CAPITULO 1. FUEGO
Al bajar las escaleras Lucy se sintió sumergida de cabeza en una olla hirviendo. La niña se aferró al pasamanos de madera como un náufrago y descendió temblando a la primera planta regalándole lágrimas a la oscuridad.
Pensó en su mamá, en su papá. Si ellos estuvieran allí…
Pero no estaban. Así que tenía que seguir.
Su instinto de supervivencia gritaba que debía buscar la forma de llegar a la puerta. A sus ocho años tenía plena conciencia que si no lo lograba estaría en graves problemas, por eso tenía que salir.
Tosió con fuerza. El humo se le pegaba a la garganta. No podía respirar. Tuvo que parar porque no podía controlar su propio cuerpo, que se doblaba en espasmos. El calor le mareaba y la cabeza parecía habérsele agrandado. Parpadeó y tuvo un horrible pensamiento acerca de sus ojos derritiéndose en las cuencas.
Sollozó sin remedio y el pánico le impidió dar el siguiente paso. El pasamanos estaba cada vez más caliente y la madera crujía. Miles de sonidos extraños y pequeños estallidos en la planta baja le hacían considerar devolverse a su habitación.
Otro crujido. La escalera se iba a derrumbar.
Sacando fuerzas de quien sabe dónde se obligó bajar tan rápido como le fue posible. No podía devolverse. Debía llegar a la puerta. Aire. Puerta.
Al bajar el último escalón se dio cuenta que estaba en el mismo averno. Caminó un paso a la vez como un ciego, con las manos al frente. La temperatura era aún peor que en la planta superior y si daba un mal giro todo acabaría. Tenía que salir. Rápido.
Cruzó el comedor donde se sentaba todas las noches con su familia pero una de las sillas de largo espaldar se interpuso en su camino. Se enredó entre las patas, y fue a dar al suelo. Se golpeó la pantorrilla, lo que agregó otro dolor a su rosario de penas. Lloró y gritó, con el pánico envolviéndole en un abrazo mortal.
— ¡AYUDA! —gritó, pero su garganta herida le impedía formar algo más que un aullido sordo.
No serviría de nada, tenía que salir. Algo estaba muy caliente cerca de ella. Trató de incorporarse, pero sus músculos no le ayudaron, así que comenzó a arrastrarse. Desorientada, Lucy se adentró en la cocina. Fue tarde cuando se dio cuenta que en vez de acercarse a su salvación, se hundía más y más en el infierno.
Lantis llevaba unos minutos escuchando el ladrido de Raikou, que parecía muy hiperactivo esa tarde.
Se levantó a regañadientes del sofá y puso el volumen del Fantástico Hombre Araña que había estado leyendo sobre la mesa.
Era un día perfecto de vacaciones. Había terminado sus labores en la mañana y ahora gozaba de un poco de paz. Su madre se había llevado a su hermano mayor, Zagato, a que le acompañara al supermercado. No lo envidiaba. Ella tenía un gusto innato por recorrer centímetro a centímetro los estantes buscando la mejor oferta, y eso podría durar horas.
Tan pronto llegara Zagato saldrían a jugar futbol con Ráfaga, y otros muchachos del mismo curso de su hermano. Lantis apenas tenía 11 años, haciéndolo el menor de todos ellos ¡pero le temían porque era rápido!. Hasta el momento nadie corría a la par de él por lo que habían tomado por rutina hacerlo caer a como diera lugar. Ansiaba encontrarse con Ráfaga y devolverle el golpe que le había dado el último partido. Aún tenía un enorme morado en la pantorrilla.
Pensando en la estrategia que seguiría en el juego, caminó hacia la entrada para darle un vistazo a su perro que seguía ladrando. Llevaría a Raikou para que no se sintiera solo en casa. Se enloquecía si osaban excluirlo… ¿Pero qué le pasaba? No era normal que ladrara tanto.
Cuando abrió la puerta principal el olor le impregnó de inmediato. Algo se quemaba.
Raikou, el vivaz pastor blanco de la familia hizo una pausa para voltear a mirar a Lantis y luego siguió ladrando en dirección a la casa del frente, a través de la reja a media altura que separaba el verde patio de la acera pública. El sol brillaba alto aún y el muchacho tuvo que llevarse la mano a la frente para poder ver con claridad. De esta manera pudo distinguir las llamas que lamían con furia el interior de la estructura. Humo negro salía por las rendijas de las ventanas.
Su primera reacción fue avanzar. Sin darse cuenta de lo que hacía, abrió la reja que daba a la calle sin pensar y Raikou salió disparado.
— ¡RAIKOU! ¡NO!
Lantis maldijo su propia estupidez y cruzó la calle corriendo detrás del perro, que ya había llegado hasta la parte de atrás de la casa, pasando sin problemas la entrada y metiéndose por un agujero entre dos maderas en el patio trasero. Mientras Raikou desaparecía por una esquina, Lantis tuvo que parar para considerar cómo lo seguiría y evitar que le pasara algo.
— ¡SE ESTÁ QUEMANDO! —gritó a sus espaldas una mujer de mediana edad, mientras escarbaba en su bolso por el celular— ¡LA CASA SE QUEMA!
¿Algo le estaba empujando? Hacía mucho calor. Le dolía respirar.
Trató de abrir los ojos y vio una nariz negra al frente. Una lengua rosada le animó propinándole un amistoso lengüetazo en la mejilla. Lucy sonrió. ¿Un perrito? ¿Qué hacía un perrito en su casa?
— Ho…la —saludó, casi sin aliento.
El perro, que era bastante grande, golpeó con el hocico su mano y ladró. Quería que lo siguiera, pero Lucy no podía. Su cuerpo estaba muy cansado y la cabeza le martillaba. Ahora lo que necesitaba era dormir.
— Lo siento —dijo hundiéndose en la negrura, en el calor, en la muerte.
Un grito la sacó de la inconciencia. La luz embistió sus pupilas, como una tea furiosa. Dolía. Su piel dolía, su garganta dolía. No veía nada. Se asustó. Se asustó mucho. ¿Por qué no veía? ¿Dónde estaba?
Alguien hablaba, estaba cerca. Escuchaba una voz, y el tono tenía un tinte de amargura. ¿Qué pasaba? Ante sí se extendía una enorme y cristalina nada. Necesitaba ver, no podía quedarse ciega. ¡no era verdad!
El miedo reptó por su pequeño cuerpo y se agarró de su estómago como un parásito. Las lágrimas salieron de esos ojos que parecían haber perdido su propósito.
— Calma —dijo la voz— ya están por llegar. No te preocupes.
Lucy no podía calmarse. El gemido lastimero de un perro hacía eco de su tristeza.
— Raikou —la voz trataba de mantenerse firme, pero algo ocurría. Parecía a punto de partirse— Mamá ya viene. Está cerca. Dijo que estaría acá en menos de 5 minutos.
— ¿Mamá? —preguntó la niña, parpadeando.
La voz no respondió. Permaneció en un tenso silencio, que Lucy interpretó como algo malo. Para ese momento, ella carecía de autocontrol. Quería a su familia, la necesitaba ahora. Su llanto se hizo más desesperado.
Al poco tiempo, Lucy se sintió rodeada por unos brazos gentiles, que comenzaron a mecerla con suavidad. No se sorprendió ante aquel gesto cariñoso y dejó que sus brazos buscaran a quien le estaba brindando el consuelo que necesitaba. Su calor era reconfortante, muy distinto al fuego que había estado a punto de segar el hilo de su existencia. No supo por qué, pero el miedo se desvaneció casi de inmediato y las lágrimas se fueron secando en medio de pequeños sollozos.