Disclaimer: Ni Monster Musume ni ninguno de sus personajes, locaciones o conceptos predeterminados me pertenecen. Lo único mío son el argumento y personajes originales de esta historia, escrita como un simple pasatiempo sin fines de lucro.


Capítulo 28: Círculos

El sordo ruido de los flaps contrayéndose y apuntando en dirección contraria pareció silenciar hasta el mismo motor. Pachylene sintió encogerse un poco su estómago al experimentar el descenso de altitud pero se mantuvo firme, respirando hondo para tranquilizarse. El contacto de la mano de Eddie con la suya propia impidió que malos pensamientos cruzaran por su cabeza mientras lo que antes era cielo azul pasaba a ser camuflado por espesos mantos de nubes de baja altura, haciendo vibrar la cabina entera al ser atravesadas con movimientos circulares, bien calculados en busca de la tierra prometida. "Tal vez así se quejan cuando su espacio personal es invadido", pensó la pelirroja.

Sobraba decir que esto no era nuevo para ella. Ya había experimentado los cómodos viajes en clase business cuando fueron a pasar esas dos maravillosas semanas en Okinawa. Pero este trayecto era muchísimo más largo, incluyendo escalas y largas horas en las que lo único que podía hacer era dormir, leer, permanecer sentada o levantarse muy de vez en cuando a estirar las piernas. Aún así, no podía evitar admirar la comodidad de la sección de primera clase, con menús especiales, asientos reclinables a modo de camas e incluso luces regulables para los ciclos nocturnos.

Incluso en esto habían tenido suerte: solo cuatro de los doce sitios de esta parte del avión estaban ocupados, dejándoles bastante más espacio para esos pequeños momentos íntimos que tanto disfrutaban y necesitaban al punto de no poder tolerar el estar separados por demasiado tiempo: un beso, una caricia, tal vez un susurro inaudible para las azafatas o buenas sesiones de música gracias al iPhone en modo avión y un auricular compartido.

Salvo las palabras de rigor a la hora de la comida o del café, siempre dirigidas a las azafatas, pasaron la mayor parte del vuelo en silencio, disfrutando la compañía del otro al igual que el día en que sus vidas se mezclaron en el crisol del destino. Bastaba un gesto o una mirada para pedir algún bebestible, bajar el volumen de las canciones o levantar la barrera entre ambos asientos y así abrazarse. El aire acondicionado de la cabina los había obligado a echar mano a sus chaquetas delgadas poco después de dejar atrás el Aeropuerto Internacional de Narita en dirección al este.

Damas y caballeros, les habla el capitán —dijo una potente voz por los auriculares—. Estamos próximos a aterrizar, por lo que solicitamos vuelvan a sus asientos, cierren los compartimentos del equipaje de mano, ajusten sus respaldos en posición vertical y abrochen sus cinturones de seguridad.

—Llegó la hora, Pachy —dijo Maxon tras ajustar su asiento y luego hacer lo propio con el de ella—. ¿Te sientes nerviosa?

—No tanto, querido —intentó ponerse su propio cinturón y lo consiguió al tercer intento—. Ahora siéntate, no vaya a ser que te echen la bronca.

—Como usted guste, milady.

Volvió a su sitio, dejó todo en orden y luego le estampó un tierno beso en los labios. Acto seguido, deslizó su brazo derecho por detrás de la espalda de la arpía y la atrajo ligeramente hacia sí.

—¿Mejor ahora? —inquirió, su tono repleto de ternura.

—Mucho mejor —ella guiñó el ojo, encogiendo sus alas lo más posible para no obstruir el pasillo rumbo a la salida.

Atrás quedaron las nubes y, si se miraba por las ventanillas, podían verse ya, como una ciudad en miniatura, las frenéticas instalaciones del aeropuerto y las zonas residenciales extendidas a lo largo de las dos autopistas rodeándolo. Mucho más lejos, casi al límite del horizonte, ya se veían los asomos de una enorme metrópolis, repleta de torres, parques, tiendas, mezclas de arquitectura clásica y moderna. Del otro lado, para quienes iban por la derecha, los suburbios rodeaban y dejaban paso a la magnífica presencia del Lago Ontario, enorme espejo de agua que definía a la comunidad, constituyendo una separación perfecta entre la civilidad canadiense y los arrebatos americanos salpicados de balazos, conspiraciones, discriminación, mal entendido excepcionalismo…

El descenso comenzó a hacerse más pronunciado. Las azafatas ya no recorrían frenéticamente la cabina de punta a punta, quedándose a buen recaudo en su rincón especial ubicado en la parte trasera del avión. Más lejos, en la zona de la clase turista, un par de madres que se habían subido en la escala intermedia intentaban calmar a sus bebés, cuyos pulmones estaban en plena forma. El aparato entero vibraba conforme las capas de aire eran perforadas, mostrando el diferencial de presión ejercido por esos pisos de cien metros de altura, eternos e invisibles.

Eddie hizo un poco más de presión en su cintura y ella correspondió el gesto, acercándose tanto como pudo a él y refugiándose en su imponente figura. Respiró hondo y a su mente volvieron los recuerdos de los últimos seis meses.

Luego de la monumental victoria contra TALIO en los tribunales y el ascenso de su compañero al tercer puesto en la jerarquía, Shinya decidió poner sus facultades de presidente en pleno uso y reestructurar por completo la mesa directiva, eliminando a los carcamales burocráticos mediante un proceso de recompra de acciones y asignándolas equitativamente a los 49 empleados restantes de la compañía. De ese modo, la toma de decisiones sería un estímulo para mantener el nivel y seguir sorprendiendo al mercado. El proyecto Shantanna siguió su curso sin contratiempos y, aprovechando la buena racha, comenzó a estructurarse desde ya la tercera etapa luego del visto bueno desde Londres. A mediados de mayo, el primogénito formalizó su relación con Talirindë, quien seguía manteniendo el profesionalismo en la oficina pero adoptaba un tono mucho más travieso y devoto al estar ambos solos en casa o fuera de la oficina. Pachylene no pudo evitar sentirse feliz por su gran amiga, quien diera un tremendo paso para enterrar esos fantasmas que la habían atormentado por tantos años.

La transformación del otrora gris departamento en un espacio típicamente suyo había terminado. Ahora, entre las paredes blancas, dominaban los tonos modernos en muebles, alfombras y cortinas. Hasta los velos plásticos del baño tenían al menos un color de la nueva paleta: azul eléctrico, blanco brillante, verde lima tenue, naranja fuerte, rosa… Incluso si las paredes seguían siendo en su mayoría blancas, los toques de cada uno se percibían de inmediato. Muchísimas fotos adornaban los muros, pero una caricatura de ambos hecha por un artista itinerante en un festival de invierno tenía sitio especial. El bosquejo, hecho primero en lápiz y luego realzado en tinta, tenía la particularidad de capturar su singularidad y, al mismo tiempo, reforzar la idea de que juntos alcanzaban la plenitud.

El invierno fue crudísimo, pero ninguno de ellos se enfermó gracias al cuidado mutuo y ropas abrigadas. Incluso bajo la nieve, Pachylene solía acompañarlo hasta la oficina todos los días y luego se entregaba a sus propias aventuras por Tokio, siempre juntándose con él para almorzar en algún restaurante cercano al edificio. A pesar de su mayor carga de trabajo, Maxon se aplicaba a fondo, desocupándose cada día antes de las 16:30 horas y sin excusas para traer informes pendientes a casa. El tiempo fuera de los dominios de Nakashima era exclusivamente para ambos: visitas al teatro; largas sesiones de natación en el gimnasio de Polt o de patinaje en los dominios de Annika; paseos por los parques del distrito y la ocasional cena afuera previa reservación. No obstante, ambos seguían teniendo una preferencia especial por refugiarse puertas adentro, haciendo el amor por horas con ese estilo lento, metódico, comprensible solo por ellos. También había sitio para la lectura de los más diversos temas acompañada de buena música, donde se alternaban al timón y luego discutían lo aprendido.

¿Y los huevos? Fiel a su propio estilo, hicieron realidad el plan de la bitácora, registrando cada dato y apoyándose en la información ya existente para planear bien sus futuras incursiones románticas. Tener una hija era un salto enorme que no admitía mulligans, por lo que solo llegarían a ese punto del mapa tras estar totalmente convencidos de poder cuidar y criar adecuadamente a esa pequeña arpía que engrosaría su familia.

Ya no veían a Smith con tanta frecuencia, aunque durante una visita a la oficina la encontraron radiante… y ascendida a coordinadora de segundo grado, con un destacamento entero de novatos a los que les enseñaba cada recoveco de la profesión. Lo primero que hizo fue darle un enorme beso en la mejilla a Eddie y contarle que su plan maestro terminó haciéndose realidad. Ya se notaba un ambiente distinto en la agencia: mejor ánimo, menos ternos y también la posibilidad de más vacaciones; aún recordaba cómo sonrió con la mera mención de esa palabra de diez letras. Tio andaba de estupendo ánimo a pesar de todo el papeleo (por no mencionar que seguía dando unos abrazos monumentales a sus amigos y enormes golpes a los villanos) e incluso Manako ya no era tan tímida, permitiéndose sonreír más frecuentemente e incluso tomando la iniciativa en varias discusiones, defendiendo sus argumentos con pasión y entrega. Uno de los nuevos slogans de MON había sido precisamente obra suya: "llegaremos más lejos para estar más cerca de ti".

Otro sacudón súbito, con toques de asfalto, sacudió la máquina. Las ruedas ya encarrilaban al avión hacia su destino final, pero aún quedaba el ruido ensordecedor de los frenos. En operaciones de este estilo, una fracción de segundo de diferencia podía acabar con el aparato saliéndose de la pista o chocando con otro.

El aire tosió. El tiempo pareció detenerse. Los compañeros no se movieron, permaneciendo hasta el final con los ojos cerrados y respirando suavemente.

¡Ping!

—Llegamos, amor —dijo ella al borde del júbilo y volviendo a juntar sus labios con los de él—. ¡Por fin llegamos!

—Así es, Pachy —le acarició la barbilla—. Por fin estamos en casa.

Se quitaron los cinturones para luego ponerse de pie y comenzar a seguir el compás del resto de los pasajeros, quienes ya descargaban su equipaje de mano y comenzaban a ordenarse para salir hacia el terminal.

Damas y caballeros —otra vez el capitán—, hemos aterrizado en el Aeropuerto Internacional Lester B. Pearson, de Toronto, tras un tiempo de 16 horas y 53 minutos de vuelo, incluyendo escala en Vancouver. Son las 10:14 AM, hora local, y la temperatura es de 24 grados. Agradecemos su preferencia por Air Canada y esperamos tenerlos con nosotros en futuros vuelos. Que tengan un buen día.

—Aquí está tu bolso, querida —le puso su equipaje de mano en bandolera y ajustó la correa—. El pasaporte está en el bolsillo anterior para cuando debas presentarlo en el módulo de Inmigración.

—¿No iremos juntos? —ella sonaba sorprendida mientras lo miraba sacar su pequeña maleta plateada.

—Lamentablemente no —su tono no sonaba contento—. Tú tienes pasaporte japonés y el mío es canadiense, por lo que tendremos que hacer filas separadas. Deberás entregárselo al agente del Servicio cuando te lo pida y luego te sacarán una foto para propósitos de registro.

—¿Es un proceso muy largo? —ahora habían salido del avión y caminaban por el pasillo hacia el edificio.

—No toma más que tres o cuatro minutos; la inmensa mayoría de los visitantes no causa problemas. Si salgo antes, te estaré esperando detrás del módulo donde te atiendan —la tranquilizó con esas palabras—. De ahí iremos a buscar el equipaje.

Pachylene miró a su alrededor, contemplando el amplio espacio ocupado por las pistas de aterrizaje, los aviones e incluso los mismos vehículos de apoyo en busca de maletas, comida sobrante y combustible, operados todos por manos expertas que funcionaban bajo la exacta mecánica del reloj.

—Es cierto eso que dicen —esbozó mientras cruzaban la puerta automática y el aire acondicionado los recibía.

—¿Qué cosa?

—Los aeropuertos son pequeñas ciudades, incluso mundos en sí mismos.

—Tienes razón, querida. En lo personal, me encantan: no existe otro lugar en el mundo donde puedas encontrar a tanta gente de tantos sitios. Pareciera que, irónicamente, las nacionalidades dejan de existir en su interior.

—No me importaría ser una apátrida, aunque fuese de forma temporal —señaló la pelirroja—, mientras podamos estar juntos, vivir y amarnos como siempre lo hacemos.

Se abrazaron por la cintura mientras seguían caminando por los pisos en parte alfombrados, en parte cubiertos de cerámica. Tomaron el costado derecho al final del pasillo y ahí estaba el letrero tan temido por ambos, escrito en caracteres blancos sobre un fondo negro con vivos amarillos.

Pasaportes Canadienses

Pasaportes Extranjeros

—Esta es la zona donde trabajan los agentes de Inmigración —señaló Eddie.

—Mira —ella apuntó a un letrero blanco con rojo y leyó su contenido—. Según la ley de aduanas vigente, está terminantemente prohibido fumar, tomar fotos y grabar video aquí.

—Tengo el teléfono guardado en la chaqueta, así que no hay problema.

El canadiense no pudo evitar sonreír para sus adentros al ver el progreso de su amada pelirroja. Cuando le anunció en febrero que había pedido diez días de vacaciones pagadas para volver a casa, ella saltó de alegría y acudió de inmediato a enrolarse en un curso intensivo de inglés. Sobra decir que pasó con estupendas clasificaciones gracias a sus propias lecciones y las prácticas con Eddie, quien siempre dedicaba dos horas diarias a ayudarle a repasar la materia e instarla a conversar con él para mejorar su pronunciación. Ahí regía el mismo paradigma de la vida diaria: ningún tema estaba vedado y la franqueza era el palo dominante de su baraja. Incluso si ella hablaba de forma algo pausada para los estándares anglófonos, se sentía orgullosa de tener un segundo idioma en su arsenal de trucos y nada le impedía aprender un tercero. ¿Francés, quizás?

