Acto I - Los cuervos no siempre temen a los gatos

Había sido uno de esos días en los que la recolección le había llevado más tiempo del que realmente quería gastar en ese trabajo. Los nudillos le ardían de hundirse tantas veces en mejillas anónimas cuyo único pecado había sido no tener el dinero acordado a tiempo. Kuroo Tetsuro sabía que jamás lo tendrían y era eso mismo lo que hacía el negocio del préstamo tan lucrativo. Hacía muchos años ya que había perdido el sentido de la lástima para esas almas que venían desesperadas rogando por ayuda monetaria, que firmaban los papeles sin siquiera leerlos con cláusulas usureras que acabarían por destrozar lo poco que les quedaba. Tampoco era que le gustara. Simplemente, la sensibilidad de los jóvenes se le había lavado con el tiempo y no era como si pudiera hacer otra cosa a la edad que tenía. Se había acostumbrado a ser un yakuza y se había hecho un nombre con ello, una buena vida, un pasar más o menos decente en esta existencia fútil.

—Buen trabajo…— le dijo Akaashi Keiji, uno de los tantos empleados, en lo que él dejaba el maletín atiborrado de dinero y títulos de propiedad sobre el escritorio para que se encargara de la contaduría. Kuroo sólo alzó los hombros y le entregó una afilada sonrisa.

El lugar siempre había dado esa vibra de gran negocio legal, de hecho, lo eran, aunque todos sabían que tras entrar en ese edificio, los tiburones se harían hasta con los huesos de las víctimas una vez la firma hubiese sido puesta en los lugares correctos. Una vez más, se había acostumbrado también a eso. Al fin y al cabo él era uno de esos tiburones, aunque en las calles se le conociera como "el gato negro" debido al tatuaje que cubría su espalda.

Se dejó caer en un sofá, al lado de una planta que hacía ya varios años que había sido reemplazada por una de plástico. Siempre pensó que era muy barato y de poco gusto. A él le gustaba regar esa jodida planta. Sacó la cajetilla de Marlboro de dentro de la solapa del traje y tras unos golpecitos más mecánicos que necesarios, se llevó un cigarrillo a los labios. Palpó sus bolsillos en búsqueda del encendedor sin dar con el objeto en cuestión. En un instante, el malhumor se le subió a la cabeza.

—Deberías hacerte ver esas heridas, bro…—. La pequeña llama entre azulada y naranja se encendió justo frente a sus narices, en lo que Bokuto había estirado el brazo para dar lumbre a su vicio. Kuroo le tomó cómodamente de la muñeca y acercó la llama al tabaco. Dio un par de pitadas antes de dejar ir el agarre. Tras expulsar el humo a un lado, alzó lentamente la cabeza y se relajó en el asiento.

—Sanarán solas… como siempre…— contestó mirando a una de las pocas personas a las que no sólo guardaba respeto sino que consideraba su amigo. Bokuto había llegado a la empresa para la misma época que él. Desde el inicio había sido un tipo llamativo, con ropa particularmente interesante incluso siendo un traje, ese cabello extraño y su forma de hablar tan estridente. Desde entonces, solían hacer juntos las rondas. Esta vez sólo había sido una excepción por cuestiones protocolares. Bokuto había estado a cargo de recolectar cierto paquete para el jefe.

El rostro de Bokuto lo sacó de las recapitulaciones nostálgicas. Era una expresión particular, una que sólo podías adivinar si habías jugado demasiado tiempo al póker con la misma persona. En general, la lechuza -ese era el nombre que se había ganado en la calle- era un tipo de ojos expresivos y labios intranquilos; justamente eso, era lo que usaba para tapar sus verdaderas intenciones. Pero Kuroo sabía mejor, Kuroo lo conocía lo suficiente para saber que algo lo estaba divirtiendo de sobremanera.

—Escúpelo de una vez…— masculló calando fuerte del cigarro. Lo que fuera, no sería bueno. Ya sabía él que Bokuto tenía un humor llano pero bastante retorcido a su modo. La lechuza vibró en emoción antes de sentarse a sus anchas a un lado de él. Apretó los labios en una sonrisa y esos ojos que todo lo veían se ampliaron notoriamente en antelación.

—Sabes que he tenido que ir a buscar un paquete, ¿verdad?— Bokuto le acercó el rostro de manera bastante invasiva.

—Seh…— Odiaba cuando se daba tantas vueltas para algo tan simple como decirle qué diablos estaba pasando.

