DISCLAIMER: Nada de esto me pertenece. Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer y la historia a Domysticated. Yo solo me adjudico la traducción.
Capítulo beteado por Yanina Barboza, beta de Élite Fanfiction (www facebook com/ groups/ elite .fanfiction)
Link del grupo en facebook: w w w . facebook groups / itzel . lightwood . traducciones /
Capítulo 1
Cuando tenía dieciséis años, mis padres me enviaron por un año a un programa de intercambio en Europa. Ellos esperaban que, lejos de nuestra pequeña y lluviosa ciudad, perdería mi incomodidad social y mi timidez, y que escaparía del acoso y aislamiento de mi preparatoria americana.
Su plan no funcionó del todo. Terminé en un pequeño y lluvioso pueblo de Europa Central, donde los cielos eran tan grises como los nuestros, pero sin el océano cerca como para escapar ahí. Y la preparatoria… bueno, solo digamos que intercambié un infierno americano por uno europeo. Me mantuve tímida, incómoda y sola, aunque, afortunadamente, la popularidad de mi "hermana" en la casa, Alice, me protegía del acoso.
Ese año de intercambio habría sido algo completamente insignificante en el triste y olvidable cuento de mi adolescencia, si no fuera por mi abismal sentido de dirección y mi, aparentemente no existente, sentido de supervivencia.
No sabía nada de la vida afuera de la escuela de élite internacional a la que asistía, y rara vez prestaba atención cuando Carlisle y Esme, mis "padres" anfitriones, discutían sobre política y los asuntos relevantes en la mesa.
Obedientemente, tomaba el autobús para la escuela y de vuelta; a regañadientes, seguía a Alice a la ciudad los sábados para sus viajes de compras; desearía que los días pasaran más rápido para que pudiera irme a casa y esconderme en mi cuarto, amparada por la familiar y reconfortante soledad.
Hasta que un día todo cambió.
Era un día frío de febrero. Mi maestro de matemáticas estaba enfermo y nos habían dejado salir temprano. En lugar de esperar dos horas por el autobús de la escuela, decidí tomar el transporte público, esperando llegar a casa pronto.
Las cosas no salieron como esperaba.
Tomé el autobús a la ciudad, esperando tomar el segundo autobús a casa desde ahí, pero debí haberme bajado en la parada incorrecta, y pronto me encontré vagando por las calles detrás de las vías del ferrocarril mientras la oscuridad caía, acompañada por una fuerte y fría lluvia. Traté de preguntar por indicaciones, pero los groseros y apresurados lugareños pretendieron no entender mi fuertemente acentuado francés y solo me ignoraron. Finalmente, derrotada, me senté en una banca y comencé a llorar. Tendría que llamar a Esme y odiaba sentirme como una tonta.
Debí de haberme quedado ahí por un rato… veinte minutos quizás, lo suficientemente como para que cualquier luz del día se fuera. Mis lágrimas cesaron y finalmente junté el coraje suficiente como para ponerme de pie y llamarla.
La tenue luz de un cigarro a mi derecha me distrajo.
Sentado contra una barda, a un metro de mí, se encontraba una figura encorvada. No podía estar segura, pero pensé que era un hombre; estaba sentado justo donde terminaba la luz del poste más cercano. Me alejé, asustada. Podía sentir como sus ojos me miraban con intensidad, podía adivinar la manera lenta y deliberada en la que fumaba su cigarro; solo Dios sabe cuánto tiempo llevaba ahí, observándome. Estaba inusualmente quieto. Quería correr, sabía que debía correr —las oscuras calles estaban desiertas— pero me mantuve en mi lugar.
Tragué con fuerza e intenté sonreír.
—Uh… hola. Estoy… estoy perdida. —Mierda, sonaba tan estúpida. Tan vulnerable. «Solo atácame y acaba con esto, ¿quieres?»
Él no hizo ningún movimiento en respuesta a mis palabras, y se me ocurrió que, quizás, él no entendía mi idioma.
—Moi… je suis perdeue —dije de nuevo, en un tono incluso más idiota, avergonzada, de nuevo, por mi terrible acento.
—Te entendí perfectamente la primera vez —contestó en inglés, su dicción era muy clara y pura a pesar de los obvios vestigios de un lenguaje extraño, su tono era entrecortado y helado. Aun así, no se movió. Comencé a sentirme nerviosa y mi instinto de supervivencia por fin se activó. Comencé a juntar mis cosas para adentrarme en la oscura y solitaria calle.
—Espera. —Se quitó de la pared y salió a la luz. Me giré y levanté la cabeza hacia él, lista para protegerme de esa presencia y tratando de recordar las cosas básicas que había aprendido de defensa personal de mi padre.