—¡Hey! —una voz rompió las divagaciones de ambos en el preciso momento en que se iban a separar para tomar sus carriles—. ¿De dónde vienen ustedes?

Era un hombre de unos 30 años, cabello rubio arena y vestido con el uniforme del Servicio de Inmigración. Se le veía agitado; al parecer había corrido hasta ellos.

—De Japón, agente —contestó Pachylene en inglés, siguiendo la máxima de nunca llevarle la contraria a las autoridades, especialmente en el extranjero.

—Ya me parecía —miró a la arpía con atención y la puso un poco nerviosa—. No se preocupe, señorita; ustedes no han hecho nada malo.

—¿De qué va esto, entonces? —inquirió Eddie.

—Depende. ¿Es usted ciudadano canadiense?

—Nacido y criado aquí mismo, en Mississauga —le mostró su propio pasaporte, encuadernado en azul y con un intrincado escudo de armas dorado en la portada.

—¡Ah, estupendo! Vengan conmigo —dijo el recién llegado—. No tienen que hacer estas filas.

Los compañeros se miraron antes de seguir al oficial aduanero a paso firme, quien abrió un módulo casi al final de la zona de chequeo y se ubicó detrás del mostrador. A su lado había un computador conectado a un lector de huellas digitales y otro de retina.

—Bienvenidos a Canadá —dijo el hombre, ya más compuesto—. Perdón por abordarlos así, pero aún nos estamos acostumbrando a recibir chicas monstruo aquí en Pearson.

—¿En serio? —preguntó Maxon.

—Las noticias vuelan, como ya sabrá —hizo un gesto a Eddie para que le pasara su pasaporte—. Hemos escuchado estupendas referencias del programa japonés y, por consiguiente, tratamos de adaptar nuestros servicios logísticos y turísticos al nuevo orden de cosas. Por supuesto, los rumores vuelan en las altas esferas, pero no estoy autorizado a decir más —volvió al semblante serio—. Ponga la huella del índice derecho en el lector, por favor.

Hizo lo que le pedían y recibió el cuadernillo de vuelta diez segundos después, con el correspondiente sello en la hoja inmaculada.

—Ahora le toca a usted, señorita.

Abrió la cremallera del bolso por sí misma y, con sumo cuidado, dejó su propio pasaporte (este era de cubierta rojo oscuro con Kanjis al estilo clásico en la parte superior) en manos del hombre, quien comenzó a revisarlo con curiosidad.

—Vaya que sacó un cuadernillo de largo tiraje, ¿eh? Diez años no es poco.

—Pensamos venir aquí con bastante frecuencia —replicó la pelirroja, quien continuaba hablando con su particular acento.

—Comprensible. Sí, todo parece estar en orden. ¿Es este su primer viaje al extranjero?

—Así es.

—Pues permítame felicitarla. Toronto es una ciudad estupenda en esta época del año —replicó el funcionario mientras pasaba el documento por su lector—. Hay festivales cerca del lago, ciclos de cine y música, parques enormes, museos… Panoramas para todo el mundo, por no mencionar el clima.

—No creo que alcancemos a hacer todo en diez días —intervino Eddie—. Venimos aquí por algo más personal, pero no lo descartamos.

—Usted perdone, señor. De todos modos —volvió a mirar a la rapaz—, el tiempo libre aquí se pasa muy bien. Ponga sus ojos frente al lector a mi izquierda, por favor.

Pachylene entendió al instante: como ella no tenía huellas dactilares, un escáner de retina sería su medio de identificación para las autoridades locales. Miró fijamente, sin siquiera osar mover los párpados y conteniendo la respiración.

—Ya está.

Se relajó y recogió su pasaporte, adecuadamente timbrado y aprobado. Contempló el intrincado sello por un momento antes de guardarlo en su bolso negro. La tinta formaba una elipse azul con la mitad de una hoja de arce a cada lado, aunque la mayor parte del contorno estaba esculpido por las versiones en inglés y francés de la frase Agencia de Servicios Fronterizos de Canadá. En el interior tal vez estuviera el mayor testimonio: la fecha.

20 JUL 2017

Miró a su compañero, quien le devolvió otro gesto cálido de esos que le encantaban. Su atención al detalle salía a relucir en estos momentos tan bellos: había planeado que aterrizaran en su tierra natal el mismo día que cumplían un año viviendo juntos.

—Les deseo una feliz estadía —el afable encargado se despidió con una inclinación de cabeza—. Si siguen por este pasillo hasta el final llegarán a la zona de recogida de equipaje.

—Muchas gracias, agente —dijeron ambos al unísono antes de continuar con la siguiente etapa de la transición. Al fondo, el ruido de preguntas, timbrazos y portadocumentos llenaba la estancia como un murmullo, una de las tantas manifestaciones de vida de los aeropuertos internacionales.

El murmullo pasó a un zumbido una vez que entraron al enorme salón de las cintas, tan largo que se perdía más allá del punto de fuga perceptible por sus ojos.

—¡Qué circulación! —exclamó Eddie, tomando aire para estabilizarse—. Entre Narita y este rincón del mundo no hay mucha diferencia.

—Iré a buscar un carrito —añadió Pachylene, apuntando a un montón de aparatos con ruedas alineados pulcramente junto a la pared cercana—. Tú encárgate de la cinta. ¿Cuál era el número de nuestro vuelo?

—El 350, creo. Igual voy a revisar el tablero principal, por si acaso.

Cada uno siguió su camino. A la rapaz no le costó demasiado hacerse con los servicios de un transporte, principalmente porque era gratis y funcionaba con el sistema de pulsar la manilla para moverlo; si la soltabas, se detenía solo. Tiró con fuerza para separarlo de sus hermanos y luego reconoció la figura de su amado entre la enorme multitud de la estancia. El sol entraba tenuemente por la sección derecha del techo, construida en diagonal con soportes de metal grueso pintado de blanco, amplias ventanas y el resto cubierto por una amplia curva de cemento con revestimiento metálico. Los surcos en esta última parte le recordaron la tierra arada de las granjas montañosas que abastecían a su comunidad, facilitando también el intercambio con la gente de Okutama.

Meditando cada paso que daba a fin de no chocar con nadie ni causar demasiada incomodidad en sus alas, se reunió con su compañero en la cinta número cuatro. Echó una rápida mirada al panel de vuelos asignados a la misma.


AC 350 — Tokyo — 10:14 — Landed

AA 811 — Honolulu — 10:30 — Landed

LA 502 — Santiago de Chile — 10:43 — On Time

AM 1757 — Mexico City — 10:55 — On Time


—¡Te tengo! —exclamó él, cogiendo una maleta color rojo oscuro con cierre tipo TSA que iba bien camuflada entre otras dos de color beige.

—¿La cargamos de inmediato o prefieres esperar? —preguntó la pelirroja, empapándose poco a poco del tumulto rodeándola y cogiéndole el gustillo.

—Mejor esperemos. Mi maleta es algo más grande y la idea es que aguante el peso del resto.

Un par de minutos después, entre los últimos bultos del vuelo 350, vieron asomar el equipaje plateado del canadiense; ese logo de los Varsity Blues pegado en el costado inferior derecho era inconfundible. Con todas las piezas listas, la pirámide tomó forma en un abrir y cerrar de ojos: plateado en la base, acostado de forma perpendicular al eje del carro; rojo oscuro en el medio y finalmente la maleta de cabina de Eddie en frente, haciendo de puntal e impidiendo que las vibraciones del piso o del propio carro echaran todo abajo. Para el toque final, Pachylene se sacó el bolso y lo aseguró, tras un par de vueltas de correa, en la clavija superior del entramado metálico.

—Bueno, ya está. ¿Deseas pasar a comer algo antes de que vayamos a buscar el auto?

—El desayuno del avión no estuvo mal, para ser franca —respondió ella, moviendo un poco sus brazos para volver a sentir la sangre fluir—, pero te acepto un jugo natural.

—Por alguna parte debe haber una cafetería. Déjame llevar el carro, querida.

Y así siguieron recorriendo el frenético mundillo del Aeropuerto Internacional Lester B. Pearson, añadiendo otro momento tan pequeño como especial a los muchos que seguían reforzando las mismas bases de su peculiar relación. Tal como durante su primer paseo en Ginza, algunos paseantes se detenían a mirar a la chica monstruo, quien simplemente sonreía a modo de respuesta. Eso sí, esas miradas tenían más de la calidez tan característica de los canadienses en general. "Tal vez no sea muy descabellado pensar que podríamos encontrar otras liminales, bien adaptadas a este clima, en la ciudad", se dijo, sus ojos chispeando como auténticas maravillas de solo pensarlo.

Después de un buen vaso de jugo de frambuesa aderezado con otra no menos deliciosa porción de pastel de limón, tomaron el ascensor y descendieron un nivel hasta la zona de los rent—a—car. Eddie se detuvo un momento para revisar la papeleta que le habían entregado en la agencia de viajes de Ginza, haciendo énfasis en su petición de un automóvil cómodo y con asientos amplios en la parte delantera.

—Ahí está el mostrador de la National, Pachy —apuntó a una sección luminosa cerca de donde la pared se curvaba, ampliando el espacio disponible para circular y descansar—. ¿Me acompañas o prefieres esperar?

—Por supuesto que iré contigo, amor. Solo déjame ajustar la maleta de arriba, que se deslizó un poquito, y te sigo.

Dicho y hecho. Ambos ya estaban frente a uno de los tres dependientes del concesionario, a quien ya le habían entregado el permiso respectivo.

—Ah, sí. Un vehículo amplio —el hombre, largamente pasado de los 40 años, ajustó sus gafas—. Nos avisaron desde la agencia en Tokio de las características de ustedes como viajeros y creo que tenemos justo lo necesario. Esperen un momento.

Mientras se ponía a teclear un par de órdenes en su terminal de trabajo, los compañeros se miraron, pensando en qué clase de automóvil tendrían a su disposición por los próximos siete días. Considerando todas las marcas, formas, tamaños, colores y olores existentes en el mercado, era como jugarse el pleno en una ruleta con 36 mil números.

—Dado que los costos ya están cubiertos en su paquete de viaje —el encargado entregó una ficha técnica recién impresa a Eddie—, esta es la mejor elección entre lo que tenemos disponible.

Apenas vio la hoja, el nativo de Mississauga se quedó de una pieza. Solo atinó a mostrársela a Pachylene, quien reaccionó igual.

—Vaya… —dijo ella, aún creyendo que estaba soñando—. Esto no era lo que esperábamos.

—Y lo decimos en sentido positivo —acotó su compañero.

—Cuando me llegó la petición desde el otro lado del mundo, hice varios cruces, quedando finalmente entre este modelo —apuntó al papel— y el Cadillac XTS, pero decidí darle prioridad a la comodidad y el espacio interior; por eso les asigné el primero.

—Pues muchísimas gracias —Eddie le estrechó la mano—. No podíamos haber empezado este viaje de la mejor forma.

—¿Por cuánto tiempo se quedarán?

—Diez días, como mucho. Venimos a atar algunos cabos.

—Es tiempo de sobra para sacarle todo el partido a esta maravilla. Ahora, señor Maxon, necesito que firme aquí y cancele la garantía.

—¿Garantía? —preguntó la liminal con curiosidad.

—Solo es un pago que se deja como condición del arriendo, Pachy —contestó su compañero—. Una vez que regresemos el vehículo, nos devolverán el dinero. A todo esto —miró al dependiente—, ¿está asegurado?

—Contra choque, incendio, robo y caídas al agua. Trae un suministro completo de combustible, las ruedas infladas a la presión correcta, los niveles de aceites y lubricantes adecuados e incluso fue lavado por dentro y por fuera el día anterior —respondió con orgullo el hombre de anteojos—. Ni en el concesionario directo se lo entregarían en mejores condiciones.

—Así me gusta. ¿Cuánto le debo?

—Son 1.300 dólares. ¿Efectivo o tarjeta?

—Tarjeta de crédito internacional.

—Muy bien —le pasó el terminal para que operara el plástico con chip—. En ese caso, le reembolsaremos los fondos al día hábil siguiente de la entrega. Si devuelve el automóvil con el estanque lleno, también recibirá una compensación por dicho gasto.

Se hicieron las últimas gestiones (incluyendo mostrar la licencia de conducir al día) y el canadiense obtuvo a cambio la tarjeta inteligente de la máquina que usarían para moverse por Toronto. La entrega se haría en el segundo subterráneo del aeropuerto, así que fueron para allá con su carrito y sus maletas.

—¿Sabes, Eddie? —dijo ella, arrimándose a él—. Aún no puedo creer nuestra buena suerte. ¡Y recién es nuestro primer día aquí!

—Ni yo, Pachy, aunque no puedo evitar sentirme un pelín nervioso.

—¿Por qué, cariño?

—Sabes que siempre evité conducir mientras estábamos en Japón, principalmente por estar a distancias caminables del trabajo y demases. Aunque el tráfico de este lado sea algo más tolerable, hace mucho que no me pongo detrás de un volante. Lo que menos quiero —dijo con seriedad— es arruinarlo todo por culpa de un accidente de tránsito.

—Lo harás bien. Tranquilo —su voz ahora buscaba reconfortarlo—. Ya has pasado por esto antes. ¿Recuerdas la primera vez que me bañaste y vestiste? ¿O cuando me ayudaste a poner ese huevo? ¿O cuando hicimos el amor bajo la deliciosa atmósfera de Okinawa? Todas esas experiencias se basaron en confianza, algo que nunca dejaré de tener cuando se trata de ti.

Por suerte el ascensor, aparte de ambos, estaba vacío en esos momentos. Emergieron al estacionamiento, donde ya se movía una buena cantidad de autos buscando entrar o salir. Entregaron el papel timbrado en la garita de la National y otro dependiente los llevó hasta su "nueva adquisición".

Si en la foto ya era espectacular, tenerlo así de cerca evocaba sentimientos de grandeza, de omnipotencia absoluta. Ante ellos, en tonos plateados recordándoles el hielo de la pista regentada por Annika, se encontraba un Mercedes—Benz Clase S Coupé (AMG S63 para los entendidos del mercado norteamericano) nuevecito de paquete y con la matrícula de Ontario recién instalada, a juzgar por el brillo de los tornillos negros. No era simplemente un auto de tres puertas de lujo. Era el auto de tres puertas de lujo, un extraordinario compendio de todas las virtudes exhibidas por la insigne marca alemana a lo largo de su historia.