—Pues, verás… no era un paquete en sí…— Eso captó su atención. El gato negro dio un par de golpecitos en el cenicero de pie y luego depositó su absoluta atención en esa lechuza misteriosa. El susodicho, no hizo más que inflar el pecho ante este hecho. Le encantaba picar la curiosidad de Kuroo.

—Fui al aeropuerto en tiempo y forma como eran las órdenes, porque ya sabes que soy así de diligente, y tendrías que haber visto mi sorpresa, bro, cuando vi que el paquete era ni más ni menos que…

—Bokuto-san… no creo que informar sobre esto a Kuroo-san esté dentro de sus facultades…— Akaashi en su larga figura de elegancia eterna se alzaba sobre ellos como un depredador nocturno, mostrando una expresión anodina y que a la vez, parecía capaz de congelar el infierno. Kuroo entendió al instante que lo que fuera que Bokuto hubiese levantado del aeropuerto incumbía a las altas esferas y, para peor, lo involucraba a él mismo.

—¡Akaasheeee! Sabes que no puedo guardarle secretos a él. Además, no es como si fuera ajeno a todo esto ¿No crees que sería mejor informarle antes? ¡Para mí fue todo un shock y tengo nervios de acero!

Akaashi rodó los ojos en blanco y dejó salir el más delicado y hastiado de los suspiros antes de llevarse una mano a la cintura y recargar todo su peso sobre una pierna. Kuroo pensaba, jamás lo diría en voz alta y menos frente a Bokuto, que ese hombre estaba lisa y llanamente para comérselo crudo sin importar el sexo que acarreara entre las piernas.

—Bokuto-san, nervios de acero o no— Akaashi había aprendido magistralmente a llevarle la corriente a la lechuza—, no está en sus manos. Las órdenes fueron precisas…— Y con esto dicho, el hombre puso sus ojos negros sobre Kuroo. De un grácil movimiento, sacó dos tarjetas del bolsillo derecho del pantalón y la extendió entre los dos dedos. Kuroo no tardó en tomarla. Una de las tarjetas era de un lujoso hotel no muy lejos de ahí, y la otra, una llave magnética para una habitación. —El cambio de guardia es dentro de una hora. Luego, será su responsabilidad. Kuroo-san, le recomiendo que vaya a su casa, tome un baño y se vea presentable. Parte de su trabajo depende de eso…— Tras decir esto, tomó por el cuello de la camisa a Bokuto y con una facilidad pasmosa lo arrastró con él en su retirada.

Kuroo podía escuchar las quejas de su amigo a lo lejos aunque sabía que a ese jodido masoquista en el fondo le encantaba la dominancia que Akaashi ejercía sobre él. Era un dúo extraño, pero con una afinidad fuera de este mundo. En el fondo, los envidiaba un poco. Él había tenido algo así, hace mucho tiempo, cuando todavía estaba en la secundaria. Hasta la fecha, por más que ya no viviera en la casa de su infancia, se le hacía raro salir al balcón y no ver ese cuerpo pequeño con la nariz hundida en la pantalla de su videojuego.

Sacudió la cabeza para ahuyentar los recuerdos que sabía que jamás volverían a ser, miró el reloj y tras estrujar lo que quedaba de su cigarrillo contra el cenicero, se puso de pie y caminó hacia la salida.


Cuando bajó del coche la noche estaba fría y las luces nocturnas le daban una vida extravagante a las insípidas calles grises y planas. Los edificios altos mostraban en sus ventanas las siluetas de las personas que se movían al ritmo de las fiestas privadas de ese distrito que exudaba dinero de familias poderosas. Pero nada de eso captaba la atención del lánguido personaje que con total desgano dejaba caer sobre la acera su cigarrillo a medio fumar. Odiaba no poder terminarlo, era una pérdida de dinero absoluta.

—Acabemos con esto…— murmuró tras mirar el reloj y penetró las puertas de ese hotel ostentoso y lleno de comodidades que, irónicamente, le hacían sentir sapo de otro pozo. Sus fachas no ayudaron a que esto cambiara. Sin importar lo bien vestido que estuviera, que el traje que lo cubría valiera una fortuna lo mismo que la camisa y los zapatos, había aprendido que las personas como él irradiaban un aura que ponía a las personas en alerta. A veces se sentía en medio de una jungla en la que él era un depredador en medio de huidizas gacelas; dejaba de ser un simple gato negro para posicionarse como el eslabón más fuerte de la cadena, mostrando zarpas invisibles de la más temible de las panteras. Le dedicó una jovial sonrisa a la muchachita que temblaba como hoja en el viento tras el mostrador de la recepción y, tras dejar el lobby, espero pacientemente a que el ascensor llegara.

