Disclaimer | Ni Shingeki no Kyojin y sus personajes me pertenecen, son propiedad de su autor, Hajime Isayama, yo sólo realizo esta obra por diversión sin fines de lucro.

Advertencia | BL. AU. Riren. Levi Centauro x Eren Oráculo.

Notas| Si, lo sé, tardé año y medio en volver a escribir de este Fic. De este y del otro Darkest. Soy una maldita, posiblemente hasta ya lo dejaron en el olvido, y las entiendo, joder que las entiendo. Pero me gustaría —bua suplicar—que no me dieran una patada el culo —que bien merecida me la tengo— y vuelvan a acompañarme en este Fic. Este Fic que es el primero que acabaré este año. Os suplico.

Ahora sí, a leer.


The Darkest Seduction

CAPÍTULO 6

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Farlan retiró un rojizo mechón de cabello del aceitunado rostro de Isabel. Pequeña y encantadora Isabel, la unigénita de la implacable y sanguinaria reina amazona Caelyn. Isabel, la traviesa adolescente de brazos delgados y ojos verdes, intensos e hipnóticos que se escabullía de la recelosa protección de su tribu para ir verlo cada noche, porque según ella, era la manera de marcarlo y así convertirlo en su consorte para la próxima época de apareamiento.

Niña tonta.

El centauro sonrió con ternura al verla ahí, nuevamente usurpando su lecho como cada noche, tendida en una posición despreocupada, con los labios entreabiertos, las ropas desacomodadas y las mejillas arreboladas productos de la agitación de su reciente —si es que al jaleo en el que ella siempre acababa comiendo polvo se le podía llamar así— pelea.

Acomodándose mejor sobre las grises sábanas, Farlan tomó la liviana blandura de la amazona para atraparla en un apretado abrazo, acunándola en su pecho, cerca de su corazón. Con su acción, Isabel entreabrió los ojos y le observó tras la neblina de la ensoñación, luego volvió a cerrarlos mientras liberaba un sonidito de puro gusto y se sumergía entre sus brazos; el centauro sonrió contemplando sus movimientos, a la vez que pensaba que ella era todo un caso. Un caso tierno al que él adoraba con el alma.

Porque sí, Farlan quería a Isabel. La quería como jamás había querido a nadie más. Como ni siquiera a su propio hermano quería. Intensa, dolorosamente.

Pero el cariño de Farlan hacia Isabel, no era el mismo que ella le profesaba. No, lo de él era cariño fraternal. Pues a sus ojos, la preciosa Isabel tan solo podía ser su hermanita. O la hija que perdió. Todo lo bueno que él no merecía.

A pesar de que Farlan sabía que no debía dejar correr esa agua que representaba los sentimientos de Isabel, no se sentía con el valor de romperle las ilusiones infantiles y por eso cada noche él le seguía —a medias— el juego a ella, ese de "vénceme en una batalla cuerpo a cuerpo y seré tuyo". De todos modos, él mejor que nadie sabía que ella jamás lo lograría, porque Isabel era todo lo opuesto a lo que una amazona debía ser: Fuerte y sensata, una guerrera de elite innata.

Si ella estaba viva, era porque la pureza y ternura que irradiaba había podido incluso con el legado de las amazonas.

Después de largos minutos, la suave y acompasado respiración que golpeaba de vez en vez su cuello, le hizo saber que la chica en sus brazos se había quedado profundamente dormida. Tan solo entonces se permitió descolgar el eje de su mundo de ella, alejar los pensamientos cálidos y cariñosos de aquel rostro diáfano y dirigirlos hacia aquello que le había quitado el sueño y mantenía un nido de angustia en su pecho:

La guerra humana contra los Dioses en las que su líder, su hermano Levi, y por ende su raza, estaba en juego.

Porque las cosas no pintaban a bien.

El eclipse de Sol había sido aquel día, y nada había sucedido. Ni las murallas, ni la bóveda de cristal habían caído, no, seguían ahí, inamovibles, como una burbuja de jabón en los que ellos cual mosca estaba atrapados, condenados a una muerte segura, porque sí, lo más seguro es que a esas alturas, los Dioses ya sabrían de lo que habían intentado hacer, y estarían sentados en sus tronos de oro, decidiendo la mejor manera de aniquilarlos.

Estaban jodidos. Realmente jodidos.

Girando el rostro hacia la ventana de su rústica cabaña, vio como una hermosa luna llena se abría paso entre las gruesas nubes oscuras que había dejado la reciente tormenta, desperdigando así su luz en hilillos de oro y plata, sobre todo lo que alcanzase su magnificencia. Debe ser ya medianoche, se dijo mientras la contemplaba y en su cabeza el pensamiento de que podría ser la última vez que la viese, bailoteaba en su cerebro. Entre sus brazos Isabel se removió, en una búsqueda de algo más de calor, pues la noche estaba extrañamente fría; y Farlan sonrió enternecido.

«Sin importar lo que venga, voy a protegerte a ti y a mi pueblo. Ningún dios volverá a separarme de alguien a quien amo» Fue la promesa que se enterró en cada fibra de su ser antes de que se abandonara al sueño. Un ligero sueño que fue cortado como una pequeña rama ante un huracán cuando aquel sonido se sumergió hasta ese espacio de inconsciencia.

