NdA: tal y como he avisado en el séptimo capítulo, a partir de aquí comienzo a corregir ciertos fallos que mi beta y yo hemos encontrado en varios capítulos, así que si os parezco una sosa que no deja notas de autor es porque no puedo copiar y pegar los capítulos desde FF, sino que tengo que hacerlo desde el Word en el que tengo guardado Confeti rosa, con lo cual todos los apuntes que he añadido al principio y al final de las actualizaciones se pierden unu
Pero no pasa nada, ya volveré a daros la chapa en el octavo ´u`
Confeti rosa
de
Janet Cab
l.
A Iwaizumi le gustaba su nueva vida de universitario, aunque se la había imaginado radicalmente distinta, para ser honestos.
Con gente saltando por el balcón, desconocidos demacrados desayunando Cheerios inflados de Pepsi en el salón de su pisito en la residencia de estudiantes, animadoras vengativas, hombres-lobo, fiestas todos los viernes y discusiones por los turnos del baño y el volumen de la música. Y puede que algún que otro tiroteo. Algo así. Y francamente, estaba contento de haberse equivocado de cabo a rabo, porque la perspectiva de tener que liarse a romper cuellos para hacerse respetar desde el minuto uno lo había tenido un poco intranquilo, pero es que a sus dieciocho años de vida Oikawa lo había arrastrado a una cantidad vergonzosa de películas americanas y era razonable que tuviera sus prejuicios. Oikawa era muy fan de las americanadas. Demasiado. Hasta extremos insanos. ¿Su serie favorita? Breaking Bad. ¿Su cantante favorita? Katy Perry (sí, en serio). Se había empapado todos los avistamientos de OVNIs en la historia de Estados Unidos y te podía hacer una crónica completa de la Guerra de Secesión si le dabas dos minutos.
Por suerte estaban en Japón, y la Universidad de Tohoku distaba mucho de Malditos Vecinos y los episodios de Caso Abierto basados en la década de los noventa. Así que perfecto. A Iwaizumi nunca se le había dado muy bien no perder los nervios en una atmósfera de descontrol y socialización constante, y el ambiente universitario había resultado no ser más que un remanso de calma tensa entre exámenes, competitividad y tráfico de apuntes. Ni el más mínimo atisbo de novatadas, correr desnudos por los pasillos embadurnados en harina o despertarse en una cama llena de plumas y huevos podridos.
También había tenido la grandísima suerte de dar con unos compañeros de piso normales. Iwaizumi había hecho un énfasis incontestable en que fueran personas ordenadas, discretas y mentalmente estables cuando había colgado el anuncio en el grupo de alumnos y ex-alumnos de la Universidad de Tohoku en Facebook.
Ese martes por la tarde sale temprano de su clase de Psicología del Desarrollo. Una chica rubia que suele sentarse en su misma fila lo saluda con timidez, en una especie de semireverencia, e Iwaizumi le devuelve un asentimiento seco de la cabeza. Distraído. Lleva ansioso todo el día, y ni el entrenamiento matutino, ni la ducha, ni el test de Comunicación y Educación para el que lleva cinco días estudiando han aplacado el picor en los dedos y la bola de tensión sobre el estómago. Y es frustrante, porque ha salido moderadamente convencido del examen y ha respondido bien al entrenamiento de media tarde y a pesar de ello, en el fondo sabe que todo eso no es más que un trámite hasta que cae la noche.
Pero lo estoy haciendo bien. He escogido bien.
Se da un salto a la biblioteca para sacar dos libros que le ayuden en su trabajo sobre los factores de la violencia de género en la región de Sendai, compra una revista de deporte en el quiosco que hay a la salida y coge el coche para volver a la residencia. La Universidad de Tohoku era una de las nueve universidades imperiales de Japón, y aunque Iwaizumi había cogido el hábito de salir a correr por las mañanas, cuando le tocaba clase de tarde prefería hacer uso de su carnet recién sacado. Tampoco era cuestión de quemarse innecesariamente. Lo habían admitido en el equipo de vóley de Tohoku, pero tanto el ritmo de los entrenos como el de las clases estaban a años luz de los del Aoba Johsai, que tampoco es que fuera una perita en dulce, pero se notaba la subida de nivel.
Y sin embargo, se sentía cómodo. Las materias no eran exactamente difíciles de digerir, pocas se seguían por tochos de libros y Educación Social era una carrera bonita. Podría haber escogido otra, porque sus notas de preparatoria y selectividad habían sido bastante respetables, pero siempre le había parecido curioso todo aquello de la peña problemática y la marginación. Bueno. Ahora lo llamaba "pedagogía y redes sociales de integración", pero el caso es que era agradable y una vez obtuviese el título tendría otra ocupación que podría desempeñar si resultaba que no podía dedicarse al vóley profesionalmente.
