Decleimer: Adaptación de la novela Sombra y Estrella (The Shadow and the star). Todos los personajes de Inuyasha pertenecen a Rumiko Takahashi.

Capítulo 1

Rin se despertó de repente en plena noche. Había estado soñando con cerezas. Su cuerpo sintió el sobresalto de la transición, una sacudida desagradable que la obligó a tragar aire, que estremeció sus músculos y le aceleró el corazón mientras miraba la oscuridad y trataba de recuperar el aliento, de entender las diferencias entre la realidad y los sueños.

¿Eran cerezas… y ciruelas? ¿Se trataba de un pastel? ¿De un postre? ¿De la receta de un refresco? No… ah… no, del Tocado. Cerró los ojos. Dejó que la mente soñolienta se deslizase ante la cuestión de si debían ser cerezas o ciruelas las que adornasen el tocado alto, terminado en punta, que podría comprarse a finales de semana cuando le pagaran por el encargo para la esposa del terrateniente.

Vagamente intuyó que el tocado era un tema mucho menos peligroso y más agradable en el que pensar que el que sabía que debería ocupar sus pensamientos: su oscura habitación en la cabaña que en vida perteneció a la anciana Kaede y los distintos rincones todavía más oscuros, y qué alteración podía haber sido la causa de su despertar de un sopor profundo y muy necesario.

El silencio de la noche era casi total, solo interrumpido por el tictac del reloj y la suave brisa que entraba por la ventana de su habitación y que esa noche le llevaba el aroma de los prados un poco más allá y no los olores normales a campo y tierra mojada. A ese verano anticipado lo llamaban tiempo de la sacerdotisa, y Rin lo notó en las mejillas. Las celebraciones del cumpleaños de la sacerdotisa Kagome hacían que por las noches la aldea estuviese más ruidosa que de costumbre, atraídos por las historias de la sacerdotisa Kagome a los forasteros extravagantes procedentes de todos los rincones de Japón que se veían por doquier, cubiertos con joyas y ropas vistosas.

Pero en esos momentos la noche estaba en silencio. Ante la ventana abierta distinguió apenas la silueta del bulto de seda rosa que había terminado de coser a las dos de la mañana. El Kimono debía entregarse antes de las ocho, con las costuras terminadas. La propia Rin debía estar vestida y en la puerta de atrás de señora Kai donde era aprendiz de artesana antes de esa hora, sobre las seis y media, con el trabajo en una cesta a fin de que una de las chicas del taller se lo probara para comprobar que no tenía defectos antes de entregarlo a la esposa del terrateniente.

Intentó recuperar aquel sueño tan preciado, pero tenía el cuerpo tenso y el corazón no cesaba de latir con fuerza. ¿Era aquello un ruido? No sabía con seguridad si lo que oía era un sonido real o el latido de su propio corazón. Así que, como era de esperar, los latidos cobraron aún más fuerza, y aquella idea difusa que llevaba un tiempo rondándole el pensamiento sin que lo reconociese se adueñó por completo de su mente: había alguien allí con ella en la pequeña habitación.

La sensación de miedo que experimentó Rin habría hecho resoplar a la anciana Kaede. La anciana Kaede tenía una actitud valerosa. Ella no se habría quedado acostada muerta de miedo con el corazón desbocado. Se habría puesto en pie de un salto y agarrado un bastón que habría dejado junto a la almohada, porque la anciana Kaede tenía el hábito de planear por adelantado emergencias de ese tipo, como encontrarse que una no estaba sola en su propia habitación en medio de la oscuridad.

Rin no estaba hecha de esa fibra además se había acostumbrado a que cuidaran de ella, que él cuidada de ella. Sabía que a ese respecto había sido una decepción para la anciana Kaede y ya puestos también para Sesshomaru-sama. Tenía un bastón, pero no se había acordado de colocarlo cerca del futón antes de acostarse, ya que estaba agotada y era la hija de unos aldeanos tontos.

