Los personajes de esta serie no son de mi propiedad.

1 –

Estaba por anochecer y eso le preocupaba, aún estaba un poco lejos de casa, así que apresuró el paso. Una brisa fresca le obligó a encogerse, decidió cerrar el chaleco de ripstop de algodón y siguió su camino hacia el sur. Podía sentir la tierra bajo sus botas para senderismo, era una sensación que desde pequeña le había fascinado. Miró detenidamente el lugar, eran años de conocerse uno al otro y, aun así, ese bosque le hacía perderse constantemente. Sin embargo, siempre encontraba el camino de regreso.

Se quitó el sombrero de ala ancha que traía, se secó el sudor que le perlaba la frente y dio un largo suspiro. Había llegado justo a tiempo, el fuego del cielo estaba siendo consumido por la oscuridad y todas aquellas estrellas que empezaban a brillar a lo lejos. Al subir las escaleras que daban entrada al porche de la cabaña, la madera rechinó bajo sus pies. Buscó entre una de sus bolsas del chaleco y encontró las llaves, entró.

Sin demora, se quitó el chaleco, aventó el sombrero a uno de los sillones y fue directamente a la chimenea. Puso un poco de leña y, rociando un líquido inflamable sobre ella, le prendió fuego con un cerillo. Se quedó mirando por un rato el ir y venir de las llamas, era una danza que siempre le seducía. Se sentaba frente al sillón y, sin quitar la vista de aquella lucha, se descalzaba. Al dejar caer sus botas sobre la madera, el ruido era audible en todas las habitaciones. Ventaja y desventaja, ser capaz de escuchar cualquier ruido desde cualquier habitación.

Se puso de pie y se dispuso a ir a la cocina para preparar su cena. La cocina era algo que apenas estaba disfrutando, y no me refiero al hecho de cocinar, sino a su comida. Haber aceptado irse del nido familiar para perseguir su sueño de ser escritora de esa manera tan repentina, era algo de lo que a veces se arrepentía. Pero no podía hacer mucho, su padre le dijo que mientras viviera en casa de su difunto abuelo, hasta no traerle evidencia de su verdadero trabajo, no podía regresar al dojo. Lo bueno era que había conseguido un pequeño trato, en el que recibiría ayuda económica por parte de sus padres hasta los 22 años. De no tener nada para entonces, los ingresos cesarían y tendría que regresar para ayudarles con el mantenimiento del lugar.

Estaba por abrir el refrigerador, cuando de repente a sus oídos llegó el estallido de un vidrio. Diablos, espero no sea un ladrón, pensó. Cosa que era poco probable, porque la cabaña de su abuelo se encontraba alejada del pueblo y escondida por miles de árboles. Tomó un palo de madera que encontró en el camino, y fue acercándose lentamente para evitar que el suelo rechinara bajo sus pies, arte que aprendió de la danza: ser sigilosa.

El pasillo estaba a oscuras, pero un constante jadeo le anunciaba donde se encontraba el intruso. Se escuchaba una especie de lamento, un trastabillar en los pasos de alguien que se levantaba para volver a caer. Se acercó a la segunda habitación, la que le servía de estudio y biblioteca, la puerta estaba entreabierta, no solía cerrarlas. Con la espalda en la pared y el arma en una de sus manos, empezó a abrir la puerta muy despacio con su mano libre. Las bisagras chirriaron, maldijo mentalmente. Dentro del cuarto se produjo un ruido que no supo definir, pero era como escuchar un suave y rápido remolino. Entró a la pieza con el palo firmemente en sus manos, si tenía que usar sus técnicas de kendo, no lo dudaría. Lo que alcanzó a ver, la consternó.