Aparca el Honda Civic Type R, deportivo, resistente, completo y azul oscuro, y sube los tres tramos de escaleras del patio interior de la residencia sin sudar. Está cansado y satisfecho, con la cabeza medio llena de ideas interesantes y remates experimentales, y se pregunta si Mobi y Yuki habrán hecho la cena o va a tener que prepararse algo por su cuenta, porque tienen un horario para las comidas pegado con imanes a la nevera, pero siempre se le olvida cómo funciona la dinámica de los martes.
Anota mentalmente sacar una copia en la reprografía de la Facultad de Educación.
–Ey –lo saluda Mobi desde la terraza, frente a un plato de galletas que le extiende. Iwaizumi coge una y masculla un "gracias" hecho de azúcar sin refinar y masa horneada. La presencia de Mobi -tranquila y alta como un junco- surte el efecto de un relajante muscular de hierbabuena. Se recoge el pelo largo y negro en una coleta alta–. Yuki se está duchando, ¿lo esperas y cenamos? Hemos hecho bolas de arroz con las sobras del de ayer, y hay té verde fresquito en la nevera. Lo compré esta tarde.
A Iwaizumi le suenan las tripas. Esconde el rubor en el cuello de la chaqueta. Da gracias por septuagésima vez en lo que va de mes por haberse ido a vivir con la gente más maravillosa del planeta. Probablemente.
–Claro. Voy a cambiarme.
Deja la puerta de su habitación abierta. Es la que más cerca está de todo. El baño, la terraza, la lavadora, la cocina y la sala de estar. Mobi y Yuki se quedan en la planta de arriba. Seguramente no les hizo mucha gracia cuando les tocaron los dos palos más cortos en el sorteo, pero respetaron el resultado con dignidad.
Le llega la voz de Mobi a través de la puerta entreabierta.
–¿A qué hora has quedado hoy? –pregunta.
–A las ocho y media –responde Iwaizumi, y añade con rapidez–, pero no pasa nada. No se va a morir por esperar un poco. Creo.
–Por lo que me has contado, parece la clase de persona que estiraría la pata por algo absurdo.
–A ver, que va a morir joven es un hecho –admite Iwaizumi, yendo a meter un montón de ropa en la lavadora. La programa por inercia–. Hace y dice demasiados disparates. Se lo recuerdo siempre que puedo.
–Hala, qué bestia. ¿Y no te contesta nada?
–Lo típico. Que casi que mejor la palma antes de los treinta, porque así todos lo recordaremos guapo y fresco como una lechuga. –Pone los ojos en blanco–. Chorradas.
Mobi sonríe con amplitud. Y con un poquito de mala leche también.
–Qué ganas tienes de verlo hoy, ¿eh?
–Cállate.
Adecentan la mesa del jardín y cenan ahí los tres. Iwaizumi apenas participa en la conversación. Se abstrae con la hierba pulcramente cortada de los jardines que se extienden frente a ellos, con sus hibiscos rojos y rosas floreciendo en todos los setos verde esmeralda. Una fuente de piedra gris y beige se erige en el centro. Las luces nocturnas se encienden y cambian las aguas de color. Añil. Amarillo. Malva. La floritura acuática cae en forma de paraguas, tiñéndose constántemente.
Yuki les enseña su última adquisición cuando Iwaizumi está a punto de levantarse de la mesa. Ha comido más rápido que los demás inconscientemente. Otra vez. Por nada en especial. Se esfuerza en no mirar de nuevo su reloj de pulsera.
–¿Calzoncillos de Star Wars, en serio? –bufa–. Lo que me faltaba. Otro loco de los marcianitos.
Yuki es un chico de rasgos bastante finos y una dependencia de la cafeína preocupante, de complexión tirando a esmirriada. Es el que mejor cocina de los tres, y el segundo que mejor limpia. Normalmente no da demasiado la nota, pero es hablar de frikadas y descarrila como un tren bala.
–Son MUY molantes, Iwaizumi. Mira, mira, la Estrella de la Muerte brilla en la oscuridad. –Y junta las manos sobre la tela negra y blanca, dejando un hueco para que Mobi e Iwaizumi comprueben lo que dice–. Le he pasado captura a Oikawa y le han fli-pa-do.
Claro. Cómo no.
Había sido mala idea invitarlo a la residencia. Definitivamente. Iwaizumi sabía a lo que se atenía cuando cedió a traerlo cada dos semanas, después de muchos "Iwa-chaaaan", varios "¿es que soy el único que echa de menos a su mejor amigo?" e infinitos "me portaré bien, te lo juro". Le había ganado la batalla por agotamiento. El problema es que prácticamente un tercio de sus compañeros de clase conocía a Oikawa, lo cual se traducía en un aumento de visitas cada vez que venía y que Iwaizumi no siempre estaba dispuesto a recibir. Y encima Oikawa había hecho buenas migas con Yuki.
