Para Zhena, que nunca falla en recordarme cuánto amo esta pareja.

Advierto que en este fic hay y habrá menciones de KagaKuro, pero la ship principal y destino es AoKa. En futuros capítulos el rating cambiará a M.

Ni Kuroko no Basket ni sus personajes son de mi propiedad, todos ellos pertenecen a Tadatoshi Fujimaki.


La gente era… pequeña.

—¡Keita! No seas malo, ¡pásame la pelota!

A veces resultaba agotador mirarlos a todos desde arriba. No desde arriba en un sentido peyorativo y ególatra —sino desde arriba en el sentido más literal de la palabra; desde una altura donde la calvicie que intentaba esconderse bajo unos cabellos peinados de costado, o el caótico remolino que alguna madre intentaba peinar sin éxito, no tenían forma de pasar desapercibidos.

—¡Si la quieres ven a buscarla!

Una altura que, a lo largo de los (quizá no tantos) años de su vida, le había ganado tanto burlas como exclamaciones de admiración; los clásicos —y ya amarillentos por el uso— chistes de «¿cómo está el clima allá arriba?», «¿juegas al baloncesto o al vóley?», y un sinfín de objetos que habían pasado por sus manos dado que, teniendo su hogar en estantes altos, hubiera resultado imposible que los alcanzara otra persona sin hacer uso por lo menos de un banquito sobre el que treparse.

—Ya vale, Keita. Se supone que tienen que hacer pases, así que pásale la pelota a Ryō.

Kagami Taiga no pudo evitar una leve sonrisa al ver cómo las mejillas de Keita se inflaban en un puchero. Sabía que estaba mal —no en un sentido radical y absoluto del término, sino que más bien lo «mal» que puede estar el reírse al reprender a un alumno—; sin embargo, la manera en que sus cachetes se enrojecían resultaba cómica, al igual que la extraña forma en que sus ojos entrecerrados se volvían casi dos rayitas bañadas de indignación.

—Eres un aguasfiesta —masculló el niño, fulminándolo con la mirada mientras le cedía por fin la pelota a su compañero. Kagami no le corrigió el término, sólo asintió en aprobación antes de alejarse en dirección al resto de los niños —aunque no sin perder la agudeza de su oído, no fuera a ser que a Keita se le volviera a ocurrir hacer otra de las suyas y Ryō empezara a gritar de nuevo.

A veces se sentía orgulloso de su altura, pero la mayor parte del tiempo lo acomplejaba. Siempre en secreto —las pocas veces que había intentado compartir su complejo con el prójimo, se había ganado unas cuantas risas o miradas de odio, siempre acompañadas de comentarios en plan «¡estás exagerando!» o «¿cómo te atreves a quejarte de ser alto?». Kagami no podía sino imaginarse lo frustrante que debía ser el intentar alcanzar un frasco que se encontraba sobre la heladera y fallar en el intento —teniendo que recurrir a sillas y banquitos con una frecuencia tal que quizá lo más práctico sería llevarlos encima todo el tiempo. Pero sí le parecía que el que ser bajito fuera frustrante no anulaba los complejos que pudiera tener cualquiera que se encontrara en el otro extremo del espectro.

No podía dejar de pensar lo paradójico que era, entonces, que hubiese elegido —y por absoluta voluntad propia— enseñar baloncesto a niños de primaria. Vale, en realidad era "el profe de educación física", pero a la hora de la verdad había que admitir que casi lo único que se hacía en ese curso era practicar baloncesto. Esto era tan simple como que Kagami amaba ese deporte, y como ningún padre ni ninguna autoridad del colegio habían presentado quejas hasta el momento, continuaba centrando sus clases de educación física en aquel. Además, a los niños les encantaba —imposible saber si por el deporte en sí, o por la manera que tenía Kagami de dar las clases, o simplemente porque preferían jugar antes que estudiar cualquier otra materia, pero a fines prácticos no importaba mucho. Baloncesto era.

Un estrepitoso y repentino llanto desvió su atención hacia una de las esquinas del patio, donde rápidamente empezaron a acumularse niños formando un círculo. Desde arriba pudo ver que, en el centro del mismo, Hana lloraba con los puños en los ojos, arrodillada en el suelo. Le bastaron tres zancadas para llegar al lugar y descubrir que una de sus rodillas sangraba —al parecer, había caído al suelo y se había raspado en el proceso.