Prendió las luces de la habitación y con un poco de zozobra comprobó que su vista le había engañado. ¿Pero quién podría culparla? Nadie tiene contemplado que un zorro entre por la ventana de su casa. Lo primero que creyó fue que se trataba de algún perro, para luego figurarse que, estando en el bosque, era más probable que fuera un lobo. Sin embargo ante sus ojos estaba la figura de un zorro, un cachorro con el pelaje ligeramente amarillento. Estaba postrado en el suelo, respirando con dificultad, intentando levantarse para huir, pero una de sus patas tenía una herida considerable. De su hocico salía sangre y tenía un rasguño sobre su rostro que le llegaba hasta el cuello. Poseía unos ojos azules que brillaban de furia y desconfianza.

– ¡Diantres!

Soltó el palo que traía en la mano y salió corriendo a otra habitación. Encontró un botiquín que siempre tenía a la mano porque solía lastimarse cuando daba caminatas largas por el bosque. Regresó a su estudio. Vio como el zorro se lamía la herida de su pata y con ello lo único que conseguía era que de la herida saliera más sangre. Se quedó pensando de qué manera podía acercarse al animal, era algo que ni su padre ni su abuelo le habían enseñado. Era capaz, incluso, de enfrentar una situación peligrosa con un oso, pero tratar a un zorro, no.

Fue dando pasos lentos para ver como reaccionaba el cachorro. Éste tenía la vista puesta sobre la chica, le dedicaba una mirada peligrosa, una advertencia, pero se volvía lamentable cuando el dolor le invadía. Y regresaba a su inútil tarea de lamer la herida. El zorro lo sabía, no tenía oportunidad de escapar, todo esfuerzo era en vano.

La chica se arrodilló frente al animal y mirándolo detenidamente, sopesó la situación. El pequeño tenía una herida profusa en la pata trasera izquierda y aunque el rasguño pareciera superficial, necesitaba revisarlo para asegurar ese hecho. La sangre en su boca no sabía si provenía de algún mal o de lamer sus heridas. Tenía miedo de que, al intentar tocarlo, le mordiera, pero era eso o dejar que muriera. Y eso último no lo permitiría, no siendo un Sonoda.

– Quiero ayudarte, ¿si, amigo? –Le dijo mirándolo a los ojos–. Tendrás que confiar en mí.

Abrió el botiquín y sacando la botella de alcohol etílico, se limpió ambas manos. Tomó un poco de algodón para mojarlo ligeramente con lo mismo y armándose de valor lo pasó sobre la herida más pequeña, el rasguño. El animal gruñó ligeramente, no obstante, siguió intentando respirar con naturalidad mientras le dedicaba a la chica una mirada penetrante y llena de desprecio. Trató de alejar su mano con su pata izquierda, pero en el momento, soltó un chillido agudo.

– Tranquilo, amigo –suavizó su tacto y sonrió–. Estarás bien.

Una vez limpia la zona del rasguño, pudo notar que no era profundo, pero tampoco superficial, tendría que poner gasas y vendarle para evitar que se infectara. Puso superficialmente un par de gasas, después se encargaría del vendaje. Lo miró a los ojos, parecía estar más tranquilo ante su presencia.

– Ahora pasaré a la herida más grande. Tenme paciencia, esto dolerá más.

Tomó un cacho de algodón limpio, lo mojó con el alcohol y sin detenerse a pensar, empezó a limpiar su pata. El animal volvió a chillar al grado de lagrimear ligeramente y en un impulso le mordió la mano. Umi soltó un pequeño quejido, que no pasó de una murmuración y el fruncimiento de sus cejas. No es nada, no es nada, se reconfortó. Siguió limpiando con el hocico del animal fuertemente enganchado a su mano, tenía que apurarse porque corría el riesgo que su sangre cayera en la herida del zorro. Sintió como paulatinamente el cachorro le soltaba la mano para buscar su herida y volver a lamerla.

– No –le tomó el hocico. El zorro la miró con furia, pero desistió de sus intentos y volvió a recostarse resignado.