Pero con una mirada hacia él, mi determinación se perdió. Él no era un hombre, sino un chico… quizás solo uno o dos años mayor que yo. Sus ropas eran viejas y no lo suficientemente abrigadas, su delgada chaqueta de mezclilla estaba mojada y era inadecuada para el clima. Pero lo que realmente me golpeó fueron sus devastadoramente hermosas facciones, sus intensos ojos verdes y el ondulado y desaliñado cabello cobrizo. Él era alto sin ser imponente, con una orgullosa y recta postura que me recordaba a los chicos en el equipo de natación de casa.
Mi corazón —el que había estado latiendo con rapidez, bombeando adrenalina y nervios— se detuvo por un segundo.
Hasta ese punto, siempre había pensado que no era la clase de chica que se dejaba llevar por la belleza exterior, no del tipo superficial y hueco que pierde la cabeza ante la visión de un chico lindo. No me importaban actores o cantantes o cualquier tipo de galán que estaba por las paredes de Alice. Y aun así, cuando lo vi a él… estaba bastante segura de que fue su apariencia por sí sola lo que me hizo quedarme, cuando debí de haber corrido.
—Dijiste que estabas perdida. ¿A dónde necesitas ir? —Su tono aún era entrecortado, una extraña entonación demostraba que era extranjero, las consonantes sonaban duras e inesperadamente musicales. Pero también había amabilidad y, de alguna manera, contra mis mejores pensamientos, decidí confiar en él.
—Necesito tomar el autobús 27. Pensé que era aquí… pero no lo sé. Estas calles son todas iguales. —Las lágrimas se juntaron en mis ojos de nuevo, más de frustración ante mi propia estupidez que cualquier cosa.
Él dejó salir una risa pequeña y neutral.
—Sí. Todas lucen muy similares. Sé dónde se detiene el 27, puedo llevarte ahí si quieres.
Dudé. No porque realmente tenía mejores opciones, pero aun así… se sentía incorrecto seguirlo tan dispuesta… quién sabe quién, o qué, era él.
—No muerdo, sabes. —Había una tristeza en su tono que me conmovió y eliminó cualquier señal de desconfianza.
—De acuerdo.
Me colgué la mochila y comenzamos a caminar por la calle, en silencio, manteniendo una distancia entre nosotros. Él estaba pálido y cansado, lo notaba ahora, y, por el ligero temblor en sus manos y por la manera en la que encogía los hombros, supuse que debía tener mucho frío.
Después de un rato, el silencio me molestó y traté de hacer conversación.
—Y… ¿vives por aquí?
—Sí, algo como eso —fue su repuesta corta y final. No invitaba a que hiciera otra pregunta, así que no lo hice.
En realidad, tenía curiosidad. Quería saber su nombre, dónde vivía, dónde iba a la escuela. Quería saber de dónde era y cuánto tiempo llevaba viviendo aquí. Quería saber qué hacía sentado contra la pared, fumando un cigarro en una tarde tan horrible.
Pero no hice ninguna de esas preguntas. Solo caminé con él, tratando de alcanzar sus rápidos y largos pasos.
Finalmente, llegamos a una calle más transitada y comencé a reconocer varios lugares familiares. Allí estaba la tienda departamental a la que Esme me había llevado para comprar mis nuevos guantes; por allá, la librería que a veces tenía el New York Times. Había más gente por aquí, y cualquier sensación de temor desapareció. Pronto, vi la parada de autobús, y el alivio me invadió.
El chico la señaló con la cabeza y esperó unos metros detrás de mí mientras yo revisaba los horarios. Mierda. Me lo había perdido y el otro no salía en otros cuarenta minutos. Esme y Carlisle primero estarían preocupados y luego molestos. Supongo que debí de haberlos llamados pero, por alguna razón, nunca pensé en esa opción. En su lugar, me senté en una banca —afortunadamente era una parada techada, porque la lluvia había empezado de nuevo y había comenzado a granizar— y me resigné a esperar. El chico dudó, inseguro de qué hacer, luego, con un suspiro, se sentó junto a mí, manteniendo una distancia considerable como lo había venido haciendo.
—Oh, no tienes que esperar por mí, ¿sabes?... está bien, gracias. Has sido muy amable pero estaré bien ahora. —Me apresuré a asegurarle y, quizás, trataba de hacer que se fuera, una nueva ola de nerviosismo me atacó ante su presencia.
Él solo se encogió de hombros.
—No es como si tuviera otro lugar al que ir. Solo esperaré aquí contigo, si eso está bien. —Encendió otro cigarro, se alzó el cuello de la chaqueta y miró hacia el vacío.
—Pensé que habías dicho que vivías cerca.
—Sí, bueno, no quiero volver ahí, así que… —No se giró hacia mí mientras habló.