Hey, no te preocupes —le dijo con voz dulce, arrodillándose a su lado—, todo va a estar bien. Vamos a la enfermería a que te curen. —Acto seguido, la tomó por los hombros y por la parte posterior de las rodillas, alzándola en brazos y volviendo a erguirse en toda su estatura—. Minami —llamó la atención de una niña de cabellos castaños y trenzados, que en seguida lo miró atenta desde detrás de sus anteojos rectangulares—. Cuida que todos se porten bien, ¿sí?

Ella asintió de manera casi solemne, contemplándolo entre seria y orgullosa. Kagami asintió y, tras dirigir una última mirada de advertencia a Keita, que probablemente aprovecharía la confusión y su ausencia para volver a hacer alguna travesura, se dio media vuelta y se alejó a través del patio hacia el interior de la escuela.

No tardó mucho en llegar a la enfermería, luego de recorrer unos pocos pasillos de bajos techos.

—¡Kagamin! ¿Qué te trae por…? Oh. —El rostro de la enfermera perdió parte de su sonrisa al ver a la niña en sus brazos, que había dejado de llorar a gritos pero todavía sollozaba en silencio. Sin embargo, Momoi era muy buena en su trabajo y sabía ver lo positivo de cada situación, por lo que en seguida su sonrisa volvió a forjarse y exclamó—: ¡Hana! Hacía mucho que no venías a visitarme, qué lástima que haya sido de esta forma ¿no? —Señaló mientras Kagami la colocaba sobre la camilla de la enfermería. La niña soltó una suave risita.

Kagami no sabía cómo lo lograba, pero había algo en Momoi que hacía que cada uno de sus gestos denotara dulzura y profesionalismo al mismo tiempo. La manera en que sus manos limpiaban la herida de Hana, con una suavidad extrema pero no por eso perdiendo su eficiencia. Quizá tenía que ver con que sonreía y charlaba todo el tiempo mientras trabajaba —preguntándole a la niña por lo que había hecho el fin de semana; sus ojos rosados brillando en sintonía con la expresión alegre de su rostro. Sus largos cabellos del mismo color caían a los costados de su cara de un modo por el que todas las niñas se mostraban fascinadas, ya que incluso en su tono brillante no perdían la elegancia.

Mientras la muchacha desinfectaba la herida y la vendaba, Kagami se miró en el espejo que había en la pequeña sala. Más de una vez le habían dicho que su sonrisa amistosa era lo único que lo salvaba de parecer un monstruo de casi dos metros de altura —no porque fuera desagradable de aspecto, sino por lo intimidante de su apariencia. Sus cabellos cortos y rojos se distribuían sobre su cabeza en un caos puntiagudo, apuntando cada uno de ellos en una dirección diferente —más oscuros en las raíces, rozando casi un tono bordó. Sus ojos eran del mismo color; sus cejas también, además que en sus puntas estaban divididas en dos, lo que le confería un aspecto un poco desaliñado y feroz. Y si a eso se le sumaban su altura y su contextura enorme…

—¡Listo! —exclamó Momoi, contenta, justo al mismo tiempo que el celular de Kagami comenzaba a vibrar en su bolsillo. El muchacho le hizo un gesto para que esperara al tiempo que salía de la habitación al pasillo para contestar.

—¿Tatsuya? —preguntó Kagami, confuso, tras llevarse el teléfono a la oreja—. Sabes que a esta hora estoy trabajando, no–…

—«Lo siento, Taiga, no te llamaría si no fuera necesario» —lo interrumpió una suave y armoniosa voz del otro lado—. «Verás, necesito que me cubras hoy».

—¿Por qué? ¿Sucedió algo? —preguntó él, aunque ya sabía cuál sería la respuesta.

—«Lo siento, no puedo explicártelo. Pero sabes que no te lo pediría si no hiciera falta». —Himuro Tatsuya, su amigo de toda la vida, era siempre así: nunca daba respuestas concretas, siempre tenía a Kagami flotando en una especie de nebulosa en la que nunca sabía bien qué pasaba. Sin embargo, jamás lo había metido en problemas y siempre había sido muy leal —siempre había estado ahí para él cuando el pelirrojo lo había necesitado.

Suspiró.

—Vale. Es de diez a dos como siempre, ¿no? ¿Ninguna indicación en especial?

—«Para nada, lo mismo de siempre. Gracias, Taiga; y no te preocupes, no es nada malo». —Instantes después colgó, terminando así la conversación, de la misma manera abrupta y repentina en que siempre lo hacía. Kagami repitió el suspiro, pensando que quizá lo mejor sería dormir una siesta por la tarde, considerando que estaba despierto desde las siete de la mañana. Se guardó el teléfono en el bolsillo y regresó a la enfermería, donde se encontró a Momoi charlando animadamente con Hana. Todo rastro de llanto o tristeza había desaparecido del rostro de la niña, que sonreía feliz.

