Holi :)
¿Se acuerdan de mi?
¿No?
Ya me parecía.
¡Hooola, criaturas malignas de las entrañas del inframundo!... Oh, como extrañaba decir eso. Extrañaba mis saludos pelotudos.
En fin, me presento —para quienes me han olvidado y regresan cual oveja descarriada—; mi nombre es Rose, tengo chocolate, unicornios y una entrada poco conocida a Narnia, ubicada en las profundidades de mi armario, justo a la derecha de la puerta a Monster INC.
Ah, y estoy estudiando Obstetricia :)
Espero os… (((¡Han pasado 84 años, pelotuda, y la sigues con el "os", me cago en tu pu…)))… a este también lo extrañaba :') En fin, ¡Disfruten! Que nadie sabe cuándo habrá otro. Lo cierto es que no tengo internet en casa y bueno, soy inutil para publicar desde el teléfono...
PD. Los extraño :')
Cuatro.
El día que la vio llorar, vio llorar al cielo también; los truenos se avivaron en sus gritos y la tierra tembló bajo el intimidante sonido de sus rugidos.
Descubrió que Xanandra era tormenta.
La descubrió viva, furiosa y dolida; dolida por el destino que ambos —ella y él, los dos— cargaban sobre sus hombros y la escuchó renegar de su madre, de su padre, antes de clavar ella misma la daga en su vientre lleno de vida.
/
El día que anunciaron el compromiso lo hicieron juntos, tomados de la mano, tan sonrientes como dos niños a punto de recibir un dulce. Pletóricos. Eufóricos. Enamorados del propio amor. No querían esperar, no querían darse tiempo a nada, pues para un par de guerreros la vida es solo un segundo. Es ahora o nunca. Ese fue el primero de sus errores… pero en ese entonces, no importó nada más que la felicidad en sus pechos al decirles a sus amigos, a su familia, que iban a casarse. El mismo día también dijeron que se irían del Palacio de Jade, más precisamente a la aldea de los pandas, donde Li-Shan estaba entusiasmado de recibir a su hijo.
Las reacciones no variaron demasiado. Sus amigos los felicitaron, se entusiasmaron y hasta bromearon. "¡Y hasta que se decidieron!" había dicho Víbora, con el júbilo impregnado en su voz, tan o incluso más emocionada que la propia Tigresa. Grulla quería ayudar a organizar la boda, Mantis suplicaba no ser quien la hiciera oficial, Mono planearía una despedida de soltero "digna del Guerrero Dragón". Shifu guardó la compostura, más adelante preguntaría a su hija qué tan segura estaba de sus decisiones y le regalaría un par de consejos para ser feliz, pero en ese momento sonrió y asintió. Él no sería un obstáculo.
Sin embargo, el Sr. Ping no se lo tomó tan a la ligera.
Su hijo se iba. Se casaba y se llevaba a su nueva familia lejos de él. Decir que hizo un berrinche sería quedarse corto. Se enojó, gritó y por una semana completa no le habló a Po. Lo llamó mal hijo e incluso le echó la culpa a Li-Shan, a quien echó sin reparos del patio del restaurante. Nadie se esperaba una reacción tan desmedida de parte del ganso. Incluso lloró. No aquel llanto falso y actuado con el que solía tratar de embaucar a Po para que no fuera a las misiones, sino llanto real y dolido, amargo y de lágrimas grandes y saladas.
Tigresa nunca se sintió tan mal en su vida como cuando vio a aquel padre tan desesperado por perder al hijo que crio solo desde cachorro. Esa fue la única vez que, yendo en contra de todo consejo para ser "una buena novia", contradijo a su prometido e intentó quedarse en el Valle de la Paz. A ella realmente no le entusiasmaba de manera especial vivir en la aldea de los pandas. Años más tarde llegaría a la conclusión de que nunca quiso vivir ahí, que lo hizo por cabezonería, pero en ese entonces estaba aferrada a su idea de "apoyar a Po". El panda no parecía tan afectado. Aunque preocupado por su padre adoptivo, siguió con sus planes, bajo la excusa que solo eran manías de su vejez. Le aseguró a Tigresa que ya se le pasaría. De hecho, tenía razón. Al Sr. Ping se le pasó el enojo una semana después, incluso se mostró demasiado eufórico con su nuera, pero eso no quitó el mal sabor en la boca a Tigresa. Sentía que algo había hecho mal.
