Disclaimer: Hetalia y sus personajes no me pertenecen, son propiedad del señor Himaruya.
Soñar despierto
Romano se revolvió en su asiento, apoyó la cabeza sobre su brazo y resopló aburrido por enésima vez en lo que iba de reunión (lo que venía a ser algo menos de media hora), pero es que escuchar a Alemania dando uno de sus típicos discursos sobre la economía de la Unión resultaba más que soporífero.
Decidió dejar de seguir tratando de prestar atención a las palabras que salían por la boca de aquel patatero musculoso y optó por distraerse mirando lo que hacían los otros países, apostaba a que no era el único pasando olímpicamente del tedioso discursito del macho patatas.
El primero sobre el que posó su mirada fue su hermano Veneciano, sentado a su lado, y que parecía muy concentrado tomando apuntes de todo lo que iba diciendo el alemán, claro, con la admiración que siempre le profesaba a ese maldito patatero como para no estar atento a cada jodida palabra que pronunciaba, pensó Romano. Pero nada más alejado de la realidad, al posar sus ojos sobre la hoja en la que se suponía que Veneciano estaba escribiendo descubrió que la tarea en la que se encontraba tan concentrado no era otra que la de dibujar al musculoso rubio de forma realista y… muy ligerito de ropa, es decir, completamente desnudo.
Romano sintió unas repentinas ganas de vomitar y apartó la vista de aquel perturbador dibujo sabiendo que le costaría muchísimo borrar esa horrible imagen de su cabeza, por más que quisiera. ¿Cómo se le ocurría al idiota de su hermano hacer esa clase de dibujos? Ya se lo haría pagar más tarde, en ese momento no podía ni mirarle a la cara.
Giró la cabeza hacia el otro lado. Junto a él se encontraba la dulce Bélgica quien, al igual que sus dos hermanos, Holanda y Luxemburgo, tenía toda su atención puesta en lo que decía el patatero, ¡e incluso tomaba notas!, ¿de verdad alguien podía sacar algo útil de aquella aburrida parrafada?
Al otro lado del trío de hermanos había un grupito que no prestaba nada de atención: Bulgaria jugueteaba con su famosa vara dándole vueltas entre los dedos; Rumanía estaba leyendo las cartas; República Checa y Eslovaquia intercambiaban mensajitos por debajo de la mesa y soltaban risitas mal disimuladas, pero ¿no se suponía que esos dos ya no estaban juntos? Austria los fundía a miradas reprobatorias de esas típicas suyas que acojonaban.
Al lado del estirado austriaco se encontraba Hungría, que miraba con mucho interés y una extraña sonrisilla algo en su teléfono móvil, Romano prefería no imaginar qué podía ser. Junto a la húngara estaba Grecia, que directamente pasaba del patatero y dormía profundamente con el torso estirado sobre la mesa. En la silla contigua se encontraba España, que apoyaba la cabeza en su mano mientras miraba con cara de aburrimiento absoluto al alemán, seguro que su mente se había evadido hacía rato y no estaba enterándose de nada de lo que hablaba el rubio musculoso.
Romano detuvo su recorrido visual por los asistentes a la reunión y se quedó mirando al moreno. Llevaban semanas sin verse por culpa del trabajo y, para colmo, ese día ni siquiera se habían saludado antes de la reunión porque, como siempre, el español llegó tarde. Romano gruñó al recordar ese detalle.
Al sentirse observado, España apartó su mirada del alemán y se encontró con la de Romano. Le dedicó una sonrisa y un guiño a su antiguo secuaz y lo saludó agitando la mano con disimulo.
La cara de Romano se tornó ligeramente roja, no esperaba que España lo pillara mirándole, seguro que luego se montaba toda una película sobre que si lo echaba de menos o alguna gilipollez del estilo que realmente no iba muy desencaminada, pero que Romano por nada del mundo admitiría en voz alta. De modo que el italiano, tratando de disimular, volvió la vista hacia el macho patatas.
Romano retomó su posición original con la cabeza apoyada sobre la mano y, lentamente y con mucho disimulo, se movió hasta que sus ojos volvieron a posarse sobre el español, que ya había dejado de mirar hacia él.