Al estar desarmada, no le quedaba más que dar el siguiente paso lógico: convencerse a sí misma de que con toda seguridad no había nadie más en su habitación. Era evidente que no. Desde donde se encontraba la podía ver en casi su totalidad, y la sombra de la pared no era otra cosa que la sombra de un árbol fuera de la cabaña. Tenía una silla y una mesa donde trabajaba. Podía distinguir todas esas cosas, incluso en la oscuridad; su futón estaba arrimado a la pared de la pequeña habitación, así que, a no ser que el intruso estuviese colgado cual murciélago de la viga del techo que había sobre su cabeza, debía de estar sola.

Cerró los ojos. Los abrió de nuevo. ¿Se había movido la sombra? ¿No era un tanto nítida para ser la del árbol? ¿No tenía aquella mancha todavía más oscura la forma de los pies de un hombre?

Tonterías. El agotamiento le impedía ver con claridad. Cerró los ojos de nuevo y respiró profundamente.

Los abrió.

Fijó la mirada en la sombra del árbol y, a continuación, apartó las sábanas, se levantó apresurada y gritó:

— ¿Quién hay?

Aquella pregunta tan general obtuvo un silencio por toda respuesta. Allí de pie, descalza sobre la madera fría y rugosa del suelo, se sintió estúpida.

Trazó un círculo con el pie para comprobar la profunda sombra. Dio cuatro pasos hacia atrás y buscó a tientas el bastón. Con aquel utensilio en la mano, se sintió mucho más dueña de la situación. Movió el arma en dirección a la sombra y con la barra de madera tanteó el espacio de arriba abajo, y después la pasó por todos los rincones oscuros de la habitación.

En las sombras no había nada. Ningún intruso escondido. Nada sino espacio vacío.

El alivio hizo que relajase los músculos. Se llevó la mano al pecho, rezó una corta plegaria en agradecimiento y, antes de volver a la cama, comprobó que la puerta estuviera cerrada con llave. La ventana abierta no ofrecía ningún peligro; era muy pequeña para que cupiera alguien y solo se podía acceder a ella desde el tejado empinado. Pero, pese a todo, dejó el bastón a mano, en el suelo.

Tras taparse con la remendada sábana hasta la nariz, volvió a sumirse en un placentero sueño en el que tuvo un destacado papel un pajarito, muy bonito y elegante, de un vivo color rojo que contrastaba con un negro muy oscuro y tan de acuerdo con los cánones de la moda del momento que a una la podían persuadir de que, para adornar un tocado, era mil veces preferible las plumas a las cerezas y las ciruelas.

El cumpleaños de la sacerdotisa hacía que todas las cosas y todo el mundo cobrasen un ritmo alocado. Apenas había amanecido cuando Rin llego a la casa de la señora Kai, donde era aprendiz de costurera, pero encontró a todas las muchachas del lugar trabajando a la luz de las velas. Daba la impresión de que la mayoría de ellas había pasado allí toda la noche, algo del todo probable. Ese año, las prisas anuales de la temporada de festejos se habían acelerado: ferias, teatros ambulantes, y todas las jóvenes bonitas y las damas con estilo inmersas en una auténtica marea de anhelos matrimoniales. Rin cerró los ojos cansados y parpadeó de nuevo mientras ella y la jefa de las criadas sacaban de la cesta el enorme bulto de tela. Estaba agotada; todas lo estaban, pero el nerviosismo y la ilusión eran contagiosos. ¡Quién pudiera llevar algo así, tan precioso! Cerró los ojos una vez más y se apartó del kimono, un poco mareada por el hambre y la agitación.

—Ve a buscar un bocadillo —le dijo la primera oficiala—. Apuesto a que no terminaste con esto antes de las dos de la mañana, ¿a qué no? Tómate un té si quieres, pero date prisa. Hay una cita a primera hora. Una de las delegaciones forasteros estará aquí a las ocho en punto y tienes que tener listas las sedas de colores.

— ¿Forasteros?

—eso creo.

Rin se apresuró a ir a la otra habitación, tragó deprisa una taza de té dulce junto con el bollo, y a continuación corrió y fue saludando al pasar a las aprendizas internas. Al llegar a la tercera habitación, se quitó la sencilla vestimenta azul marino, y echó a andar por el pasillo en su prenda interior.

Una de las aprendizas le salió al encuentro a medio camino.