Y el sentimiento nunca se fue.
Nunca tendría que haberse ido del Valle de la Paz y la prueba más firme de ello, fue ver como las lágrimas de emoción se agolparon en los ojos del Sr. Ping al conocer a su nieta.
La discusión con Po quedó suspendida en el aire en cuanto llamaron a la puerta y fue Tigresa, con la niña en brazos, quien se dirigió a abrir. Se limpió las lágrimas en el camino y se aseguró de que su sonrisa no resultara demasiado falsa. Había aprendido cosas con los años. Se le daba mejor ser una Maestra de Kung Fu que una Esposa. Y si, "Una Esposa", como si de un título se tratase, porque para ella era toda una proeza serlo. El Sr. Ping se encontraba afuera cuando abrió y no precisamente solo, sino que Shifu le acompañaba. Los abuelos querían conocer a su nieta.
—Una nena… Una nieta. Tenemos una nieta, Shifu, ¡Somos abuelos! —se había embelesado el Sr. Ping, sujetando casi con torpeza a la cachorra dormida entre sus alas—. Y una muy hermosa. Se parece tanto a mi Po… ¡Y a su madre también, claro! —corrigió, comedido—. De hecho, no puedo saber a quién se parece más.
—Volvemos a ser abuelos —corrigió Shifu, sin mucha convicción. Parecía debatirse entre apreciar a su nueva nieta desde aquel lugar o hacer igual que su consuegro y acapararla en sus brazos—. Y la niña aún es muy pequeña para…
—¡Tonterías! Se parece a mi Po.
—Yo no creo que un panda tenga esas rayas.
—Detalles, detalles…
Tigresa rio por la inofensiva riña de ambos hombres, sin atreverse a interrumpir su pequeño momento de euforia. Se veían tan contentos… Incluso Shifu, quien nunca había sido demasiado apegado a los niños, parecía cautivado con la pequeña cachorra. No recordaba haber visto al panda rojo tan entusiasmado por conocer a los gemelos como lo estaba en ese momento con Lía y el sentimiento que ello despertó en su pecho se sintió agridulce. Incorrecto y al mismo tiempo, de alguna rara forma, reconfortante.
Se excusó de ambos, aunque no estaba segura de que le prestaran atención, y se dirigió hacia la cocina para preparar algo de té. No quería pensar, no era momento de analizar los pelos de todo. Po se encontraba allí preparando la cena, pero esta tardaría demasiado en hacerse. Era de mala educación no ofrecer algo a los invitados, aunque estos llegaran sin siquiera dignarse a avisar primero.
Cargando con ambos gemelos, se las ingenió para llenar con agua una tetera y colocarla al fuego, mientras Yao jugaba con un pequeño panda de peluche y Tao se encargaba de jalar del cuello de su quipao. Se sentía conejo con tanto crío encima y la idea, aunque de inmediato la hizo sentirse un poco culpable, también le arrancó una sonrisa. Tampoco era muy difícil que sonriera en ese momento. Estaba contenta. Había hecho demasiado tiempo desde que no veía a su maestro o al Sr. Ping, tanto que incluso había olvidado lo mucho que los extrañaba.
A ellos y a todos, aunque no era momento de ponerse a pensar en lo que tenía y lo que no tenía. Se sentía feliz. Como haber estado triste demasiado tiempo y de repente, tener un motivo para sonreír de igual manera a como lo hacía de joven, cuando su única preocupación era huir de los intentos de Víbora por maquillarla o esquivar las bromas de los muchachos. Se preguntaba cómo estaría Víbora. No había recibido respuesta a la carta que le envió al poco de nacer Lía, contándole la noticia, pero quería pensar que su mejor amiga estaba bien, feliz con su esposo y su hijo. La última vez que los vio, Taro —su hijo— era apenas un bebé y de eso, ya hacía unos cuantos años.
