaban meciéndose en sus hombros desnudos y rosados.

— ¿Eso es verdad, Beka? — preguntó Leo aguantando otra risa — ¿tienes p-problemas erectiles?

El kazajo lo miró ceñudo.

— Claro que no — dijo molesto.

Volvió la vista hacia donde Yuri se había ido. El chico volvía a tener una sonrisa infantil en los labios y se sentaba al lado de un hombre entrado en los cuarenta. La cabecilla rubia se apoyó en el pecho del cliente y se dejaba reposar allí mientras el hombre parecía a gusto con su acompañante y su repuesto vaso de alcohol.

— No deberías ser tan cruel con él, daddy — le dijo con voz suave la chica a su jefe.

— No soy cruel, hago lo correcto. Yo soy su jefe y él es mi subordinado.

— ¿Qué es esa razón? — Leo lo vio confundido y con una sonrisa socarrona — como si no te acostaras con tus subordinados, Beka... deberías apreciar que él te quiere de verdad.

Otabek guardó silencio y siguió bebiendo de su vaso. Ese era el problema: Yuri lo quería de verdad. Y cuando los chicos de la edad de Yuri; jóvenes, bonitos e intensos, querían de verdad, él sabía de primera mano que todo podía terminar fatal. Mejor rechazar a Yuri de primeras.

Sí, tendía a acostarse con sus subordinados. Trabajaban para él y había consentimiento entre las dos partes, pero el punto era que Otabek nunca se acostaba dos veces con la misma persona y nadie involucraba sentimientos en las relaciones.

Otabek Altin alguna vez también fue un subordinado de alta gama en su adolescencia y también tuvo que aprender a separar sus emociones de su trabajo por la fuerza. Él ya había aprendido su lección por las malas. Ahora quería que Yuri lo entendiera por las buenas.

Su agencia había sido abierta con ayuda de Viktor Nikiforov; otro ruso adinerado al otro lado del distrito que lo había visto tan hundido y con tanto potencial por explotar, que finalmente lo sacó del hoyo donde estaba y le enseñó el oficio de ser jefe para que comenzara su propio camino en el oficio.

El trabajo como Daddy era mucho más prestigioso en estética y ética que un proxeneta proveniente de cualquier sucio burdel. Ellos seguían códigos de conducta y jamás entregarían a uno de sus bebés a un hombre de dudosa procedencia sin tener datos sobre él con anterioridad. Los cuidaban, los vestían, les asignaban una vivienda y los educaban. Si algo no les parecía, entonces no los entregaban a manos que quisieran dañarlos. Si alguien quería pasar una noche con uno de sus babys, que fuera buscarlo a la agencia y no recogerlo en una sucia calle donde estuvieran propensos a algún ataque, secuestro o accidente. Y, por supuesto, aparte de mantener alejada la vida personal de la profesional, los babys debían tener dieciocho años en adelante para vender sus cuerpos.

De esa manera, el subordinado tenía mucho más derechos que quienes se paseaban por las calles de Rusia vendiéndose en cualquier esquina para luego llegar a ser maltratados por un proxeneta sucio y sin valores.

Muchos chicos y chicas en las agencias eran recogidos de la calle y ayudados. Yuri no era la excepción, Otabek lo había encontrado un día en la calle, el chico había huido de su hogar y ya no tenía dónde ir. Quienes llegaban, tenían la opción de seis meses de prueba para decidir quedarse o irse. La mayoría terminaba quedándose, enamorándose de las atenciones y de ser tratados como pequeños niños mimados.

A los menores de edad los mantenían cuidados y educados, aprendían a caminar, a usar tacones, a entretener a la clientela, saber hablar sobre múltiples temas y ser gentiles y agraciados hasta que al cumplir los dieciocho entraban oficialmente al oficio siendo tratados realmente como las joyas más preciadas del mundo por hombres que pagaban grandes cantidades de dinero por mimarlos tan solo una noche.


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