Dieron las gracias al muchacho y comenzaron a meter su equipaje en el amplio maletero. Durante el trayecto en avión, la arpía se calzó unas zapatillas deportivas especialmente diseñadas para ella, con un molde similar al de sus patines (también empacados) y que impedirían daños de cuidado a las alfombras o tapicerías. No se las había quitado; las encontraba demasiado cómodas y sabía que el tiempo en Toronto, incluso en verano, traía ráfagas heladas de vez en cuando.

—¿Te ayudo con el cinturón? —gritó él desde atrás luego de cerrar el maletero.

—Déjame ponerme cómoda y te aviso.

Pachylene se sentó en el asiento del copiloto y refugió su forma en el amplio respaldo, acordándose inmediatamente de la poltrona donde Smith tomaba sus importantes decisiones con la compañía de una buena taza de café cargado. Encogió las alas, pero topó con la consola del medio, cerca de la caja de cambios automática.

—No, creo que esto no funciona —murmuró—. Aún así, no quiero estar tan lejos de él mientras conduce.

Recostó sus dos brazos hacia el mismo lado, quedando un poco en diagonal y tratando de no obstruir demasiado el cinturón que luego debería ponerse. Experimentó un poco más hasta hallar la postura correcta: una posición similar a la del rezo, con sus piernas bien flectadas y la espalda en el ángulo apropiado.

—Si quieres, puedo reclinar el asiento hacia atrás para darte más espacio.

La voz de Eddie, quien lo miraba por debajo del marco de la puerta del conductor con una expresión tan plácida como la que compartían en sus momentos de intimidad, la sacó de su ensimismamiento.

—Parece que estas alas mías no son muy compatibles con los automóviles modernos —dijo ella con algo de tristeza—. Y hay otro problema: atrás no quepo ni aunque me convierta en ficha de Tetris.

—No te sientas mal, querida.

—Deseo mirar el paisaje —siguió en la misma línea—. Además, me siento despierta como nunca luego de la siestecita que nos pegamos al cruzar el Océano Pacífico.

—Tengo una idea mejor. Extiende un poco las piernas hacia delante y haz lo mismo con tus alas hacia los lados. Vamos, con confianza.

Hizo lo que Maxon le pedía sin chistar. El chico cambió de lado y pasó el cinturón por debajo de su brazo derecho. Con otra seña, pidió que extendiera dicha ala y luego movió la correa hasta la clavija, asegurándola en su sitio.

—Junta un poco los brazos y ábrelos hacia atrás. Desplaza con cuidado y cierra los ojos.

La puerta cercana a ella se cerró y miró asombrada al ver que las puntas de sus extremidades superiores calzaron limpiamente dentro de los límites del habitáculo, permitiéndole moverlas hacia adelante y hacia atrás pero sin topar los apoyacabezas de la sección trasera.

—¿Satisfecha? —ahora Eddie estaba sentado en su sitio y ajustándose el cinturón.

—Mentiría si dijera que no —ella le sonrió y dejó que se acercara para besarlo—. ¿Cómo hiciste este prodigio?

—Conozco cada centímetro de tu divino cuerpo, amor mío —le causó un sonrojo justificado; mal que mal, ella podía decir lo mismo del suyo—. Una vez que miras las cosas con calma, no es complicado armar el puzzle. Lo importante es que estés cómoda, porque ahora nos toca salir a quemar autopista.

—¡Eso quería oír! —exclamó la pelirroja, pasando su ánimo al otro extremo de la balanza—. ¿Dónde iremos?

—A ver a alguien muy especial —le dedicó otra mirada que su compañera entendió al instante—. Si mis cálculos no fallan y el tráfico acompaña, alcanzaremos a aparcar allí justo antes del receso de las 11:30.

Insertó la tarjeta en el lector, colocó las gafas con micas ajustables en los rostros de ambos y arrancó el motor. Su cilindrada de 4.6 litros, traducida en 429 caballos de potencia, lo hacía rugir como una pantera orgullosa y altiva, deseosa de salir a buscar su presa entre los rascacielos de la selva de cemento. Puso la reversa y, asistido por la cámara retrovisora, sacó el Mercedes de su casillero sin problemas. Salir del estacionamiento no les tomó ni un minuto, tomando la carretera 409 hacia el noroeste y desviándose a la derecha en la primera salida.

—Este camino es un poco más largo —mencionó Eddie cuando emergieron a la autopista 427 en dirección sur—, pero incluye toda la ruta escénica.

—Confío en tus manos, amor mío —retrucó ella, devorando todo lo que podía con la vista para crear nuevas y hermosas memorias—. ¿Qué tal un poco de música para amenizar el viaje?

—¿Alguna opción especial?

—Sorpréndeme.

Bajó un poco la velocidad en la pista derecha y sincronizó la audioteca de su teléfono con la radio del coche, poniéndola en modo aleatorio. Comenzó a sonar Echoes of Utopia, otra obra maestra de Incognito que llenó hasta el último rincón del cómodo interior con esa hermosa combinación de flautas, saxofones y baterías.

—28/F—

Smith sonrió de oreja a oreja cuando timbró el último formulario que le había quedado pendiente del día anterior. La puesta de ese solemne sello con su nombre en el papel oficializaba una de las metas más importantes del plan trazado hace casi un año: colocar al menos una liminal en cada una de las 1.742 municipalidades y 175 divisiones submunicipales de Japón. Esta, en concreto, era una centauro de gran tamaño (como las que usaban armaduras pesadas sin dificultad) y personalidad complicada pero con mucho potencial, por lo que los documentos respectivos debieron ser enviados a la oficina de Ginza para su aprobación antes de ser devueltos al helado norte. Ahora la beneficiada pasaría los avatares de la vida con una familia de Sunagawa, en pleno corazón de Hokkaido.

—Cuánta razón tuvo Manako al sugerir ese slogan…

Caminó hacia la cafetera, limpió el canastillo y lo cargó con ese delicioso y aromático polvo recién salido del paquete. Ya se había acostumbrado al toque especial de la marca Brastleton, adquirible desde un pequeño emporio en el lado suroeste del cruce de seis vías similar a una tela de araña. Mientras vertía agua helada en el estanque de la máquina, no pudo evitar pensar en la feliz y peculiar pareja de Pachylene y Eddie, a quienes hace mucho no veía debido a sus nuevas funciones. Ambos, después de todo, terminaron siendo su mayor éxito, una apuesta a pleno en la ruleta que pagó todos los dividendos e incluso más.

"A saber dónde andarán ahora", pensó, invadida por la nostalgia. "La última vez que los vi fue hace unos dos o tres meses".

Movió sus pensamientos hacia Kimihito, quien ya había formalizado todo con sus padres luego de larguísimas sesiones de explicación y un viaje a China para pasar las fiestas de fin de año. Al principio lo habían tomado por loco, pero verlo tan contento en compañía de Lala y Suu pudo más y ambas fueron recibidas oficialmente como miembros de la familia. El trío volvió a Japón el día 6 de enero tras haberse quitado un enorme peso de la conciencia y ganado otro premio: conseguir que el señor y la señora Kurusu se comprometieran a venir a Asaka ocasionalmente para visitarlos. Después de todo, el trabajo no lo era todo en la vida.

—¡Buenos días!

La inconfundible vocecita de Manako se hizo presente y llevó a la pequeña hasta su escritorio.

—¡Hola, querida! —Smith corrió a darle un besito en la mejilla— ¿Qué cuentas?

—Estoy de estupendo ánimo. ¿Has visto las reacciones a la cuenta pública que hicimos el pasado viernes? —señaló un lote de periódicos y revistas que dejó con dificultad sobre su escritorio—. El veredicto es prácticamente unánime y lo que más se repite va en la línea de "otros organismos del Estado deberían seguir el ejemplo de MON". También fuimos trending topic en Twitter a nivel mundial.

—Como debe ser —Kuroko cogió un ejemplar al azar y ojeó las páginas interiores, su rostro mostrando satisfacción—. ¿Podemos quedarnos con alguna de estas publicaciones para enmarcarla y ponerla aquí en la oficina?

—Tendrás que preguntárselo al director Narahara —respondió la pequeña—. En teoría, todo esto debería llegarle a él, pero como Aya no estaba en su oficina, las traje aquí.

—Bueno, ya sabes que hemos flexibilizado un poco lo de los horarios de trabajo.

La francotiradora pensó en una de las medidas del nuevo plan que más había costado aprobar: reducir las jornadas laborales de 12 a 9 horas y compensar adecuadamente los turnos extraordinarios, que solo podían otorgarse en casos absolutamente justificados ante el superior directo y se remuneraban con una bonificación del 50%. Buena parte de la mesa protestó por una razón netamente cultural, pero Narahara, gracias a una combinación de negociación y mano firme, consiguió los votos necesarios para reformar los estatutos. Al mismo tiempo, la provisión de horario de entrada fijo también fue eliminada, moviéndose al periodo entre las 8 y las 11 AM; eso sí, seguía siendo responsabilidad de cada miembro de la agencia el cumplir con las cargas requeridas. En esa misma zona, las jubilaciones anticipadas del personal cercano a los 65 años liberaron 538 plazas a nivel nacional, permitiendo que el presupuesto respirara algo más y se pudiesen hacer los ajustes necesarios en las oficinas locales de MON.

Otros cambios notables habían venido en la parte uniformada: ahora existían tenidas estivales e invernales con los logos de la agencia, dejando atrás los ternos y la desabrida combinación de camisa blanca y corbata negra. El nuevo estilo era business—casual, con énfasis en prendas que permitieran comodidad tanto en la oficina como en las visitas a familias anfitrionas. Los pertrechos militares no sufrieron cambio alguno.

—Por suerte —replicó la pequeña—. Estos turnos de medio reloj me tenían hasta el ojo de problemas. Siendo sincera, prefiero sacarle todo el partido a un horario más corto y mantenerme alerta. Carpe Diem, ya sabes.

—Ciertamente hemos aprovechado bien estos últimos meses —Smith devolvió el ejemplar que había cogido al montón, cuidando no desordenarlo—. Aún recuerdo el terror que sentía cuando el jefe me llamó a su despacho y míranos ahora: casi todos los preceptos de nuestro plan maestro ahora son una realidad.

—Debes sentirte orgullosa, Smith. Al menos yo lo estoy de ti.

—Gracias, Manako. Seré sincera contigo: aunque yo tuviera el esquema en mi mente, me faltaba el valor para llevarlo al papel y después a la práctica. En buena parte, la misma valentía que has desarrollado tan bien desde tu accidente fue el mejor estímulo posible. Me decía…

—¡Hey, chicas!

Tionishia entró con su habitual sonrisa y una bolsa verde oscuro envolviendo un paquete cuadrado. Lo dejó al lado de la cafetera y acudió a saludar a sus amigas como correspondía: con un gran abrazo y un besito en la frente.

—¿Trajiste pasteles? —preguntó Kuroko.

—Una combinación de brownies de chocolate con menta y los profiteroles con crema de limón que tanto te gustan —miró a Manako, quien esbozó una tenue sonrisa—. Así no pelearemos por quién se come qué.

—Cuánta generosidad —volvió a decir la pelinegra—. ¿Hay algún motivo especial?

—De hecho, sí. Esto es en parte por el éxito de la cuenta pública —sonrió al recordar la idea que propuso en conjunto con su compañera de un solo ojo— y por algo tanto o más importante. ¿Recuerdan a Tali?

—Cómo olvidarla. Pocas veces he conocido una lamia tan bien portada.

—No van a creer esto: un pajarito me contó…

—¿No fue Pachylene, verdad? —la pelipúrpura cortó el ímpetu de su imponente amiga.

—No, Manakin. Pachy no es una chismosa de medio pelo y lo sabes. Volviendo al tema, el otro día me topé con Yuka Tomashino, quien ahora es la segunda a bordo en Nakashima; el viejo Hidetaka se jubiló poco después del veredicto contra TALIO y dejó la compañía en manos de su hijo.

—¿En serio?

—No puedo culparlo —acotó Smith—. Después de todo lo que pasó, es normal que quisiera darse un tiempo para descansar.

—¿Y qué pasa con Talirindë? Tio, te estás desviando un pelito.

—Ahora iba a eso, amiga: pasé a tomar un café con Yuka como quien no quería la cosa y, entre bocado y bocado de pastel de chocolate, deslizó que ahora Tali y Shinya son pareja formal. Es una cosa de novela: el jefe y su secretaria particular perdidamente enamorados el uno del otro.

Kuroko recordó la situación de la chica ectotérmica. No tuvo suerte con las primeras ofertas de la guía de empleos hasta que le sugirió al menor de los Nakashima ayudarle en la oficina y aplicar todo lo aprendido en Okutama, algo que el primogénito recibió bien debido a las enormes cuotas de trabajo que tenía. Como buena profesional, ella sabía mantener ambos mundos separados, dejando los problemas del trabajo dentro de la oficina y los de casa dentro del departamento modernista.

Pero había otra dimensión en todo esto. La lamia había contribuido, con su atención y devoción a toda prueba, a estabilizarlo emocionalmente luego del súbito suicidio de su madre, quien se fuera a la tumba con todos sus secretos, escoltada hasta el final por esa inescrutable máscara de hielo. Por respeto había asistido al funeral y ahí los vio: tomados del brazo, aguantando el frío estoicamente, vestidos de riguroso negro y sin derramar una lágrima mientras el ataúd bajaba a su última parada.

—Bueno, supongo que podemos añadir otro éxito a nuestros anaqueles —esbozó la pelinegra al tiempo que iba a buscar el café—. ¿Se sirven, chicas?

—Claro —replicó la rubia—. Ya sabes cómo prepararlo.

—Yo quiero un cortadito, si es posible —la Manako tímida volvió a asomar por un momento; su paladar era muy sensible y aún le costaba acostumbrarse a las recetas cargadas de la chica de gafas.

