Ni siquiera me voy a disculpar :'u. Ya, soy basura, prometí terminar estos drabbles antes del treinta y uno y mírenme aquí, un día antes de reintegrarme al trabajo, y eso que todavía me faltan tres. Mátenme.

Este drabble tiene un poquito, casi nada de relación entre la historia anterior. No está beteado, así que ya saben, los errores son todos míos.

Yuri! on Ice es propiedad de Kubo Mitsurou, Sayo Yamamoto y el Estudio MAPPA. Yo no poseo nada, solo los feels y las ideas retorcidas.


IV.

Kiwi con sabor a calcetines

Yuuri siempre tenía detalles lindos para él, como secarle el cabello con una toalla cuando se sentaba al borde de la cama después de un baño, o también comprarle macetas con plantas exóticas sin que fuera su cumpleaños o su aniversario, o a veces incluso preparaba el delicioso pero prohibido katsudon, sin previo aviso, solo porque había sido un día excelente en la pista y se sentía lo bastante alegre como para romper la dieta. Solo pasaba muy de vez en cuando, a lo mucho una vez cada cuatro meses, pero era como estar de vuelta en Hasetsu, como enamorarse de nuevo.

Así que Viktor decidió hacer algo lindo para Yuuri de vuelta. No que él no tuviera detalles con su esposo, al contrario, era casi una regla que Viktor le comprara un extravagante y costoso regalo fin de semana sí, fin de semana no, pero según se había informado recientemente por fuentes oficiales ―por Chris, específicamente―, también era necesario dar cosas sin verdadero valor monetario, que solo se apreciara de manera sentimental, y oh, vaya, el sexo no estaba en la lista.

Así que, bueno, como le habían quitado todas sus armas, se fue al mercado a comprar. Compró comida suficiente para un batallón, llenó la alacena, el refrigerador y la despensa de tantos ingredientes ―algunos necesarios, corrientes, cotidianos, y otros impulsos llenos de ilusión de un hombre ruso en sus treinta― que el piso donde vivían comenzó a parecer más un pequeño supermercado que una casa. Incluso Makkachin terminó incluyendo apio y lechuga en su dieta por casi dos semanas, porque la cantidad de vegetables que había en la casa era ridícula, y si no se deshacían de ellos antes de que se pudrieran terminarían siendo un verdadero desperdicio.

Toda esa comida tenía un objetivo, pero durante alrededor de un mes entero se mantuvo detenido; no era culpa suya, sino que simplemente la vida de patinador pentacampeón y entrenador del actual campeón mundial del patinaje artístico, que además era, vaya, su esposo, era uff, digamos que muy, pero muy pesada. No habían tenido ni un solo día libre hasta ahora, y eso que realmente había hecho todo lo posible para que Yuuri accediera a tomar al menos medio día del trabajo, pero no había logrado nada.

Por eso ahora se encontraba en la cocina, temprano en su primer día libre en meses, listo para prepararle el desayuno a su esposo, que seguía dormido en la habitación abrazado de su perro. En Japón era primavera, hacía un día bonito del otro lado de la ventana, con un sol brillante pero suficiente brisa para mantener el ambiente fresco. Viktor no se resistió en abrirla, dejando entrar el olor a hierba recién cortada y los diversos sonidos de las aves, que despertaban malhumoradas y dispuestas a molestar a cualquiera que estuviera al alcance de su canto.

―¡Manos a la obra! ―se dijo a sí mismo, en voz alta, pasándose el delantal sobre la cabeza para darse ánimos.

Pensaba hacer waffles, y también café, y ya de paso salchichas y un poco de fruta fresca picada; todo muy sencillo, bonito pero sencillo, cautivador y elegante, así como él ―modestia no tan aparte―. A Yuuri le encantaría, le daría las gracias con un rubor adorable cubriendo casi en totalidad su rostro, y si tenía suerte acabarían teniendo sexo sobre esa misma mesa, después de retirar los chécheres del desayuno para evitar que terminaran rotos en el terremoto de la pasión.

Todo eso era una idea muy bonita, fabricada, montada y editaba gracias a los consejos de Chris y sus propias expectativas, que se habían elevado casi hasta llegar al cielo después de que, cuando estuvieron en Italia, hacía ya un buen rato, Yuuri le había dicho que su comida estaba bien. Estaba bien. No aceptable, no pasable, ni tampoco apenas masticable, sino bien. Si antes había tenido la sensación de haber mejorado, ahora ya no le cabía ninguna duda: era un maestro.