—¿Todo bien? —le preguntó la muchacha, ante lo que Kagami asintió, descartando su pregunta con un gesto de mano.

—Nada importante, un amigo pidiéndome un favor. —Hana bajó de la camilla de un saltito—. ¿Ya estás mejor? —le preguntó él con una sonrisa—. Lo mejor será que no sigas jugando hoy, así tu herida puede sanar. Si quieres puedes ayudarme a dar la clase —le ofreció.

La pequeña esbozó una sonrisa radiante y festejó la idea.


Dos años antes, el verano después de que Kagami terminara la preparatoria —y un verano que había prometido ser en extremo aburrido, dado que todos sus compañeros del colegio estaban tan ocupados preparándose para los exámenes de ingreso de sus respectivas universidades que ninguno tenía tiempo para ir al parque a jugar al baloncesto—, Himuro y él se habían anotado en un curso veraniego de bartender. Tatsuya quería ganar algo de habilidad en el tema para poder conseguirse algún trabajo de medio tiempo, y el pelirrojo no tenía nada mejor que hacer. De modo que habían pasado las calurosas tardes aprendiendo las nociones básicas de las distintas bebidas alcohólicas y a armar distintos tragos.

Kagami se había anotado sólo por acompañar a su amigo, pero Himuro poco después había entrado a trabajar las noches de viernes y sábado en un bar, y desde entonces había ido rotando en distintos locales, sacando de allí un dinero extra con el que ganarse la vida además de la beca que le otorgaban por sus elevadas calificaciones en la facultad de psicología.

Claro que había ocasiones en las que por una u otra cosa el muchacho no podía presentarse a trabajar, y ahí era donde entraba Kagami: solía cubrirlo esos días, como una especie de bartender suplente —que no hacía más que suplir a Himuro, porque no le pagaban ni un centavo. Aunque él siempre se lo compensaba de alguna manera luego; en general, llevándole algún regalo o invitándolo a comer múltiples hamburguesas.

Kagami se miró en el espejo de su habitación, y sus ojos rojos como la sangre le devolvieron la mirada. Al dueño del negocio en el que estaba Himuro ahora no le gustaba mucho el pelirrojo. Decía que era muy intimidante y que podía espantar a los clientes. En cambio Tatsuya era más grácil, de rasgos más finos y elegantes, con cabello negro sedoso y unos ojos plateados que cautivaban hasta al más frío y distante.

Pero Kagami era el único suplente que había —o por lo menos, el único suplente que no le exigía una paga por cubrir a su compañero—, de modo que a la hora de la verdad el hombre no tenía derecho a quejarse.

Miró el reloj: eran las nueve. Todavía tenía media hora antes de salir, de modo que se miró una última vez en el espejo antes de echarse sobre su cama a contemplar el techo hasta que llegara la hora de irse. Se había puesto una sencilla camisa blanca, arremangada a la altura de los codos, y unos pantalones negros ajustados en los talones —y sus zapatillas rojas favoritas. Era un look informal pero sobrio, lo bastante prolijo como para pasar sin problemas.

El suave tacto de las sábanas de su cama lo hicieron lamentarse por no poder yacer allí y dormirse ahora mismo. Estaba despierto desde muy temprano, y aun así no podría volverse a casa hasta dentro de unas cinco horas. Gracias al cielo venía el fin de semana y podría descansar todo lo que quisiera.

Kagami vivía solo en un departamento enorme en la zona céntrica de Tokio. Cuán grande debía ser el lugar para que él, que siempre destacaba por su gran tamaño, se sintiera un poco pequeño ahí dentro. Sin embargo debía admitir que era cómodo, ya que no tenía que pagar el alquiler ni las cuentas debido a que se las financiaba por completo su padre —un hombre de negocios que había dejado a su hijo en Japón y apenas luego se había vuelto a Estados Unidos para continuar con su trabajo. El contacto con su padre era casi nulo; éste se limitaba a mandarle dinero y pagar sus cuentas, pero nada más.

A pesar de todo, al pelirrojo no le importaba. No extrañaba a aquel hombre; no porque alguna vez le hubiera hecho daño de alguna manera, sino porque era un señor frío y distante que rara vez había dado alguna muestra de cariño a su hijo. Su madre había muerto cuando era pequeño; de manera que Kagami llevaba viviendo solo desde los quince años, cuando su padre lo había despachado en aquel enorme departamento y le había anunciado que se volvía solo a Estados Unidos. Hasta entonces, lo más parecido a una madre que había llegado a tener era una muchacha estadounidense muy entusiasta del baloncesto que les había enseñado a él y a Tatsuya todo lo que sabían. Pero ella viajaba continuamente y por eso en los últimos tiempos no la había visto con demasiada frecuencia.