—¡Porque te odio, por eso!

—Pero…

—¡Deja de hablarme! ¿No ves que tenemos que trabajar? Bobo, bobo, booooobo…

La conversación por demás aireada fue lo primero que escuchó al bajar del elevador. Era increíble que a estas horas de la noche, todavía tuvieran la energía suficiente como para seguir con aquello. Lo que era más sorprendente era que tras tantos años de trabajar juntos, Oikawa siguiera siendo tan terco respecto a Kageyama que, lejos de lo que "El Gran Rey" creía, lo admiraba desde lo más profundo de su corazón. Kuroo sentía pena por el chico pero el ego de Oikawa era algo con lo que había aprendido a no meterse; era simplemente, como hablar con la pared.

—¿Todavía no has aprendido a tratar a tus subalternos, oh gran rey?—. Masticó Kuroo al llegar ante la puerta, en un tono por demás socarrón. Oikawa por su parte alzó una ceja y sus ojos mostraron un orgullo capaz de devorarlo todo.

—Esta pequeña mierda sólo se me ha pegado como garrapata. Jamás en mi vida aceptaré a un mediocre como él de subalterno ¡Ja! Le faltan años para que siquiera lo considere humano…— dijo como si Kageyama ni siquiera estuviera ahí. Kuroo solo atinó a dedicarle una mirada al menor que apretaba los dientes con rabia y a la vez, una total y completa frustración.

—No obstante, dicen por ahí que se ha ganado el apodo de Rey del Asfalto… ¿Quizás lo que sientes son celos, Oikawa, de que… "una pequeña mierda" tenga el potencial no sólo de igualarte sino de superarte total y completamente?—. El gato negro sonrió y con insolencia metió una mano dentro del bolsillo de su pantalón.

Sin embargo, lejos de la reacción que esperaba, Oikawa no estalló en un arranque de ira desmedido. Esto era, a todas luces, una mano que no había podido leer, un as bajo la manga que no había podido adivinar. Probablemente él tenía Color y Oikawa una maldita Escalera Real y todavía no podía siquiera atinar a entender por qué. Odiaba eso, odiaba la sensación de sentirse inferior en una jugada que debió ser la ganadora absoluta.

—Quizás lo tomaría en cuenta… si esas palabras no vinieran de alguien que está en tu posición… Vámonos, Tobio-chan. Nuestro trabajo aquí terminó… y no arrastres lo pies mientras caminas, es desagradable… Que vaya bien, niñera-kun…— la mirada del Gran Rey buscó deliberadamente la de Kuroo antes de darle unas palmaditas en el pecho que recordaban de alguna manera al beso de Judas. Oikawa así, pasó de él seguido de Kageyama desapareciendo rápidamente tras las puertas del elevador.

—Niñ… bien, es oficial, a ese tipo se le ha terminado de salir el último tornillo que lo mantenía cuerdo…— murmuró en lo que sacaba la tarjeta magnética y entraba en la habitación.

En cuanto la puerta se cerró detrás de él, cualquier tipo de sonido quedó tras ella. El lugar estaba sumido en el más sordo de los silencios y la calle y su ajetreo estaban demasiado abajo como para siquiera tener una pista de ambos. Pero no era el silencio, sino el aroma lo que envolvía todo y lo enredaba en una especie de trance tentador. No era perfume, era una mezcla de muchas cosas que en conjunto hacían la mezcla perfecta: un delicado shampoo, el vapor de la ducha recién cerrada, flores, los tintes de un sol casi extinto y rocío… sí, el más penetrante de todos ellos era la reminiscencia al rocío de una noche de primavera. Era exquisito.

No supo cuánto tiempo estuvo allí parado, a dos milímetros de la puerta, olfateando el aire como alguna clase de animal salvaje, pero cuando volvió en sí, se dio cuenta de que ni siquiera había intentado dar señales de su llegada a quien fuera que estuviera allí. Porque esa habitación estaba habitada. Había un saco colgado en el armario abierto a un lado de él, y más adelante podía ver perfectamente la valija abierta ¿Por qué Bokuto no podía decirle simplemente que el paquete era una persona?