La peliazul se miró su herida en la mano, no era tan profunda. Se echó un chorro de alcohol y aguantándose el ardor, se limpió, se desinfectó y se puso rápidamente un vendaje. Después siguió con el pequeño intruso. Lo miró, éste parecía estar agotado por el esfuerzo físico y emocional que requería su estado. Ella lo sabía.

– Has sido muy valiente –le acarició la cabeza.

Salió de la habitación momentáneamente para poner a calentar un poco de agua, luego regresó con una franela y un cuenco con agua tibia. Volvió a sentarse cerca del cachorro y, mojando la franela parcialmente, empezó a limpiarle el hocico. Después, con mucho cuidado, se dedicó a ponerle los vendajes que le cubrían el cuello, parte de su cara y su pata trasera izquierda. Lo cargó muy despacio, el pequeño se acurrucó entre sus brazos. Se lo llevó a sala de estar, donde lo acomodó encima de unas cobijas.

La primera semana fue complicada, el pequeño parecía no tener animo de comer ni de beber, pero seguía inmóvil sobre las cobijas. En ocasiones, miraba entrar y salir a la peliazul, sin mutar su estado estoico. A veces le dejaba un pequeño bol con agua que en todo el día no tocaba, pero que al día siguiente amanecía vacío, lo mismo pasaba con las comidas que le traía. Se encargó de investigar qué era lo que comían los zorros, así se dio cuenta que tenía que cazar gran parte de ella. No le fue sencillo. Desde pequeña su padre le había enseñado a usar el arco, aunque nunca lo había usado contra otro ser vivo, así que al principio tenía que cerrar los ojos cuando lanzaba la flecha. O simplemente, cuando el corazón le pesaba, le llevaba insectos.

También se encargó de cambiarle los vendajes y las gasas constantemente para evitar una infección. La herida se estaba curando increíblemente rápido para su sorpresa. En poco tiempo el cachorro empezaba a dar rondas por la casa, en una especie de reconocimiento espacial. Y siempre que entraba al estudio y la miraba sentada frente a una máquina de escribir, se quedaba quieto esperando a que notaran su presencia, pero parecía que aquella humana pasaba gran parte del tiempo ensimismada.

Algunas veces la encontraba sentada en los sillones, frente a la chimenea, leyendo algo. Leía como si de ello se alimentara. Y el pequeño animal, se acercaba a la cobija que había en la sala de estar, que prácticamente ya era suya, y se acostaba mientras escuchaba el tranquilo respirar de su compañera. Por las noches, sin que la otra se diera cuenta, el cachorro se acostaba a sus pies, y dormía tranquilo hasta que las primeras señales de luz, le espabilaban. Y volvía a su tímida actitud, de esconderse mientras la chica estuviera presente.

No pasó mucho tiempo para que la herida estuviera ya casi cerrada y que el vendaje se volviera ligero. El zorro andaba con libertad por la casa, a veces se acostaba en el sillón frente a la chimenea, otras iba a la habitación de la peliazul y se recostaba. Esas ocasiones eran en las que descansaba mejor. Empezaba a comer con avidez y a beber agua con naturalidad. A veces salía por la ventana que había dado entrada a aquel lugar. La chica se había encargado de quitar el vidrio y estaba por remplazarlo con otro.

Era una especie de rutina, la chica salía por las mañanas y regresaba hasta la tarde, y él se quedaba solo en casa. Al principio le fue bueno para descansar y recuperarse, pero con el tiempo le fastidió y empezó a hacer travesuras. Le escondía cosas a la chica o simplemente se las rompía, ella parecía no enojarse ante eso. Sólo le sonreía y acariciando la cabeza le decía que era muy travieso, luego empezaba a recoger el desastre.