Disfrutaron de su desayuno en silencio, saboreando cada textura, cada contradicción entre el líquido y el sólido, dejando que la dulzura de las masas frescas atenuara el amargor. Entre trago y trago, la francotiradora abrió su cliente de correo y casi saltó de la silla de la pura impresión.

—¡Anda! —exclamó con un tono feliz.

—¿Qué ocurre, Manakin? —Tio fue la primera en apersonarse a su lado.

—Zombina me ha escrito —respondió la aludida—. Dice que vendrá a Tokio la próxima semana y le gustaría visitarnos, además de, como dice aquí, "presentarnos a alguien muy especial".

—Dile que se pase por aquí cuando desee —añadió Smith—. Nada mejor que ver cómo ha cambiado en el año y un poco más que lleva fuera que verla en persona.

La rubia adoptó una pose contemplativa, hurgando en los bien organizados archivos de su memoria. A principios de septiembre, le sorprendió no haber visto a la pelirroja heterocromática de vuelta en la agencia luego de que su suspensión sin goce de sueldo expirara. Inicialmente Smith no quiso hablar del tema y luego optó por contestarle con evasivas. Pero Tio, al tener la verdad como puntal fundamental de su vida, decidió tomar el toro por las astas y encararla. No lo hizo en un tono agresivo, pero sí lo suficientemente estricto como para obtener las respuestas deseadas. Sobra decir que quedó sorprendida al saber que Zombina había cambiado el ajetreo de la ciudad por la tranquilidad de un rincón perdido del interior, donde intentaba rehacer su segunda vida paso a paso. Manako las sorprendió en plena charla y la complementó con el asunto de los correos que recibía periódicamente de ella.

"Si no te lo dijimos desde un principio fue porque sabíamos que aún estabas enfadada con ella luego de lo que me hizo", explicó la pequeña en dicha ocasión. "Pero yo la perdoné ese día que fue a mi casa, el mismo día del concierto que tanto esperabas, Tio".

"Entiendo que te sientas algo decepcionada por enterarte así de las cosas", añadió Kuroko. "Pero no teníamos opción. Más allá de su muchos defectos, Zombina es una buena chica y no me habría gustado verla desempleada y deportada. Durante todo este tiempo no fue solo una colega, sino también una amiga".

Visto desde ese prisma, la ogro ya no tenía más razones para estar enfadada con ella. Un enorme peso desapareció de su corazón, la furia siendo desalojada cual amante rechazado y receloso. Zombina había pagado el precio de su osadía y el resto era paja molida. Admitió en voz baja que la extrañaría un montón pese a sus muchas excentricidades.

—Y ahora la veremos de nuevo…

—¿Qué pasa, Tio? —la cíclope sonaba preocupada debido al tono de su enorme contraparte.

—Nada, Manakin —suspiró luego de dar un mordisco a sus brownies—. Solo estaba pensando en voz alta. Aún así, yo también siento curiosidad por ver qué tanto ha cambiado.

—Estará aquí en cinco días, como mucho —acotó Kuroko—. Y considerando todo el trabajo que tenemos…

Alguien golpeó la puerta con autoridad.

—Adelante —mencionó la pelinegra.

Ante ellas estaba Genzō Narahara, el director general de MON. Venía con una carpeta bajo el brazo y una expresión optimista en sus siempre inquisitivos ojos.

—Buenos días, chicas —las tres inclinaron la cabeza como respuesta—. Es una suerte encontrarlas aquí, porque se nos viene algo grande —dejó la carpeta en el escritorio de Tio—. De casualidad, ¿saben si Eddie Maxon está ubicable?

—Hace casi tres meses que no hablo con él, señor —contestó Smith—, pero sigue siendo uno de los cinco anfitriones que tengo a cargo.

—No puedo culparte: hemos tenido tanto trabajo desde noviembre pasado que, para ser honesto, ni yo mismo sé cómo nos mantenemos en pie.

—Perdone mi curiosidad, jefe —dijo Manako—, pero ¿para qué necesita a Eddie?

—Tiene que ver con esto —volvió a tocar la carpeta llena de unas diez a quince páginas recién impresas—. Las autoridades canadienses, a través del consulado en Tokio, se enteraron de su estatus como anfitrión dentro de nuestro programa de integración y decidieron pedirnos algunos informes al respecto. Después de todo, tienen derecho a saber los asuntos concernientes a sus compatriotas. Quedaron tan satisfechos con lo obtenido que contactaron al gobierno central en Ottawa y elevaron la idea de que Canadá creara su propia versión del programa; de lograrse, sería el segundo a nivel mundial —Narahara pausó para tomar aire—. Como pueden ver, chicas, su éxito ha adquirido dimensiones transpacíficas. En dos días llegará una comisión del Departamento de Inmigración, Refugiados y Ciudadanía de dicho país para visitar las instalaciones de MON, revisar la Ley de Extraespecies y, en resumen, sacar todas las ideas posibles a fin de poner su plan en marcha.

Logro desbloqueado

40G — MON Mk. II

—Ahora comprendo —dijo Tionishia—. La idea era tenerlo aquí para la visita guiada y que contara con sus propias palabras todo lo que ha vivido. Habría sido un testimonio potente, una idea con fuerza avasalladora.

—Exactamente, Tio —replicó su superior, esbozando una sonrisa—. También habríamos incluido a Pachylene en el plan; ella ha hecho tanto como él para llegar donde están. Ignoro qué clase de extraespecies podrían vivir en Canadá o ser nativas de dicho territorio, pero este mundo tan loco siempre está lleno de sorpresas.

—Intentaré llamarlo —dijo Smith cogiendo el teléfono—. Lo mínimo es que se entere de esto.

Muy en su interior, Kuroko admitió que buscaba una excusa para escuchar su voz una vez más. Extrañaba sobremanera sentir su presencia, mirarlo a los ojos o escuchar sus peculiares argumentos para enfrentar situaciones complicadas. Luchó para no sonrojarse ni derramar lágrimas, pero sentía un inmenso dolor en el pecho, en las mismísimas raíces de su alma, al ver cuánto se habían distanciado. "Te confiaría mi vida sin pensarlo dos veces", se dijo con pesar. "Por favor, Eddie, contéstame. No me falles, primor".

Del otro lado del auricular sonó la automática y bien modulada grabación que no deseaba oír.

El número que usted marcó se encuentra apagado o fuera del área de cobertura. Intente más tarde.

—No hubo suerte con el móvil —miró al grupo y luego suspiró—. Pero aún me queda el teléfono de la oficina.

Volvió a deslizar sus dedos por el teclado numérico y espero. Tres tonos después, contestaron.

—¿Hola…? Habla Kuroko Smith. Sí, la Smith de MON… Quisiera hablar con Eddie Maxon, si no es mucha molestia. ¿Qué…?

Esta última palabra atrajo la atención de todos. Incluso Narahara se veía intranquilo.

—Ah, no está en la oficina. ¿Está enfermo…? Ya veo, se fue de vacaciones… ¿Sabe por dónde anda? No tiene idea del destino, pero sí la fecha: diez días hábiles a contar de ayer. Perfecto, gracias a usted.

Colgó y se dejó caer en la poltrona, quitándose las gafas de sol para pensar mejor.

—Lo siento, señor —dijo tras recuperar su temple—, pero Eddie salió de vacaciones a no sé dónde y no volverá hasta principios de agosto.

—Tendremos que arreglárnoslas sin él —contestó Narahara, impasible—. Aún así, chicas, estarán conmigo en la reunión del jueves. Y tú, Smith, serás nuestra arma secreta: como su coordinadora, conoces su experiencia al dedillo.

—Está bien, jefe.

—Ahora debo convocar a la mesa directiva para ponerlos al corriente. Si surge cualquier cosa de aquí a un par de días, ustedes serán las primeras en saberlo.

El director cogió el montón de publicaciones periodísticas y, tras inclinar levemente la cabeza, salió de la oficina como una exhalación, dejando a las tres chicas alrededor de la carpeta.

—Vaya semanita se nos viene, ¿eh? —Tio siempre ponía la nota optimista—. Considerando lo que sabemos de Eddie, sin duda será interesante conocer a otros canadienses. ¡Y después tendremos a Zombina de visita! Me gustaría acelerar el tiempo para que ya sea jueves. ¿Más café, amigas?

—Te acepto uno igual de suave que este —Manako señaló su tazón y cogió otro profiterol.

—Yo paso, gracias —apuntó la pelinegra—, aunque sí me voy a comer otro brownie antes de salir. Debo ir a visitar a Cariño para ver cómo le va y quiero aprovechar que el tráfico aún no se vuelve insufrible por estos lados.

—Tal vez deben estar planeando un matrimonio doble a lo grande —esbozó la ogro—, especialmente con el visto bueno de sus padres. ¡Ah, qué romántico…!

Manako cerró su ojo y sacudió la cabeza con desconcierto. Otra vez su querida e imaginativa amiga había estado leyendo demasiados mangas surrealistas y novelas rosas. Los avances en esa materia, según la misma ley vigente y los sondeos de opinión pública, daban mayoritaria preferencia a la monogamia, aunque muchas cosas podían pasar de ahí a diez o quince años... e incluso en menos tiempo si un cambio paradigmático fuese facilitado por jugadas inesperadas.

"Quizás su obsesión por las bodas sea síntoma de algo más", razonó la pequeña, mirando de soslayo a la rubia con un notorio dejo de curiosidad y pensando en cómo darle una (pequeña) mano. "No estaría mal hablar con Sakurada. Total, su esposa es psiquiatra y podría ayudarnos a arrojar algo de luz en esto".

Abajo, mientras se subía a su coche y arrancaba el motor, Smith no pudo evitar esbozar una sonrisa. Entre la visita de los delegados y el encuentro con Zombina, esos diez días hábiles pasarían rápido y podría, por fin, reagendar un encuentro con los compañeros; también extrañaba sobremanera la chispeante actitud de Pachylene. A esa espina le quedaban días contados clavando su corazón. Por otro lado, aún quedaba flotando la pregunta de quién podría ser "ese alguien muy especial" mencionado por la desgreñada pelirroja.

De vuelta en Canadá…

—¡Mira, Eddie! —la voz de la pelirroja nuevamente tenía ese timbre repleto de curiosidad—. ¡Esas casitas parecen de juguete!

Sus ojos zafiro, yendo de un lado a otro, parecían perderse en el mar de la suburbia, esos tranquilos barrios dormitorio que se llenaban de vida los fines de semana al tono de baños en la piscina, barbacoas, siestas y reuniones familiares. Ante ella se extendían filas tras filas de viviendas de uno o dos pisos, con jardines bien cuidados, cercas blancas y garajes adosados; algunas incluso tenían piscinas y setos ornamentales. Estos sectores eran una mezcla de los mundos residencial y comercial, claramente delimitados por las avenidas y la misma autopista en la que ahora iban a 80 kilómetros por hora (velocidad crucero) en dirección sur.

—¡Son tan lindas! —continuó ella cual niña en juguetería y con dinero para gastar—. ¿Suena muy loco si dijera que me encantaría vivir aquí?

—Para nada, querida —contestó él, su vista fija en el camino y atenta al tráfico mañanero; ahora hablaban en japonés—. Eso sí, deberías ver las que tienen vista al Lago Ontario; son para morirse.

—Deduzco que se parecen a las que hay en Port Credit. Así se llama tu barrio, ¿no?

—Así es. Igual yo vivía un par de calles tierra adentro, pero la atmósfera es incomparable.

—Me encantaría verla —suspiró ella, mirándolo con ojos repletos de añoranza—. Quisiera conocer tu antigua habitación, dormir en ella, empaparme de los desayunos cocinados al fuego de la estufa. Ya sabes, lo que haces siempre que vuelves a casa.

—Si la visita que haremos ahora tiene éxito, puedes llevártela a la bolsa.

Eddie acarició el ala izquierda de su compañera, deleitándose con la suavidad de las plumas carmesí. Ya se le había pasado el miedo a conducir; el coche era una seda de primerísima calidad, obedeciendo cada leve movimiento del volante o pulsada del botón de la consola central sin chistar. Sonrió al ver a su compañera disfrutando del viaje tanto como él, cómoda y feliz. Tal vez, con algo de esfuerzo y si la fortuna le sonreía, podría ahorrar lo suficiente para adquirir un S63 propio y sacarle todo el partido posible, ya fuese aquí o al otro lado del Océano Pacífico.

El aeropuerto ya había quedado bastante atrás, así como los vecindarios de Eringate y West Deane. En ese mismo momento tomó una pronunciada curva y contracurva bajo la cual corría la calle Bloor; varios kilómetros al este se encontraba ese mercado que solía frecuentar los domingos. Tras volver a encarrilar el Mercedes en la recta, estaban ahora en la sección que separaba Etobicoke de Eatonville. Aún quedaban varios kilómetros antes de entrar al tramo previo a donde debían desviarse: Bloordale al este, Islington al oeste.

—¿Dónde vamos, exactamente? —inquirió ella, quitando su vista por un momento de la enorme extensión blanquiverde a ambos lados de la autopista.

—A la Universidad de Toronto, concretamente a la Facultad de Derecho —Maxon adelantó a un camión que bajó la velocidad para tomar una salida cercana—. Está a unos 20 kilómetros de aquí, cerca de Queen's Park. ¿Recuerdas la curva que pasamos hace un rato?

—Cómo olvidarla…. Pocas veces he sentido una tan pronunciada. Los caminos de Okutama son un juego de niños en comparación.

—Si nos hubiéramos salido ahí, podríamos haber ahorrado 15 minutos de camino, pero al costo de perder muchas otras cosas lindas que hay en la ruta más larga. Pachy —ahora él adoptó ese tono nostálgico—, quiero que conozcas a mi madre.

—¿A tu madre? —ella se sonrojó un momento, su cerebro trabajando a sobremarcha.

—Claro. Tú me presentaste a la señora Ednemia el año pasado, así que me gustaría devolver el gesto. Además, hace mucho que no la veo.

—No le avisaste, ¿verdad?

—En absoluto —él le guiñó el ojo—. Quiero darle una sorpresa. Conozco su rutina como la palma de mi mano: durante julio, mes en que el alumnado al completo está de vacaciones o haciendo las prácticas jurídicas, ella pasa sus días en la sala de profesores, preparando las lecciones que dará el siguiente semestre y corrigiendo exámenes. Mi madre tiene sus costumbres y sé por experiencia propia que siempre para a las 11:30 para tomar algo en la cafetería de la facultad. Ergo, tenemos dos lugares para encontrarla.

