La primavera llegó a la ciudad de Paris con el mes de Marzo. Ya la nieve estaba derritiéndose y cediendo al paso a los brillos cálidos del sol. Pronto los jardineros y los floristas se pusieron manos a la obra para vestir a la ciudad con flores de todos los colores y otra diversidad de arbustos y árboles. Las calles rebosaban de alegría y felicidad, aunque algunos ya estornudaban por culpa del polen. No por algo era la estación de las alergias, otros preferían verlo como bien dice el dicho "La primavera, la sangre altera". Se acabaron los abrigos abultados, la ropa térmica, los guantes y los calcetines de lana y el clásico gorro de la abuela. Ahora tocaban los impermeables para las lluvias y algún atrevido o alguna atrevida con ropa ligera como si fuera verano.
Una tarde cualquiera entre semana, el timbre del colegio Cours René Réaumur anunció el final de las clases y el pelotón de los niños de primaria salió como una estampida por la entrada, posteriormente salieron los adolescentes. Dicha institución era un colegio semiprivado donde se impartía tanto la primaria como la secundaria. Los alumnos se instruían de manera personalizada en grupos reducidos y atendiendo a cada necesidad de manera eficiente.
Entre todos los niños, se encontraba una niña de siete años que se alejaba del colegio en dirección a un pequeño parque cerca de allí. Tenia un pelo de un peculiar color azul oscuro cortito a la altura del rostro y una diadema adornaba su cabeza por encima del fleco, sus ojos también eran azules, profundos y expresivos, e iba vestida con el uniforme del colegio: una falda morada, una camisa blanca y la chaqueta a juego, junto a unas sandalias de tiras negras. El parque era una pequeña extensión verde, modesta y humilde, donde había una zona de juegos, un monumento que servía de fuente con forma de sirena, una mesa con dos sillas para jugar al ajedrez y un jardín de flores de varios colores. La niña fue directamente a esa zona, saltando alegremente, y como tenia por costumbre, se arrodilló en el suelo, observando con ojo crítico. Estaba buscando algo. Arrugó la nariz, concentrada. Algo se movió entre los tallos de las flores y con una amplia sonrisa, extendió el dedo cuidadosamente. Sintió cosquillas durante una fracción de segundo y cuando retiró el dedo, apareció ante sus ojos una mariquita roja con puntos negros.
- Te encontré –rió entre dientes para no asustarla.
De pronto, se oyó un estornudo tan fuerte que la sobresaltó y la mariquita salió despedida de nuevo hacia las flores, desapareciendo de su vista. Infló los mofletes de indignación y recuperándose del susto, se dio la vuelta para encarar al tonto que la había asustado. Se encontró con un niño de aproximadamente su edad restregándose la nariz con la manga de su camisa.
- Lo siento, ¿te asuste? –murmuró algo congestionado.
- Eres un tonto –espetó la niña, molesta- estaba cogiendo una mariquita.
- Puagg, que asco, bichos –hizo una mueca y buscó un pañuelo torpemente en sus bolsillos.
La peliazul frunció el ceño. El niño se sonó enérgicamente y luego se viró hacia ella para mirarla. Sus ojos eran de un precioso verde esmeralda y su pelo, desordenado y con las puntas abiertas, era dorado como la miel. Resopló e ignorándolo, volvió a prestar atención a las flores, buscando mas bichos. Estaba a punto de darse por vencida cuando sintió que alguien tocaba su hombro. De mala gana, giró su rostro y abrió mucho los ojos al ver una preciosa flor blanca delante de ella. Justo detrás estaba el niño rubio, rascándose la cabeza, nervioso.
- Lo siento… -murmuró disculpándose de nuevo. Movió la flor en su dirección- toma, es para ti.
El rostro de la niña, invadido por la sorpresa, empezó a adquirir un color rosado y con timidez, cogió el tallo de la flor. En ese momento, la mariquita reapareció de la nada y se posó suavemente en sus pétalos con un aleteo.
- Graaa… gracias –pudo decir, avergonzada.
- Mi madre dice que el color blanco es… es puuu… puro y bonito –dijo el rubio con una sonrisa que hizo que el sonrojo de ella se intensificara- ahhh… y me llamo Adrien.
- Yo… yo… Marinette –susurró la niña, acercándose la flor con la mariquita.
Volvió a mirar al niño y no pudo mas que contagiarse de su sonrisa. Al fin y al cabo, había conseguido lo que quería… o quizás algo mas.