Sentó a Yao sobre la mesada —solo porque sabía que Tao no se quedaría quieto— y con la mano libre, buscó la cajita con hojas de té que había guardado en algún lugar de las alacenas. Había tantos tarros, frascos y cuencos ahí que tuvo que esculcar bien entre las cosas, una tarea un tanto difícil teniendo en cuenta la limitada capacidad de movimiento que tenía con Tao en su brazo izquierdo y la misma mano aferrando a Yao para que no cayera de la mesada.
—Solo te falta hacer un split para llegar a las alacenas —escuchó a Po burlarse a sus espaldas—. ¿Por qué no me dejas que te ayude?
Tigresa alcanzó a verle por el rabillo del ojo y antes de que se acercara, ladeó el cuerpo para acaparar el espacio que quedaba entre el panda y la mesada donde había sentado a Yao. Un intento, tal vez, demasiado infantil por evitar su ayuda. ¡Pero es que ella podía! No la necesitaba. Tocaba la cajita con la punta de los dedos, tan solo… unos centímetros más, se dijo, alzándose sobre la punta de los pies. Solo unos centímetros más.
El cuerpo del oso se pegó a su espalda, tratando de llegar al mismo lugar que ella, y Tigresa sintió la ridícula necesidad de llorar entre la frustración por no alcanzar las malditas hojas de té y el nuevo —o tal vez no tan nuevo— deseo de que Po no se aparte de allí. Hacía tanto que no estaban tan cerca que, de repente, algo tan insignificante como una pequeña riña por alcanzar algo de la alacena significó dejarse envolver por el calor del cuerpo ajeno.
Lo extrañaba, descubrió, y aquello solo incrementó la presión del nudo en su garganta.
—Vamos, Tigresa. No hagas eso…
—Si quieres ayudar, sostén a Yao —espetó, sintiendo su voz congestionada por el llanto—. Y ya sal de aquí.
No obtuvo ninguna respuesta, sin embargo, Po tampoco se movió de su lugar. Esquivando sus intentos por empujarle, coló un brazo por encima del hombro de ella y su mano alcanzó la cajita de madera en la alacena. Tan fácil como colocarse de puntillas, aprisionándola por un segundo contra la madera de la mesada, y bajar el objeto que colocó luego delante de ella.
Solo entonces, se apartó, sin palabras ni reproches de por medio, para volver a cuidar la comida que permanecía haciéndose en los fogones.
Tigresa se quedó tiesa en su lugar, con el brazo aún extendido y el corazón palpitándole fuerte y pesado contra su pecho. El recuerdo de dos jóvenes recién casados cocinando en el mismo lugar asaltó su cabeza, impulsado por el calor que aún envolvía su piel, traspasando la pesada tela de su ropa, y no lo aguantó. El llanto estalló en sus ojos como una burbuja, demasiado llena e inflada, y las lágrimas corrieron por su rostro con la misma fuerza con la cual tomó la pequeña cajita y la lanzó a algún lugar del suelo.
—¡Tigresa…!
—Toma —interrumpió el reproche de Po—. Ten a tus hijos.
El anonadado panda recibió a ambos gemelos en brazos sin siquiera tener tiempo para pensar en que lo estaba haciendo y la observó salir a zancadas de la cocina. Ya no se escuchaban voces desde la cocina y el repentino silencio que invadió la casa, le permitió escuchar la excusa que Tigresa escupió con prisas y luego el azote de la puerta. Y nuevamente silencio. Po no supo qué pasó, ni por qué, solo se encontró a si mismo con un cachorro en cada brazo y observando las hojas de té regadas en el suelo.
—¡Ma'! —chilló Tao… o Yao, en uno de sus brazos, acompañado por el sollozo de su hermano.
—Mamá ya viene —murmuró, meciendo a ambos en sus brazos, escuchando su propia voz demasiado débil e insegura. Ya viene, y quiso creerse.
Los pasos por la madera le indicaron que alguien se acercaba, pero Po se apresuró a acercarse a la olla antes de enfrentarse a la escudriñadora mirada de su antiguo mentor.
—¿A dónde ha ido?
