Miedo a Arder.

Capítulo 2 - Daenaera Velaryon de Targaryen.


La expectación de ser llamada a los aposentos del rey Aegon III, fue palideciendo con el paso del tiempo, la costumbre y la distancia que tales encuentros conllevaban. Habiéndole dado cuatro hijos, y con muchas noches de intimidad a cuestas, la reina Daenaera conocía mucho mejor a su esposo. Los años le otorgaron experiencia y algo de frialdad, de tal suerte que, cuando fue convocada en cierta ocasión, y le descubrió sentado en el gran lecho, sin corona, con el aire abandonado y estremecido de quien ha recibido la noticia de su inminente muerte, no se culpó y solo una ligera intriga suplantó al auténtico terror que esa expresión antes le infundiera.

–Alteza, espero no importunaros –murmuró, apenas en un murmullo, obsequiándole una reverencia. Él alzó sus ojos profundos y oscuros, envolviéndola en una mirada intensa, triste y anhelante.

–Vuestra presencia siempre será bienvenida, reina Daenaera –expresó cortésmente, haciéndole un ademán para que se sentase a su lado.

«Por el tiempo que habéis tardado en convocarme desde la última vez, nadie lo diría», pensó la reina, pero hizo lo que le sugerían y juntó las manos sobre las rodillas, observando el perfil de su esposo. Lo notó pálido y desmejorado, en contraposición a la última vez que le había mirado de cerca. sabía, por sus vueltas a la corte, que el rey había estado encerrado en sus habitaciones los últimos días, dejando todo a cargo de su hermano menor, Viserys, la Mano.

–Daena estuvo preguntando por vos, alteza –se atrevió a decir, siempre en un susurro. La experiencia le enseñó a tratar con suavidad a aquel hombre rubio que en ocasiones decidía honrarla con su compañía y semilla.

–Mañana retomaré mis funciones cotidianas –respondió con aparente aburrimiento, aunque una sombra repentina cruzó por su rostro, tal vez de cariño. Daeron y Baelor eran lo suficientemente grandes para saber que no debían molestar a su padre, pero las niñas… a Daenaera no le gustaba pensar en las niñas y su padre.

Aegon se levantó. era alto, seguía delgado y pálido, y el cabello rubio le destellaba a la luz de las velas. Tampoco había cambiado su frialdad, pese a la paternidad y la relativa paz en los Seis Reinos. Ni siquiera Viserys podía ya alegrarlo, aunque los dioses sabían que era la persona a quien más en cuenta tenía el rey. Mientras él se quitaba las botas, con movimientos medidos y pragmáticos, daenaera se preguntó cuál era el actual motivo de congoja de aquel personaje encargado de darle hijos y bienestar.

Ella también se descalzó, preguntándose si ya era hora de luchar con las lazadas de su vestido, elegante y hermoso, que realzaba su esbelta figura, para encontrarse con su rey y esposo, desnudos en el lecho. Le había dado cuatro hijos, y aunque pensó que no volvería a ser llamada para acompañar al protector del reino, al parecer se había equivocado.

–Desvestíos, majestad –pidió Aegon, con una mirada rápida a sus primorosos pies descalzos apoyados en la alfombra–: estáis hermosa sin vuestros ropajes.

El halago le provocó un dulce cosquilleo en el pecho, más parecido al cariño y el orgullo que al deseo. ¿Nunca dejaría de sentirse como una planta ansiosa de sol y privada de él? Daenaera pensaba que no. Desde los seis años que estaba prometida a ese hombre de mirada austera, y no era que ignorase que la había elegido solo por postergar el momento de la consumación de su enlace. Así y todo, se había esforzado por llamar su atención. El primer objetivo era amor, mas como fuese inalcanzable, se conformó con hacerle feliz, y al ver que no funcionaba la modesta empresa de darle herederos fue todo lo que se le ofreció.

Se desvistió con elegancia, como había practicado cientos de veces. Las septas no enseñaban a complacer a un hombre, pero el espejo era su profesor en cuestiones de belleza, y sus ojos lila le informaban que en la corte, nadie podía rivalizar con su hermosura, ni siquiera la pequeña Naerys Targaryen, doncella de trece años e hija de su cuñado. Cuando el vestido cayó al suelo, víctima de los dedos entrenados de la mujer, y el mismo destino sufrió la enagua, se sintió fría y expuesta como siempre. ¿Qué deseaba Aegon? Una parte de él estaba allí, devorándosela con la mirada, pero otro resto se hallaba en lo más profundo de su ser, pensando en lo que fuese que pasaba por su cabeza cuando no estaban juntos.