Lo escuché de nuevo, la tristeza y la vergüenza estaban en su voz. Supongo, mirando hacia atrás, que fue eso, junto con el hecho de que lucía tan vulnerable con sus ropas raras y tenis gastados, lo que me hizo sentir tan inusualmente atrevida con él, cuando normalmente era tímida y callada e incapaz de hablar con claridad en la presencia de un miembro del sexo opuesto.
—Uh, de acuerdo. —Pausé un poco, juntando valor—. ¿Cómo te llamas?
Él se giró hacia mí, sorprendido.
—¿Quieres saber mi nombre?
—Sí… ¿es eso inusual?
Sacudió la cabeza y miró hacia el frente una vez más.
—Edward. Puedes llamarme Edward. —El nombre sonaba exótico y tentativo en sus labios.
—Soy Bella. —Extendí una mano, pero la retiré con rapidez, dándome cuenta de que el gesto me hacía parecer como una niña pequeña. Traté de cubrir mi torpe gesto hablando, demasiado y muy rápido—. Soy americana, ¿sabes?, de Washington. El estado, no la capital, lo cual es lo que todo el mundo asume. Estoy aquí en un programa de intercambio. Tú tampoco eres de aquí, ¿verdad?
Se rio. Una risa amarga y hueca.
—No, no soy de aquí. Supongo que podrías decir que también estoy en un programa de intercambio.
—¿A dónde vas a la escuela?
—No lo hago.
—¿No vas a la escuela? ¿Cuántos años tienes?
Esta vez se giró por completo, mirándome y, en el proceso, se acercó más a mí. Lo suficientemente cerca como para que pudiera ver el color en sus cansados ojos... verdes. Lo suficientemente cerca como para poder ver sus largas y gruesas pestañas y la suave barba que cubría sus mejillas.
No lo suficientemente cerca.
—Haces muchas preguntas, ¿sabes? ¿Es eso una cosa de americanos? Escuché que todos ustedes son ambiciosos y curiosos… creen que son dueños del mundo y merecen saber todo de todos.
Él cerró los ojos, su expresión era casi dolorosa, mientras me encogía ante la dureza de sus palabras.
Él se relajó un poco y tomó un profundo respiro.
—Lo siento. Eso fue muy grosero, por favor acepta mis disculpas. No te conozco pero estoy segura de que eres muy agradable. —Sus palabras eran formales y solemnes. Se giró para mirarme, una pequeña sonrisa suavizaba sus facciones—. Tengo diecisiete años.
Nos quedamos en silencio después de eso. Él siguió fumando, nunca había visto a alguien tan joven fumar tanto en toda mi vida. Finalmente, el autobús llegó y él se giró de nuevo hacia mí.
—Bueno, fue lindo conocerte, Bella. Por favor ten cuidado y no te pierdas de nuevo. Y no confíes en la gente tan fácilmente. —Se puso de pie y comenzó a alejarse. Encontré mi voz justo a tiempo.
—¡Edward! ¡Para! Yo… ¿cómo puedo verte de nuevo?
Él ni siquiera pausó, sino que continuó caminando hacia delante, los hombros encogidos, las manos en los bolsillos.
—Sabes dónde encontrarme. —Su voz se mantuvo en el aire, mucho después de que él girara en la esquina.
No le dije a nadie de mi extraño encuentro. De alguna manera, sabía que había algo diferente acerca de Edward, y que, quizás no debí conocerlo, que nuestros caminos no debieron haberse cruzado. También sabía, instintivamente, que no debía buscarlo, que debía olvidarme de ese día y agradecer que las cosas no hubieran tomado un rumbo diferente, más oscuro.
Sabía todo eso y estaba dispuesta a hacer lo correcto. Después de todo, esa es quien era: la chica que hacía lo correcto. La chica que estaba muy asustada de hacer lo contrario.
Duré tres días. En el cuarto, actué. Le dije a Esme y Alice que tenía un grupo de estudio después de la escuela y tomé el autobús a la ciudad. Traté muy fuerte de recordar mis pasos, de encontrar la banca y la pared.
Fallé.
Debí de haberme rendido entonces. No lo hice. En su lugar, me volví más obsesionada con encontrarlo.
Al día siguiente falté a clases y lo intenté de nuevo. Esta vez, encontré el lugar. Estaba desierto, desolado. Pero noté las colillas de cigarro en el suelo, junto a la pared, y las tomé como mi señal para volver.
Tuve que dejar pasar unos cuantos días, esperar por la oportunidad correcta. Ésta llegó demasiado pronto, ese sábado, fui a la ciudad con Alice. No fue difícil perderla: una vaga mención a la librería, y ella estaba demasiado emocionada por pasar más tiempo sola con su novio.