Puso el café en una jarra de agua caliente en la estufa, ignorando la eficiente y recién comprada cafetera de último modelo, puesto que había leído por internet que este sabía mejor si se preparaba directamente en el agua, sin filtros. Los waffles y las salchichas estaban cocinándose excepcionalmente en la sartén, a fuego alto pero no demasiado, solo lo suficiente para que quedara dorado y crujiente ―casi como una medalla de oro. Sacó las frutas de la nevera y las puso encima de la tabla de picar, cortándolas en cubos pequeños, de un solo bocado, para luego vaciarlos en una gran ensaladera de vidrio.

Guau, cocinar era facilísimo. Deberían darle una medalla por eso.

Unos pasitos suaves distrajeron la mirada de águila que mantenía sobre la comida, y la dirigió a la entrada de la cocina. Makkachin había despertado, hambriento, y había seguido el camino indicado por los olores directo a donde estaba. Viktor se agachó a saludarlo, clavando las rodillas enfundadas en su pantalón de pijama en el sorprendentemente impecable piso, y enterró la mano en la cabeza de su perro.

―Buenos días, Makkachin ―susurró.

El recién llegado le lamió la cara, como si no hubiera visto a Viktor en días, animado y agradecido por la caricia matutina. Makkachin era un perro ya bastante viejo, pero seguía comportándose como un cachorro; cuando se mudaron a aquel apartamento, le compraron una cama para perros nueva, le habilitaron un lugar de la habitación para que durmiera a su gusto, y aun como todo eso, el muy testarudo insistía en dormir con ellos. Quizás también era culpa suya, que había acostumbrado a Makkachin a dormir con él desde que era un cachorro, y por supuesto que no tenía problema con que lo siguiera haciendo, pero a veces también quería la cama sólo para él y flamante esposo. Le partía el corazón cada vez que tenían que sacarlo de la habitación para hacer el amor sin ojos de perro curioso, pero es que sería peor dejarlo ver y luego tener que enfrentarse a un psicólogo para perros.

―Necesitamos encontrarte amigos, Makkachin ―le contó, sentándose del todo en el suelo, cosa que su perro aprovechó para echarse en su regazo e instarlo a que profundizara las caricias.

Hacía meses Yuuri le había propuesto la idea de conseguirle un par de compañeros a Makkachin, quizás unos cachorros, para que el pobre no estuviera tan solo y tuviera a alguien de su especie para transmitirle sus enseñanzas, o algo así. Además, él ya era viejo, todo un señor mayor, y debía estar profundamente harto de que lo trataran como a un cachorro; tenían que darle el lugar que se merecía, como el primer sucesor del apellido Nikiforov-Katsuki, y dejar que extienda el lema familiar a las futuras generaciones ―todavía no tenía idea de cuál era el lema, pero eso lo pensarían más adelante.

Makkachin olfateó, curioso, y lanzó un ladrido inquieto a la estufa. Visto también levantó la cabeza, pero sin ladrar, y vio la humareda que despedía la sartén con una expresión horrorizada.

Oh, no.

Oh, Dios, no.

Se puso de pie de un salto, sobresaltando al muy tranquilo y descarado de Makkachin, que lo había distraído con su presencia, y apagó todas las hornillas de la estufa en un estado de pánico generalizado. Retiró los waffles y las salchichas, alejándolo del fuego y sirviéndolos rápidamente en un plato, pero ya estaban quemados. No estaban dorados ni crujientes como él había esperado, sino negros y chamuscados como una alfombra vieja. Las salchichas no se veían muy mal, solo un poco cocinadas de más, pero estaba ese persistente color negruzco característico de la comida quemada. Incluso el café se había echado a perder hirviendo de más, casi hasta el punto de consumirse.

Todo su plan se había arruinado.

Soltó un suspiro hondo, sintiendo a Makkachin pulular alrededor de sus pies en busca de respuestas, y decidió que lo mejor sería botarlo todo e iniciar otra vez. Todavía estaba a tiempo, Yuuri no se despertaría sino hasta dentro de-

―¿Hum?, ¿qué es todo esto?

… media hora.

Viktor dirigió su mirada hacia donde estaba su esposo, asomado en la entrada de la cocina con una expresión adormilada que comenzaba a espabilarse cada vez más y más conforme observaba el desastre en que estaba convertida su cocina. Miró a Makkachin, quien se acercó a saludarlo alegremente, como si él no fuera el verdadero culpable de todo esto, y fue acercándose lentamente hasta detenerse en la isla que hacía las veces de desayunador.