A veces el muchacho se sentía un poco solo en aquel inmenso lugar. Pero en realidad no tenía motivos para sentirse así: de vez en cuando se veía con algunos compañeros de su ex colegio, estaban los niños y el personal de la escuela donde enseñaba gimnasia, estaba Himuro, y también estaba…

El estridente ringtone de su teléfono celular lo sacó de sus ensoñaciones. Apenas tuvo tiempo de darse cuenta de que había estado a punto de quedarse dormido cuando se incorporó con brusquedad sobre la cama y buscó el dispositivo con la mirada. Diablos, pensó, no recordaba haberlo puesto en sonido, y ese tono resultaba insoportable al oído. Así que se apresuró a atender sin siquiera mirar quién lo llamaba.

—«Kagami–kun». —Lo saludó una suave voz del otro lado de la línea, apenas hubo mascullado un irritado "hola".

—Oh. —Se sorprendió—. Kuroko. Lo siento, estuve todo el día con cosas y ahora encima tengo que irme de nuevo y… no pude llamarte.

—«No te preocupes» —le respondió la voz del otro lado—. «Yo también estuve algo ocupado. ¿Cómo estás?»

Kuroko Tetsuya. Ex compañero de su colegio, ex compañero del equipo de baloncesto del mismo —compartían el profundo amor por dicho deporte, aunque Kuroko carecía de gran parte de su talento.

Su actual pareja.

Kagami y Kuroko se habían conocido casi por error, podía decirse; por una de esas casualidades de la vida que resultan imposibles de comprender. En realidad, cuando Kuroko había entrado a la secundaria alta, lo había hecho bajo la firme decisión de no anotarse en el club de baloncesto. De hecho, estaba yendo a presentar su solicitud de unión al club de literatura cuando se había encontrado por primera vez con el pelirrojo. Éste ya se había sumado al club de básquetbol y, una tarde, se había quedado practicando solo en una de las canchas del colegio. Kuroko había pasado por allí y, al verlo jugar, se había quedado aturdido, al punto de que había olvidado sus intenciones iniciales y había acabado inscribiéndose en el mismo club.

Cuando habían empezado a salir, había admitido que aquel día lo había visto «brillar más fuerte que la luz del Sol» —algo que nunca fallaba en hacer ruborizar a Kagami.

—«De modo que hicieron todo el trabajo sin mí» —le estaba diciendo el muchacho en ese momento. Kuroko estudiaba literatura universal en la universidad, y estaba contándole cómo sus compañeros de grupo se habían olvidado de su existencia y habían completado el trabajo práctico que tenían que entregar la semana siguiente sin que él hubiera tenido que hacer nada.

Kuroko era una persona extraña. Si Kagami llamaba la atención a dondequiera que fuera, con Kuroko pasaba justo lo contrario. Era bastante bajo, de cabellos cortos de color celeste apagado, con un desordenado flequillo que llegaba a cubrirle parte de los ojos del mismo color. Su voz era suave, y su carácter muy manso. Toda esa serie de características, sumada a la curiosa naturaleza fantasmal del muchacho, llevaban a que nadie lo notara nunca ni se percatara de su presencia —o, también, a que sus compañeros de grupo se olvidaran de que él, de hecho, también era parte del mismo. Su falta de presencia era tal que muchas veces aparecía sin que nadie lo viese y por eso la gente se llevaba unos sustos de muerte. Cuando le preguntaban de dónde había salido o cuándo había llegado, la respuesta era siempre la misma: «estuve aquí todo el tiempo». Cuándo era verdad y cuándo no, eso ya resultaba un misterio.

A Kagami le gustaba de Kuroko lo comprensivo que podía llegar a ser. Era prácticamente la única persona que no le había tomado el pelo cuando le había confesado lo acomplejado que se sentía por su altura; también era el único que no se había mostrado intimidado por su apariencia. Kuroko era chiquito e imperceptible, pero nunca dejaba que le pasaran por encima y eso también le agradaba al pelirrojo. Además era una persona sensata y tranquila, lo que contrastaba mucho con el carácter —muchas veces— irracional e irascible de Kagami, que si bien nunca iniciaba los conflictos tenía muy pocas pulgas cuando estos surgían.

En cierto modo, Kagami era la luz, y Kuroko la sombra. Se complementaban de una forma que el pelirrojo no había visto jamás en ningún otro lugar.

