Hola!

Desde hace bastante tiempo me he ronda por la cabeza la idea de que este Fanfic. Parece la típica idea en la que Soma es mejor cocinero desde el principio y aunque así es, es distinto de lo que os esperáis. Quiero que le deis una oportunidad y me digáis que es lo que pensáis de él. Solo espero que os atraiga la idea tanto como a mí.

Shokugeki no Soma no me pertenece, pero esta historia sí. Pido perdón por errores gramaticales y las faltas de ortografía por adelantado.

Sin más os dejo el prólogo de esta historia.

PROLOGO

SOMA

Desde que tengo uso de razón siempre he querido ser cocinero, pero no cualquier tipo de cocinero sino uno capaz de superar a mi padre.

Puede que mi deseo sea por haberme criado entre fogones viendo a mis padres cocinar sin parar y de que a pesar de ser tan duro siempre estaban felices. En mi cabeza cocinar siempre ha sido sinónimo de felicidad por eso cuando apenas tenía tres años cogí mi primer cuchillo. Recuerdo con claridad los gritos de mi madre. Regañaba a padre por ser tan descuidado y dejar sus cuchillos a mi alcance. La dije en ese entonces que quería aprender a cocinar como ellos y ella me contestó que aún era muy pequeño.

Me enfadé mucho por sus palabras, pero no desistí. Siempre que podía cogía un cuchillo y aprendía por mí mismo a pelar, cortar, trocear… Cuando tenía cinco años era casi igual de bueno que cualquiera de los ayudantes que mis padres tenían en su famoso restaurante. Orgulloso de mí mismo un día le enseñé todo lo que sabía hacer a mi padre.

-¿Dónde aprendiste todo esto?- me preguntó- ¿Quién te ha enseñado?

-He aprendido yo solito- le contesté orgulloso- Pero quiero aprender más papá. Sé que mamá no quiera que aprenda todavía, pero me gusta mucho cocinar. Es muy divertido. ¿Me ayudarás papá?

-Hablaré con tu madre y ya veremos- dijo suspirando.

A los pocos días me dijo que me enseñaría lo básico para cocinar y que debíamos mantenerlo en secreto. No entendí en ese momento porqué teníamos que hacerlo a escondidas de mi madre, pero tampoco me importó porque mi padre me iba a enseñas a cocinar de verdad. En poco tiempo me enseño una gran cantidad de técnicas y de trucos.

Cuando me dijo, siete meses después de empezar a enseñarme, que ya no había nada más que necesitara aprender fue cuando tuvimos nuestra primera shokugeki (batalla culinaria) Como era de esperarse me ganó por goleada, pero eso no me desanimó. Por el contrario me inspiró a trabajar más duro, me fijo una meta por conseguir: superarle algún día.

Las siguientes semanas le desafié varias veces y siempre perdí miserablemente. Alrededor de nuestro encuentro número 40 me dijo que jamás le ganaría sino mejoraba. Le pregunté cómo podía mejorar si él ya no me quería enseñar más y él me dijo que solo crecería como cocinero si aprendía todo lo que pudiera de distintas personas, enfrentándome a ellas. Y así es como acabé en mi primer concurso de cocina para niños.

El concurso era para niños entre 10-16 años, pero no sé cómo mi padre me coló dentro. Como es normal nadie me tomo enserio en un principio, pero cuando se daban cuenta de que no era un niño cualquiera ya era tarde para ellos. Machaqué a todos mis oponentes hasta la gran final, la cual también gané y si soy sincero no tuve que esforzarme apenas. No entendía que era lo que mi padre quería que aprendiera de niños tan débiles hasta que esa noche me hizo recrear los platos de mis contrincantes. Después me preguntó si se me ocurría alguna forma de mejorarlos y luego cuando le expliqué que hubiera hecho yo me hizo cocinarlo. Me llevé una grata sorpresa al ver como con un par de toques ese plato al que había ganado mejoraba tanto hasta el punto de que me hubiera ganado fácilmente.

-Todos los platos pueden ser fabulosos si tienes buenas ideas en ellos- me dijo mi padre- Jamás desprecies a tus contrincantes y muchos menos a sus platos. Esa es tu lección de hoy.