–Oikawa se flipa con cualquier cosa –sentencia, incorporándose–. Dejad los trastos en el fregadero. En un rato los lavo.
Deja el portátil encendiéndose mientras se lava los dientes con celeridad. Se pasa las manos por el pelo, intentando aplastarlo hacia abajo, pero al final se da cuenta de que es ridículo intentar arreglárselo, como si Oikawa y su estúpido corte a lo "miradme, madres del mundo, soy un buen chico" tuvieran algo que opinar al respecto.
Se estira un poco la camiseta hacia los costados y se clausura en su habitación. Masculla un "lo que sea" desganado cuando Mobi le pide que lo salude de su parte. Conecta los cascos al portátil y baja un poco el volumen, por precaución, porque Oikawa tiene la manía de berrear como un gato cuando llevan más de veinticuatro horas sin verse los caretos.
Skype tarda más de lo normal en cargar, pero cuando abre la sesión solo transcurren unos segundos antes de que se materialice ante él. El hormigueo en la barriga es instantáneo. Oikawa sonríe tanto que se le podría romper la cara en cualquier momento. Lleva los mechones más largos pegados a las sienes y a la frente, e Iwaizumi intuye que acaba de salir de la ducha.
–Bueno... –empieza Iwaizumi. La voz le sale un poco débil. Carraspea–, cuéntame. ¿Qué tripa se te ha roto hoy?
La risa de su mejor amigo le llega un poco distorsionada. Iwaizumi empezó a valorarla un poco más cuando dejó de escucharla en directo y a diario. Solo un poco más. Es una tontería, realmente, pero se le desentumecen los músculos de la espalda y el alivio le estalla dentro del pecho como una bomba de chocolate caliente. Se le cura la ansiedad y la maldad se evapora del mundo por un momento, y todo adquiere un matiz luminoso y correcto en el que reverbera la risa de Oikawa.
–¿Sabes? Me sorprende ese saludo. Pensaba que ibas a darte cuenta de que me he lavado el pelo y dirías algo como "¿acabas de quitarte la mugre o qué?", pero no.
–Habría sido muy predecible.
–También es verdad –concede Oikawa. Y entonces, algo en su expresión cambia. Se toca los colmillos con la punta de la lengua, como si tuviera una travesura en la palma de la mano y se muriera por hacerlo cómplice, e Iwaizumi puede oler el cotilleo desde ahí–. No te vas a creer lo que me ha pasado hoy, Iwa-chan.
–Te has enterado de que My Chemical Romance vuelve en septiembre y vas a dejarte el flequillo largo otra vez.
Oikawa hace un gesto con la mano como de "estoy frito por hablar del tema YA mismo, pero no era eso".
–Hoy he ido a sacar la mochila de vóley de la taquilla y... –se agacha y revuelve entre sus cosas. Iwaizumi puede ver cómo se le remarca el tendón del cuello al estirarse. Se mira las rodillas con una determinación adquirida a base de práctica–... ¡mira lo que había trabado! –acerca algo a la cámara que Iwaizumi no tarda en identificar como un sobre cuando el objetivo enfoca.
Otra declaración.
Chasquea la lengua.
No me fastidies.
–Una carta. ¿Y qué? ¿Es la número trescientos en lo que va de año o algo?
–La trescientos cinco –lo corrige Oikawa–, pero tiene algo diferente a las demás.
Iwaizumi resopla con hastío. Oikawa trata a todas las chicas con educación, como si fueran importantes y temiera herir su sensibilidad, y ya es bastante jodido haberse pegado todo el instituto quitándoselas de encima antes de los partidos como para que ahora le coma la oreja cada vez que una le escribe notitas con los puntos de las íes en forma de corazón o lo que sea.
–Sé que estás intentando crear expectación, pero como no sea algo relacionado con Godzilla estoy a esto de perder el interés.
–Vale, vale, ¿estás preparado?
–¿Para verte babear por chicas a las que no conoces? A lo mejor no.
A Oikawa se le ilumina la cara. No sabe si es la mala calidad de la imagen, pero es como si estuviera temblando de la emoción.
–Es de un chico.
Solo son cuatro palabras. Una frase cotidiana. Debería ser irrelevante, pero Iwaizumi se encorva hacia adelante con brusquedad.
–Qué.
Por qué.
–La carta me la ha escrito un chico.
Cómo.
–Venga ya.
–¡Que sí! Mira, he subrayado los pasajes que lo ponen en evidencia.
–Mira que eres tonto.
Oikawa pasa de él olímpicamente.
–"He visto tus partidos por internet, y me pasé con los colegas por el último torneo. Soy un tío más de fútbol, pero gracias a ti me he empezado a interesar por el vóley. Y nada, que mucho ánimo con el equipo de la uni".
