Noche

Acabar con Isamu fue incluso más fácil de lo que hubiera imaginado. Y no había tantos sentimientos encontrados como los que había provocado la muerte de su hermano. De algún modo, la culpa había hecho mella en él, viéndole desangrándose a sus pies, con los ojos grandes abiertos de par en par e intentando luchar para conseguir algo de aire. O no sabía, tal vez había sido la sorpresa de matar por primera vez.

Pero Isamu había sido un caso distinto. Insertar la daga en su cuello fue fácil (como si su piel, sus tendones, sus músculos no tuviera fuerza para pelear contra él), y la sangre brotó con la misma fuerza que recordaba. Le manchó las ropas blancas de monje, un poco de su cara ansiosa también. Sus manos eran un asco. Y todo estaba muy caliente.

Isamu había abierto los ojos, vidriosos, y le había visto con tanta sorpresa y miedo que le había sacado una torpe sonrisa. Casi una risa deseosa, cortada por los nervios. Le había visto llevar sus manos al cuello, a sus propias manos, mirándole, pidiéndole con aquellos ojos rodeados de arrugas que por favor termine con aquello, que le ayudara. Renkotsu pudo leer todo aquello en esos ojos, pero nadie impidió que siguiera mirándole, viendo cómo la vida se escurría de ese anciano cuerpo, como los ojos abandonaban toda luz y cómo sus manos perdían fuerzas hasta caer inertes. Recién entonces, Renkotsu pudo sacar la daga de aquel cuello (hizo un ruido rarísimo ese movimiento, rarísimo, excitante) y mirarse las manos manchadas de sangre.

Había sido fácil. Y las voces se apagaron —no, bajaron el volumen hasta ser un sonido en el fondo, pero era mejor que nada.

Entonces se quedó allí parado, con las ropas manchadas de sangre ajena y la daga brillosa en sus manos (brillaba espectralmente con la luz que venía de la gran ventana, el maldito viejo si tenía un gran ventanal en aquella prisión), sin saber qué hacer.


Entonces se quedó allí parado, sin saber qué hacer
hasta que los gorjeos de Hideo se extinguieron tanto como si vida. Había un gran charco de líquido carmesí en torno a su cabeza. El cuchillo de cocina aún estaba clavado en su cuello; hasta el momento de su muerte no había sido capaz de sacárselo, eso le provocó un poco de risa. Cazador de zorros, ahí estaba. Decidiendo por otros.

Sin embargo, a pesar de la gracia que la escena le provocaba, miraba a su hermano con los ojos abiertos de par en par. Las últimas palabras de su hermano hacia él habían sido acusaciones, insultos. Y había visto una mirada de odio antes de ser opacada por una de miedo, de incertidumbre, de zorro atrapado.

Lo sé.

Un "Lo sé" sin justificación alguna. Él no había hecho nada, joder, nada. Y nadie parecía comprender eso. Pero ya estaba en camino de solucionar esa situación. Ahora había hecho algo. Había hecho algo grande.

Fue en ese momento, cuando el silencio en la habitación comenzaba a ser ensordecedor y Renkotsu pensaba en todo lo que aún le faltaba hacer, que su madre entró a tropezones —visiblemente borracha— y observó toda la escena con aquellos ojos redondeados, enormes, desconfiados. Su vista quedó fija en el cuerpo sin vida de su hijo mayor, con el cuchillo aún brillando, sangriento, en el níveo cuello.

Renkotsu retrocedió un paso instintivamente. Ahora sí que se acercaba la paliza de su vida. A lo mejor esta vez terminaba de matarlo y todo.

Pero era tiempo de hacer algo. Algo al fin.

Tenía que aprovechar el tiempo, en ese momento que estaba paralizada en el umbral de la puerta. Era momento de agarrar otro cuchillo, antes de que la noche cayera al fin, antes de que el cuerpo de su hermano se enfriara demasiado.