—Lo siento, Kuroko, tengo que colgar. Le prometí a Tatsuya que estaría allí a las diez —dijo Kagami tras un largo rato de charla, luego de mirar la hora en su reloj. Hacía casi cinco minutos que tendría que haber salido. Kuroko lo entendió y, sin ceremonias, se despidió de él con un suave «te amo, Kagami–kun» al que él respondió de igual forma, con un poco de bochorno. Podrían pasar cien años y nunca se acostumbraría a esos saludos.

Apenas hubo cortado la llamada, guardó el celular y las llaves en su campera, apagó las luces del departamento, y se apresuró a salir.


El bar era un sitio agradable y bastante cálido. Las mesas eran de madera, los asientos estaban cubiertos por mullidos almohadones de distintos colores; las luces eran tenues, en tonos que oscilaban en torno al rojo y al anaranjado, aunque también había unas cuantas blancas. Las guardas blancas y negras del suelo le conferían una estética muy peculiar; de la misma manera en que lo hacían algunas luces de neón puestas por detrás de la barra, detrás de las estanterías en las que un sinfín de distintas botellas se lucía en todos sus colores y tamaños. El lugar no era demasiado grande: había espacio para unas doce o quince mesas, lo que lo volvía aun más acogedor.

Las risas y la charla decoraban el aire. Dos mujeres conversaban animadamente en una mesa en una esquina, soltando risitas cómplices de vez en cuando, mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie terminaba de oír bien lo que decían. Un hombre mayor descansaba en otra mesa, bebiendo de una copa mientras con la mano restante sostenía un grueso libro del que no despegaba la vista. Un grupo de jóvenes había juntado tres mesas y armaba alboroto con sus carcajadas mientras pedían una serie de shots tras otra —en realidad, Kagami no estaba seguro de que tuvieran la edad legal para beber alcohol, pero no pensaba ser quien les arruinara la fiesta. En todo caso, no era su responsabilidad, sino del mesero.

Otro grupo acababa de entrar al local cuando éste se acercó a la barra para anunciar la orden de la mesa cuatro, en la que dos mujeres y un hombre parecían discutir de política.

—Dos margaritas y un gin. —El mesero le guiñó un ojo antes de alejarse para recibir a los recién llegados. Era un muchacho joven, más o menos de la misma edad de Kagami, de cabellos negros y ojos astutos. Siempre se mostraba muy entusiasta y no dudaba en entablar conversación con los clientes; su carisma y sus bromas siempre le aseguraban que la gente regresara otro día. No recordaba su nombre, a pesar de que trabajaba ahí desde incluso antes de la primera vez que Kagami había pisado ese lugar. No era muy bueno para recordar nombres.

—Oye, Kagami… —le habló una voz lenta y un poco nasal. El pelirrojo, que justo entonces bajaba una botella de la estantería de atrás, se giró para encontrarse cara a cara con el muchacho que atendía la caja; aunque "cara a cara" era tan solo un decir, ya que sus ojos se hallaban ocultos detrás de una gruesa mata de cabellos grises y, por lo tanto, era imposible saber si el joven lo estaba mirando a él o no. De hecho, era imposible saber cómo hacía para ver nada en absoluto.

Su mandíbula se movía arriba y abajo, mascando chicle. Siempre estaba mascando chicle; inflaba inmensos globos rosados que, al estallar, cubrían toda la porción visible de su rostro de un pegote rosa chillón. Por alguna razón extraña del universo, nunca se le pegoteaba en el pelo. Kagami tampoco recordaba su nombre.

—Voy al baño un momento, atiende la caja por mí —le dijo el muchacho como quien no quiere la cosa, pasando por su lado y alejándose a través del bar rumbo a los baños. Kagami no habría podido negarse ni aunque hubiera querido. Con un suspiro, regresó a la botella y la colocó sobre la barra, disponiéndose a preparar los tragos.

Apenas acababa de colocar la última sombrillita de decoración cuando el mesero volvió, esta vez no sólo para transmitirle la orden del grupo recién llegado sino que también para traerle el pago de la mesa tres.

—Esos desgraciados… —mascullaba, torciendo el gesto mientras tomaba la bandeja con los tragos que Kagami acababa de preparar—. Se la pasan viniendo y siempre dejan la mesa que usan hecha un caos. ¿Quieres explicarme cuál es la necesidad de convertir las servilletas en papel picado? —El pelirrojo no respondió nada, juntando los billetes del vuelto mientras el camarero se llevaba la bandeja.