Escuchó los roces de pasos sobre la alfombra color crema y vio la sombra proyectada avanzando hasta que por fin entendió todo. Entendió por qué aquello era un secreto que no podía decirse a la ligera, entendió por qué Akaashi había sido tan puntilloso en las instrucciones, entendió por qué estaba ahí y de ahora en más su apodo dejaba de ser Gato Negro para convertirse en Niñera.

Era un hombre parado justo a dos metros de él y era hermoso, quizás era lo más bello y delicado que había visto en su vida. La piel blanca y el cabello dorado brillaban bajo la luz del único velador prendido en la habitación penumbrosa. Su cuerpo apenas estaba cubierto por una bata a medio colocar que caía en el hombro mientras las manos la sujetaban por la cintura. Era una mezcla extraña, una que los ojos de Kuroo no podían terminar de entender, porque era hermoso y a la vez varonil. La expresión de su rostro mostraba la determinación de un verdadero cabeza de familia y el temple en sus ojos era el de alguien que se ha desentendido de todo, como si no tuviera nada o nadie que perder. No había miedo allí, no existía el terror que había visto en la recepcionista del hotel. Era la calma del ojo de una tormenta. Ese era Tsukishima Kei, el hijo y heredero del Jefe.

—Tsk…— las facciones que parecían tan hermosas, se arrugaron en cuanto el chico chasqueó la lengua con claro mal humor en el gesto. —¿Vas a quedarte parado ahí mucho tiempo más o en algún momento vas a mostrarme el respeto que me merezco?— ah, sí, definitivamente era el hijo del Jefe… pero Kuroo era también el favorito de ese mismo Jefe y no había llegado a donde estaba por ser dócil.

La sonrisa de Kuroo se estiró a un costado y con total ligereza avanzó hacia el consentido mequetrefe hasta quedar prácticamente nariz contra nariz. —Kuro "gato negro" Tetsuro, princesa… y no me uní a un grupo yakuza para mostrarle respeto a nadie más que al Jefe ¿Tú eres el Jefe? No lo creo. Así que mueve tu altivo trasero, ponte el pijama o lo que sea que uses en la cama y vete a dormir. Ya ha pasado bastante de la hora en que los infantes deben dormir…— nunca, en sus 25 años de vida, había podido morderse la lengua y no iba a empezar a hacerlo ahora por mucho que todo el discursito valiera un meñique de su mano derecha. Prefería el apodo de "nueve dedos" al de "gallina".

—Para ser alguien que parece que su mayor logro en la vida fue terminar la secundaria sin antecedentes penales, reconozco que tienes algo de presencia…— dijo Tsukishima y Kuroo supo que odiaría esa mirada dorada de aquí hasta que toda esa pesadilla terminara, lo mismo que ese gesto desagradable de las cejas mostrando pena fingida bajo una sonrisita condescendiente. —Pero la presencia es sólo un eufemismo para nombrar a un ente patético carente de poder real, un poder que sólo viene con la posición y el dinero ¿Tú tienes posición y dinero? No lo creo. Así que quítate el saco, ve al sofá o a donde sea que los perros como tú se echen y vete a dormir…— Tsukishima, sin una pizca de vergüenza, apoyó una mano en el vientre de Kuroo, deslizándola lentamente hacia arriba y por dentro del saco. El Gato Negro no se sobresaltó y sólo siguió los movimientos de esa soberbia bestia de belleza ignota. La mano tocó algo, y al salir de las entrañas del abrigo, llevaba consigo la cajetilla de cigarrillos. Tsukishima le sonrió y cuando se dio la vuelta, Kuroo tragó saliva y con ella toda la frustración de no poder partirle la cara en ese instante.

Iba a ser una larga, infame y desagradable vigilia. Eso pensaba Kuroo mientras miraba al monstruo sentado en la cama prendiendo un cigarro. Quizás debió tomar sus cosas e irse, pedirle a otro que hiciera aquello. Él jamás fue bueno a la hora de hacer ese tipo de trabajos y no entendía qué era lo que había llevado al Jefe a ponerlo a cargo de, ni más ni menos, que su propio hijo. Pero a punto de dar el primer paso lo vio; por el tiempo que dura un destello, percibió que incluso con toda esa arrogancia con la que le miraba, detrás de esos ojos de miel amarga, había una profunda, insondable y oscura pena. O quizás, sólo estaba agotado de un día que necesitaba que terminara. Como fuera, si se acercó a la puerta, fue sólo para pasar el pestillo y comenzar su guardia.