No supo cuánto tiempo estuvo parado en la misma posición, con los brazos colgados a ambos lados de su cuerpo y la daga aún en su mano derecha. Observaba atentamente el rostro de Isamu. El viejo nunca le había caído especialmente bien, de acuerdo, pero le había recibido en ese lugar. No sabía exactamente qué decía la carta de su maestro, pero lo que fuera, le había hecho aceptarlo en allí. Sin embargo, le había tenido en la mira desde siempre. Le había tenido siempre desconfianza, como el resto de los monjes.

No supo cuánto tiempo estuvo parado en la misma posición, no. Tampoco supo cuándo habían comenzado los gritos. Ni siquiera se percató de aquello, a decir verdad. Nomás había logrado girar la cabeza hacia la puerta cuando el hombre la abrió de un empujón y se lo quedó viendo. A los pocos segundos soltó una gran risotada y gritó, girando la cabeza atrás.

—¡OIGAN, LO HIZO! —Parecía extasiado, notó Renkotsu. Tan feliz con el hecho de que lo había hecho—. ¡Hermano, ven aquí! ¡Esto es delicioso!

Tardó un poco en darse cuenta de que se trataba del tan Jakotsu, el afeminado de la cuadrilla que le había dicho que

Mata a Isamu y ven con nosotros luego, ¿eh, Renkotsu?

Vaya, parecía que había hecho ya la primera parte, y de gran forma, debía decir.

—Realmente no eres mi tipo, pero estas cosas hacen despertar cosas en mí que, ¡argh! —exclamó, mirándolo con apremio—. Oye, ¿por qué esa cara?

Siguió riendo hasta que el líder apareció en la puerta y lo corrió a un lado de un golpe. Miró a Renkotsu y luego al cuerpo de Isamu, de hito en hito. Una sonrisa apareció en su agraciado rostro y luego comenzó a reír con la misma intensidad que Jakotsu lo había hecho.

—¡Sabía que lo lograrías, Renkotsu! —aseguró, acercándose a él y pasándole el brazo por los hombros. El ex-monje notó que él no era el único manchado con sangre ajena. El líder y también el afeminado estaban cubiertos de rojo—. No estaba muy seguro de venir hoy, pero era una noche tan buena como cualquier otra, ¿ah? Además, Banryū estaba sedienta—agregó, señalando su alabarda, la gran arma que portaba con ligereza.

Renkotsu no pudo emitir palabra, pero se dejó guiar. El hombre de la trenza le dijo que le siguiera, alejándose de él, con su arma en alto. El otro hombre le indicó que se apurara mientras abandonaba la habitación detrás de los pasos de su cabecilla. Y Renkotsu no pudo más que hacer caso. Caminó detrás de ellos. Notó cada cuerpo desparramado allí, todos de monjes (ya no le observaban con suspicacia, ya no observaban en lo absoluto), estaban por doquier, masacrados, cubiertos de sangre. La luz de la luna se abría paso de alguna forma, los iluminaba inmisericorde. A Renkotsu le entró una risa loca al contar diez muertos, y ni hablar cuando la cuenta siguió aumentando. Las lágrimas habían comenzado a saltar de su rostro cuando el hombre con brazo de cuchilla desgarraba el abdomen de otro monje, y ya para el momento reía abrazado de Jakotsu, que parecía más que maravillado con el cuadro.

—Ya veo que te gusta divertirte.

—Te dije que no podía ser monje. El niño del que habíamos oído no podía convertirse en un monje.

—Claro que no. —El líder le tendió una rama encendida.— Eres demasiado valiente para ser un monje.

Valiente. Renkotsu tenía ganas de negarse, de decirle que en realidad no era valiente. Que tal vez era otra cosa.

—Ahora puedes venir con nosotros —aseguró. No tenía ni una mínima idea de cómo se llamaba ese hombre, con su gran alabarda, con esa sonrisa confiada y los ojos azules centelleantes, pero, ¿cómo podía negarse? ¿Qué otra cosa podía hacer? Además, siempre le había gustado el fuego. Tomó la rama y la tiró con el líquido inflamable.