Llegué a la banca y me senté. Edward no estaba por ningún lado, pero tenía tiempo. Saqué un libro de mi mochila, me llevé las rodillas al pecho y comencé a leer. Hacía frío, pero no llovía. No es que la lluvia hubiera hecho alguna diferencia.
Esperé.
Y él llegó.
Se sentó junto a mí y sonrió. Sonreí de vuelta y, probablemente, me sonrojé. De repente me sentí tímida, toda la determinación y la certeza me abandonaron ahora que había alcanzado mi meta. Se estiró por mi libro y, cuidadosamente, sin perder mi página, se inclinó para ver el título. Sonrió de nuevo, devolviéndomelo.
—Es un buen libro.
—Sí… me gusta.
Nos sentamos así, al lado del otro, casi tocándonos pero no del todo, por varios minutos. Él estaba tan apuesto como lo recordaba, aunque en mi memoria, había borrado todas sus imperfecciones, las inevitables señales de humanidad: los ojos cansados, el cabello demasiado largo, el diente ligeramente torcido.
Incluso ahora, tenía que obligarme a recordar que él no era, en realidad, perfecto: que solo era humano. En mis recuerdos, él seguía siendo perfecto.
Tan cerca, era capaz de olerlo, y a su aroma, cigarros y jabón, con algo más, algo que nunca me había encontrado antes. Era un aroma sorprendentemente adulto, y eso me reveló más sobre su pasado que cualquier palabra que podría decir.
Ocasionalmente, nos veíamos y sonreíamos con incomodidad hasta que, finalmente, él habló.
—Me encontraste, ¿lo ves? Eres una chica lista. También loca, no se supone que vayas tras los chicos así, especialmente chicos extraños que conoces en las calles por la noche. —Su rostro de repente se volvió serio—. Prométeme que nunca harás esto de nuevo.
—¿Qué? ¿Encontrarte?
—No… confiar en extraños… especialmente chicos. —Su tono era solemne: era algo que mi papá podría haberme dicho. De hecho, probablemente era algo que mi papá me había dicho en el pasado.
—¿Eso significa que no debería confiar en ti?
—Probablemente no deberías, no.
—Sin embargo, quiero hacerlo. —¿Quién era esta chica directa y valiente que hablaba? ¿Realmente era yo? ¿Dónde encontró este valor y la determinación?
Me miró, nervioso, y en sus ojos pude ver emociones y pensamientos que no pude leer o entender. Estaba en territorio desconocido, y era extraño e intoxicante, como una nueva bebida o comida, y yo quería probarla, saborearla. Devorarla.
Luego, sin previo aviso o más palabras, se inclinó y me besó.
Mentiría si dijera que así es como esperaba que fuera mi primer beso. Por un lado, no lo anticipé y la sorpresa bloqueó cualquier otra emoción que pudiera sentir. Fue muy corto, tan corto… casi como un reto.
Casi como si me estuviera retando a no confiar en él.
Acepté el reto, y lo besé de vuelta. No sabía lo que estaba haciendo, pero estaba determinada a hacerlo bien. Al inicio, él se quedó perfectamente quieto, sus labios estaban tan inmóviles y fríos como los de una estatua. Esto solo me volvió más determinada y, finalmente, él cedió. Sus labios se abrieron y un suave sonido salió de él. Una mano fue a mi cabello y bajó por mi cuello, mientras la otra me acercó a él, así que casi estaba sentada en su regazo. Su lengua buscó la mía, y lo probé entonces —cigarros, menta y lluvia— y en mi cuerpo despertaron infinidad de sensaciones desconocidas. No tenía un nombre para lo que sentí en ese entonces, pero ahora sé lo que era… lujuria y deseo, y la vertiginosa e intoxicante intensidad de experimentar esos sentimientos por primera vez.
Nos besamos por mucho tiempo ese día, alternando hambrientos, casi furiosos movimientos con unos más suaves y delicados. Sus largos, delgados y fríos dedos encontraron mis manos y las sostuvieron con fuerza, como si necesitara mi agarre para controlarse.
Apenas y nos dijimos una palabra.
Al final, fue la inminente oscuridad la que nos separó. Tenía que ir con Alice. Ir a casa.
—Tengo que irme.
—Lo sé. —La máscara de indiferencia había vuelto a su rostro—. ¿Volverás?
—Sí… sí lo haré. El lunes.
Él asintió y encendió un cigarro. Extendí mi mano una última vez; él la tomó, la llevó a su rostro y la besó con suavidad, como un caballero.
Me alejé y lo dejé atrás. Inmóvil, ilegible.
Volví el lunes. Y el martes. Y el sábado.
Pronto estaba saltándome clases, inventando excusas, encontrando cualquier manera posible para estar con Edward. Él no siempre estaba ahí, en lo que pensaba como "nuestro" lugar, pero no tenía manera de contactarlo y él nunca había preguntado por mi número. Acepté esto porque así eran las cosas. Tan loco como suene, la incertidumbre, la sensación de rareza y la posibilidad de nuestros encuentros lo volvía más especial para mí.