Los lentes se le deslizaron por el puente de la nariz cuando estiró la mano para agarrar el plato con el waffle quemado.

―Viktor, tú… ¿estabas haciendo el desayuno para mí? ―inquirió, todavía medio perdido, la incredulidad extendiéndose a raudales por su rostro.

Pudo haberse negado, inventar una excusa loca ―«no, que mira, Chris tuvo una pelea con su novio y vino directamente desde Viena a destrozar nuestra cocina para sacarse el enojo», o «¡es la guerra, Yuuri! Estados Unidos declaró la guerra! ¡Comenzaron a bombardear las cocinas de todas las casas en Japón! ¡Está en las noticias!»―, pero ni para qué intentarlo, la verdad, si Yuuri terminaría enterándose más temprano que tarde. Eso si no lo sabía ya.

Se quitó el delantal, sentándose frente a su esposo, que lo miraba cada vez más confundido, y le puso una taza de café espeso, amargo y sobrecalentado delante de él.

―Me atrapaste ―confesó, apartándole un mechón de cabello de la frente. Yuuri tenía el cabello cada vez más largo; en unos meses, terminaría llegándole a la barbilla―. Tú siempre tienes detalles bonitos conmigo y, bueno, quería devolverte el favor preparándote el desayuno en tu día libre. No es la gran cosa, pero como se supone que el sexo no cuenta como regalo…

Yuuri mal disimuló una sonrisa boba.

―No, no cuenta ―acordó, sacudiendo la cabeza―. Pero no entiendo, ¿cómo es que todo terminó quemado? Parece como si hubieran estallado una bomba sobre este waffle…

Viktor carraspeó, avergonzado. Un poco. Casi nada.

―Hum, bueno, Makkachin entró y me distrajo… Pero mira, no todo está perdido: todavía quedan las frutas.

Había olvidado la ensaladera, fresca y conservada en su sitio, y se aferró a ella como un salvavidas. A Yuuri se le iluminó el rostro, tomando uno de los tenedores y pinchando un trozo de kiwi con él. Se lo llevó a la boca, lo masticó lentamente, y entonces su expresión cambió; se distorsionó en una mueca extraña, casi adolorida, y tuvo que hacer un esfuerzo enorme para tragar.

―Uff, está… delicioso ―masculló.

Y Viktor tenía veinticinco años. Sí, claro.

Agarró un pedazo de la fruta, consternado, y se lo llevó a la boca bajo la atenta mirada de Yuuri clavada en él. Masticó lentamente. Tragó. Esperó un momento, luego lo sintió.

El kiwi sabía a calcetín.

A calcetín.

―Sabe a calcetín ―anunció, resaltando lo que se repetía en bucle dentro de su mente. Eso no tenía sentido. ¡No había hecho otra cosa que lavar y cortar la fruta! ¿Cómo era posible que también se hubiera arruinado? No tenía sentido. Esto era un completo de desastre.

Yuuri comenzó a reírse, en voz baja, sin burlarse de él, solo divertido por la situación, hasta que sus carcajadas subieron de volumen y rebotaron en las paredes como una pelota de pin pon. Viktor se le unió. Aquello era lo más ridículo que le había pasado jamás. Inclinó la cabeza contra los fríos azulejos de la isla, riéndose con tanta fuerza que comenzó a dolerle el abdomen. Dios mío, terminaría haciéndose daño, porque era físicamente imposible reírse tanto sin desgarrarse las mejillas.

―Oh, Dios ―farfulló Yuuri, todavía entre risitas ahogadas. Le agarró la mano a Viktor, acariciando superficialmente el dedo del anillo, y tuvo que esperar un minuto entero para serenarse y poder esbozar una sonrisa sin terminar desternillándose nuevamente de la risa―. Gracias por todo, Viktor. De verdad, gracias. Es un detalle muy bonito, y la intención es la que cuenta ―se inclinó sobre la barra y depositó un suave beso en sus labios―. Te amo.

Viktor le devolvió el beso, sobrecogido.

―De nada. También te amo.

Al final, Yuuri terminó preparando un desayuno sencillo e improvisado para ambos, que acabaron acompañando con kiwi con sabor a calcetines.


Estos dos me hacen darme caries a mí misma de tanta dulzura.

¡Besos!

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