—A correr —contestó, sin pensarlo—. Corre cuando necesita estar sola.
—Panda…
—¿Puede sostener a Yao? Esta un poco inquieto y yo no… no… —no puedo, no sé cómo. Se calló, avergonzado. Shifu no dijo nada al respecto, ni cuestionó el pedido de ayuda con el niño. Tomó al lobezno, que si bien no lloraba parecía a punto de hacerlo, y lo hizo caminar a su lado mientras iba recogiendo el desastre que Tigresa había dejado en el suelo. El silencio entre ambos adultos, interrumpido por el balbuceo de los niños, se mantuvo denso y pesado, como una niebla demasiado espesa para respirar en ella. Pero Po agradeció aquel silencio.
III
El exterior la recibió frío y oscuro; la luna no la acompañaba aquella noche y los faroles de la aldea se encontraban demasiado lejos como para que su luz llegara a las inmediaciones del bosque. Pero ella nunca temió a la oscuridad y sus sentidos se afinaron como en años no lo necesitó. Tan pronto como se hubo alejado de la casa, se echó sobre las manos y emprendió la carrera hacia el bosque. Lo conocía punta a punta. Conocía cada roca, cada árbol, cada tallo de bambú que se alzaba allí. Cuando recién llegó, su mayor entretenimiento era recorrer los alrededores de la aldea, buscar gruesos árboles que le sirvieran para entrenar y correr.
Siempre correr.
Correr porque necesitaba ejercicio, correr porque la presencia de tantas pandas la sofocaba, correr porque ya no tenía su preciado salón para entrenar. Correr porque ahora era una Esposa y una buena esposa no hace kung fu, no entrena, no descuida a su marido para salir por ahí. Correr porque no era una buena esposa.
Porque no sabía cocinar.
Porque no era refinada, ni delicada.
Porque no era ninguna de aquellas pandas de la aldea.
Porque no podía darle hijos a Po… o porque creía que no podía, porque llevaban años y aún no lo conseguían, porque veía la decepción en ojos de su marido cada vez que recibía su negativa. Porque Li-Shan, Mei-Mei, todos preguntaban para cuando. ¿Cómo iba a saber ella para cuándo? No, no sabía para cuando, y ellos tampoco. Se lo preguntaban agrede, a sabiendas que era casi imposible concebir, porque sabían que ella resentía aquel tema con el alma.
Pronto las pesadas capas del quipao comenzaron a estorbarle y no tuvo reparos en arrancárselas. El frío le erizó el pelaje y sacudió cada terminación nerviosa en su piel. Se embebió del olor de la tierra húmeda por el rocío, del rastro de cientos de plantas en el aire, del viento fresco y puro. Lo absorbió todo a bocanadas y se dejó envolver, mientras las telas del quipao quedaban olvidadas por el camino. Si Li-Shan la viera en ese momento, con un delgadísimo pantalón y el torso cubierto únicamente por las vendas… Se carcajeó de la cara de reproche que su mente puso en su suegro y continuó corriendo, hundiendo sus pies ahora descalzos en el lodo y sorteando los obstáculos que el bosque ponía delante de sus narices.
Por un momento, creyó que ya no podría detenerse. Llevaba tanto tiempo sin correr, sin irse lejos… Como un pájaro, batiendo las alas por primera tras tantos años enjaulado. Tigresa llevaba años sintiéndose enjaulada sin siquiera ser consciente de ello y esta vez, cuando lo pensó, la culpa no apareció en su pecho. La euforia, la bronca, la ira que la invadía no dejaron lugar para sentirse culpable. Por renegar de su matrimonio, por haber dejado a sus hijos, por haber comparado aquella casa —su hogar— con una jaula. Un hogar que acababa de abandonar sin reparos, seguramente preocupando a los demás, y al que más tarde debería volver.
Sin embargo, hacía rato que la aldea había quedado lejos a sus espaldas y ante ella, los árboles se volvían cada vez más gruesos y altos. Las hojas resecas del suelo crujían bajo sus pies, el viento azotaba su rostro y sus piernas la llevaban cada vez más rápido… y más… y más… sin cansarse, sin doler, sin resentir un solo centímetro de más.