—Han elegido el que está hecho a la medida —dijo la muchacha—. El de seda a verde oscura, en honor a la vestimenta que usaba la sacerdotisa cuando recién salió del pozo.

Rin soltó un pequeño grito de irritación.

— ¡Vaya! Pero yo… —Se detuvo cuando estaba a punto de decir algo tan vulgar como que no podía permitirse de ninguna forma el nuevo atuendo. Pero ese iba a ser el uniforme del salón durante el resto del festejo; le deducirían el coste obligatoriamente de su salario.

La pérdida de la anciana Kaede tras tomar la decisión de quedarse a vivir en la aldea en lugar de marcharse con el amo Sesshomaru le había puesto las cosas muy difíciles. Pero Rin no iba a ponerse a llorar, por supuesto que no, por mucho que tuviese que rebajarse. Lo que le pasaba era que había dormido muy poco, que su descanso no había sido completo y que se había despertado tarde y de mal humor. Así no debía ser su vida, Rin viviría con la anciana hasta que Sesshomaro-sama viniera por ella, pero Rin no se fue con él. Sentía más ganas de pegar patadas que de llorar, porque en vida la anciana Kaede había planeado el futuro con todo cuidado, ella dijo que el demonio, siendo protector de la joven Rin debería escoger un esposo adecuado para que cuidara de ella, pero su amo no quiso ejercer su papel, dijo que era asunto de mujeres. En cambio le dijo que podía seguirlo.

Si, le ofreció la oportunidad de ir con él, ¿pero que podría hacer ella por él?, Rin lo supo cuando miro a Jaken y vio esa mirada de lastima, sería un estorbo para su amo y salvador, no ella no podría vivir en paz siendo un peso muerto para él que era "el más legendario de los guerreros", así que decidió quedarse. Eso sucedió cuando tenía 17 años. Unos meses más tarde ante su inminente muerte la anciana Kaede había expresado sus últimas voluntades, le dejo su cabaña, y designo a un anciano pariente viudo a punto de cumplir los ochenta años la protección de la joven Rin, con la condición de que permitiese que Rin siguiese viviendo en el mismo lugar.

El viudo anciano había mostrado su conformidad en privado, y había llegado a decir que sería todo un honor que la joven dama fuese su protegida. Y, cuando todo parecía haberse resuelto a satisfacción de ambos, fue cuestión de muy mala suerte que él se hubiese metido en el camino de un árbol que caía sin dejar instrucciones sobre Rin.

Pero así eran las cosas, y así los hombres. Un sexo de lo más insensato, al fin y al cabo.

Las responsabilidades del anciano habían ido a parar entonces a una pariente lejana que no tenían intención de ocuparse de las necesidades de Rin. Rin era demasiado joven para ser un ama de llaves como es debido; no era lo adecuado. No, ni siquiera a pesar de que la prima Kaede, la hermana de la sacerdotisa Kikyo, hubiera criado a Rin en aquella cabaña. Aquel asunto había sido una temeridad: una niña sacada del arroyo que había paseado en compañía de un Youkai y situarla por encima de lo que era su posición natural. La prima dudaba mucho de que fuese lo apropiado, vaya si lo hacía. Pero, bueno, la prima Kaede siempre había sido un tanto peculiar —toda la familia lo sabía—, pese a que en una época estuvo prometida con un buen partido. En vez de seguir con él, se había a estar pendiente de los aldeanos.

Tampoco veía la prima ninguna manera de encontrarle ella misma un esposo a Rin, por muy buena que fuese para coser o para confeccionar elegantes prendas. La prima lo sentía mucho, de verdad que lo sentía, pero no sabía nada de la Rin, excepto que su madre fabricaba guirnaldas de flores, ¿y de qué serviría escribir algo así como referencia para un esposo?

Y, como Rin había descubierto muy pronto, era cierto que solo había dos tipos de vida en los que una joven bien educada y dudoso origen podía escoger, y hacer vestimentas para otros era el único que se podía nombrar.

Rin tomó aire con fuerza.

—Bueno, pues vamos a parecer todas auténticas habitantes de los bosques oscuros, ¿no? —Le dijo a la aprendiza—. ¿Está listo el mío?