Dentro de todo, era un día tranquilo. Le había tocado trabajar allí en días en los que la fila de espera para entrar al local parecía interminable. Quizás se debía a que era época de exámenes y la mayoría del público joven no tenía tiempo para salir a tomar. Quizá el lugar estaba perdiendo popularidad. Dios sabía.

El cajero regresó unos minutos después, y sólo cuando Kagami pudo separarse de la caja registradora en un extremo de la barra, se dio cuenta de que había alguien sentado en el otro extremo. Tan ocupado como había estado hasta recién —preparando tragos, contando billetes— no había hecho tiempo a verlo; o tal vez tenía que ver con que el cliente vestía completamente de negro, a juego con un tono de piel oscuro y un cabello azulado que hacían que se perdiera entre las sombras.

Lo sorprendió lo alto que era. Lo suficiente como para que todo su torso se asomara por encima de la superficie de madera frente a él, a pesar de que estaba sentado. En vista de que era a él a quien le correspondía atender a los clientes que acudían directamente a la barra, se aproximó para tomar su orden.

—Bienvenido —saludó; pero la voz le salió extraña, de una manera que hubiera resultado imperceptible para alguien que no estuviera acostumbrado a escucharlo: pero él, que no tenía más remedio que oírse a sí mismo todos los días, no pudo evitar notar el matiz estrangulado de su tono. Se aclaró la garganta—: ¿Qué puedo ofrecerte?

El muchacho levantó la vista, hasta entonces pegada en la pantalla de su teléfono móvil, y al verlo arqueó una ceja, esbozando una leve sonrisa torcida. Kagami tragó. Diablos, sí que parecía imponente. Estaba tan acostumbrado a que toda la gente le pareciera tan pequeña, que cuando se encontraba con alguien así no sabía qué hacer ni cómo reaccionar.

O el contrario tardó muchísimo en responder, o los momentos antes de que lo hiciera pasaron en cámara lenta. Kagami no despegó la vista de sus ojos, de un azul profundo tan intenso como el de su cabello, pero notó cómo él lo escrutaba con la mirada, recorriéndolo de arriba abajo como si no quisiera perderse detalle —y al mismo tiempo, como si pudiera ver a través de él. No se sentía tan observado desde la vez que había acudido a la enfermera del colegio donde daba clases diciéndole que le dolía la garganta —Momoi lo había escrutado hasta el último centímetro de piel visible. Sin embargo, había un matiz muy diferente en la forma clínica en que ella lo había estudiado, y el modo en que este joven lo estaba mirando ahora. No hubiera podido explicarlo.

—Ron. Negro. El que te parezca mejor. —Su voz era grave, ligeramente nasal, pero profunda. Hablaba despacio, imposible saber si porque pensaba que Kagami era demasiado tonto para entenderlo o porque hacerlo le resultaba un esfuerzo enorme. Al pelirrojo le recordó al ronroneo de algún felino grande, quizás un león, o un tigre, o…

Una pantera. Definitivamente. Ese look oscuro, el cuero negro de su ropa, la cabeza apenas ladeada hacia un costado. Parecía una pantera que ponía a prueba a su próxima presa. Y lo que era más impactante aun: no parecía en absoluto intimidado por Kagami.

—En seguida —las palabras salieron de su boca sin que él mismo las escuchara; un instante después había vuelto al otro extremo de la barra, buscando el ron en los estantes de atrás, haciendo caso omiso del cajero, que en ese momento le estaba diciendo vaya a saber Dios qué cosa.

Casi de modo automático apoyó el vaso de vidrio en la madera, destapando la botella del que, a su juicio, era el mejor ron de los que había en el local. Eso también lo ponía nervioso —¿por qué había tenido que exigir el mejor de todos? No, más bien: ¿por qué había tenido que exigirle el que le pareciera mejor a él? ¿Y por qué diablos había un tinte de exigencia en su pedido, como si lo desafiara a contradecirlo y a darle una bebida de mala calidad?

—Ey… Kagami, estoy hablando contigo. —Un chasquido de dedos justo frente a sus ojos lo sacó de su ensimismamiento. Parpadeó, aturdido, para encontrarse con que el mesero estaba parado justo frente a él del otro lado de la barra, y lo miraba con el ceño fruncido—. Claro, no escuchen a Takao, total él nunca se enoja… como si no tuviera suficiente con que Shin–chan me ignore —farfulló, si bien no parecía estar realmente molesto. Takao, cierto que ése era su nombre…—. Dos daiquiris de frutilla, y uno de durazno. ¡Y no te duermas!