Cuando estábamos separados, no podía dejar de pensar en él. Era una obsesión. Recordaba cada uno de los minutos que pasábamos juntos, recordaba las sensaciones —su toque, su olor, su sabor— con tal exactitud que me estremecía por completo.
Cuando estábamos juntos, me perdía en él y esperaba que él se perdiera en mí. Me di cuenta, demasiado pronto, que a él no le gustaba hablar, que odiaba cuando le hacía preguntas. El dolor, la vergüenza y la desesperación aparecían en sus ojos; hacía todo lo que estuviera en mis manos para mantener esas emociones al margen, y accedía a sus condiciones, habladas o no.
A veces, cuando el clima era muy malo, íbamos a un pequeño y depresivo café en una de las calles cercanas. Yo tomaba un chocolate caliente o un té. Nunca, en todos los meses que llevábamos de conocernos, él había tomado algo más que un vaso de agua. Nunca ordenaba nada y nunca me dejaba ordenar algo para él.
Ocasionalmente, trataba de comprarle agua o comida. Una vez traté de darle uno de mis libros. Él se rehusó, orgulloso y aterradoramente determinado. Mirando atrás, estoy enojada de nunca haber cuestionado eso, de nunca haber insistido.
—Nunca tomaré algo de ti a menos que pueda darte algo de vuelta.
Entendía, en una manera instintiva y confusa, que tenía que respetar eso, permitirle esto, así que lo dejé ir. Otra condición que él había impuesto, otra condición que yo no había cuestionado.
Sin embargo, la mayor parte del tiempo, nos quedábamos afuera.
Nuestros encuentros fueron más determinados, más hambrientos y más frenéticos. Había un pequeño parque cerca y caminábamos hacia allá, escondiéndonos detrás de los árboles, gradualmente empujando nuestras barreras en un mutuo deseo por acercarnos más. Las manos fueron más atrevidas, las bocas más hambrientas y mi cuerpo me mostraba todas las cosas de las que no tenía ningún conocimiento.
El clima estaba volviéndose más cálido y el parque más lleno. Era solo cuestión de tiempo para que alguien nos viera y me estaba poniendo incómoda ser tan íntima con Edward en público; al mismo tiempo, sentía su frustración ante nuestra raquítica relación física. Él quería más. Yo también quería más y, más que nada, quería darle algo mío, algo que él aceptara.
En un particular día gris, mientras estábamos jadeantes detrás de un árbol —sus manos habían peleado y perdido la batalla con mis apretados pantalones, su respiración era errática— él se giró hacia mí y tomó mi mano. Evitó mis ojos cuando habló con voz estrangulada, la mitad demandante y la otra mitad desesperada.
—Ven conmigo.
Lo seguí sin cuestionar, como hacía todo con él. Caminamos por diez o quince minutos, más profundo entre las calles detrás de la estación de la que me había dicho, muchas veces, que me alejara. Él tomó mi mano con fuerza y me mantuvo cerca de él, mirándome ocasionalmente para asegurarse de que estaba bien, sin atreverse a decir nada.
Llegamos, finalmente, frente a un viejo y descuidado hotel. Era el tipo de edifico que una vez había sido decente y respetable, pero que ya no lo era más. La puerta estaba abierta y pude obtener vistazos del terriblemente iluminado lobby con alfombras viejas y suelo inestable. Nos quedamos fuera y Edward apretó su agarre en mi mano, una vez más. Se giró para verme, agachándose para que pudiera mirarlo: su rostro estaba lleno de emociones que ya había visto antes, pero nunca tan intensas, nunca tan claras. Vergüenza, tristeza, enojo y miedo pasaron por sus ojos, haciendo que mi corazón latiera con tal fuerza que casi me quitó el aliento.
—No tienes que entrar —dijo finalmente, endureciéndose, aparentemente resignado ante mi inminente partida.
Pero había algo más en su rostro, algo desesperado e inmensamente vulnerable; un hambre por la suavidad, por el contacto humano, una soledad que rogaba por ser apaciguada, una chispa de esperanza que se negaba a ser apagada.
Alcé la mano para quitar el cabello de su frente y acaricié su mejilla tan suavemente como pude.
—Confío en ti.
Él se inclinó hacia mí, con los ojos cerrados y tocó mi frente con la suya. Sus labios rozaron mi cabello y me aferró a él, pasó su brazo por mi hombro, protegiéndome.
Entramos, mi corazón latía furiosamente. El lobby estaba desierto, así como también las escaleras. Podía escuchar sonidos —de música, de voces, de una animada conversación en un lenguaje extraño— en algún lugar a la distancia. Enterré el rostro en el pecho de Edward, desesperada por encontrar algo familiar en este lugar tan extraño y amenazante.