La manera de saber que la chica regresaba del cualquiera que fuera el lugar al que se iba por las mañanas, era el ruido del carro. La peliazul manejaba un modesto carro que sus abuelos le habían dejado antes de morir. Y cada vez que escuchaba la tierra siendo aplastada por el vehículo, se escondía para verla encender la chimenea, sentarse en el sillón, quitarse las botas y estirarse. Poco a poco, él iba haciendo presencia: primero tímidamente, para después, en un rápido movimiento, posicionarse cerca de la chica. Con el paso del tiempo, llegó a recostarse en su regazo. Por su parte, la peliazul disfrutaba de la compañía de su pequeño intruso y le recompensaba con mimos. Tener una mascota era más divertido de lo que creía.

– ¿Esta semana? –La peliazul se encontraba en su carro, el cual estaba estacionado cerca de una pequeña plaza. Tenía el celular en la mano–. No, no tengo problema, sería bueno empezar a trabajar en algo serio –rió levemente–. No es necesario, Maki… Oh, está bien, está bien –suspiró–. ¡No! Sólo ando un poco obnubilada –miró hacia el camino que tenía enfrente– Vale, igualmente.

Colgó y guardó su celular en el bolsillo de su pantalón. Siguió con la mirada fija a la calle, sabía que era en vano mantener la mirada en aquel camino, su compañera se tardaría en llegar. Sacó la mano por la ventana. Realmente no podía creer que sus amigas tuvieran una mejor situación económica que ella, ella que siempre se destacó en los estudios, en los deportes, en la escritura. Ella era la única que se encontraba en una situación de ermitaña, donde apenas e iba al pueblo a conseguir todo lo que le era menester para estar otra semana encerrada en su cabaña. Al menos, ahora tenía compañía.

Golpeó sus dedos en el volante constantemente, últimamente su paciencia fuera de aquel bosque se reducía a casi nada. Era el ruido de los carros, el murmullo de la gente, las prisas, el espacio, el vicio. Ella ya no pertenecía a ese tipo de ambientes.

– Umi-chan –canturreó una voz proveniente de la ventana contraria a la que la nombrada se encontraba mirando.

– ¡Honoka!

La pelinaranja se metió al carro y se sentó en el asiento del copiloto. Le dio un efusivo abrazo a su vieja amiga y le sonrió. Luego le dio una bolsa con un montón de manjū dentro.

– Mamá insistió –le dijo encogiéndose de hombros.

– A veces siento que tu madre me cuida más que la mía –rió, agarró uno de los dulces y pasó la bolsa con los restantes en los asientos traseros–. Bueno, ¿de qué querías hablar?

– Ay, Umi-chan, ni me dejas disfrutar tu compañía –le dio un ligero golpe en el brazo, le sonrió ampliamente– Hace meses que no te veo, ¿cómo es la vida del escritor?

Umi la miró a los ojos, últimamente su mirada había sido dotada por una pesadez que no podía ocultar, era penetrante y severa. Honoka la observó, estaba acostumbrada a ese tipo de reacciones por parte de la peliazul, siempre que se enojaba con ella, solía dedicarle una mirada asesina. Incluso, le confesó alguna vez, le daba miedo cuando eso pasaba. Esperaba una respuesta escueta, como era costumbre de la chica, o un simple gesto que simplificara todo lo que en su mente se acumulaba. Pero no fue así, en esta ocasión vio como suavizó el rostro y empezó a reírse.

– Es algo interesante –dijo entre risas mientras miraba a la nada–, sobre todo cuando tienes de mascota a un animal que se supone es salvaje.

Su amiga la miró con extrañeza, no le asombraba el hecho de que su amiga sacará ese tipo de comentarios de la nada, ni mucho menos le parecía alejada la idea de que tuviera un oso de mascota, pero lo sentía de cuidado. Se rascó la cabeza y rió nerviosamente. En realidad, todas estaban un poco consternadas por su repentina decisión de dejar la universidad para irse a vivir lejos. A Nico y a Maki les pareció un impulso sin fundamentos. Pero a ella le hizo ruido el hecho de que coincidiera con otro evento. Por ello siempre estuvo al pendiente de ella por parte de las 4. Honoka era quien estaba más cercana a Umi desde que eran pequeñas, sin embargo, eso no era garantía de una confianza y cercanía fuerte.