Las hogueras del O-Bon no podían hacer competencia contra el templo que le había dado abrigo
(que había sido su maldita prisión)

, envuelto en violentas llamas, calcinando los cuerpos (sin vida o con ella) de tantos monjes y de Isamu en particular.

Renkotsu tenía ganas de preguntarles si ese era su trabajo. Si debían acabar con Isamu y todos los monjes, o si los monjes habían sido un premio para ellos (por cómo lo disfrutaban, parecía que así era). Pero la verdad es que no le importaba en lo absoluto.

Se quedaron viendo un rato el modo en que las llamas lamían cada pared (y cada cuerpo, todos ellos lo sabían), y cómo se elevaban al cielo. El olor del humo estaba bien, pero cuando también llegó hasta ellos el olor carne quemada, el líder decidió que era momento de partir.

—¿Vendrás con nosotros, hermano? —le preguntó.

Renkotsu asintió y caminó detrás de ellos. Llevaba las blancas ropas de monje con tierra y sangre, y nunca se había sentido tan libre como en ese momento, mientras detrás de él todo lo que representaba su pasado se quemaba.


Recordaba haber alcanzado a su madre por detrás, colgarse de ella
(no recordaba que era tan alta
más alta que él)

y deslizar el cuchillo
(¡MIERDA qué afilado estaba!)

por su cuello. No se había trabado ni siquiera una vez. Corría, resbalaba por su piel. Era todo un maldito espectáculo. Incluso más lindo que finalmente cortar su carne, había sido observar la expresión en su rostro cuando se dio cuenta que ese niño escuálido no iba a agacharse esa vez para recibir sus golpes, que finalmente pelearía. Y la dejaría del mismo modo que había dejado a Hideo: intentando decir algo, pero completamente imposibilitada de hacerlo. Entonces su madre, ¡oigan eso!, su madre, quien nunca había dado un paso atrás en ningún aspecto de su vida, le observó durante dos segundos
(era como si sus ojos todavía reflejaran el cuchillo brillante y chorreando en el cuello de su hijo
cabrona realmente era gracioso aquello)

y dio media vuelta. ¡Media vuelta! ¡Para intentar escaparse de su castigo, del castigo que merecía por todo lo que había hecho, la muy puta! Ahí fue cuando no pudo frenar. Nunca había sentido que era tan rápido, de verdad que no. Pero se agachó para tomar el cuchillo del cuello de su hermano
(seguía caliente y eso era bueno
porque debía hacer todo antes de que se enfriara él y la tierra
antes de que oscureciera
en ese momento mientras el sol comenzaba a descender
ese era el momento)

y corrió y saltó sobre ella. Ella se tambaleó un poco, parecía incapaz de emitir un silbido siquiera y eso le causó gracia, así que soltó una pequeña risa mientras pasaba el cuchillo exactamente sobre su cuello
(¡era un buen lugar para clavar algo!
no lo culpen)

. Se le complicó luego, cuando comenzó a perder fuerzas, solamente capaz de llevarse las manos a la herida y hacer exactamente los mismos sonidos que había hecho Hideo, esos gorjeos, esos balbuceos tan molestos. Así que tuvo que salir de arriba de ella y observarla trastabillar y caer sobre sus rodillas. Finalmente los sonidos se acallaron, las manos se cayeron sin fuerza y su cabeza dio con fuerza contra el piso. Y otra vez la sangre corría y corría y corría.

Recordaba todo eso muy bien. Sí que lo recordaba bien.

Esos recuerdos le invadían durante este nuevo O-Bon, tan diferente de los anteriores. Ese y los sonidos de Hideo y Isamu. Qué graciosos les parecían ahora. Ahora que no había recriminaciones porque estaban muertos, bien muertos. Y ni siquiera el O-Bon, ni ningún tipo de celebración podrían traerlos de vuelta para que le jodieran la puta existencia. Debían esperar a que llegara a las puertas del infierno para comenzar de nuevos con sus antiguos cánticos, entre tanto que le dejaran en paz.