Y supo que aquella era la fuerza que Shifu le había enseñado a controlar de niña. No porque la conociera, o conociera la inmensidad de esta, sino porque así se lo decía el desaforado ritmo de su corazón. Sus instintos nunca le mentían; aquella era la fuerza que jamás usó, porque no la necesitaba, porque sus contrincantes no eran ni la mitad de fuerte que ella. Era la fuerza que toda su vida reprimió. Ahora la recorría de punta a punta, como un estremecimiento, y la impulsaba a continuar.
Recordó aquella noche hacia años, cuando el resentimiento de haber perdido el título que toda la vida consideró propio la impulsó a irse, a desafiar a su maestro; la misma energía en la palma de sus manos, la misma determinación en su mente. El mismo hormigueo caliente en sus músculos, impulsándolos, acelerando sus pasos. Todo era igual. El mismo sentimiento en su pecho; el dolor, el resentimiento, la ira. La determinación de mostrar que ella podía, que no había entrenado en vano tantos años.
Se sentía dolida.
Se sentía traicionada.
Sentía ira.
Y la determinación de no ahogarse en su propia tormenta.
Entonces, por acto reflejo, sus garras se enterraron tan profundo en la tierra como alcanzaban y bruscamente se detuvo. Agazapada, temblorosa, desorientada. No sabía donde estaba, ni cuanto se había alejado. El corazón aporreaba su pecho, fuerte e insistente, torturándola en cada latido, y sus pulmones escocían en cada bocanada de aire. Jadeaba y en cada jadeo, se camuflaban los sollozos. Todo dolía. El pecho, las piernas, el cuerpo. Le dolía el alma y porque dolía, gritó.
Gritó hasta que la garganta se le desgarró y la voz comenzó a desvanecerse de su interior. Gritó con ganas, furiosa, hasta que aquel grito se volvió rugido y la desarmó por dentro. Aquel rugido, el de la bestia, el del furioso monstruo que durante años la convencieron que tenía dentro y debía controlar. Aquel rugido la partió en mil trozos y volvió a unirla. La destruyó por dentro y la sanó, la reconstruyó. Vació su interior hasta que no quedó nada por lo cual gritar. El dolor, la ira, el resentimiento, todo se volvió un vacío demasiado frío y silencioso.
Tigresa quedó vacía, tendida en el suelo, con la sensación de haberse quitado una pesada carga de los hombros. Solo entonces, su mente volvió a funcionar; había dejado a Po con los gemelos y Lía, había dejado al Sr. Ping y a Shifu, que acababan de llegar después de un largo viaje, sin darles ninguna explicación. Se había ido… y eso estaba mal, lo sabía, pero la culpa simplemente no afloró en aquel vacío que ahora mantenía su pecho frío. No sintió culpa. Porque nadie sintió culpa cuando fue ella la herida, nadie se acercó a pedir disculpas tras haberla apuñalado por detrás. Todos sonrieron, como si nada hubiera pasado, y le dieron el mismo consejo; deja el pasado atrás.
Déjalo ir… se dijo, tal como venía repitiéndose todo ese tiempo. Deja que se vaya.
Acababa de hacerlo y sin embargo, no se sentía mejor. Vacía, si, ligera. Pero no mejor que antes, solo diferente.
Abrió los ojos con la vista abnegada en lágrimas que ya no manaban, lentamente, acostumbrándose a la poca luz de su alrededor. No recordaba aquella parte del bosque, sin embargo, el sonido de una corriente de agua llegaba perfectamente a sus oídos. Si el río estaba cerca, significaba que no se había alejado tanto como creyó, y con ese pensamiento decidió que no podía quedarse tirada allí en medio de las raíces de los árboles. Debía levantarse.
Las piernas le temblaron unos instantes hasta que logró equilibrarse. Se sentía cansada, desmadejada, como cuando solía pasar la noche entera entrenando en el salón del palacio. Y le gustó. El cansancio que hacía tiempo no experimentaba se sintió como un bálsamo mientras avanzaba sobre el irregular terreno del bosque. Las raíces de los árboles se elevaban por encima del suelo, gruesas y prominentes, y la tierra húmeda manchaba sus pies. Sonrió. Como una niña, la sonrisa bailó en sus labios y le calentó el pecho.