– ¿Y el trabajo?

– Maki me ha encargado que escriba un artículo sobre el nuevo hospital que abrirá su familia y las especialidades que trabajarán. Y otro de sus hallazgos en los laboratorios –contestó sin emoción alguna.

– ¿Vuelves a la prensa? –La miró con un deje de preocupación– Pensé que no te había gustado, dijiste que fue temporal. Aunque eras buena, a decir verdad.

– Llevo dos años… –apretó con fuerza el volante– dos malditos años sin poder escribir. Quizá retomar la prensa me sea de utilidad, aunque no sea el mismo ámbito que en la escuela.

– Ya veo… –su cabeza estaba incendiándose pensando en la manera de desviar el tema–. En la tienda las cosas van mejor. Pero a veces pasan cosas malas… como la vez en que me caí y tiré toda una bandeja de dulces y tuve que comerlos todos para esconder la evidencia de mi crimen.

Lo había dicho tan rápido y alterada que Umi volteó para encararla. De todo el aire que había expulsado estaba ligeramente roja, su amiga no había cambiado. Empezó a reírse, cosa que también hizo reír a Honoka. La imagen de su amiga metiéndose muchos dulces en la boca, volviendo sus cachetes cual ardilla, le había resultado increíblemente graciosa.

– ¡Vaya sacrificio! –dijo con ironía.

– ¡Oi! Ese día me enfermé de la panza –hizo un mohín. Volvieron a reírse.

Umi manejó sobre la carretera y llevó a Honoka a su casa. Recordaba las primeras veces que había salido en el carro y lo mucho que le había costado manejar con maestría. Al menos ahora, Honoka ya no se aferraba asiento cada que la acompañaba. Vivir solo, aprender cosas solo, matar el tiempo solo, era más difícil y menos encantador de lo que pudiera sonar. El mundo te vende una idea de la soledad bastante agradable, pero una vez que la sientes, te das cuenta de que el encanto puede volverse incluso pesadilla. Sin embargo, la costumbre lo puede todo, incluso sobrellevar los malos sueños.

Su amiga siguió hablando de las cosas que pasaban en la Universidad. De las nuevas amigas que había hecho una vez que Kotori se marchó al extranjero a estudiar y que ella desertó. Nico decidió trabajar y Maki por su parte se fue a estudiar medicina a la capital. Muy de vez en cuando quedaban las cuatro, principalmente cuando Maki anunciaba que pasaría unos días por la pequeña ciudad; todas arreglaban sus tiempos para poder coincidir.

Honoka suspiró con pesadez una vez que vio los carteles de la tienda los cuales anunciaban que había llegado a su casa. Miró a su compañera que parecía estar tranquila, esa ligera sonrisa le quedaba a la perfección. En la radio se escuchaba una canción lenta. Dentro de poco las calles se llenarían de luz artificial, estaba anocheciendo. Tenía que dejar a su amiga marchar si no quería que fuera devorada por un oso o picada por una serpiente, eso era lo que pasaba por su mente cada que sabía que la peliazul regresaba tarde. Aunque lo más creíble fuera un accidente automovilístico, esa idea era lejana para ella.

– Umi-chan –carraspeó. La otra sólo dejó de tararear la canción y la miró con una sonrisa divina–, Kotori-chan me dijo que dentro de unos días regresará.

La nombrada pestañeó ligeramente aturdida, sin darse cuenta sus manos tomaron firmemente el volante. Miró a Honoka con circunspección.

– ¿Por qué no me lo dijo?

– Porque no revisas el correo –se encogió de hombros–. Y fue hace unos cuantos meses que decidiste comprar un celular. No puedes culparla.