Desde entonces me tomé todos mis encuentros muy enserio sin importar el plato o el cocinero. En menos de tres años había ganado tantos concursos que casi era una leyenda por mí mismo ya que nunca se supo quiénes eran mis padres porque en esos encuentros cambiaba mi nombre.

Con ocho años se me consideraba el mejor cocinero de mi generación. Me consideraban un prodigio de la cocina, de esos que solo nacen uno cada mucho años. Tanta atención y alago hacía a mí me gustaba, pero nunca creí que tuvieran razón. ¿Por qué? Porque aún estaba a años luz de superar a mi padre y en cada encuentro que tenía aprendía más y más. Todavía me quedaba un largo camino por recorrer como para ser el mejor aunque aspiraba a serlo para superar a mi padre.

Pero fue entonces cuando mi madre se enteró de lo que habíamos estado haciendo mi padre y yo y ahí fue cuando todo empezó a ir cuesta abajo. Mis padres empezaron a discutir por mi culpa y terminaron discutiendo por tonterías. Cada día había gritos y discusiones hasta que un buen día mi madre se fue sin decir nada, ni siquiera se despidió de mí.

Como sabía que todo había sido mi culpa entre en una depresión muy grande. Llegó a hasta tal punto que dejé de cocinar ya que no era capaz ni de tocar un cuchillo. Mi padre intentó animarme diciendo que nada lo que había ocurrido era mi culpa, que mi madre siempre había sido un espíritu libre y que cuando se enfadaba se iba, pero que con el tiempo volvería porque nos quería.

-Así que no te preocupes más Soma- dijo mi padre- Ella volverá. Puede que mañana o dentro de mucho tiempo, pero volverá.

-Pero ella se ha ido por mi culpa, porque yo quería cocinar y ella no quería que yo…

-No fue tu culpa hijo- dijo mientras me acariciaba la cabeza- Ella sabía todo desde el principio aunque no se lo dijéramos. Asique no te preocupes por cosas que son de mayores y sigue entrenando, ¿o es que ya no quieres superarme?

Lo intenté, de verdad que lo hice, pero aún no me sentía capaz de volver a los fogones. Decidí que no volvería a tocar un cuchillo hasta que ella volviera, pero nunca lo hizo. Al cabo de un año me di cuenta de que ella jamás volvería sin importar lo que mi padre dijera asique me centre en volver a mi rutina, es decir, volver a mi entrenamiento. Poco después mi padre me dijo que participara en otro encuentro de grandes promesas internacional. Allí estaría chicos de mi edad más o menos de todo el mundo para ver quién era el mejor de todos. En otras circunstancias me hubiera encantado la idea, pero en ese momento no porque aún me estaba recuperando de mi depresión y no me sentía capaz de enfrentarme a nadie. Pero mi padre insistió tanto que terminé aceptando a pesar de saber de qué era una mala idea.

Fue en ese encuentro, cuando acababa de cumplir diez años, que la conocí, conocí a la chica que sería mi rival. Fue allí que me di cuenta que no podía olvidarme de todo, que debía levantarme y dejar atrás todos mis males porque si me dormía en los laureles todos los que estaban en esa concentración me alcanzarían. Hice lo que tenía que hacer y me centré en mi cocina. Sería el mejor de mi generación aunque muriera en el intento, porque no permitiría que nadie, y mucho menos ella, fuera mejor que yo.

Erina

Siempre he sido superior a los demás o eso es lo que me han dicho desde que era capaz de entender lo que me decían.

Fui maldecida con una lengua y sentido del gusto muy superior al resto, así que siempre he estado trabajando como asesora para restaurantes o empresas de comida. Me dan a probar comida y debo decirles si esta bueno o por el contrario si está asqueroso. Realmente debido a que cuando empecé a trabajar por órdenes de mi padre era muy pequeña no medía mis palabras y como había muy pocas cosas que realmente me gustaran me gané una muy mala reputación.