Caminó entre las raíces, cuidando de no tropezar y atenta al sonido de sus propios pasos, distinguiéndolos de los demás sonidos del bosque. No estaba tan silencioso como creyó; el río se oía cada vez más cerca, junto al susurra del viento entre las hojas y el de los tantos bichos nocturnos que seguramente habitaban allí.
Debía explorar con los niños, de día por supuesto, pero debía de llevarlos consigo. Tal vez cuando los gemelos fueran un poco más grandes, se dijo, cuando pudieran caminar por si solos. Nunca se le había pasado por la mente qué cosas quería transmitirles, que enseñanzas, que valores consideraba importante inculcarles desde ahora, que eran pequeños. Cuando ella era pequeña, no tuvo quien le enseñara cosas, en el orfanato eran demasiados y de demasiadas especies como para que las cuidadoras se preocuparan en el aprendizaje básico de cada una. Tigresa no quería que sus hijos se sintiesen monstruos, que creyeran que sus instintos y las particularidades de su especie los hacía malos o inestables. Les enseñaría a manejar sus instintos, si, sin reprimirlos.
No le tomó más de unos cuantos minutos llegar al río; allí, sin las ramas de los árboles por encima, todo parecía más claro e iluminado.
Se acercó a la orilla y se sentó allí, con los pies dentro del agua. Estaba fría y la corriente era fuerte. Se lavó las manos, los brazos, el rostro y la nuca. Se echó agua encima para refrescar el calor de su cuerpo, hasta que la ligera ventisca le recordó que estaba en otoño y que enfermaría si continuaba mojándose. Por un instante, deseó no haber dejado el quipao en el camino; ahora tendría que tratar de recordar por donde había llegado hasta allí para encontrarlo.
¡Pero que más daba!... Ella nunca había usado quipao, ni kimonos, ni ninguna prenda femenina. En cuanto volviera, tiraría todas esas cosas. Sacudió los pies en el agua, salpicando a su alrededor, y se recargó en sus codos para recostarse en la hierba.
Cuando cerraba los ojos, todo parecía más nítido; los olores, los sonidos. El aire se sentía más puro y el agua corriendo entre sus piernas, más fresca. Tal vez demasiado, lo suficiente para adormecerla… por un instante —segundos, minutos, una hora, podría haber sido cualquier cantidad de tiempo, su mente se encontraba demasiado nublada para saberlo— olvidó incluso donde se encontraba, por un instante no supo exactamente qué pasó con ella; un momento se encontraba sentada allí y al siguiente, no solo el cielo estaba más claro, sino que algo la sobresaltó.
Se enderezó bruscamente, ya con el pelaje seco y los pies fuera del agua, con la ligera sensación de mareo. La cabeza le dio vueltas un momento y cuando se detuvo, encontró el origen de su sobresalto a unos metros; un bulto, en la orilla del río, que interrumpía la corriente de agua y que claramente no recordaba haber visto ahí antes de… ¿dormirse? ¿Realmente se había quedado dormida? El rostro se le coloreó en rubor, sin embargo, la curiosidad remplazó cualquier rastro de vergüenza.
Algo cosquilleó en su estómago; un dolorcillo, una inquietud. El mal presentimiento punzó en su nuca mientras observaba aquel bulto. Sin dudas, era un cuerpo… un cuerpo que, de repente, emitió un ronco quejido y se revolvió con dificultad.
Su reacción fue instintiva, un acto reflejo adquirido tras tantos años de misiones y batallas; se abalanzó con prisas hacia aquella criatura antes de que la corriente volviera a llevársela y la tomó de las ropas. Vio el agua teñida en sangre y se apresuró en sacarlo de allí. Pesaba, mucho, y el tamaño de su cuerpo dificultaba su manejo. Lo arrastró hasta estar segura de que no volvería a caer en el agua y cuando iba a voltearlo, una zarpa grande y pesada se aferró con fuerza a su brazo.
Era la zarpa de un tigre.