Jakotsu soltó algo muy parecido a "Arrhg", mientras blandía su Jakotsutō lejos de él, tantas cuchillas diferentes brillaron con fuerza ante la luz rojiza que mostraba el cielo. Estaba aburrido y solía intentar divertirse imaginando que mataba a alguien.

—Odio estas putas fechas. Todas esas celebraciones —agregó, molesto. Renkotsu asintió. Era sabido que él también. Ginkotsu, a su lado (con una nueva y brillante cuchilla como brazo), estuvo de acuerdo y agregó que tal vez deberían matar a los aldeanos del pueblo para que se reunieran con sus seres queridos. Eso sacó nuevas risas de Jakotsu.

—¿Es porque les recuerda a lo peor que han hecho? —preguntó Mukotsu, mirándoles con aquellos grandes ojos de sapo. Su rostro seguía semi oculto detrás de telas blancas. Renkotsu alzó las cejas, curioso. ¿Qué habría sido lo peor que habían hecho todos esos hombres a su alrededor, si ninguno de ellos era ni puro ni bueno? Esas serían anécdotas interesantes.

—A lo mejor es eso —dijo de repente Bankotsu, que se entretenía sacándole brillo a su alabarda. Alzó la vista para pasarla de uno a otro—. Ya sé que han hecho todos ustedes. Pero tú todavía no nos has dicho, hermano.

Renkotsu le sonrió. Él no había estado cuando todos contaron sus peores pecados, de modo que no sabía más que el suyo propio. Tampoco le interesaba demasiado los de los demás, a veces uno era más que suficiente.

—Creo que me llevaré el mío al infierno —concluyó. Se zambulló de nuevo en el diseño de un nuevo explosivo. Esas cosas se le daban bien.

Bankotsu rió, pero no insistió. Ninguno de ellos pedía detalles, ninguno insistía. Todos sabían que había demonios que eran particularmente difíciles de eliminar. Y que había cosas que no podían vencerse, que no podían borrarse, que no podían perdonarse. Sin importar qué tan malos eran ellos, algunos de sus actos eran incluso peores.

Y para Renkotsu en particular, había solo un hecho que no le dejaba dormir algunas noches. Había hecho una sola cosa de la que se arrepentiría hasta el final de sus días, sin importar cuántas otras cosas hiciera de ahí en adelante. No había sido el asesinato de su hermano (a quién observó hasta que sus palabras y recriminaciones murieron con él), o el desollamiento de su madre (porque sí que había disfrutado deslizar el cuchillo por su cuello, pero mucho más sacarle la piel mientras aún se sostenía la herida y era incapaz de hacer cualquier otra cosa, eso sí que había estado muy bien y había sido muy malo, ajá, ese había sido un buen momento antes de anochecer), ni mucho menos la lenta muerte de Isamu, a quien no le guardaba ningún aprecio.

No. Lo peor que había hecho en su vida, también lo había hecho en los momentos previos al anochecer, mientras el cielo se teñía de un color rojizo y el sol se preparaba para ocultarse durante algunas horas. No lo había hecho con ningún cuchillo u arma de ningún tipo, porque algunas maldades se hacían tan solo con el poder de uno, con solo tener unas manos era suficiente. Y aunque lo había negado hasta el cansancio, eso no quitaba el hecho de que hubiera sucedido, de que había logrado su cometido aunque le atormentara luego.

No vio sangre, no demasiada, pero había sido suficiente para teñir sus pesadillas de los mismos colores de sus más suculentos crímenes. No hubo gorjeos, no hubo miradas de miedo.