—Lo planeaste todo —retrucó ella con un tono medio serio, medio travieso—. No es exactamente ortodoxo a la hora de verlo bajo el prisma de las vacaciones pero sé que, si lo hicieras de otro modo, no serías el hombre al que amo con locura.

Se acercó a su novio lo más que pudo y le dio un tierno beso en la mejilla.

—Me halagas, amor —él sintió cómo lo invadía el rubor, pero mantuvo la vista en la carretera.

—Nobleza obliga, Eddie. Nobleza obliga.

La música del iPhone cambió a Mal Social, larguísimo tema instrumental perteneciente a Charlie Sepúlveda y su álbum Algo Nuestro. Maxon cambió de carril y se arrimó a la izquierda; a lo lejos ya comenzaban a verse los límites de otra autopista y el paisaje ya no era tan uniforme, mezclando las pequeñas casas suburbanas con edificios más altos y separaciones de concreto.

—Hemos dejado atrás Islington —acotó él— y ahora viene el cambio de carretera.

Pachylene miró hacia el frente, donde los autos ya comenzaban a bajar la velocidad (la máxima en este punto era de 70 km/h) para enfrentar el punto donde la 427 terminaba, dividiéndose en dos accesos de dos pistas. Encima de todo el tumulto se apreciaban los siempre necesarios letreros de guía.

Gardiner Expy. / Toronto

70 QEW Hamilton

Teóricamente, esta autopista no veía su final hasta la entrada de la avenida Evans, pero para llegar ahí había que salirse un kilómetro antes del inmenso trébol.

El coche plateado entró en una amplia curva hacia la izquierda, manteniendo el ritmo para emerger con maestría en la nueva ruta. Iban ahora hacia el este. Esta zona de la ciudad tenía una apariencia más cruda: bodegas, pequeños centros comerciales y los ya mencionados edificios peleaban palmo a palmo con las casitas de juguete.

—Aquí hay bastante más congestión —señaló Pachylene—. Veo unas luces rojas al frente.

—Eso significa que ha habido un accidente —respondió su compañero—. Si no nos salimos ahora, estaremos metidos en un atasco de los buenos.

Tréboles más pequeños evidenciaban la presencia de avenidas, auténticas venas grises formando el inmenso sistema conductor de la gran urbe. Dejaron atrás un par de ellos y luego un paso bajo nivel cuando Eddie señalizó y se desvió a la derecha, colándose entre amplios complejos de oficinas con ventanas tipo espejo.

Lake Shore Blvd.

—Ya está —suspiró con alivio—. Nos salvamos. Dentro de poco llegaremos a una sección que te encantará.

Cruzaron el río Humber y emergieron a la sección principal de esta nueva calle, dejando atrás un pequeño parque. La extensión se ensanchó de dos a cuatro pistas y volvieron a tomar la derecha para no obstruir a los vehículos que doblarían en la siguiente esquina. Avanzaron por un distrito más hermoso, rodeado de parques con ciclovías y amplios senderos para caminar en un día tan hermoso como el que los había recibido tras su largo vuelo.

—Si hay algo que Tokio podría aprender de Toronto es esto —miró las amplias áreas verdes—. Aquí hay parques por donde miras y allá brillan por su ausencia.

—Por eso es que consideras Ginza un distrito opresivo, ¿verdad?

—Efectivamente, Eddie. ¿Qué tal si mañana pasamos el día en uno de estos?

—Lo que te haga feliz, Pachy.

Siguieron a su propio ritmo, disfrutando de la mutua compañía, empapándose con la idílica atmósfera rodeándolos y dando las gracias en silencio por sentirse tan plenos. Dejaron atrás otra curva cuando Maxon apuntó a su derecha.

—Mira.

La rapaz creyó haber llegado a las puertas del paraíso. Ante ella, como un inmenso espejo, se extendía la majestuosidad del Lago Ontario. Su azul intenso, tapizado del reflejo de las blancas y esponjosas nubes sobre los cielos de la provincia, trajo a su memoria el céfiro de Okinawa, donde había pasado esos momentos tan felices, repletos de historia y amor en estado puro. A lo lejos podía ver islas boscosas y que parecían estar habitadas, además de un número de pequeños veleros probando la brisa. No era sorprendente que hubiese un par de marinas en el sector, donde muchos otros botes, motos de agua y yates de ricachones esperaban lanzarse a la aventura. En esos peculiares estacionamientos podía hallarse el microcosmos de una urbe diversa, próspera, digna del primer mundo y un privilegio para sus habitantes.

—Es hermoso —fue lo único que atinó a decir Pachylene—. Hermoso como nunca antes había visto. Eddie, creo que no tengo palabras para describir correctamente lo que siento ahora mismo al contemplar estas aguas. Pareciera que la misma alma del mundo estuviese contenida en ellas, reflejo de los aspectos más positivos de nuestras vidas.

El toque de los dedos de Maxon en su barbilla la tranquilizó. La rapaz suspiró con ganas, dejando escapar una clara señal de felicidad y recuperando la compostura.

—¿Cómo te las arreglaste para vivir tanto tiempo junto a él sin impresionarte?

—Nunca pude —contestó él, pasando de la pista derecha a la de viraje.

—¿No?

—Es simplemente imposible —continuó el canadiense—. En verano, tal como has dicho, este inmenso espejo de agua actúa como un ojo gigante que nunca deja de mirarte, desnudando por completo tus intenciones y mostrándote esas cosas hermosas tan bien mencionadas por ti. En invierno, al congelarse, se transforma en un lienzo inmenso sobre el que puedes dibujar lo que se te antoje al ritmo de las cuchillas de metal. En simple, tú defines al Lago Ontario tanto como él a ti.

La explicación tenía mucho sentido, causando una sonrisa notoria en el rostro de la pelirroja.

—Supongo que debemos darle las gracias a ese accidente de tráfico; de no haber ocurrido, nunca habríamos apreciado algo tan bello. Ese dicho humano es muy cierto, después de todo.

—¿Cuál?

—Nadie sabe para quién trabaja.

Detuvieron el auto ante una luz roja. Estaban justo al lado de la autopista Gardiner, cuyo flujo, a juzgar por lo que alcanzaban a ver, recién comenzaba a normalizarse luego del imprevisto señalado por esos destellos de alarma. El semáforo cambió, permitiéndoles virar a la izquierda para tomar la avenida Spadina. Separadas por un bandejón central, sus dos pistas por lado marcaban el acceso a una zona netamente comercial, repleta de tiendas y con presencia de varias opciones de transporte público: trenes urbanos, tranvías, autobuses… A cada metro que avanzaban salía a flote esa misma diversidad evocada por los botes aparcados junto al lago. Blancos, afroamericanos, latinos, asiáticos e incluso árabes iban de un lado a otro, preocupados tanto de sus propios asuntos como de no importunar a los demás mediante un mal movimiento.

Dejaron atrás Wellington Place para entrar en Chinatown; el mercado de Kensington estaba a un par de calles de Spadina y Eddie se había juramentado mostrarle todas sus maravillas a Pachylene. Saltaron de letrero en letrero y doblaron a la derecha en College Street, entrando en un sector que ya se notaba más señorial, más universitario. Varios institutos y librerías repletaban las esquinas, llenas con la cantidad exacta de árboles para proveer delicioso refugio del sol a la hora de repasar la materia o simplemente relajarse luego de una clase complicada.

—Ya casi llegamos, Pachy. Lo que ves a tu izquierda —apuntó más allá de la esquina en la que estaban detenidos para virar— es Queen's Park.

—Toronto realmente me lo pone difícil con esto de los parques, ¿eh? Todos son hermo… Oye, querido —se detuvo por un momento—, ¿qué es esa caseta con techo calipso en la vereda del frente?

—Es la salida de la estación de metro que sirve esta zona —emergieron al ver que no venía nada—. Si no anduviéramos en coche, habríamos tenido que tomar el tren ligero desde Pearson hasta Union Station, caminar hasta St. Andrew y luego bajar en la parada que viene después de esta: el Museo.

—¿Y nos habríamos demorado…?

—Media hora más, mínimo —miró su reloj—. Vamos estupendos de tiempo: son las 11:23 y la Facultad de Derecho está al otro lado del parque.

Tomaron la primera curva y luego otra larga recta. A la izquierda podía verse, entre la arboleda, un enorme edificio de ladrillo rojo con forma de H. Maxon le contó a su compañera que ahí sesionaba la Asamblea Legislativa de Ontario; ambos se estremecieron por momentos al sentirse tan cerca de la tentadora aura del poder político. ¿Cómo era ese dicho de Lord Acton…?

Pasaron la otra curva, esta vez hacia la izquierda, y regresaron a la calle principal. Avanzaron veinte metros para ingresar a los terrenos de la Universidad, buscando un estacionamiento. Poco después se les acercó un guardia vestido de riguroso negro y camisa de manga corta.

—Buenos días —saludó, su semblante serio—. Muéstreme su identificación, por favor.

—Aquí tiene —contestó Eddie, pasándole una tarjeta azul. La chica monstruo no perdía detalle del intercambio.

—Ah, usted es alumno antiguo —le devolvió la credencial—. Sus estacionamientos están al fondo a la derecha, marcados con amarillo.

—Gracias.

—De nada. Que tenga buen día, señor Maxon.

Continuaron hasta donde les habían indicado y hallaron un buen sitio para el automóvil casi sin despeinarse. Apagaron el motor, se quitaron los cinturones y pusieron los pies en el cemento, dejándose conquistar por la brisa ligeramente húmeda proveniente de las fuentes del parque.

—¡Ah, qué bien se siente poder estirar las alas! —la rapaz movió sus brazos a modo de molinillo.

—¿Estás bien, querida?

—Mejor que nunca. Ahora acércate un poco.

Se besaron en los labios con ansias. Largamente enterrados estaban los tiempos en que temían expresar afecto en público. Se tomaron del brazo y caminaron hacia la sombra proyectada por el robusto edificio gris con tejas color obsidiana, forma típica de lo que se esperaría del templo donde las complejidades del derecho eran tejidas en las mentes de futuros abogados.

—Extrañaba tus labios —dijo ella, arrimándose a él y mostrando su faceta más posesiva—. Ahora, ¿dónde está la sala de profesores?

—Si mal no recuerdo…

—Pensé que lo tenías todo planeado.

—Lo tengo, amor. El asunto es que no pongo un pie aquí desde… enero o febrero de 2010. Muchas cosas pueden pasar en siete y pico años; no me sorprendería que hayan cambiado la sala de sitio. Como última salida, siempre podemos preguntar.

—Supongo que tienes razón.

Cruzaron la puerta automática y se encontraron con una serie de torniquetes similares a los vistos en estaciones de metro para atajar a los "colados". Una rápida mirada cómplice entre ambos descartó de plano la posibilidad de agotar su bienvenida antes de tiempo, así que decidieron ir directamente con la recepcionista.

—Buenos días —dijo la chica alada.

—Bienvenidos a la Facultad de Derecho de la Universidad de Toronto —contestó su contraparte, una muchacha de pelo castaño rojizo, bastante joven y vestida pulcramente—. ¿En qué puedo servirles?

—Buscamos a una profesora que hace clases aquí.

—Eso es muy genérico. Tenemos unos 80 profesores registrados —miró el registro en su pantalla— y casi la mitad son mujeres. ¿No tienen un nombre?

—Caroline Maxon —intervino Eddie—. Su especialidad es el derecho penal.

—Ah, eso está mejor. Veamos… —volvió a pasar su vista por el listado de docentes—. ¡Aquí está! Sí, la señora Maxon vino hoy a corregir unos exámenes de su último curso. Debe estar en la sala de profesores.

—No la han movido, ¿verdad?

—Sigue estando donde siempre —apuntó al fondo del pasillo—. Sigan por ahí y luego tomen la segunda puerta a la izquierda. No tiene pérdida.

—Muchas gracias —dijo Pachylene.

—De nada. ¿Podrían darme sus nombres? Es un requisito llenar el libro de visitas.

Firmaron tras una nueva exhibición de la credencial y cruzaron la frontera metálica, sus pasos haciendo eco en el señorial pasillo repleto de cuadros que, pensaron, eran de anteriores decanos de la Facultad. Escucharon ciertos murmullos del otro lado de algunas puertas; parecía que un par de alumnos no estaban del todo satisfechos con las notas de la parte teórica.

—Aquí es —la pelirroja señaló una puerta robusta—. Entra con confianza.

—¿No quieres acompañarme?

—Mejor no, Eddie —lo miró fijamente, buscando infundirle ánimos—. Este es un momento que debes disfrutar por ti mismo. Te esperaré lo que haga falta.

—Está bien —abrazó a la mujer que le quitaba el aliento con fuerza—. Nos vemos al rato, querida.

—Suerte, amor.

El canadiense contó hasta tres y giró la manilla con cuidado. Empujó la puerta de la misma forma, evitando hacer el más mínimo ruido a fin de no descubrirse antes de tiempo. Comenzó a moverse lentamente entre las mesas, algunas más ordenadas que otras, hasta que la vio.

Allí, sentada en su espacio pulcramente distribuido, se encontraba Caroline Rhea Maxon, Kari para los amigos. Era la mujer que le había dado la vida, el apellido e inculcado los valores correctos a pesar de tantos años de separación. Estaba tal como cuando la vio por última vez, poco antes de graduarse de la Escuela de Negocios. Su cabellera castaña lisa caía más allá de los hombros, enmarcando un rostro atractivo, atento y concentrado; parecía mentira que cumpliría 50 años en apenas dos semanas. Físicamente hablando, se mantenía en mejor estado que muchas hijas de Eva dos o tres décadas más jóvenes, señal clara de que hacía ejercicio con regularidad y no descuidaba ni el sueño ni la alimentación. Los ojos eran una copia viva de los suyos, castaños del tipo cálido pero a la vez inquisitivos.