Me empezaron a llamar la lengua de Dios y aunque parece un alago no lo era. Me consideraban un reto y una niña malcriada y caprichosa. Puede que lo fuera, pero comprenderme solo tenía cuatro años la primera vez que tuve que decidir si un restaurante seguía funcionando o cerraba y yo no sabía en ese entonces la repercusión que tenían mis palabras. A mí solo me preguntaban si me gustaba o no y como espero que entendáis a esa edad la salsa de ostras aderezada con eneldo, vino blanco y soja no me apasionaba. Puede que tuviera la lengua de dios pero seguía siendo una niña y estoy segura de que si me hubieran puesto un plato de espaguetis con una salsa extraña en vez del simple tomate me hubiera encantado.

Pero parecía que nadie comprendía la edad que en realidad tenía. Era tratada como una reina, pero no lo disfrutaba. Era una niña viviendo en un gran palacio de cristal, pero vivía allí sola.

Un buen día cuando mi sexto cumpleaños estaba cerca, mi padre dijo que iba a enseñarme a cocinar para convertirme en la mejor chef. Dijo que con mi lengua y las habilidades que me iba a enseñar iba a ser la mejor. Si soy sincera no me interesaba mucho, pero mi padre no es alguien a quien dices un no por lo que tuve que aprender a cocinar aunque no me apeteciera nada.

Tengo que reconocer que es la única vez en la que le estuve agradecida a mi padre por obligarme a hacer algo que no quería, porque descubrí que cocinar me encantaba. No voy a decir que no era difícil porque como cualquier otra cosa que mi querido padre me enseñaba, era casi imposible. Tenía que hacer todo perfecto porque si no tiraba mi plato a la basura y me hacía repetirlo una y otra vez hasta que quedaba como él quería, es decir, perfecto.

Siempre he odiado tirar comida porque una de las pocas cosas que recuerdo de mi madre antes de que muriera es cuando me decía que comiera todo lo que me pusieran en el plato aunque no me gustase como supiera porque la comida no debe jamás, por ningún motivo, tirarse. Por esa razón me esforcé mucho para no cometer tantos errores y de esa forma mi padre no me hiciera tirar tanta comida a la basura.

Gracias a ese entrenamiento tan duro y perfeccionista mejoré en apenas un año tanto que ya no necesitaba que grandes chef hicieran comida para mi fino paladar ya que yo sola podía prepárame cualquier cosa con la seguridad de que estaría perfecto.

Fue alrededor de los siete años, cuando mi padre ya había dado por terminado mi entrenamiento básico, que supe lo que les pasaba a las personas que no recibían buenas palabras por mi parte cuando me pedían mi opinión sobre algún plato. En un principio me sentí mal por ellos y cuando se lo dije a mi padre se rió de mí.

-Nunca, jamás te sientas mal por esa escoria- me dijo.

-Pero ellos perdieron el trabajo por mi culpa.

-No fue por su culpa, sino por su incompetencia- mi padre se rió de manera siniestra- Las personas mediocres como ellos no se merecen nada y mucho menos tu lástima.

-Pero…

-Tienes que acostumbrarte a la mediocridad que envuelve al mundo. Nosotros somos unos privilegiados y aparte de nosotros se pueden contar con los dedos de la mano. Muy pocos están a nuestro nivel y debes acostumbrarte a ello. ¿Entendido?

-Sí, padre.

Desde entonces sutilmente intenté que mis juicios no fueran tan aplastantes, pero mi padre se dio cuenta y me obligó a ser una mala persona con casi todo el mundo. Mi única liberación la obtenía cuando cocinaba, pero incluso en eso mi padre tuvo que meterse. Dijo que si tenía tantas ganas de cocinar que lo hiciera en un lugar donde todos pudieran ver lo sobresaliente que era y lo insignificantes que eran ellos, es decir, que me inscribió a los mejores concursos.

A mí no me gusta competir con los demás, pero admito que me gustaba que reconocieran mis platos más que a los de mi oponente. Ganar era una sensación extraña a la que enseguida me sentí una adicta. No me gustaba competir, pero me gustaba ganar y aunque sé que eso no tiene sentido es así como me sentía. En poco tiempo me hice con una alta reputación, pero a mi padre no le pareció suficiente sobre todo cuando mencionaban un tal Eiser al cual denominaban como el genio de mi generación. A mí no me importaba que ese chico fuera mejor que yo, es más, me parecía lógico ya que yo llevaba un par de meses en este mundillo de la competición culinaria y el llevaba desde los cinco años, pero lo impresionante de él no era eso sino el hecho de que jamás en todos los años que llevaba había perdido.