Lo miró alejarse con aturdimiento. Bajó la vista y descubrió que en algún momento había terminado de servir el ron y su mano descansaba sobre el pico de la botella, inerte. Cierto, Takao. Ése era su nombre. Aunque sabía que volvería a olvidarlo. Carraspeando, volvió a dejar la botella de ron en su estante y llevó la bebida al cliente.

Había esperado encontrarlo nuevamente sumido en la pantalla de su celular; por eso le llamó la atención descubrir que lo estaba mirando, con la cabeza ladeada apoyada sobre la palma de su mano —el codo, descansando sobre la barra mientras sus rasgados ojos azules lo contemplaban con una expresión indescifrable. Expresión que adquirió un matiz divertido cuando Kagami se aproximó y colocó el vaso frente a él, preguntando:

—¿No quieres nada para comer?

—Nah —replicó en un ronroneo. No añadió nada más, y el pelirrojo se quedó como atontado por un momento, antes de darse la vuelta para volver a su sitio. Takao no tardó en aparecer para pedirle dos tragos más, y Kagami volvió a sumirse en sus pensamientos mientras realizaba sus tareas —aunque no sin cierta sensación de inquietud sacudiéndose en sus venas.

No podía evitarlo. De tanto en tanto, echaba rápidos vistazos —siempre de reojo, procurando no ser visto— hacia aquel enigmático cliente. Quiero saber si le gustó el maldito ron o no, se repetía a sí mismo, y en parte era verdad. Lo cierto era que resultaba imposible saberlo. Las expresiones de aquel joven moreno no variaban demasiado, oscilando entre los ojos entrecerrados, contemplando el vaso, y una profunda expresión de desinterés cuando volvía a contemplar la pantalla de su teléfono móvil. Antes, al parecer, había estado mirando a Kagami todo el rato; ahora ni siquiera le echaba un vistazo. El pelirrojo no sabía si era un alivio, o si le resultaba aun más perturbador que lo anterior.

Pasó un largo rato antes de que el moreno volviera a dirigirse a él. Kagami armó casi dos docenas de tragos antes de que ocurriera. Le hizo un gesto con una mano, y el pelirrojo se preparó para el veredicto con cierto nivel de nerviosismo.

—La cuenta —le dijo sin más, y por lo que se sentía como la millonésima vez esa noche, Kagami se quedó aturdido. El muchacho había vuelto a clavar la vista en su celular, con gesto aburrido, y el pelirrojo tuvo que obligarse a dirigirse a la caja porque, de no ser así, se hubiera quedado ahí parado sin comprender la situación como por cinco minutos.

¿No le gustó el ron?, se preguntaba para sus adentros mientras le pedía el precio al cajero. ¿Elegí mal? Pero mientras regresaba hacia el cliente, al notar que todavía permanecía mirando su teléfono, chasqueó la lengua. Que le den, pensó con irritación, no es mi problema si tiene mal gusto.

El pago se realizó rápidamente, sin ceremonias. Entregó a Kagami el valor del trago y se levantó de la banqueta, dándose media vuelta y alejándose a través del bar.

El pelirrojo respiró nuevamente, aunque no sin cierto fastidio. ¿Quién diablos era ese tipo? A pesar de todo, la sensación de inquietud que lo había invadido desde que éste había entrado en el local permanecía ahí —testaruda, como si se negara a irse a pesar de la insistencia con la que Kagami trataba de apartarla.

Pasaron algunos minutos, en los que Kagami preparó dos o tres tragos más, antes de que avisara al cajero:

—Ahora vuelvo.

Se dirigió hacia el baño. Necesitaba mear, enjuagarse un poco la cara, y además quería revisar el celular para asegurarse de que Kuroko no le había mandado ningún mensaje. No era que no pudiera chequearlo en la barra, pero luego empezaba Takao con sus chistes, a los que a veces también se sumaba el muchacho de la caja, y prefería evitarlo dentro de lo posible.

Estaba por tomar el picaporte de la puerta del baño de hombres cuando ésta se abrió por sí sola. Lo sorprendió encontrarse con una figura inmensa, enfundada en ropas negras —y, apenas levantó la vista, descubrió que lo miraba desde arriba con una sonrisa torcida, una sonrisa tan pagada de sí misma que hizo que Kagami se sintiera aun más pequeño de lo que ya se sentía ante su sola presencia.

¿Creíste que no me daba cuenta de cómo me mirabas allá? —le preguntó el moreno; su voz era baja, un ronroneo, que aun así lo hizo vibrar de punta a punta, erizándole hasta el último vello de la piel. Avanzó unos pasos, obligándolo a retroceder hasta que su espalda dio contra la pared detrás de él. Kagami no supo qué hacer, ni qué decir; fue como si todas sus neuronas se apagaran y el mundo entero se hubiera prendido fuego.