Como el susurro venenoso de un demonio o como el siseo que alerta peligro de una serpiente pero con la misma potencia de un trueno, aquel murmullo lo despertó.

«Abre los ojos, guerrero» dijo una voz dentro de su cabeza, y al instante Farlan obedeció, sus ojos lucharon por encontrar el origen de aquel sonido, ese sonido que traía consigo la sensación de una excesiva gravedad que le cortaba la respiración en los pulmones.

—¿Quién eres?—susurró para no despertar a Isabel y también para no dejar a la vista su estado. Tenía pavor. Sus ojos viajaron rápidamente por toda la habitación pero nada encontró, no había nada, ni siquiera alguna sombra. Pero había alguien allí, él lo sentía. Y era alguien poderoso.

¿Un dios?

«Tú ya lo sabes. No tengo porque decírtelo» respondió su interlocutor, dejando que su voz se expandiera, repiqueteando como gotitas de lluvia en una profunda charca.

Sí, era un dios. Un hombre. Un hombre con voz placentera y rítmica, casi como una canción, pero que detonaba fuerza y poderío.

—No, no lo sé—respondió Farlan. Porque era la verdad, aunque la voz se le hacía extrañamente familiar.

Hubo una pausa larga, y luego, con un tono que casi pareció haber contenido una risita, el desconocido ser respondió.

—¿Estás seguro, centauro?

De pronto no. No estaba seguro en lo absoluto.

—Sí, lo estoy. Y si no me lo dices, verás que…— su voz se apagó cuando el ente volvió a hablar.

—Ah, que tristeza. Me siento ofendido — dijo con su voz tan melosamente dulce como miel goteando. Luego una risa armoniosa bailó en el aire. Una risa como melodía maravillosa que crispó al centauro. Porque era una risa hipócrita que ocultaba desprecio—. Pero bien, no podía esperar menos de una criatura como tú.

Entonces se reveló. De las sombras apareció como si fuera un demonio: Él.

Y lo ojos de Farlan se abrieron a su máxima capacidad mientras sentía como su sangre se congelaba dentro de sus venas. Porque frente suyo estaba nadie más ni nada menos que Zeke, el rey de los dioses, en una esquina de su choza viéndole con fijeza y una sonrisa sardónica.

El dios tenía el pelo y la barba platinados, los ojos dorados, inescrutables. Estaba envuelto en una túnica blanca y tenía un cayado en la mano izquierda. Era alto y esbelto, e irradiaba poder por cada poro, cargando el aire con pequeñas ondas eléctricas que infundían en el cuerpo de Farlan un terror destructivo. Un terror que se multiplicó cuando el dios, que estaba hasta el otro extremo de su cabaña, desapareció, para aparecer a menos de medio metro suyo, al lado de Isabel, sosteniendo mechones de su cabello color fuego, oliendo la tierna carne de su cuello.

Ante aquella escena algo bulló como magma hirviente en el interior de Farlan, y sin poderlo evitar tiró de aquella mano pálida que osaba tocar a su niña.

—No—masculló en un rugido bajo, un rugido de advertencia.

—No seas insolente, centauro—le amonestó el dios—. Deberías sentirte dichoso de que si la mocosa me agrada…bien podría perdonarte la vida a ti y a ella—ronroneó con maldad.

Hijo de perra.

Los dientes de Farlan rechinaron y tuvo que tragarse las maldiciones que le nacían desde el vientre. Su espada estaba lejos e Isabel estaba allí, y si él iniciaba una batalla, la primera víctima sería ella.

Bastardo. Ese dios hijo de puta bien pudo haberlo convocado, arrastrado hasta su terreno y decirle o hacerle lo que quisiera sin que nadie supiera, pero si había bajado hasta allí, en ese preciso momento, era porque lo había estado vigilando, y con toda la mala maña había aparecido, sabiendo que él estaría más… indefenso.

—Me disculpo—se obligó a decir Farlan—. ¿A qué se debe el…honor de tenerlo aquí?

—Cuida ese tono, centauro—dijo el rey levantándose para verlo con superioridad desde su altura.

—Lo siento—y la bilis subió hasta su garganta.

—Por hoy lo dejaré pasar, de todos modos, matarte no me sirve—los ojos del dios estaban fijos sobre la figura del centauro, críticos, como los de alguien que ve a una cucaracha que se aplasta porque se le dio la gana—. Tu líder tiene a mi Oráculo, y lo quiero de regreso. No me importa que lo que tengas que hacer, me lo traerás.

—Pero…

La voz de Farlan murió antes de siquiera formular más palabras, el dios había levantado la mano, haciéndolo callar.

—Sin réplicas, centauro. Si no estoy de humor para perseguir a ese estúpido mocoso, menos para aguantaros tus palabrerías. Abstente de cumplir mis órdenes, si lo hacéis, dejaré pasar vuestras intenciones de rebelaros contra mí. Pero si no lo haces, la muerte os quedará corta con lo que les haré.

El dios desapareció entre sombras igual a como había aparecido y su amenaza quedó flotando, clavada en el pecho de Farlan, que boqueaba como pez moribundo fuera del agua.

Si, de verdad estaban jodidos.