– ¿No estaría allá por 4 años?

– No, al parecer se acortó la estadía, pero me dice que le enseñaron todo lo que venía en el programa en dos años –le dijo emocionada–. ¡Ojalá así fuera en la universidad!

– Eso es imposible, Honoka –cerró los ojos y suspiró–. Cualquier cosa, mantenme informada, por favor.

– Está bien. Gracias por traerme –le sonrió y despidiéndose de ella, desapareció en las puertas de la tienda.

Arrancó el carro, apagó la radio y regresó en silencio a su casa. Las calles estaban ligeramente pobladas, iba manejando con suma lentitud, como si con ello pudiera evitar el regresar. Por su cabeza pasó la posibilidad de ir al dojo a visitar a su familia, pero recordó que seguramente, alguien la estaría esperando allá en la cabaña del bosque. Aparte, prefería evitarse el discurso de siempre de sus padres. Resignada, siguió su camino.

Pasó por la carretera, aquella donde rara vez pasan carros. Luego dio vuelta en un camino de tierra, para después seguir un intrincado camino que sólo podría conocer alguien que lleva viviendo años por esos lugares. La oscuridad del bosque era algo que había dejado de asustarle, temía más a lo que pudiera pasarle en la ciudad que a cualquier criatura que pudiera aparecérsele en el bosque. Extrañamente, vio las luces de la cabaña encendidas. Quizá su padre había ido a visitarla, aunque era casi improbable. Lo más factible era que hubiera olvidado apagarlas.

Dejó estacionado el carro azul donde siempre solía. Tomó la bolsa con los dulces que la madre de Honoka le había regalado. Era la primera vez en semanas que llegaba ya con la noche sobre ella. Recordaba que cuando lo hizo por primera vez, sintió una especie de pánico al no ver la cabaña, pero incluso ahora era capaz de acostumbrar su vista a la penumbra.

Buscó sus llaves en la bolsa, las encontró y abriendo la puerta fue recibida por un abrazo de lo más efusivo. Ni siquiera había tenido la oportunidad de adentrarse al recinto. Acto reflejo, su mano libre correspondió el abrazo, para sentir la piel desnuda de alguien.

– ¡Qué bueno que regresas, humano! –Le dijo la chica rubia que tenía en brazos– Hice la cena, ya que tardabas mucho en regresar.

– ¡Ah, genial…! –una pausa, una muy larga e incómoda.

A su mente llegó la información de golpe: frente a ella estaba una chica rubia, desconocida, que le había preparado la cena, en su casa, quien la recibió con un abrazo y que, por cierto, estaba desnuda. Des-nu-da. ¿Quién diablos es ella y qué hace sin ropa en mi casa?

– Soy Eli, tonta –Sí, le leyó el pensamiento.

Restregó su mejilla contra la de la peliazul, quien empezaba a ponerse en exceso roja y su cabeza humeante parecía estar a punto de estallar. De repente, de la espalda de la rubia salió una cola esponjosa similar a la de un zorro. La soltó y sonrió de manera angelical e inocente, mientras su cola se movía de un lado a otro.

– Soy un kitsune.

Tras eso, Umi perdió la consciencia y cayó al suelo.

N/A: ¡Hola, hola a todos! Bueno, para aquellos que lean la historia, muchas gracias por tomarse el tiempo, escribo para ustedes. Ya saben que se acepta todo tipo de comentarios :3 y aquellos que comenten, un agradecimiento especial por el apoyo.

Sé que tengo otra historia pendiente, y la estoy trabajando, pero está historia ya la tenía por ahí y no quería dejarlos sin nada. Esta tardará un poco más en actualizar :B pero no la abandonaré. Aparte tengo otros proyectos que quiero compartir con ustedes, es sólo que la escuela es muy cruel y no me deja dormir ;-;

En fin, ¡hasta la próxima!

Saludos y cuídense :D