Sus brazos de adolescente (dioses, era casi un niño también) se habían estirado hasta alcanzar el cuello de su media hermana. Atsuko le observó con inocencia, le sonrió porque siempre le había gustado el tacto de su piel, porque aunque Renkotsu le odiaba, Atsuko solo tenía confianza con él (porque era el único que le cuidaba, después de todo, era al que más conocía aunque a veces bebía del pecho de su madre). De modo que no hubo miedo en su mirada, sino cierta diversión y la inocencia propia de un bebé. Renkotsu nunca supo si podría o querría decirle algo, porque no era capaz de hablar todavía, pero siempre se preguntó si le hubiera dicho algo (sabía las últimas palabras de todas sus futuras víctimas, pero nunca de ella,
nunca de ella)

. Una de sus manos era suficiente para rodear el cuello flaco y blanco de su hermana, pero utilizó ambas porque si no lo hacía el coraje y el miedo (y no sería cazador de zorros si no lo usaba) lo iban a disuadir de su resolución. Comenzó a apretar, y no hubo ningún tipo de resistencia, porque un bebé desnutrido como aquel no podría pelear contra él, después de todo. ¿Qué rayos esperaba?

Su hermana dejó de respirar al poco tiempo, porque sus manos eran fuertes. Y pronto estaría muerta, muy muerta, y luego sucederían un montón de cosas de las que no se arrepentiría (no como aquello).

Los únicos colores rojos de esa tarde eran los del cielo
(porque él era vespertino
a él le gustaba ser cazador en ese momento del día porque era el momento del día ideal para vencer)

, y también la sangre que comenzó a teñir los ojos de su hermana al reventarse algunos pequeños capilares.

Los ojos grandes, redondeados y de tono marrón (un marrón tan oscuro que muchas veces parecía negro), con el blanco teñido de sangre, con palabras nunca dichas (su boca no diría jamás una palabra) y la misma expresión en el rostro. No de miedo, no de desconfianza. Ni siquiera consternación, porque era aún demasiado chica para siquiera comprender qué significaba.

Era inocencia, era reconocimiento.

¿Reconocería también su hermana que él le había matado? ¿Qué él le había arrebatado toda una vida, incluso si era una llena de miseria —como se encargó de repetirse para intentar ocultar el hecho de lo que sucedió?

Y podría seguir negando eternamente ese único momento antes de la caída del sol —antes de que escapara hacia los árboles, mientras su madre dormía en un charco de vómito, mientras su hermano follaba en algún montón de paja, mientras su media hermana ya no lograba ver nada, y él intentara buscar por todos los medios alguna trampa, algún zorro atrapado en alguna trampa, para poder decidir. Para poder estar a cargo de su vida aunque sea un simple momento, y olvidar para siempre que sus manos se habían cerrado en torno a un cuello muy chico y había obligado al aire a permanecer fuera de esos dos pulmones.

Nunca habría podido olvidar aquello. Aquel había sido su peor pecado y debía aprender a convivir con los ojos inyectados en sangre de Atsuko, que siempre le observaban de algún lugar de la habitación completamente en silencio, como tantas veces había pedido.


NOTA

&'Noche' es el capítulo que corresponde a la etapa 3 de 'El terror que habita mi piel', actividad temática del foro ¡Siéntate! por el mes del terror.
#Cantidad de palabras: 3068.

Hemos llegado al fin de este fic, y al peor pecado cometido por Renkotsu [en el contexto de este fic, duh]. ¿Qué opinan de este capítulo? ¿Qué opinan de todo el fic?

Espero haber manejado bien a este personaje, y haberles perturbado (o incluso darles miedo) aunque sea durante un momento. En cuanto a la actividad, solo me resta decir que la disfruté horrores. Me costó mucho escribir sobre él y sobre las temáticas de cada etapa, pero fue una buena experiencia. Espero que ustedes consideren que la lectura vale la pena. Gracias por acompañarme en estos tres capítulos y muchas-más-gracias a quienes se han atrevido a dejar su comentario. Losamo~

Pasen un gran día y reciban muchos miedos este Halloween.

Mor.