Él extendió una mano, blanca en contraste a la negrura de sus ropas, y le acarició el hombro con suavidad. Daenaera se estremeció, pues su piel estaba fría, al igual que una recóndita parte de sus ojos. Avanzó hacia él, ya no con el ansia pueril de las primeras veces, más bien con desenvoltura y gallardía, como enfrentándose a una batalla. El rey la envolvió entre sus brazos, y mientras buscaba sus labios la reina supo que estaba bastante lejos de allí como para que apenas le importase. Eso le enturbió el sabor del beso, al igual que la relación sexual de esa noche. Como en muchas otras, no consiguió alcanzar el clímax, pues el temor que veía en la mirada de su marido le impedía arder y sentirse mujer.

Varias horas más tarde, el matrimonio real estaba inmerso en el típico juego post coital de fingirse dormido para el otro, pese a que ambos se sabían despiertos. Ninguno lo disfrutaba especialmente, pero ambos conocían las reglas y no dudaban en seguirlas durante aquellas noches de compañía mutua, donde sus respectivas presencias los turbaban de tal manera.

Aegon le daba la espalda, y aunque las velas casi no alumbraban ya, Daenaera podía ver el brillo de su cabello platino. Suspiró, pensando en su triste juventud en la fortaleza roja, siendo objeto de envidia y burlas de muchachitas de la corte, ya que era de dominio público que la prometida de Aegon III no parecía importarle demasiado al rey. Mil veces se intentó armar de valor para interceptarle y preguntar por qué no le dirigía una palabra, ¿acaso la odiaba? ¿Planeaba que se quedase sola y casta para siempre? ¿Es que era demasiado fea para la familia real? Aquello último no podía ser, el espejo le decía, mañana y noche, cuán hermosa era. Incluso los caballeros y otros nobles, sin contar con los criados, dejaban traslucir su admiración por la figura de la princesa, en plena vía de desarrollo. ¿qué era, pues, lo que dejaba tan indiferente a Aegon?

La respuesta le parecía obvia entonces, tan triste y sombría como estaba. Él no podía olvidarse de su primera esposa, Jaehaera, la dulce princesita Targaryen hija de su tío. ¡Por supuesto que sí! Aquello tenía que ser. Jaehaera, que se había suicidado pues no podía seguir soportando el desprecio de su joven prometido, ni la muerte de su familia. A veces, bañada en sudor y nerviosismo durante el atardecer, se preguntaba si su rey no estaba esperando precisamente eso, que le demostrase que era tan capaz como Jaehaera de renunciar a su vida por un poco de aquella atención tan valiosa. Mas de solo imaginarse muerta, empalada en una pica de Foso Dragón, le entraban escalofríos, y entre lágrimas rezaba a los siete cada noche para que, si el rey no quería consumar el matrimonio, al menos que la dejase conocer el amor con otro hombre. Nunca se atrevió a pedirlo, no obstante. Después de todo, era hijo de aquella a la que llamaban "rey Maegor con tetas".

De modo que calló, y fue una suerte, ya que el rey le había dado cuatro regalos maravillosos. Baelor y Daeron eran rubios, fuertes y brillantes, para memorizar uno y para las armas el otro, y las pequeñas Daena y Rhaena eran dulces y hermosas como ambos. ¿de qué tenía que quejarse? Era reina de los seis Reinos, vivía cómodamente y no se le había muerto ningún niño hasta el momento, sin contar con que era hermosa y todavía joven. Podría darle tres hijos más al rey, si quisiera.

Salvo que era posible que no quisiese, claro, porque Aegon tenía miedo de ser feliz y de llevarla con él a la alegría. Con la excepción de que su marido apenas si soportaba mirarla, y por cada expresión de deseo en su rostro habían diez de contención. Descontando, claramente, que ella era incapaz de calentar su frío. Ni Viserys Targaryen, su hermano sonriente, lo consiguió a fin de cuentas, y en lugar de contagiar a Aegon de dicha, fue él quien se congeló.

En esto pensaba, llena de melancolía (como Aegon, quién lo habría dicho de la niña sonriente que antes fuese) cuando la regla del juego se rompió.

Y cuán rápido el ser humano se deshace de sus parámetros, pudo haber pensado Daenaera si hubiese tenido tiempo para pensar, pero los ojos violeta de su esposo, fijándose en los suyos abiertos, no se lo permitieron. Solo le bastó voltear un poco, y percatarse ambos de que no dormían. Quien los hubiese visto así, en la penumbra, acostados sin tocarse, habría sentido compasión de aquellos seres bellos condenados a la infelicidad.

–¿Por qué no dormís? –Preguntó la mujer, antes de poder controlarse, aunque con pleno conocimiento de que no conseguiría respuesta.