Subimos dos niveles de escaleras y caminamos por un largo corredor. Edward pausó frente a la última puerta, quitando su brazo de mis hombros, y se sacó una llave del bolsillo. Abrió la puerta y contuve el aliento antes de entrar.
No sabía qué estaba esperando. Adentro, era solo una modesta habitación de hotel, vieja y deslucida, con evidencia de muchos años de negligencia y decadencia. Pero también estaba limpia y organizada, a pesar de estar claramente habitada. Había dos camas, un lavabo con un espejo, noté dos cepillos de dientes y una rasuradora, y una pequeña y tambaleante mesa con una pila de libros sobre ella.
Edward cerró la puerta con suavidad y se quedó de pie, esperando por mi reacción, probablemente esperaba que huyera.
De repente, estaba llena de preguntas: ¿aquí era donde vivía? ¿Por qué? ¿Con quién? ¿Cuál era su historia?
Me acerqué a él, lista para las explicaciones, interpretaciones, reafirmaciones.
Él se quedó en una esquina, sus hombros tensos, cabizbajo, mordiéndose el labio nerviosamente.
En lugar de hacer preguntas, enredé los brazos alrededor de su cintura y me paré en puntas de pies para besarlo. Lo besé más fuerte de lo que alguna vez lo había hecho; lo besé con fervor, pasión, con devoción. Lo que sea que estuviera en esta habitación… no me importaba. Quería borrar sus dudas, exiliar a los demonios que querían tomar control de él. Quería hacerlo sentir vivo.
Nos besamos y tocamos y nos quitamos la ropa antes de caer en la cama. Contuve el aliento al verlo desnudo por primera vez, él era perfecto, hermoso y, hasta este día, aún recuerdo lo gloriosa que se veía su pálida piel en la grisácea luz que se filtraba por las cortinas. Me estremecí de miedo y placer.
Las sábanas se sentían tiesas contra mi piel semidesnuda, pero olían a limpio y a él. Cerré los ojos e inhalé profundamente.
—¿Alguien más vive aquí? —Me las arreglé para preguntar mientras él me desabrochaba el sostén, antes de que perdiera toda capacidad para hablar y me sumergiera en una intensa tormenta de contrastantes emociones, los nervios luchaban con la lujuria, la timidez y el deseo.
—Mi hermano. Él no volverá hasta la noche.
Me besó entonces, empezando por mi cuello y dirigiéndose hacia mis pechos. Utilizó una mano para acariciarme ahí, gentilmente al principio, luego con mayor intensidad. Su mano y boca se encontraron mientras besaba y lamía y tocaba, produciendo sonidos que no pensé que podía hacer. Él lo había hecho antes, eso estaba claro, y, extrañamente, en lugar de sentir celos, estaba agradecida por eso; agradecida por su experiencia, agradecida de dejarlo llevar las riendas.
Tembló ligeramente cuando removió mi ropa interior, pausando para mirarme.
—¿Esto está bien? —preguntó absurdamente, como si no lo hubiera seguido a un extraño hotel, como si no estuviéramos casi desnudos y temblando de deseo. Como si pudiera detenerme ahora.
Creo que me reí, solo un poco, y asentí.
Él ya me había tocado ahí, rápidamente y con prisa, pero esta vez se tomó su tiempo para explorar e invadir. El shock de sus dedos dentro de mí casi me hizo gritar, y él los sacó ligeramente, antes de empezar de nuevo, con más suavidad, más lento. Alternó suaves besos —en mis labios, cuello, orejas— con rápidas palabras en un lenguaje que no entendía. Sonaba exótico e imposiblemente dulce. Gradualmente, me relajé en su toque y él retomó el ritmo, sus manos se volvieron más directas y sus movimientos más erráticos.
Lo abracé con fuerza, tan fuerte, no atreviéndome a moverme demasiado, sin saber qué quería hacer, qué podía hacer.
Él nos tapó con la sábana y sacudió la cabeza cuando quise mover mis manos, así que las mantuve en sus hombros, mis uñas se enterraban en su carne.
Perdí mi virginidad ese día. Fue doloroso y hubo sangre involucrada. Pero no me importó porque finalmente sentía una conexión real con Edward; finalmente le había dado un consuelo tangible; finalmente había podido darle un regalo que aceptaría.
Después, él me sostuvo por un largo rato, sus dedos tocaban una desconocida melodía en mi espalda.
—¿Qué estás haciendo?
—Shhh… —Su voz era un lejano suspiro—. Te estoy tocando.
—¿Como un piano? —sonreí.
