Los juegos del hambre no me pertenecen, sino a Suzanne Collins. Este fic participa en el intercambio Día del Amigo del foro El diente de león y es un regalo para LizethMellark.

También aviso de antemano que la narradora de todo este fic será Annie Cresta.


Azul.

Es lo único que veo últimamente, el techo azul de mi habitación. Azul como el cielo y el agua de mis juegos. Un azul fresco y ligero que pretende apaciguarme pero no lo consigue. Nada lo consigue desde el momento en que salí de los Juegos del Hambre.

Me llamo Annie Cresta, nací en el distrito cuatro y sobreviví a los septuagésimos Juegos del Hambre, para los cuales en mi inocencia me presenté voluntaria. Pero al hacerlo lo perdí todo.

Mi mejor amigo, mi compañero de distrito, cuya cabeza rodó por el suelo hasta mis pies. No pude ayudarlo. No pude ni siquiera ayudarme a mí misma.

Y así vago a la deriva, sin hambre, ni ánimo y procurando por todos los medios cerrar los ojos para abandonarme al descanso errático noche tras noche. Esforzándome por cazar las horribles pesadillas de mi mente hasta que me cercioré de que es imposible. Ahora no sé si quiero dormir.

A menos que sea para no despertar jamás. Escapar de esta vida de desgracia a través de la muerte. He intentado recordar lo que hice tras la muerte de mi compañero, pero a mi mente solo acuden gritos e injurias. Enloquecí, de eso estoy segura. Ahora la gente me toma por loca, no es que me importe mucho, al menos me dejan en paz. Y al fin y al cabo, quizás lo esté de verdad.

Azul, el cielo de hoy es azul. Lo veo en la ventana. El agua quizás no, pero sí lo es en los dibujos que mi difunto padre me enseñaba de pequeña. También lo eran las lágrimas y de eso tengo de sobra últimamente. Solía llorar siempre después de gritar de rabia. A veces incluso sabiendo que llevo la razón. ¿El motivo? No estoy segura. Pero aquella costumbre no hizo más que aumentar los rumores sobre mí. Hago lo posible por no escucharlos, por eso no salgo de casa. Y porque me he cansado de que quiénes menos saben sobre mi mal intenten ayudarme. Yo no necesito ayuda. Necesito que todo acabe.

Me giro sobre la cama hasta que mis ojos enfocan el sol, buscando algo, un brillo, una luz. Mi luz. Pero hace tiempo que no encuentro nada, que miro sin mirar el horizonte mientras el día transcurre. Sin embargo, hoy, el desarrollo de este es distinto a lo anticipado. Estoy a punto de perderme en mi mente cuando oigo una llamada a la puerta. Que extraño, hace tiempo que hasta mi propia madre dejó de molestarse en venir. Suspiro y me incorporo para dirigirme a una distancia desde donde puedo gritar:

– Seas quién seas, vete, no necesito la compasión de nadie –. Pero por primera vez no me escuchan y la llamada de la entrada no tarda en repetirse en la puerta de mi habitación. Refunfuño hastiada –. ¡He dicho que te vayas!– Repito.

– No pienso hacerlo, Annie –. Siento que me paralizo al escuchar su voz, creía que no iba a hacerlo desde que supe de la muerte de mi padre, nada más volver. Intento retener sus palabras de entonces, pero las he perdido entre mi último episodio de locura frente a él.

Finnick Odair.

No debería estar aquí. No merece verme así.

– Finnick, por favor – suplico –. Vete y despreocúpate de mí. Es lo mejor que puedes hacer.

– No puedes seguir así, Annie – .Trago seco al sentir su suplica. ¿Le estoy haciendo daño? ¿Por qué? Soy yo la que sufre. No él.

Siempre me he considerado una persona empática. Sé distinguir las emociones ocultas tras unas simples palabras, o gestos. Con un poco de práctica y escucha también la razón, pero con él siempre ha sido como encontrarme con una página en blanco, lo cual no hacía más que activar mi curiosidad por su persona. Sobre todo desde que venció en los sexagésimo quintos Juegos del Hambre, y no he vuelto a ver una sonrisa sincera tras su bello rostro.

– ¿Por qué no? – Interrogo sin molestarme en moverme de mi sitio. Me contesta enseguida.