La muchacha asintió.

—Fíjate en cómo queda de abultada por detrás —dijo mientras trataba de aplastar el enorme bulto que se le formaba tras las caderas—. Lo que parezco es un pajarraco verde.

—Vamos, no es para tanto, señorita Rin. El verde le va muy bien a sus ojos. Hace que destaque su color. Ahí, sobre la mesa, está la cinta que tiene que llevar en el pelo.

Rin se aproximó y cogió el adorno; probó a colocárselo de distintas formas sobre el cabello color caoba oscuro hasta quedar completamente satisfecha con el efecto. El verde oscuro de la cinta casi no destacaba entre el intenso color de su cabello, así que se lo colocó con una inclinación que le daba un aire desenfadado. La anciana Kaede, tras una ojeada, habría dicho que el efecto resultaba demasiado coqueto. Además, habría aprovechado la circunstancia para mencionar que en cierta ocasión había roto su compromiso con un buen partido, acción esta de lo más imprudente, tenía que reconocer; pero las jóvenes de diecisiete años cometen imprudencias a menudo. (En ese momento de la historia siempre le dirigía a Rin una mirada preñada de significado, tanto si a la sazón Rin tenía doce años, como si tenía veinte.) La propia Kaede tendía a ser mesurada y comedida en lo que al aspecto se refiere.

Pero la anciana Kaede había fallecido y, por mucho que Rin la honrase en su memoria, esos gustos tan sencillos no se adecuaban a lo que se esperaba de una joven en el taller de la señora Kai. Tenía que resignarse con la vestimenta verde, y olvidarse del delicado y elegante tocado con el que Rin había soñado.

La señora Kai entró con celeridad en el taller donde se cortaban los atuendos, le echó una breve ojeada sin decir palabra e hizo un leve gesto de asentimiento.

—Muy bien. El adorno del cabello cuenta con mi aprobación, bien colocado. Si no le importa, ayude a las demás a ponérselo con la misma gracia. Habrá damas importantes entre los visitantes de hoy. Usted tendrá que echar una mano si la necesito.

—Por supuesto, señora —dijo Rin y, tras un titubeo, se obligó a sí misma a añadir—: ¿Podría hablar con usted en privado, señora, si dispone de unos minutos?

La señora Kai le dirigió una mirada llena de agudeza.

—Ahora mismo no tengo tiempo para hablar en privado con usted. ¿Se trata del nuevo atuendo?

—Vivo sola, señora. En este momento, es… —Era horrible verse forzada a hablar así—. Mis circunstancias son muy difíciles en la actualidad, señora.

—Naturalmente, el coste puede deducirse de su salario.

Rin mantuvo la vista baja.

—Me es imposible vivir con lo que queda, señora.

La señora Kai permaneció unos instantes en silencio.

—Su obligación es vestir de acuerdo con el puesto que ocupa. Tiene que entender que no puedo consentir lo contrario. Se le explicaron con total claridad las condiciones cuando vino a trabajar con nosotros. Sería un precedente que no puedo permitirme sentar.

—No, señora —dijo Rin con un hilo de voz.

Se produjo de nuevo otro silencio, casi insoportable.

—Veré lo que se puede hacer —dijo por fin la señora Kai.

Una sensación de alivio se apoderó de Rin.

—Gracias, señora. Se lo agradezco.

E hizo una leve reverencia mientras la señora Kai se marchaba.

Entonces Rin se enteró quienes visitarían su aldea y más específicamente el taller de la señora Kai.

Lady Inouye de Japón. Y un acompañante.

Rin se quedó pensando en los visitantes. Se encontraba en su elemento. La anciana Kaede había puesto todo su empeño en la misión de educar a Rin para que observase modales adecuados, educación que no pensó que llegara a necesitar antes de encontrar a su amo Sesshomaru-sama. El halo de notoriedad que todavía rodeaba a la anciana Kaede desde la época la sacerdotisa Kikyo le aseguro a Rin ser reconocida también además de que algunas personas la conocían como la protegida de Sesshomaru-sama, lo que ya puestos le reportaba más desprecio que afectos entre los aldeanos.

