Shingeki no Kyojin pertenece a Hajime Isayama.


Nos volveremos a encontrar

Había llegado su hora.

Ya no recordaba el número de expediciones que habían hecho desde que entró a la Legión de Reconocimiento. Esta debía ser solo una más que añadir a la larga lista; pero, sin darse cuenta, se había separado del grupo y, en aquel momento, se hallaba solo, rodeado de unos cuantos cadáveres de titanes que le habían rodeado, a los que había logrado matar; pero más titanes seguían acercándose, y a él ya no le quedaban fuerzas. Y, notando el calor que emanaba la ciclópea mano que se le acercaba, cerró los ojos.

¿Sería así su final, tras años luchando contra esos monstruos? ¿Iba a morir solo, como Marco? Marco... ¡Cómo le echaba de menos! Se preguntaba si le volvería a ver alguna vez, como le prometió tantas veces ante su estela. La verdad era que se sentía algo ridículo por pensar en la posibilidad de que existiera la reencarnación o algo parecido, pero ¡tenía tantas cosas que decirle!, cosas que por su orgullo —al que, desde el fatídico final de su compañero, maldecía— calló, pensando que era innecesario decirlas, puesto que daba por hecho que Marco ya debía saberlas; porque el moreno era quien mejor le conocía, incluso mejor que él mismo; pero no quería que tuviera ninguna duda. Se arrepentía de sus actos y quería una nueva oportunidad para poder hacer lo que en el pasado no hizo.

Acababa de comprender que no todos podían permitirse un gran final por el que ser recordado y, como muchos —si no todos—, sería olvidado poco después de que los titanes desaparecieran de la faz de la tierra o, tal vez, antes. ¿Quién le recordaría a él, además de su madre? ¿Quién pensaría y lloraría por él cada noche, como él lo hacía por el de pecas? ¿Cuánto tardarían en olvidarle? Él nunca olvidaría a Marco.


Aquel día se despertó antes de que el despertador sonara. Era el primer día de clases, empezaba el nuevo curso en un nuevo centro, en una nueva ciudad. Después de ducharse y arreglarse, fue a su habitación a esperar. Estaba nervioso; siempre había sido muy tímido, y casi no conocía a nadie de la ciudad. De repente, oyó una voz que le llamaba. Se asomó a la ventana y la vio: la única amiga que tenía en aquel lugar.

—¡Buenos días, Sasha! En menos de un minuto estoy ahí abajo.

Corrió a la entrada, se detuvo frente al espejo para acabar de arreglar su pelo con la mano, y salió.

Durante todo el camino, hablaron de trivialidades. En pocos minutos llegaron a su destino. El moreno lo miró con estupor. No era la primera vez que lo veía, pero todavía le asombraba su gran tamaño, sobre todo comparado con su antiguo centro, en el que solo había capacidad para unos pocos alumnos por curso. Repentinamente, oyó gritos y vio a dos chicos que se acercaban a ellos, uno con más rapidez que el otro.

—¡Sasha! ¡Sasha! ¡Me ha tocado otra vez en la misma clase que a este idiota!

—¡Aún no sé cómo le aguantas, chica patata!

—¡No vuelvas a llamarme así! —gritó la chica antes de abalanzarse sobre el que la llamó por el apodo que le pusieron años atrás.

Por suerte, el otro chico, Connie, al que ya conocía por ser la pareja de la castaña, cogió a esta por el brazo y se la llevó, mientras el moreno contemplaba perplejo todo lo que ocurría:

—Vamos, he visto que han traído nuevos productos a la cafetería —y después de decir esas palabras, salió corriendo tras la joven, quien ya estaba esperándole en la puerta del local—. ¡Adiós, Jean, Marco!

—¿Marco?

Sintió la mirada del que le había nombrado sobre él. Y lo imitó. Era un poco más bajo que él, y su cabello, de igual forma que sus ojos, eran de color castaño claro. Era tal como recordaba.

—Jean…