VIII. Confiar
Confió.
Valentine confió. Ciegamente.
¿Cómo no hacerlo?
Lo había hecho siendo un infante. Lo seguía haciendo ahora y sin dudar lo haría hasta el fin de sus días.
Las manos de Radamanthys hallaron entre sus cabellos destino donde enredarse. Los labios del inglés se saciaron con frenesí sobre sus labios inexpertos, anhelantes, prestos a aprender de él...
Siempre de él...
Valentine no sabía cómo proceder...pese haber soñado ese momento en sus noches más solitarias y más húmedas. Sólo calibró la opción de entregarse...y confiar en aquél que al fin descubría humano...sentía humano...
E irresistiblemente imperfecto ante su deseo.
Valentine confió cuando Radamanthys le volteó y lo aprisionó con prisas entre la corteza del árbol y su ardor.
Confió cuando sintió como diestras manos recorrían su estremecido cuerpo, deslizando con ellas el pantalón hasta dejarlo a medio muslo.
Confió cuando un aguijonazo de calor le traspasó el alma, arrancándole un gemido de dolor que la atolondrada respiración de su señor, vertida contra los estremecimientos de su cuello, disipó.
Confió cuando el dolor primerizo comenzó a transmutar en algo tan placentero que robó su propia respiración.
Y más aún, cuando una mano maestra le moldeó la pasión al tiempo que su cuerpo se convertía en recipiente del desbordamiento de otra pasión mayor.
Sus mejillas ardían de calor, y el sudor que descendía por su sien se mezclaba con las lágrimas que inocentes fluían de su sellada mirada. Los jadeos de Radamanthys se tornaron cada vez más guturales, más confusos y necesitados de liberación. La mano del inglés siguió maltratándole la excitación con el mismo ritmo que escribían sus embestidas, aumentando por momentos en rudeza y velocidad.
En ansias de salvaje liberación.
Valentine se mordió los labios en vano intento de tragarse unos gemidos que detestó por la debilidad de cuerpo y alma que presentaban, pero siguió confiando cuando el cuerpo de Radamanthys se desplomó sobre su espalda, aprisionándole todavía más al tiempo que su mano seguía esculpiendo el desenlace que acabara con su propia tensión.
Esa noche el elegido había sido él, y no el apuesto joven que aguardaba junto a los lamentos de su violín...
Esa noche no hubo establo, sino bosque...
Valentine confió, y en su confianza obtuvo el mayor tesoro que jamás imaginó: sentirse único, vivo y radiante, y sentirse así ante los ojos y cuerpo de su señor.
Amparado por la dulce oscuridad, esa noche su joven corazón comenzó a vivir...
...mientras el árbol que acogió su primera vez comenzó a morir.