—Sí, como un piano. —Se inclinó y besó mi hombro con una suavidad que nunca había experimentado. Sus dedos continuaron su trabajo, unas veces eran suaves y otras duros y fuertes.
Se convirtió en una rutina. Lo veía en nuestro lugar usual, caminábamos al hotel y teníamos sexo. Nos volvimos mejores en él, más en sincronía con las necesidades y gustos del otro y comencé a disfrutarlo más y más. Él me enseñó cómo relajarme, cómo ir más profundo dentro de mi cuerpo, cómo rendirme ante el placer. Me enseñó a disfrutar nuestra conexión física, a celebrar el éxtasis que podíamos provocar en el otro.
Podía ver cuánto lo necesitaba, cuánto necesitaba liberarse, el olvido. Cuando llegaba, lucía ausente, en otro mundo. También lucía joven, las arrugas en su frente se suavizaban mientras cerraba los ojos y echaba el cabeza hacia atrás, perdido en la intensidad de su orgasmo. Quería ver su rostro una y otra vez, y él me molestaba diciendo que era insaciable.
Pero en realidad… era insaciable por el chico que era después: la tensión dejaba su rostro, la tristeza se evaporaba por unas cortas horas, incluso la pesada nube de vergüenza que se aferraba a él, se iba. Él me sostenía, me cantaba dulces canciones y versos de poesía y, poco a poco, me contaba sobre él.
Comprendí la historia después de un par de semanas. Él era un refugiado. Su país de origen había estado bajo un régimen brutal por muchas décadas y sus padres habían sido disidentes políticos desde que él era un bebé. Llevaban en prisión más de cinco años y él no sabía nada de su destino. Él y su hermano habían vivido con su abuela hasta que ella murió, días antes del decimoctavo cumpleaños de su hermano. Sin ninguna familia, y la amenaza del inminente servicio militar, ellos se habían ido. Él realmente no quería hablar de los detalles o logística de cómo habían llegado aquí, y todo lo que me quiso decir sobre su situación actual fue que estaba esperando a que su petición de asilo fuera revisada y, hasta ese entonces, no se suponía que estudiara o trabajara, no se suponía que existiera. Nunca vi a su hermano, pero entendí que estaba trabajando, ilegalmente, en una obra de construcción en algún lugar, y que Edward estaba desesperado por unírsele, pero su hermano no lo dejaba.
—Él piensa… él aún piensa que quizás, algún día, volveré a tocar el piano… no quiere que me arruine las manos.
Su voz se rompió y, cuando lo miré, podía ver que sus ojos estaban llenos de lágrimas que, desesperadamente, estaba tratando de contener. Besé cada uno de sus largos y perfectos dedos, luego le hice el amor de nuevo.
—No me quedaré aquí, te lo prometo; no tendré esta no-vida por siempre. Haré algo de mí mismo, en algún otro lado. Quizás vaya a América. —Su voz era solemne y seria. Lo besé y sonrió—. Tocaré el piano de nuevo.
Me mataba pensar que no tenía acceso a alguna de las cosas que necesitaba, ninguna de las cosas a las que se suponía tenía derecho; la escuela, un instrumento, la posibilidad de trabajar. Me dolía irme a casa en la noche, tener un caliente y nutritivo alimento con una feliz familia, ir a dormir en mi suave cama, ir a la escuela y evitar mi tarea y obtener mis mediocres resultados cuando él estaba desperdiciando su inteligencia, su esperanza, su dignidad.
Durante esas cortas, intensas y frenéticas tardes, mientras estábamos en su angosta cama, con la luz grisácea filtrándose por las cortinas, la lluvia pegando en las ventanas… éramos iguales. Desnudos, unidos por nuestra necesidad, por nuestra hambre por el otro. Todas nuestras diferencias desaparecían y casi podíamos creer la farsa de que éramos dos adolescentes normales explorando sus cuerpos y sus corazones, sin una preocupación en el mundo. No quería romper el hechizo, revelar la farsa por lo que era, una cruel mentira, con una fecha de expiración.
Porque había algo más que me mataba, incluso aunque trataba de mandarlo al fondo de mi conciencia: el tiempo se estaba agotando. Solamente tenía unas semanas más antes de que tuviera que regresar a Washington. Edward y yo nunca discutimos nuestro futuro; bueno, mierda, nunca discutimos nuestro pasado, o nuestros presentes para ser justos. Existíamos en una burbuja de horas y minutos robados, escondiéndonos de la realidad, escondiéndonos de nosotros mismos.
El final, cuando llegó, no fue como lo esperaba. No hubo despedidas, no se intercambiaron regalos, no hubo declaraciones. No hubo besos con lágrimas, ni una necesidad desesperada de sentirnos una vez más.