Estaba tan absorta en corregir las pruebas que ni siquiera notó su presencia. Eddie aprovechó la ventaja para colocarse directamente detrás de ella. Volvió a contar hasta tres y se agachó, abrazándola por detrás. Colocó su cabeza junto a la de ella para darle un tierno beso en la mejilla.

Hello, mother —dijo él en inglés, su voz exudando la misma nostalgia que antes compartiera con su amada arpía—. It's been a while.

Se echó hacia atrás y así ella se puso de pie. Sus ojos centelleaban de incredulidad; parecía que había visto un fantasma. Con 172 centímetros, su estatura era idéntica a la de Pachylene y parecían pesar casi lo mismo (60 a 61 kilos) bajo el ojímetro.

Eddie…? —respondió ella con voz temblorosa—. Is it… is it really you?

It's me, mother.

Lo siguiente que supo fue tenerla entre sus brazos. Ella se aferraba a su primogénito con toda la fuerza que podía procurar, olvidándose por completo del lote de exámenes aún pendiente sobre su mesa de caoba y arrojando al suelo la máscara de omnisciencia que se ponía antes de cada juicio o clase.

I've missed you! I've missed you so much…! —susurró tras separarse de él con marcada incertidumbre—. When did you arrive in town?

A little over an hour ago.

And you came straight here?

I slept quite well during the flight. It's one of the perks of a first-class ticket —le besó la mejilla con ternura—. Now, mother, there's someone I'd like to introduce you to.

Estas últimas palabras capturaron la atención de Caroline, quien siguió dócilmente la alta figura de su hijo hasta la entrada del salón. Dejaron la puerta abierta, permitiendo que un haz de luz se colara y cortara la sobria atmósfera conferida por los retratos de esos antiguos leguleyos.

Who's she, Eddie? —preguntó la madre al ver a la chica pelirroja con alas mirándolos desde el otro lado del pasillo.

Mother, this is Pachylene —ambos se acercaron a ella y luego él se puso a su lado—. She's my friend, my partner…and my girlfriend as well.

I was looking forward to this day, ma'am —la rapaz hizo una profunda reverencia y luego la abrazó, dejándola aún más sorprendida—. Eddie has told me a lot about you…and it's a pleasure to finally meet you.

—29/F—

Tal como esa antigua canción, dieron las doce, la una, las dos e incluso las tres. Durante todo ese tiempo los compañeros, acompañados de sendas raciones de pastel de chocolate y vasos de limonada fresca, expusieron con lujo de detalles sus vivencias juntos, desde las inusuales circunstancias en las que se conocieron hasta cómo Eddie le había enseñado a Pachylene a patinar; la arpía hizo especial hincapié en lo mucho que disfrutó ese episodio y su objetivo de aprender a jugar hockey más adelante. Caroline había quedado sencillamente impresionada: sabía algo bien superficial sobre Japón y sus leyes de integración de liminales, pero nunca esperó que su hijo fuese el primer extranjero inscrito en el programa… ni que se hubiera enamorado de su propia huésped. La pelirroja tranquilizó a su contraparte asegurando que el sentimiento era mutuo, cultivado desde el primer día, fortalecido tras cada aventura experimentada al pulso de la franqueza, la confianza y su propia relación como auténticos outsiders.

—Nos amamos, señora —dijo Pachylene; la conversación seguía siendo en inglés—, al punto de no soportar estar separados. Eddie lo es todo para mí. Sé que puede parecerle extraño contarle esto apenas conocerla, pero…

—Está bien, querida —la tranquilizó Caroline—. Solo estoy un poco sorprendida; para ser honesta, jamás pensé que mi hijo lograría encontrar una mujer que pudiese amoldarse a su personalidad.

—Hasta hace un año, creía exactamente lo mismo, madre —contestó él—. Pensaba que el destino no era más que una niñería, un recurso barato de los guionistas de telenovela, pero el tiempo que he pasado junto a Pachy me ha abierto los ojos en más de una forma. La vida, después de todo, no es solo trabajo. También es amor, compañía y la creencia en un proyecto común.

—Esa es otra cosa que me tiene descolocada, querido. ¿Cómo llegaste a trabajar en la industria armamentista?

—En estricto rigor, madre —él no perdía la formalidad a pesar de la emoción del reencuentro—, mi intención original era quedarme como administrativo en Wescam y no salir de la provincia. Durante una feria del sector aquí al lado, en Burlington, el señor Nakashima, ahora retirado, se fijó en mí y decidió contratarme en un gesto sin precedentes; dijo, como buen maverick que es, que le interesaba mi capacidad de planificación. Al terminar mi estancia con la empresa local, tramité la visa de trabajo y partí a Japón después de Año Nuevo. Hubiese querido decírtelo, pero…

Caroline bajó la cabeza. Evidentemente la culpa le pesaba muchísimo.

—No tuve tiempo de contestarte —atajó en tono triste—. Lo sé. Durante todos estos años, me carcomió el alma saber que nunca pude darte el tiempo que necesitabas. Aún conservo todas las cartas que escribiste y grabaciones de las llamadas que hiciste. Cada noche que llegaba tarde y te encontraba durmiendo, sentía ganas de llorar —su voz se quebró—. Cada mañana en la que debía salir temprano al bufete, sin siquiera poder darte los buenos días, me hacía sentirme sucia, indigna de que realmente me consideraras tu madre. Pero me contuve. ¿Qué otra cosa podía hacer? Tenía que ser fuerte por ambos y darte el futuro que merecías.

—Admito que también sentí el mismo dolor innumerables veces, mamá —pasó a un tono más casual y emocional—. En todo caso, quiero decirte ahora mismo que siempre entendí el valor de tus sacrificios. Tu ejemplo fue lo que me animó a dar lo mejor de mí cada día aquí y al otro lado del Pacífico, así como ayudarme a asumir el desafío de acoger a Pachy en mi hogar.

—De eso puedo dar fe —la arpía trató de complementar a su novio y animar a la abogado—. Señora Caroline, no debe sentirse mal por haber dado al mundo un hombre maravilloso. La misma vida es un tablero repleto de trampas, castigos y tropiezos, pero también de momentos hermosos. Yo también tuve problemas serios con mi madre y no pocas veces discutimos, pero la sigo queriendo. Una madre, biológica o no, es irremplazable. Sus huellas son indelebles, expresadas en los valores y costumbres de quienes tienen la bendición de recibir su crianza.

La pelicastaña miró a Eddie, luego a Pachylene y después escondió la cabeza entre sus manos. Tiritaba y el murmullo ahogado de los sollozos se abrió paso entre los surcos dejados por sus finos dedos. El canadiense se puso de pie y corrió a abrazarla mientras la pelirroja buscaba unos pañuelos en su bolso.

—¡Mamá! —volvió a dejar que se refugiara en él—. ¡Tranquila, ya estoy aquí!

—¡Lo siento…! —replicó, volcando de un golpe todas las emociones reprimidas durante más de veinte años—. ¡Lo siento tanto…!

—Trata de calmarte. Siéntate y bebe un poco de agua —le dio un beso en la frente—. No te contengas; no hay nadie más aquí.

—Tenga, señora —la rapaz le entregó los pañuelos y un vaso de limonada—. Beba esto, respire profundo y cálmese.

Para animarla a realizar la transición, la arpía la envolvió entre sus amplias alas y la atrajo hacia sí, inundando su corazón con una tibieza indescriptible. Caroline ya no sentía el desagradable peso de las redes que la pena había usado para mantenerla inmóvil. "¿Esto es… esto es lo que experimenta mi hijo cada día?", pensó, nuevamente presa de la incredulidad. "Es tan… reconfortante. Pareciera que estoy flotando sobre las nubes, alejada de todos mis problemas..."

—¿Se siente mejor? —inquirió Pachylene.

—Algo… Gracias, querida —suspiró—. Lo necesitaba.

—Bebe, mamá.

La mujer se tomó la limonada de un trago y luego deleitó su paladar con el amargor del chocolate. El azúcar surtió efecto casi instantáneo, llenando sus mejillas de rubor.

—De cualquier modo, mi niño —la madre puso sus ojos nuevamente en Eddie—, quiero volver a mi punto anterior. Lamento no haber podido estar en tu graduación de la universidad, en la defensa de tu tesis o en tus partidos de hockey. Lamento no haber podido dedicarte el tiempo que necesitabas siendo más joven y acompañarte durante tu crecimiento. Si pudiese pedir un deseo con seguridad absoluta de que se cumpliera —volvió a suspirar—, sería volver atrás en el tiempo para arreglar todo.

Por toda respuesta, el muchacho volvió a estrecharla entre sus brazos.

—No podemos revertir lo que ya está hecho, mamá —sus ojos castaños chocaron nuevamente, como un espejo reflejado en sí mismo—. Sé que estos veinte años nos distanciaron, pero en ninguna parte está escrito que los próximos veinte deban ser iguales.

—Esa es la razón por la que vinimos de sorpresa, señora —añadió la liminal—. Eddie desea reconstruir los puentes hacia usted y tenga por seguro que lo ayudaré en cada paso del camino. Somos compañeros, después de todo.

—¿Sigues viviendo en la casa de siempre? —preguntó él.

—¿En Saint Lawrence? No, Eddie… —Caroline pareció avergonzarse de lo que iba a pronunciar—. Poco después de tu graduación de la Escuela de Negocios, la vendí y me cambié a un departamento amplio en Charles Street, no lejos de aquí. Necesitaba olvidar... Todo en Port Credit me recordaba a ti y, por ende, a los alcances de mi honda negligencia: las calles, los parques, el mismo lago que se congelaba en invierno y donde te pasabas patinando de la mañana a la noche.

—No importa, mamá. Dejar ir ciertas cosas es una señal clara de madurez como personas.

—¿Tienen dónde quedarse?

—Bueno, pensábamos acudir a un hotel del centro una vez que saliéramos de aquí —dijo Pachylene.

—De eso nada, querida —movió las manos con frenesí—. Ustedes se alojarán conmigo por lo que dure su estadía; no puedo permitir que gasten una fortuna en alojamientos de tres estrellas —ahora hablaba con el mismo tono usado en sus clases de derecho penal—. Tengo una habitación extra en casa con todas las comodidades. Y pierdan cuidado: me mantendré respetuosamente al margen a la hora de sus momentos íntimos —le guiñó el ojo a la pareja, que se sonrojó copiosamente.

Caroline rió al verlos así, tan modestos y compenetrados. Por primera vez en mucho tiempo volvió a sentirse viva.

—¿No será mucha molestia, señora?

—¡En absoluto! Será una estupenda oportunidad para comenzar, como tan bien dijera mi hijo, a reconstruir esos puentes. ¿Andan en automóvil?

—Arrendamos uno en el aeropuerto —replicó Eddie.

—Ningún problema. Tengo una plaza en el estacionamiento del edificio; pueden dejarlo ahí.

—¿Y qué hay de tu Fiat Coupé rojo? Recuerdo que fue tu primer auto y le tenías mucho cariño.

—También lo vendí después de concretar la mudanza, querido. Como ahora vivo a tres calles de aquí y a cuatro del bufete, tener el coche vegetando era un despropósito —apuntó Caroline—. Si tengo que ir más lejos uso el metro o los autobuses, como cualquier ciudadano.

—¿Qué te parece la idea, Pachy? —él miró a su novia.

—Creo que me convenció, amorcito —replicó ella—. Gracias por su generosidad, señora —inclinó la cabeza tras mirar a la profesional del derecho.

—La agradecida soy yo, Pachylene. Aquí tienen las llaves —les entregó un llavero con, curiosamente, el logo de los Varsity Blues, señal de que aún se aferraba al pasado en cierta medida—. Pueden instalarse ahora mismo si lo desean. La pequeña abre el portón y la grande con borde negro sirve para la puerta principal. Vivo en el departamento 17, cuarto piso.

—¿Y qué hay de ti, mamá? —inquirió el primogénito.

—Aún tengo que corregir algunos exámenes y traspasar las notas al sistema de la universidad. Apenas termine me uniré a ustedes.

En ese momento ella aprovechó de relatarles que había comenzado a alejarse un poco del trabajo en los tribunales y concentrarse más en la dimensión académica del derecho: aparte de las clases a alumnos de primer y segundo año, también escribía y revisaba artículos que luego eran publicados cada seis meses en la gaceta jurídica de la casa de estudios. Sin ir más lejos, uno de sus papers referente a los paradigmas de rehabilitación en el sistema penal fue citado por la Corte Suprema de Canadá en el veredicto de un caso de violación ocurrido hace menos de tres meses.

—Esta noche cenaremos tarde y al viejo estilo —continuó, pletórica y sin rastro alguno de pena—. ¿Qué les parece una combinación de poutine más emparedados de pollo caliente? Después podemos conversar hasta que las velas no ardan. Estoy segura de que aún tienen muchas historias que contarme.

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70G — Desde las cenizas

Eso fue suficiente para que a la pareja se le hiciera agua la boca, elevando su ánimo a niveles estratosféricos. Terminaron con las delicias de la cafetería y se separaron con una sonrisa en los labios, sus pasos marcando los ecos que los albañiles de la confianza usarían para colocar los nuevos cimientos de esa obra cuyo objetivo sería brindar alegría a sus existencias por al menos veinte largos años.

La reconciliación estaba oficialmente en marcha.

Al día siguiente, por la tarde…

—Bienvenida a la Catedral de los Sueños.

Pachylene pensó, en ese momento, las muchas puertas que podía abrir la credencial de alumno antiguo portada por Eddie. Todo había comenzado como una idea loca, una de las tantas que su compañero había tenido en las pocas horas que llevaban en Toronto. Tras la cena con Caroline y una conversación que se extendió hasta las tres de la mañana, ambos pasaron buena parte del día en las zonas cercanas al lago, disfrutando la atmósfera tapizada de sombras, brisa y los susurros del agua al tocar las orillas. Fue una lástima que no anduvieran en ese momento con sus trajes de baño, porque se habrían lanzado al fresco líquido sin pensarlo dos veces.