Joder, es que le resultaba imposible apartar los ojos de la perfecta figura del español, que comentaba algo con Francia, sentado a su lado, y esbozaba una sonrisa mientras asentía. Agh, ¿por qué demonios tenía que acercársele tanto aquel asqueroso francés? ¡Él ni siquiera había podido compartir un maldito saludo con el español esa mañana! Y hacía semanas que no se veían, y tampoco habían podido hablar demasiado últimamente por teléfono, joder, ¡cómo lo echaba de menos! Era todo un maldito asco, ojalá fuera él el que estuviera sentado al lado de su antiguo jefe en lugar del bastardo del vino.
Continuó sin apartar la vista del español hasta que el alemán anunció un descanso.
Entonces España giró la cara hacia su dirección, Romano reaccionó rápidamente poniéndose en pie y volviéndose hacia su hermano, al cual le propinó una colleja en la nuca.
―¡Au! ―dijo Veneciano sobándose el golpe―. ¿Por qué me has pegado, fratello?
―A ver si aprendes a dejar de pintar guarrerías durante las reuniones, idiota ―siseó enfadado―. No malgastes así el tiempo, ¡toma apuntes mejor!
Veneciano se puso rojo de la vergüenza, aunque soltó una risilla culpable y ciertamente pervertida, sin duda prefería gastar el tiempo dibujando al alemán que tomando nota de lo que decía. El italiano sureño regañó un poco más a su hermano, pero no tardó en verse interrumpido.
―¡Hey, Romano!
El nombrado se dio la vuelta para encontrarse cara a cara con España, se acercaba a él sonriendo feliz. De pronto, el español se echó encima del italiano y lo atrapó en un fuerte abrazo que fue acompañado de besos por toda la cara y frases sobre lo mucho que España lo había extrañado (la húngara tomó unas cuantas fotos del momento).
―¡Suéltame ya, bastardo pesado! ―se revolvió Romano tratando de zafarse del agarre.
―¡No te voy a soltar! ¡Te he echado muchísimo de menos! ―dijo a gritos el español. Luego bajó la voz y se acercó al oído del italiano―. Y sé que tú a mí también, te has pasado toda la reunión sin quitarme los ojos de encima.
La cara de Romano se tiñó de un rojo intenso, ese bastardo español se había dado cuenta de que lo había estado mirando todo el rato.
―¡N-No es verdad!
―Te he visto perfectamente, Roma, por mucho que intentaras disimular. Al jefe no se le escapa una.
España le dio un beso a Romano por debajo de la oreja que lo hizo estremecerse y se separó de él, tomándolo de la mano en el proceso.
El español sonrió de lado con cierta picardía y echó a correr arrastrando a su antiguo subordinado con él hasta un pequeño cuartito no muy alejado de la sala de juntas. Cerró el pestillo de la puerta y acorraló a Romano contra ésta, lanzándose a sus labios e invadiendo su boca con desbordante pasión.
El italiano no tardó en corresponder el gesto de España, se abrazó a su cuello y, de un salto, enroscó sus piernas en la cintura del otro, que lo abrazó y acarició su espalda de arriba abajo, pegándolo más a su cuerpo. Sus bocas permanecieron unidas en aquel apasionado beso que se intensificaba por momentos, había sido demasiado el tiempo sin poder expresar lo que sentían el uno por el otro de esa forma.
Necesitaban tocarse, sentirse lo máximo posible. La ropa empezaba a sobrar, se estaba interponiendo entre ellos.
España separó su boca de la de Romano, que soltó un gruñido de disgusto, para atacar su cuello mientras se deshacía de la camisa del italiano y acariciaba su torso, bajando suavemente hasta la cintura del pantalón, por donde metió su mano y…
―Fratello! ―lo llamó Veneciano con voz preocupada mientras lo zarandeaba un poco―. Alemania acaba de anunciar el descanso y no te has ido corriendo inmediatamente, ¿te ocurre algo?
―¿Eh?
Romano miró confundido a su hermano pequeño y, de pronto, un intenso sonrojo adornó sus mejillas al darse cuenta de lo que había ocurrido: ¡se había pasado el rato fantaseando con España! Quería morirse de la vergüenza.
―Te has puesto todo rojo, fratello, ¿qué te pasa?
―¡Nada! ―gritó poniéndose en pie.
―¡Hey, Romano!
El nombrado se dio la vuelta para encontrarse cara a cara con España, que se acercaba a él sonriendo feliz. Sin pensarlo mucho, Romano echó a correr a toda velocidad hacia el español, lo enganchó del brazo y lo arrastró con él fuera de la sala de juntas.
Era el momento de compensar el tiempo sin verse y hacer realidad ciertas fantasías.