– ¿Por qué sí? ¿De verdad vas a abandonarte tras todo lo que hiciste por salir? Annie, por favor, Sabes que Sean no querría verte así –. Y entonces ocurre, como siempre que pienso en él, su cabeza flota en mi mente y reprimo las ganas de gritar.

– No digas su nombre por favor – se me escapa de forma débil y pestañeo. Me siento cansada pero no logro dormir –. Y yo nunca dije que quisiera salir –. Me sale monótono, automático, sin apenas pensar en el efecto de aquella frase que no sé porque suena a verdad. Él se queda callado tanto tiempo que empiezo a sospechar de su partida, cuando dice, otra vez con la triste súplica en la voz.

– Annie, por favor, no luché para sacarte de la arena para perderte de nuevo. Yo puedo ayudarte. Solo déjame entrar.

– Tampoco te pedí que me sacaras –. Soy borde, llevo siéndolo desde que me cansé de recibir ayudas innecesarias que no pedí. No puedo verlo, pero estoy segura de que lo enfadé. Quizás apriete los puños y se vaya, dejándome a mi suerte. Viene el silencio, largo pero curioso y finalmente un aviso.

– Está bien. Voy a entrar. – La puerta se abre sin que pueda hacer nada, me levanto rápidamente para echarle, pero por un momento me siento mareada. Cuando me ve sus ojos lo dicen todo.

– Annie...– Se queda callado, observándome de arriba a abajo. Sé que lo detuvo, alcancé a verlo en mi habitación del baño un día, mi palidez, mi delgadez... Ya nada queda de aquella reluciente chica de dieciocho años que gritó "¡Me presento voluntaria!" el día de la cosecha.

– No te dije que entraras – le protesto. No me hace caso y se acerca a mí, tendiendo la mano hacía mi rostro, mientras que yo me alejo y caigo sentada en la cama. Finalmente la retira sin tocarme y dice:

– Son las pesadillas, ¿verdad? ¿No te dejan dormir? Yo también las tengo –. Agacho la cabeza porque su mirada triste duele más que el reproche –. El arrepentimiento siempre viene en los momentos menos idóneos –murmura, encorvándose frente a mí –. Pero no puedes rendirte –culmina.

– ¿Por qué no? – Interrogo –. Todo esto es horrible.

El suspira y se sienta en la cama.

– Lo sé, todos los días tengo un momento para lamentarlo todo. Deseé la muerte tanto como tú tras vencer, pero con el tiempo aprendí que este no es el camino. Que es mejor no dejarles vencerte –. Me quedo mirándolo algo sorprendida pero no digo nada. Es increíble que después de todo lo que ha sufrido aún tenga el valor de decir esas cosas –. Annie, por favor, déjame hacer algo por ti. No me gusta verte así –. Suelto un suspiro.

– No vas a irte por más que te lo diga, ¿verdad? – Niega con la cabeza, firme –. Entonces distráeme –. Es lo único que se me ocurre para ahuyentar los traumas. No pensar en ello, ocupar mi mente en otro cosa. Finnick se sostiene la barbilla, pensativo. Finalmente dice con una sonrisa soñadora.

– ¿Sabes? No sé si recuerdas pero antes de que ganase los juegos solíamos hacer mándalas juntos. Eras una auténtica artista –. Recuerdos de aquellos dibujos circulares vienen a mi mente. Mi padre me regaló un juego por mi décimo cumpleaños, cuando todavía Finnick, Sean y yo formábamos un grupo inseparable de amigos. – ¿Todavía guardas la caja de tu padre? Mags me dijo que en algunas culturas antiguas usaban su diseño y coloreo como método de relajación. Podríamos intentarlo –. Asiento, hace tiempo que ya no hago mándalas, pero creo poder recuperar la mano. Finnick sonríe y se va a buscar los utensilios. Me descubro mirándolo irse y advierto que ya no tengo ganas de echarle.


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Nota: ¡Feliz día del amigo con retraso aunque en mi país no se celebre! xD Y bueno 1345 palabras en mi debut con Annie, no están mal. El fic no acaba aquí, quedan todavía dos partes así que Lizeth no te preocupes que tendrás tu reto al completo. Muchas gracias Cora por tu apoyo y beteo en este capitulo y en los que sigan. ¡Hasta pronto!