Otros puntos notables de la ruta pasaron por el barrio cívico, incluyendo la Plaza Nathan Phillips, Osgoode Hall y el nuevo ayuntamiento, ubicado casi justo al frente del antiguo. Incluso pasaron a la iglesia anglicana del distrito para rezar en silencio y dar gracias a la diosa de los cielos por tantos momentos felices. Sobraron las fotos del paisaje urbano y las selfies con los amistosos paseantes; muchos de ellos estaban encantados de retratarse con una arpía rapaz hecha y derecha.

Para mañana tenían pensado visitar el Salón de la Fama del Hockey, ubicado a un tiro de piedra de Union Station, y agendar un tour por las islas cercanas, pero el ocaso los llevó en dirección opuesta, directamente hacia el sitio donde el canadiense había construido sus mejores memorias del deporte.

Wow… —fue todo lo que ella atinó a decir—. ¿Este es el Varsity Centre?

—El mismo.

La liminal quedó maravillada ante lo que podían captar sus ojos. Filas y filas de asientos rojos divididos por barras metálicas blanco invierno se desplegaban en modo similar a las de las instalaciones de Annika y contrastaban notoriamente con el blanco hielo, las negras vigas sosteniendo el techo del domo y los banderines azules, amarillos y rojos marcando los éxitos del equipo de la universidad a nivel nacional: 1966, 1967, 1969, 1970, 1971, 1972, 1973, 1976, 1977 y 1984. "Parece que la sequía de títulos no tiene para cuándo acabar", pensó.

Rodeando la pista principal se encontraba una barrera de plástico duro, transparente, capaz de aguantar impactos de incomensurable fuerza. En ambos extremos, una malla protegía las zonas ubicadas detrás de las porterías de discos caprichosos que salían volando tras rebotes o tiros descontrolados. Del lado opuesto a la entrada usada por ambos estaban las bancas, reflejo del sistema continuo de rotación y adrenalina que caracterizaba los partidos a todo nivel.

El hielo, sin embargo, era un mundo aparte. Un mapa detallado repleto de historias y mensajes, partiendo desde el logo central en azul oscuro con su hoja roja en diagonal hacia la derecha. Desde su centro se extendía la línea carmesí en ambas direcciones, dividiéndolo en dos hemisferios simétricos, otorgadores de las mismas oportunidades para locales y visitantes. En la zona exterior de cada línea azul se marcaban dos puntos para encares de emergencia, mientras que el interior contenía un círculo a cada lado. "Cuando no armábamos jugadas, me pasé más tiempo del que puedo recordar ahí dentro, peleando cada disco como si fuera el último", le había contado él mientras se calzaban sus patines. Antes habían pasado a los vestidores para colocarse ropa algo más abrigada pero ligera, idéntica a la que usaran en su primera visita al recinto de Ginza.

Saltaron a la cancha y comenzaron a moverse lado a lado, igual que el primer día. Un año continuo de prácticas bajo la supervisión de su compañero y la Kobold rubia había convertido a Pachylene en toda una experta a la hora de moverse sobre la delgada y helada superficie. Dieron una vuelta completa por la orilla, patinando a casi la misma velocidad que un profesional. Ella, debido a sus alas, siempre ocupaba el carril interno formado por la imaginación de ambos. Después se movieron en forma más errática, avanzando, girando y retrocediendo a un simple gesto, jugando a ver quién cometía el primer error. No necesitaban hablar para competir de forma amistosa, trazando ochos, nueves y otros tantos figurines sobre ese enorme lienzo en el cual, como bien había dicho Eddie, se pintaban los sueños.

—¡Te pillé! —gritó ella, su voz haciendo eco entre los asientos y las vigas mientras lo abrazaba por detrás.

—Me rindo ante tan hábil cazadora —replicó él, siguiéndole el juego—. ¿Cuál es mi castigo?

—Bésame, pero quiero que sea memorable.

—Memorable, ¿eh? —los ojos del canadiense chispearon—. Pues a ver qué te parece esto.

Maxon inició un ataque en tres pasos. Primero la rodeó con sus propios brazos y se inclinó para dejar sus rostros al mismo nivel. Después rozó los labios de su amada, venciendo la resistencia de esa magnífica cerradura de combinación para pasar a la etapa más explícita. La rapaz abrió los ojos de la pura impresión cuando sintió cómo su lengua jugueteaba con la de él, intercambiando otra deliciosa oleada de intimidad. Cerró los ojos y se dejó llevar por el momento, refugiándose en la figura de su compañero. Cada molécula de su ser estaba embriagada de amor y placer, tocando las puertas de la perfección que solo ambos podían alcanzar.

Se separaron para tomar aire, dejando más o menos cinco pies entre ambos. Pachylene estaba roja y jadeaba, mirando a Eddie con sorpresa.

—¿Qué te pareció, querida?

—Es… lo más espectacular que alguna… vez he sentido —contestó ella con franqueza—. Nunca antes nos habíamos dado un beso francés, ¿verdad?

—Hasta donde sé, no.

—Pues deberíamos hacerlo más seguido —recuperó el aliento y lo miró con travesura—. Por ejemplo, ahora mismo.

Esta vez fue ella quien tomó el testigo, desarmando a su novio con exactamente la misma táctica usada por él meros segundos atrás. Se repitieron las sensaciones, sus corazones totalmente acompasados en medio del frío paraíso; ahora mismo, sin moverse, ambos estaban pintando nuevos sueños. Al romper el contacto e inhalar el gélido aire que los rodeaba, volvieron a sonreír.

—Tienes toda la razón, Pachy —añadió él, patinando hacia uno de los extremos de la pista—. Deberíamos hacer esto más seguido.

—¿Qué te parece esta noche, cuando tu madre esté dormida? —otra vez la pelirroja sacó el tono pícaro—. Te he extrañado mucho, ¿sabes?

Eddie entendió de inmediato el fondo de la cuestión y la abrazó por la cintura, deteniendo la marcha de ambos justo detrás de la línea de gol; las porterías no estaban colocadas ese día al no existir prácticas programadas.

—También te he extrañado, mi amor —suspiró el otrora jugador de hockey—. Y diré algo más: si ser adicto a ti es un crimen, me declaro culpable con todo gusto.

—Yo también, Eddie —ella restregó su cabeza contra el amplio torso de su compañero.

Miraron el otro extremo de la pista, donde había una enorme bandera de Canadá colgada de los andamios superiores. Por encima de ambos, justo sobre el círculo central, estaba un marcador de cuatro caras, apagado e inerte.

—¿Qué te parecerían unos Herbies? —preguntó ella de repente—. La cancha está marcada, así que…

—Hagámoslo.

—¿Tienes cronómetro?

—Siempre podemos esperar a que el segundero esté en cero.

Tomaron sus posiciones detrás de la raya cual patinadores de velocidad, canalizando sus energías y concentración en el desafío a vencer. El silencio volvió a inundarlo todo, como si quisiera honrar la ocasión.

—Tres, dos, uno… ¡Ya!

Comenzaron a mover sus cuerpos al compás, devorando la distancia separándolos de la primera línea azul a velocidad vertiginosa. Este ejercicio, uno de los tantos chiches que el entrenador Donovan Grant usara en sus prácticas cuando Eddie estaba en la plantilla de los Blues, era rapidez, fuerza y coordinación a partes iguales. Ya en su primer entrenamiento les había puesto los términos claros: "patinarán más duro de lo que nunca lo han hecho cada minuto de cada día que pasen bajo mis órdenes". Frenaron rápidamente al tocar la frontera, regresando a la salida y levantando una pequeña ola de escarcha.

Cuando Eddie sugirió a Annika realizar esta misma rutina durante sus prácticas, ella pensó que se había vuelto loco. El circuito era sencillo en teoría: línea azul, vuelta; línea roja, vuelta; segunda línea azul, vuelta; fondo y la última vuelta. ¿Dónde estaba el truco? En el tiempo: completarlo en más de 45 segundos equivalía a fracasar.

Partieron ahora hacia el medio, sin bajar el ritmo ni sobrepasarse el uno al otro. Además del delicioso ruido de las cuchillas, su respiración era lo único rompiendo la quieta atmósfera cubriendo hasta el último rincón del Varsity Centre. Toque, vuelta, toque. El ácido láctico brotaba de sus músculos y la sangre bombeada alcanzaba cada rincón, cada célula, cada fibra de sus nervios, haciéndolos sentirse más vivos que nunca.

Al principio, ninguno de los tres había conseguido ceñirse a la condición básica, sobrepasando largamente el minuto y medio ante resistencias que duraban poco o derechamente faltas de práctica. A punta de pulso y repetición, fueron mejorando poco a poco, aumentando la eficiencia al mismo tiempo que sus pulmones clamaban por carretadas de aire frío. Hubo no pocos sustos entre medio, como en esa ocasión que la Kobold colapsó a mitad del trayecto (sorprendente para una especie conocida por su adaptabilidad al ejercicio físico) y quedó al borde de la hiperventilación o cuando el mismo Maxon, tras tocar la línea del fondo, se resbaló y cayó con el rostro por delante, evitando apenas una fractura nasal. A pesar de los malos ratos, nada pasó a mayores gracias a que cumplían de sobra la condición más importante: conocer bien sus propios límites y trabajar con ellos.

—¡Vamos por la tercera! —exclamó Pachylene, su ánimo a tope.

—¡Te sigo!

Estar juntos en ese preciso momento y lugar espantaba la fatiga, haciendo estallar su adrenalina y dándoles alas (nunca mejor dicho) para llegar al siguiente punto de control. Otro toque, otro retorno. Ya no sentían el dolor de las piernas ni los gritos de la trabajólica hemoglobina.

—¡Al fondo! —vociferó Eddie tras el frenazo y el cambio de dirección—. ¡Solo quince segundos más!

—¡Vas a caer, tiempo! —la pelirroja podía sentir la victoria en las alas—. ¡Vas a caer!

Siguieron comiéndose cada pie y pulgada separándolos de la gloria. El último intervalo era siempre el más complicado, debido a la velocidad adquirida y el escaso espacio para frenar sin pasarse; demorarse un pestañeo más de la cuenta daba pasajes sin concursos ni sorteos a un doloroso choque contra las barreras de contención. Contaron hasta tres antes de aplicar la presión, girar los tobillos y voltear sin mover ni una molécula más de la cuenta.

Ahí estaba, reflejada en las pupilas de ambos como una manifestación del Santo Grial, la línea de meta.

"Sesenta metros", pensaron ambos, redefiniendo el mismo alcance de sus propios límites.

"Cincuenta".

Pensaron en lo que comenzó como un ejercicio exploratorio y luego evolucionó a una hermosa amistad.

"Cuarenta".

Pensaron en cómo le estaría yendo a Smith, Tio y Manako con sus nuevos planes para la agencia.

"Treinta".

Pensaron en Talirindë, Shinya, Yuka y el viejo Hidetaka. También en Ednemia, Yakutsenya, Rhee, Polt y Annika.

"Veinte".

Pensaron en los muchos desafíos que habían superado desde el encontrón con los desaliñados nativistas.

"Diez".

Pensaron en cómo Okutama y Okinawa habían sido los momentos bisagra en su vida juntos.

"Cinco".

Pensaron en la cadena de diamantes uniendo sus corazones con toques de rojo y azul.

"Cero."

La última frenada dio paso a otro grito de Pachylene, teñido de euforia y satisfacción. Su compañero miró el reloj en su muñeca antes de adoptar una posición más relajada.

—¿Cuánto tiempo marcamos? —ella se reclinó contra la barrera.

—42 segundos —resopló él—. El mejor que nunca hemos registrado.

Yeah, baby! We did it! —la rapaz se abalanzó sobre él y ambos fueron a parar al suelo—. We did it…

Indeed we did, my dear.

Se quedaron ahí un rato, sin importar que su propio sudor se mezclara con la fría cama que ahora los acogía. Ella abrió sus alas y lo abrazó con ternura, ayudándolo a normalizar su agitada respiración. Los músculos de ambos, liberados de influencias adrenalínicas, volvían a latir con esa cadencia suave caracterizada por el reposo bien ganado.

—Annika no lo creerá cuando se lo contemos —mencionó la chica monstruo luego de que ambos se pusieran de pie.

—Conociendo lo competitiva que es, trabajará el triple de duro para rebajar esos 42 segundos —ahora patinaban de vuelta al círculo central—. Al menos ahora se le nota mucho más feliz.

—Tienes razón. Desde que comenzó a traer a su anfitrión a la pista, parece tener un segundo aire en su corazón —recordó al muchacho llamado Naoki, quien ciertamente era inocente y poco dado a hacer deportes—. Da gusto ver cómo ambos se quieren sin reservas, al igual que nosotros.

—Las buenas cosas siempre se imitan, Pachy —acotó Eddie—. Pero igualarlas toma un esfuerzo especial, una combinación única al alcance de solo unos pocos elegidos. Y hablando de elegir…

Eddie se puso frente a ella y la miró con una cuota de seriedad que nunca antes pensó poder conjurar.

—…hay algo que debo decirte.

Sus miradas chocaron, poniendo otra sección de puente en su sitio.

—Sé que expuse esto en profundidad durante la charla que tuvimos ayer con mi madre —comenzó—, pero debo repetirlo porque quiero estar seguro de cada palabra. Si estamos aquí ahora mismo, en la Catedral de los Sueños donde yo mismo disfruté tantas cosas en el pasado, es gracias a ti. Pachy, eres lo mejor que me ha pasado, una auténtica bendición caída del séptimo cielo. Me enseñaste a vivir de nuevo, a salirme de la rutina, a reír y experimentar la deliciosa sensación de saber que otro corazón late al unísono con el mío —ella se sonrojó y puso los ojos como platos—. Mis logros académicos, mi empleo en Nakashima, incluso la misma influencia del hockey… Nada de eso llega ni a los pies de lo que significas realmente para mí. Tú me completas; sin ti no soy más que un cascarón vacío e inútil.

Ella quedó completamente sobrecogida por el tono de ilusión y añoranza contenido en la declamación de su compañero. Ahora entendía a la perfección cómo vio él su confesión bajo la hermosa noche de Okinawa.

—Por lo mismo, debo hacerte una pregunta y solo pido que me contestes con toda sinceridad.

Se llevó una mano al bolsillo del pantalón deportivo, extrayendo de él una caja de terciopelo azul perfectamente peinado, abriéndola con la otra y dejando boquiabierta a su novia.