El rey se rascó la cabeza. Desnudo en la cama, sin su sencilla corona, sin sus ropajes negros, era tan vulnerable como cualquier hombre. Incluso más.

–Lo que teníamos entre manos con viserys… no funcionó, reina mía. Eh ahí el motivo del desvelo de vuestro esposo –dijo con desconsuelo.

Se cubrió la cara con sus pálidas manos, y a daenaera no le cupo duda alguna de que iba a echarse a llorar. Extendió la mano, en un acto reflejo, y le sorprendió que Aegon no se apartara de su cuerpo como otras veces en que había intentado consolarle. Le abrazó, y aunque se puso rígido, no se soltó de su agarre. Ni lloró, por lo que parecía. Pese a la reticencia que le provocaban los dragones, sabía que uno de su especie no lloraba.

Mientras lo tenía apretado contra sus suaves pechos, daenaera pensó que siempre había sabido que no funcionaría. Muchas decisiones acertadas tomó Viserys Targaryen, pero llamar a nueve magos del Otro Lado del Mar angosto para que les ayudase a hacer eclosionar los huevos de dragón, no fue una de ellas. Lo peor era que, si bien la idea fue del menor, Aegon confiaba plenamente en él, y jamás le culparía por el fracaso. Por el contrario, la responsabilidad caería sobre sus hombros de monarca.

–Lo siento de todo corazón, alteza –dijo Daenaera, sin mentir. Ala de Plata había muerto, y era el último de su especie. No quedaba dragón vivo en Poniente.

Aegon soltó un suspiro profundo y resignado.

–Yo lo siento más. Los dragones eran la insignia de nuestra casa y el poder de nuestro nombre –aseveró, cansado–: confiaba en que funcionaría… confianzas fútiles, como se bio. Para el futuro reinado de Daeron esperaba contar con dos dragones, al menos. Estarían lo suficientemente grandes para entonces…

Incluso con la tristeza del momento, y la idea de ver a su hijo mayor sobre el lomo de un dragón, contando con el poder de la sangre y el fuego, daenaera comprobó que muy poca ilusión le hacía a su esposo. La fascinación con que otros Targaryen hablaban de aquellas criaturas, en Aegon se veía opacada por el temor, odio casi, que no podía disimular del todo.

–Daeron contará con la bendición de los siete, y con el poder de los Seis Reinos –dijo en cambio, para tranquilizarle–: y quién sabe, tal vez alcance la solución que tanto os esquiva, para que los dragones se paseen sobre Poniente otra vez.

Aegon la miró a los ojos con intensidad. Se soltó de su agarre, suavemente pero con determinación. Daenaera comprendió que había dicho algo equivocado, y que pasaría mucho, muchísimo tiempo antes de que su esposo le permitiera volver a abrazarlo así.

–Veneno de dragón, me llama el pueblo llano. Es evidente que vos pensáis algo semejante –dijo, con amargura en su voz. Daenaera pensó que, de haber sido otro tipo de hombre, la habría golpeado–: intenté que no muriesen. Estaban encerrados, pero por la seguridad de todos nosotros… son peligrosos. Así y todo, puede que tengáis razón, majestad. Puede que Daeron consiga lo que yo no, y sean la protección de nuestra casa otra vez.

Y la mujer vio que su esposo añadía otro fracaso a esa larga lista que tenía en la cabeza, una lista que hubiera gustado tener en sus manos para hacerla pedazos. Había tal sentimiento de impotencia en sus ojos que se vio tentada de abrazarle, al menos para decirle que estaba con él, y que se les recordaría como rey y reina, en cualquier circunstancia. Sin embargo, era conocedora de que el momento había pasado y que esta vez, habría sido rechazada.

De tal suerte que volvieron a jugar a aquel viejo juego de fingirse dormidos, y mientras Daenaera cerraba los ojos por hacer algo, se apagaron las velas, tal como el fuego de dragón se apagó en Poniente, o como se apagaron sus ansias de amor verdadero. Todo aquello lo había apagado Aegon III Targaryen, por su miedo a arder.


Epílogo: de cómo cerrar una historia de no amor.

Fue la última noche que pasaron juntos como hombre y mujer, ya que los Dioses tuvieron a bien obsequiarles con su última hija, con la que los reyes se dieron por satisfechos. (al menos el rey, en todo caso)

Los dragones no volvieron a irrumpir en el mundo hasta Daenerys Targaryen.

El terror de Aegon III de que causasen daño a los humanos se vio relegado por la alegría del momento, pero en un futuro, el mundo entero lamentaría no haber hecho caso al temor de un rey sabio.

A la hermosa Daenaera apenas se la recuerda. El desamor suele recordarse menos. Su rey la apagó.

FIN.