Fui a nuestro lugar usual y lo encontré vacío, día tras día. Después de una semana o dos, junté el valor suficiente como para ir a su hotel, él siempre me había prohibido ir a buscarlo ahí. Había rostros desconocidos por ahí y me sentía cada vez más angustiada buscando a alguien que hablara inglés. Un pequeño grupo de personas se juntó, curiosas, y se acercaron a mí: el pánico de no ver a Edward, mezclado con la claustrofobia de estar rodeada por extraños, es una de las sensaciones más intensas que he experimentado. El aliento aún se atora en mi pecho cuando pienso en ello.
Ellos se habían ido, aparentemente se habían mudado a otro centro; nadie sabía dónde. ¿Sus solicitudes habían sido resueltas? ¿Habían sido aceptados como refugiados políticos, les habían dado papeles, llevado a otro lugar, a algo más permanente? ¿O habían sido deportados a su país, a un futuro inseguro? Nadie sabía o nadie me diría.
Él se había ido.
Sin importar cuánto quería que mi vida terminara, no lo hizo. Continuó, de hecho, tan predecible y regularmente como si nada hubiera cambiado, nada hubiera pasado.
Volví a Forks. Pasé un solitario y angustiado verano llorando cada noche y retrayéndome más en mí misma, gradualmente alejándome más de aquellos que se preocupaban lo suficiente como para acercarse.
Me gradué de la preparatoria y posé para las incómodas fotografías que mis padres aún mantenían en una repisa.
Fui a la universidad, obtuve mi inútil título en Relaciones Internacionales, obtuve más embarazosas fotografías para probarlo. Me fui al posgrado, a falta de un mejor plan, y terminé haciendo un doctorado porque parecía la opción más fácil. Ahora, soy una experta en la geopolítica de Europa Central.
He tenido citas. He tenido cortas y depresivas relaciones que sacan lo peor de mí.
A veces me pregunto si esta lista de hechos, de logros, de momentos relevantes, constituye una vida.
Mi vida.
Es una buena vida, en la superficie de las cosas; mis padres están orgullosos de mí, tengo mi propio apartamento y una respetable colección de zapatos. He visto a Nirvana en vivo dos veces y tengo el autógrafo de Kurt Cobain en mi refrigerador.
Podría ser otra insatisfecha, irrelevante e infeliz joven mujer, una de muchas, moviéndose por esta gris existencia.
Podría, pero no lo soy.
Si nunca hubiera conocido el fuego, podría vivir con el frío; si nunca hubiera conocido el éxtasis, podría vivir con mi soledad.
Si nunca hubiera conocido el amor, no sabría de su ausencia.
Amor.
Sé, ahora, que eso es lo que era. No era solo la desesperación, el hambre o un desviado sentimiento de romper un tabú. No era solo el hecho de que Edward era un apuesto y misterioso chico con elegantes manos y una hipnótica voz. No era solo que él me hacía sentir deseada y hermosa y necesitada. No eran solo sus dedos, o su cabello o esos profundos y tristes ojos verdes con las largas pestañas. No era solo su voz, o la manera en la que me cantaba, o el olor a cigarro y a lluvia que era tan único en él.
Eran todas esas cosas y más.
Quería gritarle a mi yo de dieciséis años que nunca volvería a sentirse de esa forma de nuevo. Que nunca tendría otro orgasmo. Que nunca se sentirá tan viva, tan deseada, tan venerada.
Que debió de haber sido valiente y desafiante y demandante, y que debió buscarlo después de que se fue, acosar las oficinas públicas, preguntar a la policía. Involucrar a la embajada. Algo. Hacer algo.
No dejes que la vida, con su inexorable y firme avance, tome todo y se lo lleve.
No dejes que todo sea un sueño, una memoria desvaneciéndose en la nada mientras los meses y años pasan.
Un recuerdo de cuerpos, palabras susurradas, efímeros olores y toques. Un recuerdo llenando cada vacío en mi conciencia hasta que ya no sé qué es real y qué es mero deseo.
Una promesa… una promesa ofrecida en el suave éxtasis después de hacer el amor, y escuchada tantas veces en mi mente y corazón, que ya no confío en mí para creer que no lo soñé.
—Iré a América, un día. Te encontraré. Como tú me encontraste.
Han pasado diez años y él aún no me ha encontrado.
Sigo esperando.
¡Y comenzamos con otra traducción!
Nuevamente es una historia corta, 5 capítulos y un epílogo, con capítulos largos, angst, drama... y varias cosas más ;)
Espero que nos acompañen :3 las actualizaciones serán los días habituales: lunes, miércoles y viernes.
¿Qué les pareció el capítulo? a mi parecer es muy emocional, me encanta, jajaja. Por favor no olviden dejarme su opinión en un review, no les cuesta nada ;)
Me despido por ahora, pero nos leemos muy pronto :D
¡Hasta el miércoles!
xx