Según me iba introduciendo más y más en estos concursos más y más cosas escuchaba de él. Antes de saberlo me había convertido en su admiradora y ni siquiera le había visto cocinar ni una vez porque por alguna extraña razón nunca habíamos coincidido. Muerta de curiosidad un día me escapé de casa y fui a ver su encuentro. Creí las palabras de mi padre cuando dijo que era buena, pero en ese momento pensé que estaba equivocado. Eiser… no tengo palabras para describir su forma de cocinar, de moverse… era increíble, como si estuviera bailando elegantemente en vez de preparando un plato. Su destreza superaba con creces a la mía y en vez de sentirme inferior, cosa que también sentí, hizo que me quedara fascinada. Durante las tres horas que duró su encuentro no pude quitar mis ojos de él. Es como si un aura brillante le rodeara haciendo que su pelo rubio y sus ojos castaños destacaran más, mucho más. Ahora comprendía porque la gente no paraba de hablar de él. Fue en ese momento que quise mejorar mucho más, quería alcanzarle.

Mis esfuerzos y estudio se triplicaron hasta mis ocho años cuando dos sucesos cambiaron mi vida. El primero fue que mi querido abuelo viendo cómo mi padre me trataba mí y a todos los que le rodeaban, decidió echarlo de la mansión, de la empresa, de la escuela (mi familia dirigía el mejor colegio para chef de todo el país) y de nuestras vidas. Yo quería a mi padre, aún lo quiero, pero la verdad es que me sentí liberada. No fue hasta que se fue que me di cuenta de lo dañada que estaba. Él me había moldeado a su antojo y aunque aprendí mucho no es equiparable al daño emocional que recibí. Desde entonces estoy recuperándome, aunque en estos momentos estoy mucho mejor, todavía tengo trazas y rasgos residuales de él. El segundo hecho que cambió mi vida fue enterarme que Eiser había dejado de cocinar. Un buen día dejo de presentarse a las concentraciones y a los concursos y nadie volvió a saber de él. Fue como si se lo hubiera tragado la tierra, como si jamás hubiera existido. Ese hecho más que la partida de mi padre me afectó. Mi meta era mejorar para llegar a alcanzarle y ahora no estaba. ¿Cómo iba a cumplir mi sueño de luchar en la cocina contra él si no él había dejado de cocinar?

Me deprimí mucho durante unos meses. No le veía sentido a seguir puliendo mis habilidades si ya no tenía a nadie contra el que medirme. Luego de eso me enfadé. ¿Cómo alguien con tanto talento dejaba de cocinar así como así? Era un desperdicio, ridículo. Decidí mejorar, pero nunca más con miras a los demás sino por mí. Puede que ya no hubiera nadie contra el que pelear, pero no significaba que iba a dejar a cualquiera ser el mejor. Pensé en convertirme en esa estrella a la que todos admiran y no cederle puesto a nadie y esperar. ¿A quién? A Eiser. Estaba segura de que alguien como él no sería capaz de estar mucho tiempo lejos de los fogones, porque él es como yo. No le importa ser denominado como el mejor, simplemente le gusta la sensación de ganar y de ser mejor. Y por esa razón sabía que no estaría mucho tiempo lejos y durante ese tiempo yo estaría mejorando y robándole el puesto hasta que volviera y nos enfrentáramos.

Dos años después crearon una concentración con los mejores chef de mi edad de todo el mundo. Supe en el instante en que me lo contó mi abuelo que él estaría allí y que pasara lo que pasara yo tenía que estar allí. Él no me decepcionó, estuvo allí y supe desde la primera vez que nuestros ojos se encontraron que seríamos rivales de por vida.

Continuará…

¿Qué os parecido? Espero vuestros comentarios para saber si os gusta. Ahora mismo subo el capítulo 1 y así os daréis una idea de lo que va en realidad este fanfic.