Su rostro burlón estaba tan cerca que supo que lo memorizaría —que lo acecharía en las noches, como una sombra silenciosa que aun así lo abarcaría todo. El azul de sus ojos era eléctrico, y lo miraba con tal intensidad que el pelirrojo no supo qué esperar. Cada centímetro de la piel le ardía, como si se estuviera quemando; notó un leve temblor en las piernas y sintió que iba a caerse.

El moreno soltó una risa baja, pero cargada de satisfacción. Kagami, atrapado como estaba por su mirada, apenas llegó a notar que levantaba una mano y, en un gesto fluido y calmo, colocaba algo en el pequeño bolsillo anterior de su camisa. Acto seguido retrocedió, lo observó con gesto entre satisfecho y engreído, y tras echarle un último vistazo se apartó, caminando por el pasillo que llevaba a la puerta del local —que, Kagami oyó, se abría y cerraba con el tintineo de la campanilla que de ella pendía.

El pelirrojo era un caos. Un caos de emociones, de sensaciones; sentía que ardía y que transpiraba, que el mundo a su alrededor —hasta entonces, mudo— volvía a cobrar vida con sus sonidos banales y cotidianos: risas de muchachas jóvenes, la intensa discusión filosófica entre dos viejos de la mesa siete, las burlas de Takao contra el cajero.

Exhaló aire, dándose cuenta de que había estado conteniendo la respiración. Se obligó a caminar hacia el interior del baño, tanteando las paredes a su paso, seguro de que si no lo hacía iba a caerse. Llegó a uno de los lavabos y contempló su rostro en el espejo. Estaba aturdido. De verdad transpiraba. Respiró con fuerza, llenando de aire sus pulmones e intentando calmarse. Sentía como si hubiera estado en una situación límite, como si se hubiera enfrentado con algo grande, algo que nunca antes había presenciado. Cerró los ojos y fue un error, porque entonces notó como nunca todas las sensaciones que lo recorrían, que lo invadieron y lo hicieron marearse al punto que tuvo que volver a abrir los párpados y agarrarse de la superficie cerámica del lavabo.

Jesús. Jesús.

Abrió la canilla y se empapó el rostro con agua. Fue un placer la sensación fría, contrastante con el fuerte calor que lo llenaba —pero no bastó para eliminar el fantasma de la cercanía, del rostro moreno a escasos centímetros del suyo, contemplándolo con una mofa que nunca nadie se había atrevido a dirigir hacia él. Se bañó el rostro dos, tres, cuatro veces, secándoselo luego con las toallas de papel de la pared. Volvió a contemplar su reflejo —algunas gotitas de agua caían de sus cabellos, y sus ojos rojos estaban llenos de una emoción irracional que no supo identificar.

Dios.

Permaneció varios minutos allí, tratando de calmarse. Al final dejó de temblar, el calor se fue apagando —lento, pero seguro—, fue recuperando el control. Cuando estuvo seguro de que podía permanecer en pie sin caerse, se dirigió a mear; y fue allí cuando escuchó la voz nasal de Takao en la puerta del baño, que le preguntaba:

—¿Kagami? ¿Estás ahí? Hace como veinte minutos que te fuiste y la gente está empezando a impacientarse.

—Ya voy —replicó, oyendo cómo los pasos del mesero se alejaban. Tenía que volver a su trabajo, a fin de cuentas era el único dentro del local que sabía cómo preparar los tragos. Se lavó las manos, y entonces se dio cuenta de que no tenía motivos para posponerlo más.

Un poco temeroso de lo que fuera a encontrar, dirigió la mano al bolsillo de su camisa. Algunas gotitas de agua la habían salpicado, pero no iban a tardar mucho en secarse. Introdujo dos dedos en el bolsillo y encontró la dócil pero firme resistencia de un trozo de papel. Al sacarlo, descubrió que era el mismo ticket que él había llevado al moreno con el precio del ron. Se quedó un poco aturdido al encontrarse con eso de entre todas las cosas, pero entonces se le ocurrió darlo vuelta.

Una serie de números, que claramente componían un número de teléfono. Y un brevísimo texto justo debajo de él.

Llámame.


Idk cuántos capítulos va a tener esto. Originalmente iba a ser un one-shot, pero me está tomando más tiempo del que me gustaría y se está alargando mucho, así que... sí. Calculo entre cuatro y siete capítulos, dependiendo de unas cuantas cosas, pero sí.

Gracias por leer y no duden en dejarme su comentario —ya saben que sus reviews son el elixir de los fickers(?).