—¿Aceptarías ser mi esposa?

En el interior, alojados en un cojinete de seda blanca, había dos anillos de oro blanco. Uno tenía un pequeño rubí engarzado en la parte superior y el otro un zafiro. Al verlos, la pelirroja sintió una pequeña opresión en el pecho, separándose de Eddie un par de metros y dándole la espalda.

Pasaron diez segundos que se hicieron eternos. El canadiense contuvo la respiración a tal nivel que ni siquiera su propio diafragma osó moverse un milímetro hacia abajo.

Entonces se desató un destello de luz, algo que brillaba por debajo de la trampilla de la incertidumbre. Pachylene volvió a enfrentarlo y ambos terminaron, una vez más, tirados sobre el hielo. Los ojos de la liminal derramaban lágrimas de alegría.

—¡Sí! —exclamó, besándolo con pasión—. ¡Claro que acepto ser tu esposa!

Se levantaron a medias, quedando arrodillados justo en el centro de la cancha. Por suerte para ambos, la caja con los anillos fue cerrada por Maxon justo a tiempo, evitando que se perdieran. Sin más solemnidad, pidió el pulgar de su compañera para colocarle el de zafiro, especialmente adaptado a su dedo y que hacía juego con sus brillantes ojos. Posteriormente, puso el otro, marcado por el refulgente rubí, en su propio anular. Volvieron a mirarse sin barreras.

—Nunca he querido nada más —prosiguió la rapaz, apenas conteniendo la oleada de emoción recorriendo su cuerpo—. Tú eres mi mundo, Eddie, y será el honor más grande de todos pasar el resto de mi vida contigo. Hay tantos planes que podemos llevar a cabo después de la ceremonia y la fiesta… Formaremos una familia y tendremos pequeñas arpías correteando en el jardín de esa hermosa casa junto al Lago Ontario o en un sector más tranquilo de Tokio, donde erigiremos la base de nuestros dominios. Les enseñaremos a leer y escribir; apreciar la historia, la cultura y la buena música; volar y recordar; patinar y hasta nadar. Serán mavericks en toda regla, una amalgama de lo mejor de ambos mundos.

—Un paso a la vez, querida —la besó en su frente y le secó sus lágrimas suavemente con sus dedos libres—. Un paso a la vez. Pero de algo sí estoy seguro: serás una excelente mamá cuando llegue el momento —ella sonrió—. Ahora, ¿qué te parecería disfrutar el resto de las vacaciones y tomarnos un buen tiempo para dejar todo a punto? Después de todo, una boda memorable necesita ingredientes memorables.

—Pachylene Maxon… Qué bien suena —reflexionó la chica monstruo—. Y sobra decir que tu plan me encanta, amado mío.

—Ven acá, querida —la estrechó una vez más entre sus amplios brazos.

Todo había comenzado cuando sus vidas se cruzaron como outsiders. Ella, lejos de su elemento. Él, lejos de su país. Ella era roja. Él era azul. Y la suma de ambos, tejida en un entramado único e irrepetible, podía describirse con una sencilla pero crucial palabra.

Perfección.

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120G — Campaña perfecta

The End


Nota del Autor: Y ahora, algo completamente diferente...

Sentí sonar la chicharra en mi mente y lancé un grito sacado de la final de la última Copa Stanley. Mi primer fanfic estaba oficialmente terminado tras casi seis meses de trabajo. ¡Y qué seis meses fueron! Partí trazando la hoja de ruta completa durante tres semanas de vacaciones en Montevideo. Luego surgieron dudas al publicar los primeros capítulos, pensando si mi idea sería bien recibida o tapada a insultos. Afortunadamente todo salió bien y reuní la fuerza para tejer cada segmento como una jugada de laboratorio. Este fue un desafío que comencé y superé con mis propios criterios.

Reencontrar a Eddie con su madre era el último círculo que me faltaba cerrar. Ambos lo necesitaban luego de tanto tiempo separados por los avatares del destino. La señora Caroline, tan sufrida como repleta de cariño por su único hijo, pudo sincerarse por fin con él y también recibir con los brazos abiertos a Pachylene, su futura nuera (aunque ella todavía no lo sabe). El segmento final, ocurrido en la misma pista de hielo donde el canadiense conoció a sus mejores amigos y vivió momentos ídem, dio a su confesión y posterior propuesta de matrimonio un valor simbólico solo comparable a cuando la pelirroja derramó sus sentimientos en la noche de Okinawa. Muchos asocian el frío a amargas memorias, pero los compañeros siempre lo verán como un símbolo del inmenso amor que los ha prendado para toda la eternidad.

No quise dejar de lado a la nueva MON, cuya primera etapa de madurez está casi completa gracias a vientos favorables. Smith, Tio, Manako e incluso el mismo director Narahara también crecieron a lo largo de este arco narrativo. Lo que les espera en el futuro, así como a las otras parejas surgidas de esta historia y las ex—huéspedes de Kimihito Kurusu, sería material estupendo para una potencial secuela de Rojo y Azul. Decidí terminar aquí por una razón simple: alargar esta historia más de la cuenta habría terminado disolviéndola hasta hacerla irreconocible. Ya llegará el tiempo de releerla con calma, planificar y trazar una ruta como corresponde.

Lo curioso es que no solo fui el primero en esta comunidad que hizo cruzar la meta a un fanfic de múltiples capítulos; tampoco referencié, con excepción de estas notas, a otras obras del género. Ahora responderé públicamente la última partida de comentarios; los que lleguen para este capítulo serán despachados vía mensaje privado.

Paradoja el Inquisidor: ¡Qué poca fe le tienes a Miia, Cerea y las demás! Podrían haber salido mucho peor paradas de todo este asunto pero cayeron en el lado correcto de la línea y ahora cuentan con el apoyo incondicional de sus nuevas familias, así como entornos ideales para desenvolverse. Liz y Kinu también se las arreglarán para resurgir; todas las liminales tienen capacidad y oportunidades sobran. Smith y compañía, por su lado, merecían una satisfacción enorme luego de tantas zozobras en los capítulos anteriores. La nueva MON ya es una realidad acorde a los tiempos y desafíos respectivos. Por Kimihito, Lala y Suu no me preocuparía tanto. Ellos ya tienen experiencia de sobra para defenderse de lo que venga. ¿Qué tienen en común todos estos escenarios? Muy simple: los involucrados tirarán las cuerdas de sus propios futuros. Ese mismo diagnóstico se extiende a Pachylene/Eddie y Talirindë/Shinya, pero recuerda que hay que darle tiempo al tiempo. Sobre tu último punto, mi crítica va hacia el aislacionismo en general; el racismo solo es una de sus muchas ramas.

Hotday Productions: Inferí, por el texto de tu comentario, que eres tú, aunque hayas firmado como invitado. Partiré por decir que todos cometemos errores; yo mismo acumulé varios a lo largo de esta modesta narración y también pulvericé varios paradigmas. Pagué los costos pero también he aprendido muchísimo como miembro de esta comunidad, que pasó de nueve a 16 historias en español durante todo este tiempo. No descarto volver al universo de las liminales en el futuro, ya sea con este mismo canon o algo más cercano a la MGE. En todo caso, espero contar con tus impresiones.

Falcon Blaze: Me extrañó que no aparecieras en el capítulo anterior, aunque seguro habrás tenido tus motivos. Recuerda que no solo las arpías ponen huevos; piensa en las extraespecies reptilianas o las mismas sirenas (Meroune lo mencionó en el manga). Con TALIO oficialmente liquidada, se acabaron las preocupaciones en lo laboral para Eddie y compañía. Respecto a lo último, ¿quién sabe si Okayado aprende español un día de estos y lee nuestras historias? Creo que quedaría gratamente impresionado.

Arconte: Tus comentarios, estimado, siempre me animan a releer mis entregas y repensar mis propias ideas. Kimihito ciertamente pasó por un tsunami de emociones al decir gradualmente adiós a las huéspedes que tantas emociones le dieron. Al menos se despidieron (incluso en el caso de Rachnera, catatónica y todo) en los mejores términos, prometiendo conservar los buenos momentos en un lugar especial del corazón. Así busqué reflejar el axioma del crecimiento, parte tan importante de la vida como la alegría o el dolor. Escribir escenas tristes no es nada sencillo; a veces mi propia sensibilidad se pone en el camino de las teclas. El final del arco de TALIO surgió gracias a una reflexión sobre ese mismo dolor: de él nace la resignación y posteriormente la felicidad. Cierto es que la muerte de Arisa Nakashima terminó con un paradigma, pero también inició otro en el nuevo presente de Shinya, quien ha encontrado en Talirindë una estupenda compañera.

Dejo caer el abrecartas, me pongo de pie y salgo a la terraza del estudio. Nuevamente miro el sol ocultándose tras las negras siluetas de los rascacielos, suspirando de alivio y satisfacción. Lo siguiente que escucho son pasos y luego la voz de mi querida Valaika, quien ha puesto su cabeza en mi hombro.

—Felicidades, mi amor —susurra, haciendo que me ponga frente a ella para luego unir sus labios con los míos—. Por fin llegó el día que tanto esperabas.

—Siendo sincero, querida, creí que no lo lograría —me empino para oler el fresco aroma de su negra cabellera—. Quisiera darte las gracias por tu paciencia, por todo ese tiempo que dediqué a escribir siendo que podríamos haberlo pasado juntos.

—No me lo agradezcas, Endel —sonríe—. Te conozco mejor que nadie y sé que ves la escritura como un pasatiempo y una terapia. Mientras te haga feliz, yo también lo seré.

—Mi mejor terapia —la abrazo suavemente— es saber que podemos compartir cada día, cada idea, cada momento de locura y racionalidad —nuestros ojos chocan—. Te amo, Valaika.

Volvemos a besarnos y, para ser sincero, me da exactamente lo mismo si los chismosos de mis vecinos están mirando, grabando, fotografiando, llamando a los amigotes, escribiendo cartas a los medios o mandando escandalosas cadenas de WhatsApp. No seré todo lo que se dice creyente, pero este momento debe ser lo más cercano a la divinidad pura que he experimentado en mi vida. Al separarnos para tomar aire, sé que mi mirada brilla tanto como la de ella, tanto como el mismo sol que ahora lanza sus últimos rayos antes de dejar paso a la luna.

—Yo también te amo —dice, cerrando sus ojos para tomar una postura solemne—. Deseo que sepas algo: lo más sagrado para una wyvern es la lealtad, incluso más allá de la muerte, hacia el compañero que ha elegido. Tú eres mi compañero y, pase lo que pase de aquí en adelante, estaré contigo.

—Me alegra escuchar eso —ahora nos damos un piquito y entramos; ha comenzado a hacer más frío—. Quería proponerte algo que he tenido en la cabeza desde que nos sinceramos ante mi madre.

La sola mención de ese momento tan significativo para ambos la entusiasma. Se sienta en el sillón de las visitas, enfocándome de pleno con esos hermosos ojos rojos que le dan un aspecto tan divino a su rostro.

—¿Y bien? ¿Qué tienes en mente? —inquiere con picardía.

—Creo que ya es tiempo de contar la verdad sobre nuestra relación al resto de la familia —cierro la ventana y las cortinas; ella enciende la luz gracias a una palanca del otro lado del muro—. Deseo que sepan que tengo por novia a la liminal más maravillosa del mundo. Me gustaría organizar una cena memorable aquí en casa y pensaba llamar a mi madre dentro de un rato para que nos ayude a preparar todo.

—¡Estupenda idea! —exclama Valaika, casi tirándome al suelo del enorme abrazo que me da—. Yo también he querido lo mismo durante mucho tiempo. Tengo ganas de llevarte volando hasta la señora Sabina para ponerla al corriente, pero la tentación de la chimenea puede más, especialmente en noches frías.

—Por eso la encenderé ahora mismo, amor mío.

Con los troncos ardiendo y el calor invadiendo poco a poco toda la casa, contemplamos la suave danza de las llamas en tonos anaranjados y rojos; parece ser un testimonio vivo de la música sonando a pulso en nuestros corazones.

—¡Anda! —golpeo mi frente—. ¡Casi se me olvida que aún no nos hemos despedido!

—Pues hagámoslo ahora mismo, cariño. No podemos ser descorteses a estas alturas del partido.

—Vale —tomo aire, aclaro mi garganta y volteo hacia la cuarta pared—. Partiré por dar infinitas gracias a todos quienes se adentraron en los capítulos de esta historia a pesar de tener clasificación M desde el capítulo 4. Lo mismo va para los que la marcaron como favorita o la añadieron a sus listas de seguimiento. Créanlo o no, saber que Rojo y Azul era algo que se leía fue el mejor incentivo para seguir martillando el teclado.

—Tampoco podemos olvidar a los miembros de la comunidad que conocimos en estos siete meses —continúa ella, haciendo lo propio—, como Paradoja el Inquisidor, presente desde temprano, o Arconte y Falcon Blaze, cuyas reseñas fueron cruciales en la segunda mitad de la historia. También va un saludo afectuoso a Hotday Productions, quien se unió casi al final pero se llevó una buena impresión.

—Lo mismo para Alther y Tarmo Flake, a pesar de que desaparecieron desde el capítulo 18 en adelante. Ignoro sus motivos, pero no creo poder juzgarles sin enterarme de ellos. Extiendo el gesto a quienes han referenciado (y referenciarán, espero) mis personajes o ideas en sus respectivas creaciones; saber que pueden servir de inspiración a otros es genial.

—¿Nos falta algo más, querido?

—Solo un último anuncio concerniente a nosotros —le sonrío—. Después de la cena familiar tomaremos un merecido descanso. Viajaremos, recargaremos las baterías creativas, recuperaremos tiempo de calidad y, por supuesto, seguiremos pendientes de las historias que nos interesan por estos rumbos —la envuelvo con mis brazos antes de volver a la cuarta pared—. Ya sea de Monster Musume o cualquier otro universo, esperamos que nos acompañen en una próxima aventura narrativa. ¡Nos leemos, gente!

—O como se dice en japonés —Valaika prepara el último remate tras besarme la nariz—, "así ocurrieron las cosas y así, con nuestros mejores esfuerzos, se las hemos contado".