Iwaizumi analiza el mensaje. Lo descifra. Palabra. Por. Palabra. Trata de serenarse. Poner sus ideas en orden.
–Parece que te admira.
–Pues yo creo que quiere guerra, porque también dice que estoy más bueno que comer sentado, pero decidí omitir esa parte –dice con petulancia.
Iwaizumi tarda un poco en reaccionar, porque Oikawa acaba de decir que un chico quiere guerra con él como si hablase de lo nublado que se ha quedado el día.
–Como que acabas de decirla, simplón.
–Quería ponerte en situación.
Iwaizumi le propina un puñetazo a su escritorio. Oikawa da un saltito al otro lado de la pantalla. No está preocupado. A Oikawa le parece divertido. Molarle a los tíos. Nada más. Muy moderno todo. Iwaizumi no tiene por qué indagar sobre su nombre, sus antecedentes penales por acoso y extorsión o su posible psicopatía. Solo es un chico. Al que le gusta otro chico. Que incidentalmente es su mejor amigo.
Recurre a la violencia verbal para descargar su frustración.
–¿Por qué estás tan lejos? ¿Por qué no puedo partirte la boca?
Mala idea.
El muy canalla se ríe con suavidad. A salvo. A kilómetros de su amenaza. Iwaizumi lo ve apoyar la barbilla en la mano. El muy idiota seguramente cree que le hace parecer irresistible. Más.
Es la señal. Se prepara.
–Te echo de menos. –Sería más fácil si no pusiera esa voz, como de cosas que ronronean solo con tocarlas. Iwaizumi contiene la respiración. Sabe que el chaparrón no ha pasado y lo resiste con todo lo que tiene–. ¿Vienes a buscarme el sábado?
Oikawa no puede darse cuenta. Jamás. De cómo le afecta esa voz, construida de algodón y sacarina, de cómo le dilata las pupilas como la luna llena cuando cae a plomo derretido sobre los lobos y hace que la sangre corra más rápido por las venas. Ojalá no se acostumbre a pedirle favores en ese tono, porque Iwaizumi podría acabar robando un banco o descuartizando bebés.
Le responde tres octavas más bajo.
–Sácate el carnet ya, pesado –gruñe–. Un día de estos te dejo botado en una cuneta.
La conversación vuelve a un cauce más normal después de eso. Oikawa se queja de lo cruel que es, lo compara con lo guay que es Yuki y sus calzoncillos de Star Wars y le pide que lo acompañe a comprarse unos cuando pase a recogerlo. Hablan de todo y de nada. De la quedada con Makki y Mattsun el próximo sábado y de la reunión con el resto del equipo el lunes que viene, de los saludos que le envía Mobi, de la tienda de campaña que ha visto Iwaizumi por e-Bay, de que quizá Oikawa visite su primera morgue al final del segundo semestre, de lo chachi y espeluznante que le resulta Medicina y de la redacción que está terminando para mañana.
–Y hoy probé las Oreo con mantequilla de cacahuete –parlotea Oikawa.
–A mí me gustan más las de menta.
–¿Entonces me como el paquete que te tengo guardado?
–¿Quieres quedarte calvo antes de los veinte? ¿En serio?
A las nueve y media, Oikawa bosteza.
–Anda, vete ya –le dice Iwaizumi con firmeza. Si se conociera menos, le sorprendería la pereza con la que se lo pide–, que ya es tarde. Yo todavía tengo que fregar y leer un poco, y tú tienes una redacción que terminar.
–Vaaale –Oikawa se frota los ojos–. ¿Mañana a qué hora?
–A las nueve, que tengo entrenamiento después de la clase de las siete.
–Yo termino el mío a las nueve y media. ¿Te importa dejarlo para las diez? Y hablamos menos, te lo juro.
Iwaizumi querría decirle que no.
–Bueno, pero no me engañes. Tontikawa.
–Que no, en serio.
Friega los cuencos y las tazas como un autómata. Se lleva una botella de agua a su habitación y le hace un hueco en la mesilla abarrotada de manuales, pañuelos de papel, cajitas con tapones de cera, libretas de tapa dura y souvenirs de distintas regiones japonesas en forma de monumentos conmemorativos en miniatura.
Le pesan los párpados, como si se le hubieran llenado de miel tibia y empalagosa, y antes de apagar la lamparita se toca el abdomen. Los nervios se han disipado y los dedos ya no le pican. Se dice que no va a poder seguir así para siempre. Tiene que aprender a dormir sin su voz por las noches. Algún día le faltará y se quedará en vela como un maldito búho y no. Tal vez debería aprovisionarse de manzanilla y tila.
Pero lo está haciendo bien. Ha escogido bien.
Eso seguro.