Rin se dirigió a elegir las telas. Otras jóvenes aprendices hacían lo mismo, preparándose para recibir a los visitantes. Justo en el momento en que terminaba de colocar el último rollo de tela de seda a rayas sobre la pila, entró un muchacho al taller en compañía de su alteza serenísima de Japón.

La señora Kai, se apresuró a hacer una reverencia ante las cuatro delicadas damas, que se quedaron al lado de la puerta cual asustados cervatillos. Mantenían la mirada clavada en las puntas de sus zapatos y las manos apoyadas en las faldas. La raya que dividía sus cabellos negros como el azabache era una línea perfecta, de un blanco níveo como sus rostros de porcelana. La señora Kai les dio la bienvenida y les rogó que la acompañasen.

Empezó a alejarse. Tras apenas tres pasos, estaba claro que ninguna de las damas la seguía. Continuaban en silencio, sin moverse, con la vista clavada en el suelo.

La señora Kai miró al lacayo y, al tiempo que enarcaba las cejas, preguntó formando las palabras con los labios: ¿Lady Inouye? El hombre respondió encogiendo los hombros de forma casi imperceptible. A Kai no le quedó más remedio que recurrir a la solución extrema de decir en voz alta.

—Lady Inouye, ¿me permite tener el inmenso honor, excelencia?

Nadie respondió. Una de las dos damas japonesas que quedaban medio ocultas por las otras dos hizo un leve ademán hacia la figura delante de ella. La señora Kai dio un paso en dirección a la dama.

— ¿Su excelencia?

La joven se llevó la mano a los labios y sonrió, para después soltar una tímida risilla. Con una preciosa voz de niña dijo algo entre susurros. Se inclinó ligeramente, señaló la puerta a sus espaldas e hizo una nueva inclinación.

—No lo creo —dijo la señora Kai al ver la dama que faltaba entrando a paso decidido.

-Lady Inouye- se anunció a sí misma la hermosa mujer, alta con cabellos lijeramente dorados casi blancos, ojos dorados y un rostro tan perfectamente inespresivo que parecía un grabado.

-¿La conoces?- pregunto la señora y recelosa. Rin negó, estaba claro que era una Youkai, por alguna razón los aldeanos asumían que ella los conocía a todos.

La Youkai solo le dirigió una mirada a los presentes y aguardo en silencio.

Las cuatro damas hicieron una reverencia a la vez

Se produjo otro silencio.

—Señorita Rin —dijo la señora Kai de repente—, encárguese usted.

Cogió a Rin del brazo y la empujó hacia delante, presentándola como si de un regalo se tratase, y luego se retiró haciendo reverencias hasta alejarse del grupo.

Rin respiró hondo. No tenía idea de quiénes eran la princesa ni la emperatriz consorte, pero intuía que se trataba de las dos que estaban delante, las que, en lugar de hacer una reverencia, apenas habían realizado un gesto de asentimiento. Con un amplio gesto del brazo, trató de llevarlas a todas hacia los asientos dispuestos junto al mostrador de mayor tamaño.

Como un pequeño grupo de palomas obedientes, se dirigieron a pasitos hacia las sillas. Dos tomaron asiento, y las otras dos se hincaron con gracia de rodillas en el suelo y mantuvieron la mirada baja.

Bueno, estaba claro que las dos de las butacas pertenecían a la realeza, y las otras dos eran algún tipo de damas de compañía. Rin ofrecio las sedas a todas pero una a una declinaron.

La negativa fue firme. Rin hizo una nueva reverencia y se acercó a Inouye. Esta aun sin expresión en su hermoso rostro muy parecido al de la madre de su amo incluida la luna en su frente y las líneas de su rostro, asintió hacia una seda de color rosa muy delicado.

Todas las damas soltaron una risilla. La de más edad tenía los dientes ennegrecidos, lo que hacía que su boca pareciese un espacio vacío al abrirla, efecto extraño y desconcertante a la vez.

Al notar el cambio entre las damas Rin se dio vuelta y se encontró con el rostro del acompañante, un rostro que conocía muy bien, el de su amo y señor.

-Amo Sesshomaru-

N/A: Espero hayan disfrutado. En el futuro la clasificación cambiara, pues habrá escenas lemons.